CAPÍTULO 7

El decano del porche no se atrevió a mirar al juez Pazair.

—Sois libre —declaró con voz ronca.

El decano esperaba amargos reproches, una acusación en toda regla, incluso. Pero Pazair se limitaba a mirarlo.

—Naturalmente, la base de la inculpación queda anulada. Por lo demás, os pido un poco de paciencia… Me encargaré de regularizar lo antes posible vuestra situación.

—¿Y el jefe de policía?

—Os presenta sus excusas. Él y yo fuimos engañados…

—¿Nebamon?

—El médico en jefe no es realmente culpable. Una simple negligencia administrativa… Fuisteis víctima de un desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Si deseáis poner una querella…

—Lo pensaré.

—A veces es necesario saber perdonar…

—Devolvedme en seguida mi cargo.

Los azules ojos de Neferet parecían dos piedras preciosas en el corazón de las montañas del oro, en el país de los dioses; a su garganta, la turquesa la protegía de los maleficios. Una larga túnica de lino blanco con tirantes afinaba aún más su talle.

Al acercarse, el juez Pazair respiró su perfume. Loto y jazmín embalsamaban su piel satinada. La tomó en sus brazos y permanecieron unidos largos minutos, sin poder hablar.

—¿De modo que me quieres un poco?

Ella se apartó para mirarlo.

Era orgulloso, apasionado, algo loco, riguroso, joven y viejo al mismo tiempo, sin belleza superficial, frágil pero enérgico. Quienes le creían débil se equivocaban lamentablemente. Pese a su severo rostro, su gran frente austera, su carácter exigente, le gustaba la felicidad.

—No quiero separarme más de ti.

La estrechó contra su pecho. La vida tenía un nuevo sabor, poderoso como el joven Nilo. Una vida muy próxima a la muerte, sin embargo, en esa inmensa necrópolis de Saqqara por donde Pazair y Neferet, cogidos de la mano, avanzaban con lentos pasos. Querían recogerse sin tardanza ante la tumba de Branir, su maestro asesinado. ¿Acaso no había transmitido a Neferet los secretos de la medicina y alentado a Pazair para que concretara su vocación?

Penetraron en el taller de momificación donde Djui, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared encalada, comía cerdo con lentejas, aunque aquella carne estuviera prohibida en los períodos cálidos. Sin circuncidar, el momificador no hacía caso alguno de las prescripciones religiosas; con el rostro alargado, espesas y negras cejas que se unían por encima de la nariz, los labios finos y privados de sangre, las manos interminables, las piernas frágiles, vivía al margen de los mortales.

En la mesa de embalsamamiento, descansaba la momia de un hombre de edad, cuyo flanco acababa de cortar con un cuchillo de obsidiana.

—Os conozco —dijo levantando los ojos hacia Pazair—. Sois el juez que investigáis la muerte de los veteranos.

—¿Habéis momificado a Branir?

—Es mi oficio.

—¿Nada anormal?

—Nada.

—¿Ha acudido alguien a la tumba?

—Desde la inhumación, nadie. Sólo el sacerdote encargado del servicio funerario entró en la capilla.

Pazair quedó decepcionado. Esperaba que el asesino, acuciado por los remordimientos, hubiera implorado el perdón de su víctima para evitar el castigo del más allá. Ni siquiera aquella amenaza lo asustaba.

—¿Tuvo éxito vuestra investigación?

—Lo tendrá.

El momificador, indiferente, clavó sus dientes en el pedazo de cerdo.

La pirámide escalonada dominaba el paisaje de eternidad. Muchas tumbas miraban en su dirección, con el fin de participar en la inmortalidad del faraón Coser, cuya inmensa sombra subía y bajaba cada día la gigantesca escalinata de piedra. Por lo general, escultores, grabadores de jeroglíficos y dibujantes animaban los innumerables trabajos. Aquí se excavaba una tumba; allá, se restauraba otra. Hileras de obreros tiraban de las narrias de madera cargadas de bloques de calcáreo o de granito, y los aguadores saciaban la sed de los obreros.

Aquel día festivo, en el que se veneraba a Inhotep, el maestro de obras de la pirámide escalonada, el paraje estaba desierto. Pazair y Neferet pasaron entre las hileras de tumbas que databan de las primeras dinastías, cuidadosamente conservadas por uno de los hijos de Ramsés el Grande. Cuando la mirada se posaba en los nombres de los difuntos escritos en jeroglíficos, los resucitaba, quebrando el obstáculo del tiempo. El poder del verbo superaba al de la muerte.

