CAPÍTULO 11

Con el mango de madera de su navaja en la mano, el barbero pasó la hoja de cobre por las mejillas, el mentón y el cuello del juez Pazair, sentado en un taburete, ante su morada, junto a Viento del Norte, que observaba la escena con mirada plácida mientras Bravo dormía entre sus patas. Como todos los barberos, éste era hablador.

—Os ponéis tan elegante porque os han convocado a palacio.

—¿Cómo negároslo?

Pazair no precisó que acababa de recibir una respuesta, bastante breve, del visir, que lo citaba inmediatamente en aquella hermosa mañana de estío.

—¿Un ascenso?

—Es poco probable.

—¡Que los dioses os sean favorables! Es cierto que un buen juez es su aliado.

—Es preferible, en efecto.

El barbero hundió su hoja en una copa que contenía agua con natrón. Se apartó de su cliente, contempló su obra y, con delicadeza, afeitó unos pelos rebeldes en el mentón.

—Los emisarios del faraón han transmitido estos últimos días curiosos decretos; ¿por qué quiere reafirmar Ramsés el Grande que es la única muralla contra la desgracia y los cataclismos? En este país nadie lo duda. En fin, nadie… Se murmura, de todos modos, que su poder declina. La hiena que bebe en el río, la mala crecida, lluvias en el delta en esta estación…, son signos tangibles del descontento de los dioses. Algunos consideran que Ramsés tendría que celebrar una fiesta de regeneración para recuperar la plenitud de su poder mágico. ¡Qué magnífico momento! Quince días de reposo, distribución de alimento, cerveza a voluntad, bailarinas por las calles… Mientras el rey esté encerrado en el templo con las divinidades, nosotros nos pegaremos una buena vida.

Los decretos reales habían intrigado a Pazair. ¿Qué oscuro adversario temía Ramsés? Tenía la sensación de que el monarca estaba a la defensiva, sin nombrar al adversario, visible o invisible, al que combatía. Sin embargo, Egipto permanecía tranquilo; ningún signo de desestabilización, salvo aquella misteriosa conspiración que Pazair había desmantelado, al menos en parte. Pero, ¿de qué modo ponía en peligro el trono del faraón el robo del hierro celeste?

Quedaba el general Asher, a quien el testimonio de Suti designaba como un traidor y un aliado de los asiáticos, dispuestos siempre a invadir Egipto, tierra de todas las riquezas.

Aunque ocupara una de las más altas funciones militares, ¿tendría deseos de levantar las tropas contra el soberano? La hipótesis parecía inverosímil. El felón se preocupaba por las ventajas personales, no por el peso de un gobierno que sería incapaz de asumir.

Desde el asesinato de su maestro Branir, Pazair perdía pie. Razonaba en el vacío, se sentía traqueteado como el cargamento transportado por un asno. Él, que había establecido un sólido expediente contra el general Asher y sus probables cómplices, carecía de clarividencia, pues estaba obsesionado por el rostro martirizado del venerado ser cuya existencia habían segado.

—Estáis perfecto —consideró el barbero—. Hablad un poco de mí en palacio; me gustaría afeitar a algunos nobles.

El juez asintió con la cabeza.

A su vez, Neferet lo miró.

Con los cabellos peinados, el cuerpo lavado y perfumado, y vestido con un paño de luminosa blancura, el examen fue concluyente.

—¿Estás dispuesto? —preguntó.

—Es preciso. ¿Tengo aspecto de asustado?

—Exteriormente, no.

—La carta del visir no contenía aliento alguno.

—No esperes ninguna benevolencia, así no tendrás una decepción.

—Si me destituye, exigiré que prosigan con la investigación.

—No dejaremos sin castigo la muerte de Branir.

La expresión sonriente de su inflexible voluntad lo tranquilizó.

—Tengo miedo, Neferet.

—Yo también. Pero no retrocederemos.

Los nueve amigos del faraón, tocados con una pesada peluca negra y vestidos con una larga túnica blanca plisada, adornada con un lazo a la altura del ombligo, se habían reunido durante la mañana, convocados por el visir Bagey. Tras debates bastante vivos, habían obtenido la unanimidad. El portador de la Regla, el superintendente de la Doble Casa blanca, el encargado de los canales y director de las moradas del agua, el superintendente de los escritos, el superintendente de los campos, el director de las misiones secretas, el escriba del catastro y el intendente del rey, tras unos profundos intercambios de opinión, habían adoptado la sorprendente propuesta del visir, considerada primero irreal e, incluso, peligrosa. Pero la urgencia de la situación y su carácter dramático justificaban una decisión rápida y desacostumbrada.

Cuando anunciaron a Pazair, los nueve amigos se instalaron en la gran sala de audiencias, de paredes desnudas y blancas, donde se sentaron en bancos de piedra, a un lado y otro de Bagey que ocupaba una silla con respaldo bajo.

