CAPÍTULO 6

Mentmosé recibió al decano del porche en la sala de armas, donde se exponían escudos, espadas y trofeos de caza. Cauteloso, con la nariz puntiaguda y la voz gangosa, el jefe de policía tenía un cráneo calvo y rojo, que le picaba a menudo. Más bien corpulento, hacía régimen para conservar cierta esbeltez. Presente en las grandes recepciones, dotado de una considerable red de amistades, prudente y hábil, Mentmosé reinaba sin discusión sobre los distintos cuerpos de policía del reino. Nadie había podido reprocharle el menor error. Velaba con el mayor cuidado sobre su reputación de dignatario intachable.

—¿Visita privada, querido decano?

—Discreta, como a vos os gustan.

—¿No es eso garantía de una carrera larga y tranquila?

—Cuando hice que incomunicaran a Pazair, puse una condición.

—Me falla la memoria.

—Teníais que descubrir el móvil del crimen.

—No olvidéis que sorprendí a Pazair en flagrante delito.

—¿Por qué iba a matar a su maestro, un sabio que debía convertirse en el sumo sacerdote de Karnak y, por lo tanto, en su mejor ayuda?

—Envidia o locura.

—No me toméis por estúpido.

—¿Qué os importa el móvil? Nos hemos librado de Pazair, eso es lo esencial.

—¿Estáis seguro de su culpabilidad?

—Os lo repito: estaba inclinado sobre el cuerpo de Branir cuando lo sorprendí. ¿Qué hubierais pensado vos en mi lugar?

—¿Y el móvil?

—Vos mismo lo admitisteis: un proceso sería del peor efecto. El país debe respetar a sus jueces y confiar en ellos. A Pazair le gusta el escándalo. Su maestro, Branir, intentó sin duda calmarle. Perdió los estribos y le golpeó. Cualquier jurado lo habría condenado a muerte. Vos y yo fuimos generosos con él, puesto que salvamos su reputación. Oficialmente, ha muerto en misión. ¿No es para él, como para nosotros, la más satisfactoria de las soluciones?

—Suti sabe la verdad.

—¿Cómo…?

—Kem ha hecho hablar al médico en jefe Nebamon. Suti sabe que Pazair está vivo, y he aceptado revelarle el lugar donde se encuentra detenido.

La cólera del jefe de policía sorprendió al decano del porche. Mentmosé tenía fama de ser un hombre ponderado.

—¡Insensato, completamente insensato! ¡Vos, el más alto magistrado de la ciudad, os inclináis ante un soldado expulsado! Ni Kem ni Suti pueden actuar.

—Olvidáis la declaración escrita de Nebamon.

—Confesiones obtenidas bajo tortura no tienen valor alguno.

—Era anterior, firmada y fechada.

—¡Destruidla!

—Kem ha solicitado al médico en jefe que redacte una copia, cuya autenticidad ha sido certificada por dos servidores de la propiedad. La inocencia de Pazair ha quedado probada. Durante las horas que precedieron al crimen, trabajaba en su despacho. Algunos testigos lo afirmarán, he podido verificarlo.

—Admitámoslo… ¿Por qué habéis revelado el lugar donde lo ocultábamos? No teníamos ninguna prisa.

—Para estar en paz conmigo mismo.

—Con vuestra experiencia, a vuestra edad…

—Precisamente, a mi edad. El juez de los muertos puede llamarme de un momento a otro. En el asunto Pazair traicioné el espíritu de la ley.

—Habéis tomado partido por Egipto sin preocuparos por los privilegios de un individuo.

—Vuestro discurso ya no me engaña, Mentmosé.

—¿Me abandonaríais?

—Si Pazair vuelve…

—Se muere muy de prisa en el penal de los ladrones.

Desde hacía mucho tiempo, Suti oía el galope de los caballos. Procedía del este, y se trataba de dos beduinos que se acercaban rápidamente mientras merodeaban en busca de una presa fácil.

Suti aguardó a que estuvieran a buena distancia, tensó el arco; con la rodilla en tierra, apuntó al de la izquierda. Herido en el hombro, el hombre cayó hacia atrás. Su compañero corrió hacia el agresor. Suti apuntó. La flecha se clavó en lo alto de la pierna. El beduino, aullando de dolor, perdió el control de su montura, cayó y perdió el sentido al golpearse con una roca. Ambos caballos daban vueltas en redondo.

Suti colocó la punta de su espada en la garganta del nómada, que se había incorporado titubeando.

—¿De dónde vienes?

—De la tribu de los areneros.

—¿Dónde acampa?

—Tras las rocas negras.

—¿Os habéis apoderado de un egipcio en estos últimos días?

—De un extraviado que pretendía ser juez.

—¿Cómo le habéis tratado?

—El jefe está interrogándolo.

Suti saltó a lomos del caballo más robusto y sujetó el segundo por las rudimentarias riendas que utilizaban los beduinos. Los dos heridos tendrían que componérselas para sobrevivir.

Los corceles tomaron un sendero flanqueado de guijarros y cada vez más abrupto; resollando por sus ollares, con el pelaje cubierto de sudor, llegaron a la cima de una colina cubierta de erráticos bloques.

El lugar era siniestro.

Entre las rocas abrasadas, negruzcas, se abrían hondonadas donde se arremolinaba la arena; evocaban las calderas del infierno donde, con la cabeza gacha, se consumían los condenados.

Al pie de la pendiente se hallaba el campamento de los nómadas. La tienda más alta y más coloreada, en el centro, debía de ser la del jefe. Caballos y cabras estaban encerrados en un redil. Dos centinelas, uno al sur y el otro al norte, vigilaban los alrededores.

Contrariamente a las leyes de la guerra, Suti aguardó a que cayera la noche; los beduinos, que se entregaban a correrías y pillajes, no merecían ninguna consideración. El egipcio se arrastró en silencio, metro tras metro, y sólo se incorporó junto al centinela del sur, al que despachó golpeándole en las vértebras cervicales. Los areneros, que no dejaban de recorrer el desierto al acecho de la mejor presa, eran poco numerosos en el campamento. Suti se deslizó hasta la tienda del jefe y penetró en ella por un agujero oval que servia de puerta. Tenso, concentrado, se sentía dispuesto a desplegar toda su violencia.

Atónito, contempló un espectáculo inesperado.

El jefe beduino, tendido entre almohadones, prestaba oídos al discurso de Pazair, sentado en la posición del escriba. El juez parecía absolutamente libre.

El beduino se incorporó. Suti saltó hacia él.

—No lo mates —recomendó Pazair—, empezábamos a entendernos.

Suti lanzó a su adversario sobre los almohadones.

—He interrogado al jefe sobre su modo de vivir —explicó Pazair— y he intentado demostrarle que estaba equivocado. Mi negativa a ser esclavo, aun a riesgo de mi vida, le ha asombrado. Quería saber cómo funciona nuestra justicia y…

—Cuando no le diviertas, te atará a la cola de un caballo y serás arrastrado por las cortantes piedras y acabarás desgarrado.

—¿Cómo me has encontrado?

—¿Cómo podía perderte?

Suti ató y amordazó al beduino.

—Salgamos pronto de aquí. Dos caballos nos aguardan en la cima de la colina.

—¿Para qué? No puedo regresar a Egipto.

—Sígueme en vez de decir tonterías.

—No tendré fuerzas.

—Las recuperarás cuando sepas que se ha demostrado tu inocencia y que Neferet está impaciente.