A Pazair lo obsesionaba una urgencia: celebrar un proceso que proclamara definitivamente la inocencia de Kem y le devolviera su dignidad. De paso, identificaría al testigo fantasma del jefe de policía e inculparía a este último de falsificación de pruebas. En cuanto se levantó, y antes incluso de besarlo, Neferet le hizo beber dos largos tragos de agua cobriza; un mal resfriado demostraba que la linfa del decano del porche seguía infectada y frágil, a consecuencia de su detención.
Pazair tragó demasiado de prisa su desayuno y corrió a su despacho, donde se vio asediado en seguida por un ejército de escribas que blandían una serie de vigorosas quejas emanadas de una veintena de aldeas. Debido a la negativa de un supervisor de los graneros reales, el aceite y los cereales, indispensables para el bienestar de los habitantes perjudicados, no habían sido entregados, a causa de una insuficiente crecida. Apoyándose en una reglamentación obsoleta, el pequeño funcionario se burlaba de los hambrientos campesinos.
El decano del porche, con la ayuda de Bel-Tran, consagró dos largas jornadas a resolver ese asunto, simple en apariencia, sin cometer error administrativo alguno. El supervisor de los graneros fue nombrado encargado del canal que regaba una de las aldeas que se negaba a alimentar.
Luego se presentó otro problema, un conflicto entre productores de frutos y escribas del Tesoro encargados de contabilizarlos; para evitar un interminable procedimiento, el decano del porche acudió personalmente a los huertos, sancionó a quienes cometían fraude y rechazó las acusaciones injustificadas de los agentes del fisco. Pazair percibió hasta qué punto el equilibrio económico del país, alianza de un sector privado y una planificación estatal, era un milagro que se renovaba sin cesar. El individuo debía trabajar según sus deseos y, más allá de cierto nivel, recoger los beneficios de su labor; el Estado debía asegurar el riego, la conservación de los bienes y las personas, el almacenaje y la distribución de alimentos, en caso de crecida insuficiente, y todas las demás tareas de interés comunitario.
Consciente de que si no dominaba el empleo de su tiempo se vería estrangulado, Pazair fijó «el proceso Kem» para la semana siguiente. En cuanto se anunció el día, un sacerdote del templo de Ptah se opuso: se trataba de una fecha nefasta, aniversario del combate cósmico entre Orus, luz celeste, y su hermano Seth, la tempestad[1]. Sería mejor que nadie saliera de casa y que no emprendiera viaje alguno; naturalmente, Mentmosé utilizaría el argumento para no comparecer.
Furioso contra sí mismo, Pazair estuvo a punto de rendirse cuando le sometieron un oscuro asunto de aduanas, que implicaba a unos comerciantes extranjeros. Después de un primer instante de desaliento comenzó a leer el expediente, pero lo rechazó; ¿cómo olvidar la angustia del policía nubio, que buscaba a su babuino por los más recónditos rincones de la ciudad?
Mentmosé, el jefe de policía, abordó a Pazair en una calle muy concurrida, donde el nuevo decano del porche estaba comprando flores rojas de Nubia para preparar una tisana que gustaba mucho a su perro[2].
Incómodo, Mentmosé se mostró untuoso.
—Fui engañado —confesó—; en el fondo, siempre creí en vuestra inocencia.
—Pero, de todos modos, me enviasteis al penal.
—¿No habríais actuado vos del mismo modo? La justicia debe ser implacable con los jueces, de lo contrario, no es creíble.
—En ese caso, ni siquiera se había pronunciado.
—Desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Hoy, el destino os es favorable, y todos nos alegramos de ello. He sabido que pensabais celebrar un proceso, en el porche, sobre el lamentable asunto Kem.
—Estáis bien informado, Mentmosé. Sólo tengo que fijar una fecha, y esta vez no será día nefasto.
—¿No deberíamos olvidar tan lamentables peripecias?
—Olvidar es el comienzo de la injusticia. ¿No es el porche el lugar donde debo proteger al débil y salvarlo del poderoso?
—Vuestro policía nubio no es ningún débil.
—Vos sois el poderoso, e intentáis destruirlo acusándolo de un crimen que no ha cometido.
—Aceptad un arreglo que evite muchos sinsabores.