La sepultura de Branir, cercana a la pirámide escalonada, había sido construida con una hermosa piedra blanca procedente de las canteras de Turah. El acceso al pozo funerario, que conducía a los aposentos subterráneos donde reposaba la momia, había sido obstruido por una enorme losa, mientras que la capilla permanecía abierta a los vivos, que acudirían a celebrar banquetes en compañía de la estatua y de las representaciones del difunto, cargadas de su energía imperecedera.

El escultor había creado una magnífica efigie de Branir, inmortalizándolo con el aspecto de un hombre de edad, de rostro sereno y anchos hombros. El texto principal, en líneas horizontales superpuestas, deseaba al resucitado la bienvenida al hermoso Occidente; al final de un inmenso viaje, llegaba hasta los suyos, sus hermanos los dioses, se alimentaba de estrellas y se purificaba con el agua del océano primordial. Guiado por su corazón, caminaba por los caminos perfectos de la eternidad.

Pazair leyó en voz alta las fórmulas destinadas a los huéspedes de la tumba: «Vivos que estáis en la tierra y pasáis junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiáis la muerte, pronunciad mi nombre para que viva, decid en mi favor la fórmula de ofrenda».

—Identificaré al asesino —prometió Pazair.

Neferet había soñado en una felicidad apacible, lejos de los conflictos y las ambiciones; pero su amor había nacido en la tormenta, y ni Pazair ni ella misma conocerían la paz antes de haber descubierto la verdad.

Cuando las tinieblas fueron vencidas, la tierra se iluminó. Árboles y hierbas reverdecieron, los pájaros abandonaron el nido, los peces saltaron fuera del agua, los barcos bajaron y subieron por el río. Pazair y Neferet salieron de la capilla, cuyos bajorrelieves acogían las luces del alba. Habían pasado la noche junto al alma de Branir, y la habían sentido próxima, vibrante y cálida. Nunca se habrían separado de él.

Terminada la fiesta, los artesanos volvían al lugar. Algunos sacerdotes celebraban los ritos matinales, para perpetuar la memoria de los desaparecidos. Pazair y Neferet siguieron la larga calzada cubierta del rey Unas, que desembocaba, más abajo, en un templo; se sentaron bajo las palmeras, en el lindero de los cultivos. Una niña, risueña, les llevó dátiles, pan fresco y leche.

—Podríamos quedarnos aquí, olvidar los crímenes, la justicia y a los hombres.

—¿Estás volviéndote soñador, juez Pazair?

—Han querido librarse de mí del modo más vil, y no renunciarán a ello. ¿Es prudente emprender una guerra perdida de antemano?

—Por Branir, por el ser que veneramos, tenemos el deber de combatir sin pensar en nosotros mismos.

—Soy sólo un pequeño juez, que la jerarquía destinará a la más alejada de las provincias. Me destruirán sin problemas.

—¿Tienes miedo ya?

—Me falta valor. El penal fue una prueba espantosa.

Ella posó la cabeza en su hombro.

—Ahora estamos juntos. No has perdido ni un ápice de tu fuerza, lo sé, lo siento.

Una dulce calidez invadió a Pazair. Los dolores desaparecieron, la fatiga se atenuó. Neferet era una hechicera.

—Cada día, durante un mes, beberás el agua recogida en una cubeta de cobre. Es un remedio eficaz contra la languidez y la desesperación.

—¿Quién ha podido tenderme esta trampa, sino alguien que supiera que Branir iba a convertirse en sumo sacerdote de Karnak e iba a ser, así, nuestro más fiel apoyo?

—¿A quién te confiaste?

—A tu perseguidor, el médico en jefe Nebamon, para impresionarle.

—Nebamon… Nebamon tenía la prueba de tu inocencia y me obligaba a casarme con él.

—Cometí un terrible error. Al saber el cercano nombramiento de Branir decidió dar un doble golpe: eliminarlo y acusarme del crimen.

En la frente de Pazair apareció una arruga.

—No es el único culpable posible. Cuando el jefe de policía, Mentmosé, me detuvo, se puso de acuerdo con el decano del porche.

—Policía y magistratura aliados en el crimen…

—Una conspiración, Neferet, una conspiración que reúne a hombres de poder e influencia. Branir y yo comenzábamos a ser molestos, porque yo había reunido indicios decisivos y él me habría permitido proseguir la investigación hasta el final. ¿Por qué fue exterminada la guardia de honor de la esfinge? Ésta es la pregunta a la que debo responder.

