¡Madre! ¡Madre! ¡Madre! El reverendo JIM JONES en el momento de su apostasía |
Por quinta vez fueron repartidos cinturones con alimentos. Ahora bastó con un solo soldado para entregarlos. Únicamente quedaban nueve Marchadores. Algunos miraban los cinturones con expresión estúpida, como si no supieran qué eran, y los dejaban escurrir entre sus manos como serpientes resbaladizas. A Garraty le pareció que transcurrían horas mientras procedía al complicado ritual de ajustarse el cinturón. El mero hecho de pensar en comer hizo que su estómago, encogido y tembloroso, se sintiera al borde de las náuseas.
Stebbins caminaba ahora a su lado. Mi ángel de la guarda, pensó Garraty irónicamente. Ante la mirada de Garraty, Stebbins sonrió y se llevó a la boca dos galletas untadas de mantequilla de cacahuete. Las devoró ruidosamente, y Garraty se sintió enfermo.
—¿Qué sucede? —preguntó Stebbins con la boca llena—. ¿No puedo comer?
—¿Qué quieres ahora? —replicó Garraty.
Stebbins tragó con lo que a Garraty le pareció un auténtico esfuerzo.
—Nada. Si te desmayas de desnutrición, mejor para mí.
—Me parece que vamos a llegar a Massachusetts —musitó McVries.
Stebbins asintió.
—La primera Marcha que lo hace en los últimos diecisiete años. Se volverán locos…
—¿Cómo es que sabes tanto acerca de la Marcha? —inquirió Garraty.
Stebbins se encogió de hombros.
—Está todo registrado. No tienen nada de qué avergonzarse. ¿O sí?
—¿Qué harás si ganas, Stebbins? —preguntó McVries.
Stebbins se echó a reír. Bajo la lluvia, su rostro fino y borroso por la barba, surcado de arrugas de cansancio, tenía un aspecto leonino.
—¿Qué harás tú? ¿Comprarte un gran Cadillac amarillo con el techo púrpura y un televisor con altavoces estereofónicos para cada habitación de la casa?
—Supongo que tú donarías doscientos o trescientos de los grandes a la Sociedad para el Fomento de la Crueldad con los Animales —dijo McVries.
—Abraham parecía un cordero —dijo Garraty—. Un cordero atrapado en alambres de espino. Eso es lo que parecía.
Pasaron bajo una enorme pancarta que anunciaba la frontera de Massachusetts a sólo 25 kilómetros. Realmente, no había mucho de New Hampshire a lo largo de la interestatal 1, apenas un estrecho brazo de terreno que separaba Maine de Massachusetts.
—Garraty… —dijo Stebbins—, ¿por qué no vas a hacer el amor con tu madre?
—Lo siento, pero esa táctica ya no te servirá.
Cogió con parsimonia una barra de chocolate del cinturón y se la metió entera en la boca. Su estómago se contrajo con furia, pero logró tragar el chocolate. Tras una breve y tensa pugna con sus entrañas, supo que iba a mantenerse allí.
—Creo que podría caminar un día más si fuera preciso —dijo—, y otro incluso, si no hubiera más remedio. Resígnate, Stebbins, abandona la guerra psicológica. No funciona. Tómate unas galletas más.
Stebbins mantuvo la boca tensa y cerrada. Sólo fue un segundo, pero Garraty se percató perfectamente. Había tocado un punto flaco de Stebbins. Sintió una oleada de júbilo. Por fin había dado con el filón.
—Vamos, Stebbins —añadió—, dinos por qué estás aquí. Ya ves que no vamos a seguir juntos mucho tiempo. Cuéntanos. Que quede entre nosotros tres, ahora que ya sabemos que no eres Superman.
Stebbins abrió la boca y, con una convulsión, devolvió las galletas que acababa de tomar. Se tambaleó y, por segunda vez en toda la Marcha, recibió un aviso.
Garraty notó que la sangre le latía con fuerza en las sienes.
—Vamos, Stebbins. Ya has devuelto la comida. Ahora vomita las razones. Cuéntanos.
El rostro de Stebbins había adquirido un tono mantecoso, pero había recuperado su expresión habitual.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Queréis saberlo?
McVries le miraba con curiosidad. No había nadie cerca; el más próximo era Baker, que avanzaba cerca de la muchedumbre con la mirada fija en sus anónimos rostros.
—¿Por qué estoy aquí, o por qué sigo andando? ¿Cuál de las dos cosas queréis saber?
—Queremos saberlo todo —dijo Garraty. Era la pura verdad.
—Yo soy el conejo —dijo Stebbins.