—¿De qué tipo?
—Podrían pronunciarse algunos nombres… Los notables no quieren que su respetabilidad se vea manchada.
—¿Qué puede temer un inocente?
—Los rumores, el qué dirán, la malevolencia…
—Serán barridos en el porche. Cometisteis una grave falta, Mentmosé.
—Soy el brazo ejecutor de la justicia. Separaros de mi persona sería un grave error.
—Quiero el nombre del testigo ocular que acusó a Kem de haber asesinado a Branir.
—Lo inventé.
—De ningún modo, no habríais utilizado ese argumento si el personaje no existiera. Considero el falso testimonio como un acto criminal, que puede arruinar una existencia. El proceso se celebrará; pondrá de relieve vuestro papel de manipulador y me permitirá interrogar a vuestro famoso testigo en presencia de Kem. ¿Su nombre?
—Me niego a dároslo.
—¿Tan importante es el personaje?
—Me comprometí a guardar silencio. Corría muchos riesgos y no quería aparecer.
—Negativa a colaborar en una investigación: ya conocéis la sanción.
—¡Os equivocáis! No soy un cualquiera, sino el jefe de policía.
—Y yo soy el decano del porche.
De pronto, Mentmosé, cuyo cráneo se ponía de un rojo ladrillo y la voz muy aguda, tomó conciencia de que ya no tenía delante de él a un pequeño juez provinciano sediento de integridad, sino al más alto magistrado de la ciudad que, sin prisa pero sin pausa, avanzaba hacia el objetivo que se había fijado.
—Debo reflexionar.
—Os espero mañana por la mañana en mi despacho. Me revelaréis el nombre de vuestro famoso testigo.
Aunque el banquete celebrado en honor del decano del porche hubiera sido un verdadero éxito, Denes ya no pensaba en aquella suntuosa fiesta que había alimentado su fama. Intentaba tranquilizar a su amigo Qadash, que estaba tan excitado que tartamudeaba. El dentista caminaba de un lado a otro y ponía una y otra vez en orden los enloquecidos mechones de su blanca cabellera. La afluencia de sangre enrojecía sus manos y las venitas de su nariz parecían dispuestas a estallar.
Ambos hombres se habían refugiado en la parte más alejada del jardín, lejos de oídos indiscretos. El químico Chechi, que se les había unido, había comprobado que nadie podía escucharlos. Sentado al pie de una palmera datilera, el hombrecillo de negro bigote, aun deplorando la agitación de Qadash, compartía sus preocupaciones.
—¡Tu estrategia es una catástrofe! —reprochó Qadash a Denes.
—Los tres estábamos de acuerdo en utilizar a Mentmosé para hacer que acusara a Kem y calmar así los ardores del juez Pazair.
—¡Y hemos fracasado de un modo lamentable! Soy incapaz de ejercer mi oficio a causa del temblor de mis manos, y vos me habéis negado la utilización del hierro celeste. Cuando me comprometí en esta maquinación, me prometisteis un puesto a la cabeza del Estado.
—En primer lugar, el de médico en jefe, el cargo de Nebamon —recordó Denes, tranquilizador—. Luego, algo mejor todavía.
—¡Pues se acabaron los sueños!
—Claro que no.
—Olvidas que Pazair es decano del porche, que está organizando un proceso para absolver a Kem de cualquier sospecha y hacer comparecer al testigo ocular, ¡es decir, yo mismo!
—Mentmosé no pronunciará tu nombre.
—No estoy tan seguro.
—Ha intrigado durante toda su vida para obtener el cargo; si nos traiciona, se condena a sí mismo.
El químico Chechi asintió con la cabeza. Qadash, tranquilizado, aceptó una copa de cerveza. Denes, que había comido mucho durante el banquete, se frotaba el hinchado vientre.
—Este jefe de policía es un incapaz —deploró—. Cuando tomemos el poder, lo apartaremos.
—Cualquier precipitación sería perjudicial —precisó Chechi, con voz apenas audible—. El general Asher trabaja en la sombra, y no estoy descontento de mis resultados. Pronto dispondremos de un excelente armamento y controlaremos los principales arsenales. Sobre todo, no nos descubramos. Pazair está convencido de que Qadash ha querido robarme el hierro celeste y de que somos enemigos; ignora nuestros verdaderos vínculos y no los descubrirá si somos prudentes. Gracias a las declaraciones públicas de Denes, cree que el actual envite militar es la fabricación de armas irrompibles. Apoyemos esta idea.