—¿Te olvidas del químico Chechi, del robo del hierro celeste, de Asher, el general felón?

—Soy incapaz de relacionar a los sospechosos con los delitos.

—Preocupémonos, ante todo, por la memoria de Branir.

Suti había querido festejar dignamente el regreso de su amigo Pazair invitando al juez y a su mujer a una respetable taberna de Menfis, donde se servía un vino tinto que databa del año uno de Ramsés, cordero asado de primera calidad, legumbres con salsa e inolvidables pasteles. Animado, había intentado hacerles olvidar durante unas horas el asesinato de Branir.

De regreso a casa, tambaleándose, con el cerebro lleno de brumas, chocó con Pantera. La rubia libia le agarró por los cabellos.

—¿De dónde vienes?

—Del penal.

—¿Medio borracho?

—Completamente borracho, pero Pazair está sano y salvo.

—¿Y de mí, te preocupas?

Él la tomó por la cintura, la levantó del suelo y la mantuvo sobre su cabeza.

—He vuelto, ¿no es un milagro?

—No te necesito.

—Mientes, nuestros cuerpos no han acabado de descubrirse.

La tendió dulcemente en la cama, le quitó el corto vestido con la delicadeza de un viejo amante y la penetró con el ardor de un joven. Ella aulló de placer, incapaz de resistir aquel asalto que tanto había esperado.

Cuando descansaron, uno junto a otro, jadeantes y encantados, ella puso la mano en el pecho de Suti.

—Prometí engañarte durante tu ausencia.

—¿Has tenido éxito?

—Nunca lo sabrás. La duda te hará sufrir.

—Desengáñate. Para mí sólo cuentan el instante y el goce.

—¡Eres un monstruo!

—¿Te lamentas de ello?

—¿Seguirás ayudando al juez Pazair?

—Mezclamos nuestra sangre.

—¿Está decidido a vengarse?

—Es juez antes que hombre. La verdad le interesa más que el resentimiento.

—Escúchame, por una vez. No lo alientes y, si persiste, mantente al margen.

—¿A qué viene esta advertencia?

—Se enfrenta a alguien demasiado fuerte.

—¿Y tú qué sabes?

—Un presentimiento.

—¿Qué me ocultas?

—¿Qué mujer podría engañarte?

El despacho del jefe de policía parecía una zumbante colmena. Mentmosé no dejaba de ir y venir, distribuía órdenes, contradictorias a veces, azuzaba a sus empleados para que transportaran los rollos de papiro, las tablillas de madera y los menores archivos acumulados desde que entró en funciones. Con ojos enfebrecidos, Mentmosé se rascaba el calvo cráneo y maldecía la lentitud de su propia administración.

Cuando salió a la calle para comprobar el cargamento de un carro, chocó con el juez Pazair.

—Querido juez…

—Me contempláis como si fuera un fantasma.

—¡Qué idea! Espero que vuestra salud…

—El penal la quebrantó, pero mi esposa me recompondrá muy pronto. ¿Cambiáis de domicilio?

—Los servicios de irrigación han previsto una abundante crecida. Debo tomar precauciones.

—Este barrio no es inundable, o eso me parece.

—Nunca se es lo bastante prudente.

—¿Y dónde os instaláis?

—Bueno… en mi casa. Es provisional, claro.

—Sobre todo, es ilegal. ¿Lo sabe el decano del porche?

—Nuestro querido decano está muy cansado. Importunarlo habría sido inconveniente.

—¿No tendríais que interrumpir ese traslado de expedientes?

La voz de Mentmosé se hizo gangosa y aguda.

—Tal vez seáis inocente del crimen del que os acusaban, pero vuestra posición sigue siendo incierta y no os autoriza a darme órdenes.

—Es cierto, pero la vuestra os obliga a ayudarme.

Los ojos del jefe de policía se entornaron, como los de un gato.

—¿Qué queréis?

—Examinar de cerca la aguja de nácar que mató a Branir.

Mentmosé se rascó el cráneo.

—En pleno traslado…

—No se trata de archivos sino de pruebas de cargo. Debe de estar en un expediente junto al mensaje que me engañó: «Branir está en peligro, venid en seguida».

—Mis hombres no lo encontraron.

—¿Y la aguja?

—Un momento.

El jefe de policía desapareció. La agitación se calmó. Algunos portadores de papiro dejaron su carga en las estanterías y recuperaron el aliento.

Mentmosé reapareció diez minutos más tarde con el rostro ensombrecido.

—La aguja ha desaparecido.