La lluvia caía mansamente, resbalándoles por la nariz y goteándoles en los lóbulos de las orejas, como pendientes.
Delante de ellos, un muchacho descalzo, con los pies convertidos en una masa púrpura de venas reventadas, cayó de rodillas, gateó unos metros sacudiendo violentamente la cabeza arriba y abajo, intentó levantarse, cayó, y por fin consiguió incorporarse. Continuó adelante. Era Pastor, advirtió Garraty con cierta sorpresa. Todavía sigue con nosotros…
—Yo soy el conejo —repitió Stebbins—. Tú lo habrás visto alguna vez, Garraty. Es ese bicho mecánico gris que persiguen los perros en las carreras de galgos. Por rápido que corran los perros, nunca consiguen alcanzar al conejo, porque éste no es de carne y hueso y aquéllos sí. Ese conejo no es más que un pedazo de madera y un puñado de engranajes y cables. En los viejos tiempos, en Inglaterra, se utilizaban conejos de verdad, pero a veces los galgos los alcanzaban. Es más fiable el nuevo sistema.
»Él me engañó. —Los ojos azul claro de Stebbins contemplaron la lluvia—. Podría decirse incluso que me hechizó. Me transformó en conejo. ¿Recuerdas el de Alicia en el País de las Maravillas? Pero quizá tengas razón, Garraty. Es hora de dejar de ser conejos y cerdos chillones y corderos para convertirnos en personas, aunque no podamos pasar del nivel de los chulos y pervertidos de la calle Cuarenta y dos.
Los ojos de Stebbins se llenaron de furia y júbilo. Clavó la mirada en Garraty y McVries, y ambos rehuyeron enfrentarse a ella. Stebbins estaba loco. En aquel instante no cabía la menor duda. Stebbins había perdido la chaveta.
Su voz grave se alzó como en un sermón desde un púlpito.
—¿Que cómo sé tanto acerca de la Marcha? ¡Lo sé todo sobre ella! ¡Así tenía que ser! ¡El Comandante es mi padre, Garraty! ¡Es mi padre!
La voz de la multitud se alzó en un estúpido rugido, como si vitorearan lo que Stebbins acababa de decir, aunque no podían haberle oído. Los fusiles dispararon de nuevo. Ésa había sido la causa del alborozo. Los fusiles dispararon y Pastor rodó sobre la calzada, muerto.
Garraty notó el estómago y el escroto en un puño.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó McVries—. ¿Es cierto eso?
Se pasó la lengua por los agrietados labios mientras Stebbins respondía, casi jovialmente:
—Es cierto. Soy su hijo bastardo. Veréis… Yo no creía que él lo supiera. No creía que supiera que yo era su hijo. Ahí fue donde cometí el error. Ese hombre es un rijoso hijo de perra. Es… el Comandante. Sé que ha tenido decenas de bastardos. Lo que yo pretendía era echárselo en cara y descubrirle ante el mundo. Sorpresa, sorpresa. Y cuando ganara, cuando me dieran el premio, iba a pedir que me llevaran a casa de mi padre.
—¿Y él lo sabía todo? —susurró McVries.
—Él me convirtió en su conejo. Un conejito gris para hacer correr al resto de los galgos más aprisa… y más lejos. Y supongo que ha dado resultado. Vamos a llegar a Massachusetts.
—¿Y ahora? —preguntó Garraty.
Stebbins se encogió de hombros.
—Ahora el conejo resulta de carne y hueso, después de todo. Camino. Hablo. Y creo que si esto no termina pronto, acabaré arrastrándome sobre el vientre como un reptil.
Pasaron bajo una gran torre de electricidad. Varios hombres con botas de escalada pendían asidos a los postes, por encima de la multitud, como grotescas mantis religiosa.
—¿Qué hora es? —preguntó Stebbins.
Su rostro parecía haberse fundido bajo la lluvia. Se había convertido en el de Olson, el de Abraham, el de Barkovitch… y luego, estremecedoramente, en el del propio Garraty, desesperado y agotado, hundido en sí mismo, el rostro de un espantapájaros podrido en un campo segado mucho tiempo atrás.
—Las diez menos veinte —dijo McVries. Hizo una penosa imitación de su cínica sonrisa de otros tiempos—. Feliz quinto día a todos, estúpidos.
Stebbins asintió.
—¿Seguirá lloviendo todo el día, Garraty?
—Sí, creo que sí. Da esa impresión.
—Yo también lo creo —asintió lentamente con la cabeza Stebbins.
—«Venid a cobijaros de la lluvia» —cantó de pronto McVries.