—¿Tan ingenuo es? —preguntó el dentista.
—Todo lo contrario. Un proyecto de esta envergadura llamará su atención. ¿Hay algo más importante que una espada capaz de traspasar cascos, armaduras y escudos sin quebrarse? Con ella, Asher fomentará una conspiración para apoderarse del poder. Ésta es la verdad que se impondrá en el espíritu del juez.
—Implica tu complicidad —añadió Denes.
—Mi obediencia, como especialista, me libera de responsabilidad.
—De todos modos, estoy preocupado —insistió Qadash, que reinició sus paseos—. Desde que se cruzó en nuestro camino, desdeñamos a Pazair. ¡Y hoy es decano del porche!
—La próxima tormenta lo barrerá —profetizó Denes.
—Cada día que pasa nos es favorable —recordó Chechi—. El poder del faraón se deshace como una piedra corroída.
Ninguno de los tres conjurados advirtió la presencia de un testigo que no había perdido palabra de la entrevista.
Encaramado en una palmera, Matón, el babuino policía, los miraba con sus ojos enrojecidos.
Escandalizada por el comportamiento sectario y agresivo de Bel-Tran, la señora Nenofar no permanecía inactiva. Había convocado en su casa a los encargados de los asuntos de las cincuenta familias más ricas de Menfis para exponerles con claridad la situación. Sus patronos, como ellos mismos, gozaban de cierto número de cargos honoríficos que no estaban obligados a ejercer, pero que les permitían obtener informaciones confidenciales y permanecer en contacto con la alta administración. En su deseo de reorganización, Bel-Tran iba suprimiéndolos unos tras otros. Desde el comienzo de su historia, Egipto había rechazado siempre los excesos de autoritarismo de ese tipo de advenedizo, tan peligroso como una víbora del desierto.
El inflamado discurso de la señora Nenofar fue aprobado por unanimidad. Un hombre tomaría partido por la razón y la justicia: Pazair, el decano del porche. De ese modo, una delegación, compuesta por Nenofar y diez eminentes representantes de la nobleza, obtuvo audiencia a la mañana siguiente. Nadie iba con las manos vacías: pusieron a los pies del juez redomas de ungüento, un lote de preciosas telas y un cofre lleno de joyas.
—Recibid este homenaje a vuestra función —dijo el de más edad.
—Vuestra generosidad me conmueve, pero me veo obligado a rechazarlo.
El anciano dignatario se indignó.
—¿Por qué razón?
—Tentativa de corrupción.
—¡Lejos de nosotros esa idea! Hacednos el favor de aceptar.
—Llevaos esos regalos y ofrecédselos a vuestros sirvientes que más lo merezcan.
La señora Nenofar consideró indispensable intervenir.
—Decano del porche, exigimos que se respeten la jerarquía y los valores tradicionales.
—Encontraréis en mí un aliado.
Tranquilizada, la escultural esposa del transportista Denes se expresó con ardor.
—Bel-Tran, sin ninguna razón de peso, acaba de suprimir mi cargo honorífico de inspectora del Tesoro y se dispone a perjudicar a muchos miembros de las familias más estimadas de Menfis. Atenta a nuestras costumbres y ataca antiquísimos privilegios. Exigimos vuestra intervención para que esta persecución cese.
Pazair leyó un párrafo de la Regla:
—«Tú que juzgas, no hagas diferencia alguna entre un rico y un hombre del pueblo. No concedas atención alguna a las hermosas ropas ni desdeñes a aquel cuyo sencillo atavío se debe a sus modestos recursos. No aceptes regalo alguno de quien posea bienes ni perjudiques al débil en su beneficio. Así, si sólo te preocupas de los actos cuando pronuncies tu sentencia, el país tendrá sólidas bases».
Aquellos preceptos, de todos conocidos, sembraron, sin embargo, el desconcierto.
—¿Qué significa esa cita? —se extrañó la señora Nenofar.
