Entregarse al médico en jefe horrorizaba a Neferet, pero si rechazaba la proposición de Nebamon, se convertiría en el verdugo de Pazair.
¿Dónde estaba prisionero, qué sedicias sufría? Si tardaba demasiado, la detención lo destruiría. Neferet no se había confiado a Suti, el fiel amigo de Pazair, su hermano espiritual: habría matado en el acto al médico en jefe.
Decidió acceder a la petición del chantajista, siempre que volviera a ver a Pazair. Mancillada, desesperada, le confesaría todo antes de envenenarse.
Kem, el policía nubio a las órdenes del juez, se aproximó a la joven. En ausencia de Pazair, proseguía con sus rondas en Menfis, acompañado por Matón, su temible babuino, especializado en arrestar a los ladrones, a quienes inmovilizaba clavándoles los colmillos en la pierna.
Kem había sufrido la ablación de la nariz por haberse visto implicado en el asesinato de un oficial, culpable de dedicarse al tráfico de oro; reconocida la buena fe del nubio, se había convertido en policía. Una prótesis de madera pintada atenuaba el efecto de la mutilación.
Kem admiraba a Pazair. Aunque no tuviera la menor confianza en la justicia, creía en la probidad del joven magistrado, causa de su desaparición.
—Tengo la posibilidad de saber dónde está Pazair —declaró Neferet con gravedad.
—En el reino de los muertos, de donde nadie regresa. ¿No os comunicó el general Asher un informe según el cual Pazair había muerto en Asia, mientras buscaba una prueba?
—Es un informe falso, Kem. Pazair está vivo.
—¿Os han mentido?
—Pazair está acusado de haber asesinado a Branir, pero el médico en jefe Nebamon tiene la prueba de su inocencia.
Kem tomó a Neferet por los hombros.
—¡Está salvado!
—A condición de que me convierta en la mujer de Nebamon.
Rabioso, el nubio golpeó con el puño la palma de su mano izquierda.
—¿Y si se burla de vos?
—Quiero ver de nuevo a Pazair.
Kem manoseó su nariz de madera.
—No lamentaréis haber confiado en mi.
Tras la marcha de los forzados, Pazair se introdujo en la cocina, una construcción de madera cubierta con una tela.
Robaría uno de los fragmentos de sílex, con los que se encendía el fuego, y se cortaría las venas. La muerte sería lenta, pero segura; a pleno sol, se sumiría dulcemente en un benéfico sopor. Por la noche, un vigilante lo empujaría con el pie y daría la vuelta a su cadáver en la ardiente arena. Durante las últimas horas, viviría con el alma de Neferet, con la esperanza de que asistiera, invisible pero presente, a su último trance.
Cuando se apoderaba de la piedra cortante, recibió un violento golpe en la nuca y se derrumbó junto a una marmita.
Con un cucharón en la mano, el anciano apicultor ironizó.
—¡El juez convertido en ladrón! ¿Qué pensabas hacer con el sílex? ¡No te muevas o te doy! Derramar tu sangre y abandonar este maldito lugar por el mal camino de la muerte… ¡Estúpido, e indigno de un hombre de bien!
El apicultor bajó la voz.
—Escúchame, juez; conozco un medio de salir de aquí. Yo no tendría fuerzas para atravesar el desierto, pero tú eres joven. Hablaré si aceptas batirte por mí y hacer que anulen mi condena.
Pazair volvió en sí.
—Es inútil.
—¿Te niegas?
—Aunque consiguiera evadirme, ya no sería juez.
—Vuelve a serlo por mí.
—Imposible. Me acusan de un crimen.
—¿A ti? ¡Es ridículo!
Pazair se acarició la nuca. El anciano le ayudó a levantarse.
—Mañana es el último día del mes. Un carro tirado por bueyes vendrá del oasis y traerá alimentos; regresará vacío. Salta al interior, abandónalo cuando veas el primer ued a la derecha. Remonta el lecho hasta el pie de la colina, allí encontrarás una fuente en un bosquecillo de palmeras. Llena tu odre. Luego camina hacia el valle e intenta encontrar a los nómadas. Por lo menos habrás probado suerte.
El médico en jefe Nebamon había vaciado por segunda vez los crasos rodetes de la señora Silkis, la joven esposa del rico Bel-Tran, fabricante de papiro y alto funcionario, cuya influencia no dejaba de crecer. Como cirujano estético, Nebamon exigía enormes honorarios, que sus pacientes pagaban sin rechistar. Piedras preciosas, telas, géneros alimenticios, mobiliario, instrumental, bueyes, asnos y cabras aumentaban su fortuna, en la que sólo faltaba un tesoro inestimable: Neferet. Otras eran igualmente hermosas; pero en ella se realizaba una armonía única, donde la inteligencia se aliaba con el encanto para dar nacimiento a una luz incomparable.
¿Cómo había podido enamorarse de un ser tan gris como Pazair? Una tontería de juventud que habría lamentado durante toda su vida sin la intervención de Nebamon.
A veces se sentía tan poderoso como el faraón; ¿no poseía, acaso, secretos que salvaban existencias o las prolongaban, no reinaba sobre los médicos y los farmacéuticos, no era aquel a quien suplicaban los altos dignatarios para recobrar la salud? Si sus ayudantes trabajaban en la sombra para procurarle los mejores tratamientos, Nebamon, y sólo él, obtenía la gloria. Ahora bien, Neferet tenía un ingenio médico que él debía explotar; tras una operación con éxito, Nebamon se concedía una semana de descanso en su casa de campo, al sur de Menfis, donde un ejército de servidores satisfacía sus menores deseos. Abandonando las tareas subalternas a su equipo médico, que controlaba con firmeza, prepararía la lista de futuros ascensos a bordo de su nuevo barco de recreo. Estaba impaciente por degustar un vino blanco del delta, procedente de sus viñedos, y las últimas recetas de su cocinero.
Su intendente lo avisó de la presencia de una joven y hermosa visitante. Intrigado, Nebamon salió al porche de su propiedad.
—¡Neferet! Qué maravillosa sorpresa… ¿Almorzaréis conmigo?
—Tengo prisa.
—Pronto tendréis la ocasión de visitar mi casa, estoy seguro. ¿Me traéis una respuesta?
Neferet inclinó la cabeza. El entusiasmo se apoderó del médico en jefe.
—Sabía que seríais razonable.
—Concededme tiempo.
—Puesto que habéis venido, vuestra decisión ya está tomada.
—¿Me concederéis el privilegio de ver de nuevo a Pazair?
Nebamon hizo una mueca.
—Os imponéis una prueba inútil. Salvad a Pazair, pero olvidadlo.
—Le debo un último encuentro.
—Como queráis. Pero mis condiciones no cambian: primero tendréis que demostrarme vuestro amor. Después intervendré. ¿Estamos de acuerdo?
—No estoy en condiciones de negociar.
—Aprecio vuestra inteligencia, Neferet; sólo vuestra belleza la iguala.
La tomó tiernamente por la muñeca.
—No, Nebamon, aquí no, ahora no.
—¿Dónde y cuándo?
—En el gran palmeral, junto al pozo.
—¿Un lugar que os es agradable?
—Medito allí con frecuencia.
Nebamon sonrió.
—La naturaleza y el amor forman buena pareja. Como vos, disfruto la poesía de los palmerales. ¿Cuándo?
—Mañana, cuando el sol se haya puesto.
—Acepto la penumbra para nuestra primera unión; luego viviremos a pleno sol.