Continuaron adelante, casi al mismo paso, aunque los tres iban inclinados en diferentes posturas debido a los dolores que padecían.
Cuando entraron en Massachusetts, quedaban siete: Garraty, Baker, McVries, un esqueleto tenaz de ojos hundidos llamado George Fielder, Bill Hough, un tipo alto y musculoso llamado Milligan que todavía no parecía quebrado, y Stebbins.
La pompa y alborozo del paso de la frontera quedó lentamente a sus espaldas. La lluvia seguía, constante y monótona. El viento aullaba y rasgaba la tierra con toda la crueldad juvenil e inconsciente de la primavera. Arrancaba sombreros entre la multitud y los lanzaba, en breves y violentos arcos por el aire.
Poco antes —justo después de la confesión de Stebbins—, Garraty había experimentado un ligero y extraño despertar de su propio cuerpo. Sus pies parecieron recordar lo que en otro tiempo habían sido. Sintió una especie de frío que paralizaba los insoportables dolores de su espalda y su cuello. Era como terminar de subir una pared de roca y asomarse a la cumbre, salir de la niebla húmeda de las nubes al sol frío y al aire vigorizante y enrarecido… sin otra dirección que tomar que hacia abajo y a velocidad de vértigo.
El vehículo oruga iba un poco por delante de ellos. Garraty observó al soldado rubio acuclillado bajo el gran parasol de lona, en la parte posterior. Intentó proyectar todo el dolor y todos los sufrimientos pasados, contra los hombres del Comandante. El soldado rubio le observó con aire indiferente.
Garraty dirigió una mirada a Baker y vio que le sangraba la nariz.
—Va a morir, ¿verdad? —dijo Stebbins.
—Sí, claro —respondió McVries—. Todos se han ido muriendo, ¿no lo sabías?
Una ráfaga de viento lanzó una cortina de agua sobre ellos y McVries se tambaleó. Recibió un aviso. La multitud siguió vitoreando, insensible y aparentemente impenetrable. Por lo menos, hoy había menos petardos y fuegos artificiales. La lluvia había interrumpido esas estupideces.
La carretera les llevó entre dos colinas de empinadas laderas. La calzada era como una grieta entre dos pechos turgentes. Las colinas estaban negras de espectadores. La gente parecía levantarse sobre ellos y alrededor como los muros vivientes de un enorme y oscuro cenagal.
George Fielder volvió de improviso a la vida. Su cadavérica cabeza giró lentamente a uno y otro lado sobre su cuello, delgado como un palillo.
—Van a devorarnos —murmuró—. Van a caer sobre nosotros y devorarnos.
—No lo creo —respondió Stebbins—. Nunca ha habido un…
—¡Nos van a comer! ¡A comer! ¡Acomeracomeracomer…!
George Fielder giró sobre sí mismo trazando un círculo tambaleante y agitando los brazos furiosamente. Sus ojos reflejaban el terror de un ratón atrapado en una ratonera. A Garraty le pareció como si uno de esos videojuegos se hubiera vuelto loco.
—¡Acomeracomeracomeracomer…!
Fielder gritaba todo cuanto le permitía su garganta, pero Garraty apenas podía oírle. Las ondas de sonido procedentes de las colinas se abatían sobre los Marchadores como martillazos. Garraty no oyó siquiera los disparos cuando Fielder recibió el pasaporte; sólo oía el grito salvaje de la multitud. El cuerpo de Fielder bailó una rumba desmadejada pero extrañamente grácil en el centro de la autopista, sacudiendo los pies y retorciendo el cuerpo con frenéticos movimientos de hombros. Por fin, como si estuviera demasiado cansado para seguir bailando, cayó sentado al suelo con las piernas muy abiertas, y así murió, sentado, con la barbilla inclinada sobre el pecho como un niño cansado, atrapado por una nana mientras jugaba.
—Garraty… —dijo Baker—. Estoy sangrando.
Las colinas ya habían quedado atrás, y Garraty pudo oírle.
—Sí —respondió.
Luchó por mantener firme la voz. Baker sufría una hemorragia interna y su nariz goteaba sangre. Llevaba las mejillas enmascaradas con cuajarones coagulados, y el cuello de la camisa teñido de rojo.
—No es muy grave, ¿verdad? —le preguntó Baker, llorando de miedo pues sabía que sí lo era.
—No, no lo es —contestó Garraty.
—La lluvia parece tan cálida… —prosiguió Baker—. Aunque sé que sólo es lluvia. Porque sólo es lluvia, ¿verdad, Garraty?
—Claro —contestó Ray, espantado.