De su cuello colgaba el imponente corazón de cobre, la única joya ritual que se permitía. Bajo sus pies, una piel de pantera que evocaba el salvajismo dominado.

El juez Pazair se inclinó ante la augusta asamblea. Los rostros helados de los nueve amigos no presagiaban nada bueno.

—Juez Pazair, ¿admitís que sólo la práctica de la justicia mantiene la prosperidad de nuestro país?

—Ésa es mi más profunda convicción.

—Si no se actúa según la justicia, si se la considera una mentira, los rebeldes levantarán la cabeza, reinará el hambre y rugirán los demonios. ¿Sigue siendo ésa vuestra convicción?

—Vuestras palabras expresan la verdad que vivo.

—He recibido vuestras dos cartas, juez Pazair, y las he comunicado a este consejo para que cada uno de sus miembros sea juez de vuestra conducta. ¿Consideráis haber sido fiel a vuestra misión?

—No creo haberla traicionado. He sufrido en mis carnes, tengo el sabor de la desesperación y la muerte en la boca, pero esos sufrimientos son insignificantes comparados con el ultraje infligido a la función de juez. La han mancillado, la han pisoteado.

—Cuando sepáis que el jefe de policía, Mentmosé, y el decano del porche fueron nombrados por esta asamblea, y con mi aprobación, ¿mantendréis vuestras acusaciones?

Pazair tragó saliva. Había ido demasiado lejos. Aun fortalecido por la evidencia, aun provisto de pruebas irrefutables, un pequeño juez no debía atacar a los notables. El visir y su consejo tomaban partido por sus colaboradores directos.

—Mantengo mis acusaciones, cualquiera que sea su precio. Fui deportado sin motivo, el jefe de policía no realizó ninguna comprobación seria, el decano del porche prescindió de la verdad en beneficio de la mentira. Quisieron eliminarme para que la investigación sobre el asesinato de Branir, la misteriosa muerte de los veteranos y la desaparición del hierro celeste no prosiguiera. Vosotros, los nueve amigos del faraón, habréis oído esta verdad, y no la olvidaréis. La corrupción ha abandonado su cubil y gangrenado una parte del Estado. Si no se cortan los miembros enfermos, se apoderará del cuerpo entero.

Pazair no bajó los ojos y sostuvo la mirada del visir, que pocos hombres se habían atrevido a afrontar.

—La precipitación y la intransigencia extravían al mejor de los jueces —indicó Bagey—. ¿Cuál de estos dos caminos adoptaríais: tener éxito en la vida o servir a la justicia?

—¿Por qué van a oponerse?

—Porque la existencia de un hombre pocas veces concuerda con la ley de Maat.

—La mía le fue ofrecida por juramento.

El visir mantuvo un largo silencio. Pazair supo que iba a pronunciar una sentencia inapelable.

—El portador de la Regla, el intendente del rey y yo hemos examinado los hechos, procedido a interrogatorios y llegado a las mismas conclusiones. El decano del porche, efectivamente, ha cometido graves faltas. A causa de su edad, de su experiencia y de los servicios prestados a la justicia, lo condenamos al exilio en el oasis de Khargeh, donde terminará sus días en la soledad y el recogimiento. Jamás volverá al valle. ¿Estáis satisfecho?

—¿Por qué voy a alegrarme de la desgracia de un juez destituido?

—Condenar es un deber.

—Proseguir la investigación es otro.

—La confío al nuevo decano del porche. Vos, Pazair.

El juez palideció.

—Mi juventud…

—La dignidad de decano no implica ser anciano, sino ser competente, una competencia que esta asamblea os reconoce. ¿Teméis acaso el peso de este cargo hasta el punto de renunciar a él?

—No lo esperaba…

—El destino golpea en un instante, tan rápido como el cocodrilo que se lanza al río. ¿Vuestra respuesta?

Pazair levantó sus manos unidas en señal de respeto y aceptación, y se inclinó.

—Juez del porche —declaró Bagey—, no tenéis ningún derecho. Sólo cuentan vuestros deberes. Que Thot guíe vuestro pensamiento y oriente vuestro juicio, pues sólo un dios preserva al hombre de las bajezas. Conoced vuestro rango, estad orgulloso de él, no os vanagloriéis. Colocad vuestro honor por encima de la muchedumbre, sed silencioso y útil a los demás. No soltéis la cuerda del gobernalle, sed un pilar en vuestra función, amad el bien, detestad el mal. No profiráis mentira alguna, no seáis ligero ni confuso, no tengáis el corazón vacío. Explorad las profundidades de los seres a quienes juzguéis, gracias al ojo de Ra, la luz celestial. Tended el brazo derecho y abrid la mano.

Pazair obedeció.

