El ocaso enrojecía las colinas. A aquella hora, el perro de Pazair, Bravo, y su asno, Viento del Norte, debían de estar degustando la comida que les servia Neferet, tras una larga jornada de trabajo. ¿Cuántos enfermos habría curado, se alojaba en la pequeña casa de Menfis, cuya planta baja ocupaba el despacho del juez, o había vuelto a su pueblo de la región tebana para ejercer su oficio de médico, lejos de la agitación de la ciudad?
El valor del juez se debilitaba.
Él, que había consagrado su existencia a la justicia, sabía que nunca la recibiría. Ningún tribunal reconocería su inocencia. Suponiendo que saliera del penal, ¿qué porvenir reservaba a Neferet?
Un anciano se sentó a su lado. Flaco, desdentado, con la piel curtida y arrugada, lanzó un suspiro.
—Para mí, se ha terminado. Soy demasiado viejo. El jefe me exonera del transporte de piedras. Me encargaré de la cocina. Buena noticia, ¿no?
Pazair inclinó la cabeza.
—¿Por qué no trabajas? —interrogó el anciano.
—Me lo impiden.
—¿A quién has robado?
—A nadie.
—Aquí sólo hay grandes ladrones. Han reincidido tantas veces que nunca saldrán del penal, porque traicionaron su juramento de no comenzar de nuevo. Los tribunales no bromean con la palabra dada.
—¿Y a tu entender, se equivocan?
El viejo escupió en la arena.
—¡Extraña pregunta! ¿No estarás del lado de los jueces?
—Soy uno de ellos.
La noticia de su liberación no habría asombrado más al interlocutor de Pazair.
—Te burlas de mí.
—¿Crees que tengo ganas de hacerlo?
—Caramba, caramba… ¡Un juez, uno de verdad!
Lo miraba, inquieto y respetuoso.
—¿Y qué has hecho?
—Dirigí una investigación y quieren cerrarme la boca.
—Debes de estar mezclado en un extraño asunto. Yo soy inocente. Un competidor desleal me acusó de robar una miel que me pertenecía.
—¿Apicultor?
—Tenía colmenas en el desierto, mis abejas me daban la mejor miel de Egipto. Los competidores se volvieron envidiosos; organizaron una emboscada y caí en ella. En el proceso me enojé. Rechacé el veredicto contra mí, pedí un segundo juicio y preparé mi defensa con un escriba. Estaba seguro de ganar.
—Pero fuiste condenado.
—Mis competidores ocultaron en casa objetos robados en un taller. ¡Pruebas de la reincidencia! El juez no investigó demasiado.
—Se equivocó. En su lugar, yo habría examinado los móviles de los acusadores.
—¿Y si te pusieras en su lugar? ¿Y si demostraras que las pruebas son falsas?
—Primero tendría que salir de aquí.
El apicultor escupió de nuevo en la arena.
—Cuando un juez traiciona su función, no lo aíslan en un campo como éste. Ni siquiera te han cortado la nariz. Debes de ser un espía, o algo así.
—Como quieras.
El anciano se levantó y se alejó.
Pazair ni siquiera tocó la habitual bazofia. Ya no tenía ganas de luchar. ¿Qué podía ofrecer a Neferet, salvo la vergüenza y la decadencia? Sería mejor que no volviera a verla nunca y lo olvidara. Conservaría el recuerdo de un magistrado de fe inquebrantable, de un loco enamorado, de un soñador que había creído en la justicia.
Tendido de espaldas, contempló el cielo de lapislázuli. Mañana, desaparecería.
Las blancas velas bogaban por el Nilo. Al caer la noche, los marineros se divertían saltando de un barco a otro, mientras el viento del norte daba velocidad a las embarcaciones.
Caían al agua, reían, se apostrofaban.
Sentada en la orilla, una muchacha no oía los gritos de los revoltosos. Con los carrillos más bien rubios, un rostro muy puro de líneas tiernas, los ojos de un azul de estío, bella como un loto florecido, Neferet invocaba el alma de Branir, su maestro asesinado, y le suplicaba que protegiera a Pazair, al que amaba con todo su ser, cuya muerte había sido proclamada oficialmente sin que ella pudiera creerlo.
—¿Puedo hablaros unos instantes?
Volvió la cabeza.
A su lado se encontraba el médico en jefe del reino, Nebamon, un cincuentón, apuesto todavía, que se había convertido en su más feroz enemigo.
Había intentado terminar con su carrera varias veces. Neferet detestaba a aquel cortesano, ávido de riquezas y de conquistas femeninas, que utilizaba la medicina como un poder sobre los demás y un medio de hacer fortuna.
Con mirada febril, Nebamon admiraba a la joven, cuyas ropas de lino dejaban adivinar formas tan perfectas como conmovedoras. Firmes y altos pechos, piernas largas y finas, pies y manos delicadas que atraían las miradas. Neferet era luminosa.
—Dejadme, os lo ruego.
—Deberíais concederme mayor consideración; lo que sé os interesará en sumo grado.
—Vuestras intrigas me son indiferentes.
—Se trata de Pazair.
Ella no pudo ocultar su emoción.
—Pazair ha muerto.
—No es cierto, querida.
—¡Mentís!
—Conozco la verdad.
—¿Debo suplicaros?
—Os prefiero intratable y orgullosa. Pazair está vivo, pero lo acusan de haber asesinado a Branir.
—¡Es… es absurdo! No os creo.
—Hacéis mal. El jefe de policía, Mentmosé, lo detuvo y lo aisló.
—Pazair no mató a su maestro.
—Mentmosé está convencido de lo contrario.
—Quieren abatirlo, arruinar su reputación e impedirle que prosiga su investigación.
—No importa.
—¿Por qué me lo reveláis?
—Porque sólo yo soy capaz de probar la inocencia de Pazair.
En el estremecimiento que agitó a Neferet se mezclaban la esperanza y la angustia.
—Si deseáis que ponga la prueba en manos del decano del porche, tendréis que ser mi esposa, Neferet, y olvidar a vuestro pequeño juez. Éste es el precio de su libertad. A mi lado, estaréis en el lugar que os corresponde. Ahora, el juego está en vuestras manos. O liberáis a Pazair o lo condenáis a muerte.