—Que estoy al corriente de la situación y que apruebo a Bel-Tran. Vuestros «privilegios» no son muy antiguos, se remontan sólo a los primeros años del reinado de Ramsés.
—¿Criticáis al rey?
—Él os incitaba, como noble, a cumplir nuevos deberes, no a beneficiaros de un titulo. El visir no ha formulado oposición alguna a la reorganización administrativa de Bel-Tran. Los primeros resultados son alentadores.
—¿Pensáis empobrecer a la nobleza?
—Devolverle su verdadera grandeza, para que sea un ejemplo.
Bagey el rigorista, Bel-Tran el ambicioso, Pazair el idealista: la señora Nenofar se estremeció pensando en la alianza de aquellos tres hombres. Afortunadamente, el viejo visir no tardaría en jubilarse, el chacal quebraría sus largos colmillos sobre una piedra y el juez íntegro, antes o después, caería en la tentación.
—Basta ya de frases hechas; ¿qué partido tomáis?
—¿No he sido bastante claro?
—Ningún notable ha hecho carrera sin nuestra ayuda.
—Me resignaré a ser la excepción.
—Fracasaréis.
Tapeni era insaciable. No tenía el inimitable ardor de Pantera, pero daba pruebas de una soberbia imaginación, tanto en las posturas como en las caricias. Para no decepcionarla, Suti se veía obligado a seguirla en sus divagaciones e incluso a precederla. Tapeni sentía un profundo afecto por el joven, al que reservaba tesoros de ternura. Morena, pequeña, ardiente, practicaba el arte del sexo, unas veces con refinamiento y otras con violencia.
Afortunadamente, Tapeni estaba también muy ocupada por su trabajo; de este modo, Suti gozaba de períodos de descanso que aprovechaba para tranquilizar a Pantera y demostrarle su incólume pasión.
Tapeni se ponía el vestido, Suti se ajustaba el paño.
—Eres un hombre apuesto y un fogoso semental.
—«Gacela saltadora» sería un buen apodo para ti.
—La poesía me deja indiferente, pero tu virilidad me fascina.
—Sabes dirigirte a ella con gestos convincentes, pero hemos perdido de vista el motivo de mi primera visita.
—¿La aguja de nácar?
—Eso es.
—Un hermoso objeto, raro, precioso, que sólo manejan gentes de calidad, expertas en tejido.
—¿Tienes la lista?
—Claro.
—¿Aceptarías comunicármela?
—Son mujeres, rivales… Me pides demasiado.
Suti temía esa respuesta.
—¿Cómo podré seducirte?
—Eres el hombre que quería. Por la noche te echo en falta. Me veo obligada a hacerme el amor a mi misma pensando en ti. ¿No se hacen insoportables estos sufrimientos?
—Podría concederte una noche, de vez en cuando.
—Quiero todas tus noches.
—¿Deseas…?
—Casarme, querido.
—Por principio moral, soy hostil a ello.
—Tendrás que abandonar a tus amantes, hacerte rico, vivir en mi casa, esperarme, estar siempre dispuesto a satisfacer mis más enloquecidos deseos.
—Existen actividades más penosas.
—Haremos oficial nuestra unión la semana que viene.
Suti no protestó. Ya descubriría un modo para escapar de aquella esclavitud.
—¿Quiénes manejan esas agujas?
Tapeni hizo un arrumaco.
—¿Tengo tu palabra?
—Sólo tengo una.
—¿Tan importante es la información?
—Para mí, sí. Pero si te niegas…
Ella lo agarró del brazo.
—No te enojes.
—Me torturas.
—Es un juego. Pocas damas nobles saben utilizar a la perfección y sin temblar agujas de este tipo. El instrumento exige precisión. Sólo veo tres: la esposa del antiguo supervisor de los canales es la mejor.
—¿Dónde está?
—Tiene ochenta años y vive en la isla Elefantina, junto a la frontera sur.
Suti hizo una mueca.
—¿Y las otras dos?
—La viuda del director de los graneros, pequeña y frágil, tenía, sin embargo, una fuerza increíble. Pero se rompió el brazo hace dos años y…
—¿La tercera?
—Su alumna preferida que, a pesar de su fortuna, sigue confeccionándose ella misma la mayoría de sus vestidos: la señora Nenofar.