—He aquí vuestro anillo con el sello, que autentificará los documentos en los que lo pongáis. En adelante actuaréis a las puertas del templo para impartir justicia y proteger a los débiles. Haréis que el orden se respete en Menfis. Velaréis para que los impuestos se paguen debidamente, por la buena marcha de los trabajos agrícolas y la entrega de los géneros. Si es necesario, presidiréis el más alto tribunal de justicia. En cualquier circunstancia, no os limitéis a lo que oigáis y penetrad en el secreto de los corazones.

—Puesto que queréis justicia, ¿quién se encargará del jefe de policía, Mentmosé, cuyas bribonadas son imperdonables?

—Que vuestra investigación precise sus faltas.

—Os prometo no ceder a pasión alguna y tomarme el tiempo necesario.

El portador de la Regla se levantó.

—Confirmo la decisión del visir en nombre del consejo. A partir de este instante, el decano del porche Pazair será reconocido como tal en todo Egipto. Le serán atribuidos una mansión, bienes materiales, servidores, despachos y funcionarios.

El superintendente de la Doble Casa blanca se levantó a su vez.

—De acuerdo con la ley, el decano del porche será responsable, con sus bienes, de cualquier decisión inicua. Si se debe reparación a un litigante, la pagará él mismo, sin recurrir a las finanzas públicas.

El visir emitió un insólito lamento.

Todos se volvieron hacia él. Bagey se llevó la mano al costado diestro, se agarró al respaldo de la silla, intentó en vano sujetarse y se derrumbó inanimado.

Cuando Neferet vio acercarse a Pazair, con la frente cubierta de sudor y los ojos angustiados, creyó que había huido de palacio.

—El visir se encuentra mal.

—¿Está con él el médico en jefe?

—Nebamon está enfermo. Ninguno de sus ayudantes se atreve a intervenir sin su autorización.

La muchacha tomó su reloj de mano y lo sujetó a su muñeca, después puso su estuche en el lomo de Viento del Norte. El asno tomó el buen camino.

Bagey estaba tendido en unos almohadones. Neferet lo auscultó, escuchó los latidos del corazón en su pecho, en sus venas y sus arterias, descubrió dos corrientes, una que caldeaba el costado derecho del cuerpo, otra que helaba el costado izquierdo. El mal era profundo y se extendía a todo el organismo. Utilizando su clepsidra de mano, calculó el ritmo del corazón y el tiempo de reacción de los órganos principales.

Los cortesanos aguardaban el diagnóstico con ansiedad.

—Se trata de una enfermedad que conozco, la trataré ahora mismo —declaró—. El hígado está dañado, la vena porta obstruida. Las arterias hepáticas y el canal colédoco, que unen el corazón con el hígado, están en mal estado. No proporcionan el agua y el aire necesarios y contienen una sangre demasiado espesa.

Neferet hizo beber al enfermo achicoria, que se cultivaba en los jardines de los templos. La planta de anchas hojas azules, que se cerraban a mediodía, tenía numerosas virtudes curativas; mezclada con una pequeña cantidad de vino viejo, trataba numerosas afecciones del hígado y de la vesícula. La médica magnetizó el órgano bloqueado; el visir despertó, muy pálido, y vomitó.

Neferet le pidió que bebiera varias copas de achicoria, hasta que retuviera el líquido; el cuerpo del enfermo finalmente se enfrió.

—El hígado está abierto y limpio —observó.

—¿Quién sois? —preguntó Bagey.

—Soy la doctora Neferet, la esposa del juez Pazair. Deberéis vigilar vuestra alimentación —precisó con voz tranquila— y beber achicoria diariamente. Para evitar un grave infarto, que os destruiría, tomaréis una poción a base de higos, frutos cortados del sicómoro, semillas de brionia, frutos de persea, goma y resma. Yo misma os prepararé la mezcla, que debe exponerse al rocío y filtrarse de madrugada.

—Me habéis salvado la vida.

—He cumplido con mi deber, y hemos tenido suerte.

—¿Dónde ejercéis?

—En Menfis.

El visir se levantó. Pese a la flojedad de sus piernas y a una fuerte jaqueca, dio algunos pasos.

—El descanso es indispensable —estimó Neferet ayudándole a sentarse—. Nebamon os…

—Vos me trataréis.

Una semana más tarde, el visir Bagey, restablecido por completo, entregó al nuevo decano del porche una estela de calcáreo en la que se habían grabado tres pares de orejas, uno azul oscuro, otro amarillo y el tercero verde pálido. Así se evocaban el cielo de lapislázuli, donde reinaban las estrellas de los sabios, el oro que formaba la carne de las divinidades y la turquesa del amor; así se manifestaban los deberes del juez principal de Menfis: escuchar a los demandantes, respetar la voluntad de los dioses, mostrarse benevolente sin debilidad.

Escuchar era la base de la educación, y seguía siendo la virtud principal de un magistrado. Grave, concentrado, Pazair recibió la estela y levantó el bloque de calcáreo a la altura de sus ojos, frente a todos los jueces de la gran ciudad, que se habían reunido para felicitar al nuevo decano.

Neferet lloró de alegría.