—Me gustaría tener un poco de hielo que ponerme —añadió Baker antes de alejarse.
Garraty le observó.
Bill Hough recibió el pasaporte a las once menos cuarto, y Milligan a las once y media, justo después de que los Diablos Voladores pasaran sobre sus cabezas efectuando sus ejercicios de vuelo acrobático en seis F-111 de color azul eléctrico. Garraty había calculado que Baker desaparecería antes que cualquiera de ambos, pero Baker continuaba adelante, aunque ahora ya tenía empapada la mitad superior de la camisa.
A Garraty la cabeza parecía estar ofreciéndole un concierto de jazz: Dave Brubeck, Thelonius Monk, Cannonball Adderly… los discos que todo el mundo guardaba bajo la mesa y empezaba a poner cuando la fiesta se hacía ruidosa y abundaba el alcohol.
Le pareció que una vez había sido amado, que una vez él mismo había amado. Pero ahora sólo contaba el jazz y el creciente redoble de tambor en la cabeza; su madre sólo era un montón de paja envuelto en un abrigo de pieles. Y Jan no era más que un maniquí de grandes almacenes. Todo había terminado. Incluso si vencía, si conseguía sobrevivir a McVries, Stebbins y Baker, todo había terminado. Jamás regresaría a casa.
Rompió a sollozar. La visión se le hizo borrosa, sus pies tropezaron y cayó al suelo. La calzada era dura y le resultó sorprendentemente fría e increíblemente confortante. Recibió dos avisos hasta conseguir ponerse en pie otra vez mediante una serie de movimientos ebrios, parecidos a los de un cangrejo. Puso los pies en marcha de nuevo y emitió una ventosidad, un largo y estéril traqueteo que nada tenía que ver con un auténtico pedo.
Baker se movió en zigzag de un lado a otro de la calzada, como borracho. McVries y Stebbins tenían las cabezas muy próximas, y Garraty tuvo de pronto la certeza de que estaban tramando matarle, igual que cierta vez alguien llamado Barkovitch había matado a un número sin rostro, que respondía al nombre de Rank.
Se obligó a apretar el paso y se puso a la altura de la pareja. Stebbins y McVries le hicieron sitio sin mediar palabra. Ahora habéis dejado de hablar de mí, pero lo estabais haciendo, ¿verdad? ¿Creéis que no me doy cuenta, que soy imbécil? Y pese a todo resultaba reconfortante. Quería estar con ellos, seguir con ellos hasta morir.
Cruzaban ahora bajo una pancarta que parecía resumir, a ojos de Garraty, toda la hiriente locura que podía encontrarse en el universo, toda la burla y la risa de las estrellas. Y esa pancarta anunciaba: ¡80 KILÓMETROS PARA BOSTON! ¡ÁNIMO, MARCHADORES, PODÉIS CONSEGUIRLO! Se habría desternillado de risa si hubiera podido. ¡Boston! La simple mención de esa ciudad era como una leyenda absolutamente inverosímil.
Baker volvía a encontrarse junto a él.
—Garraty…
—¿Sí?
—¿Estamos?
—¿Qué dices?
—¿Estamos? Contesta, Garraty, por favor.
Baker le miraba con ojos suplicantes. Era una res de matadero.
—Sí, estamos. Estamos, Art.
Garraty no tenía la menor idea de a qué se refería Baker.
—Voy a morirme ahora, Garraty.
—Está bien.
—Si ganas, ¿querrás hacer una cosa por mí? No quiero pedírselo a nadie más.
Y al decir esto Baker hizo un gesto vago hacia la desierta autopista, como si la Marcha todavía tuviera decenas de competidores en acción. Por un pavoroso segundo, Garraty se preguntó si estarían todos allí todavía, como fantasmas ambulantes que resultaban visibles para Baker en el instante de su agonía.
—Lo que quieras.
Baker apoyó una mano en el hombro de Garraty y éste se echó a llorar desconsoladamente.
—Que esté chapado en plomo —pidió Baker.
—Sigue caminando un poco más —dijo Garraty entre lágrimas—. Camina un poco más, Art.
—No… no puedo.
—Está bien.
—Quizá volvamos a vernos, Ray —musitó Baker al tiempo que se limpiaba la sangre viscosa del rostro, con gesto ausente.
Garraty bajó la cabeza y lloró con más fuerza.
—No mires cómo lo hacen —añadió Baker—. Prométeme eso también.
Garraty asintió con un gesto, incapaz de hablar.
—Gracias. Has sido un buen amigo, Garraty.
Baker intentó sonreír, extendió la mano en un gesto a ciegas y Garraty la estrechó entre las suyas.
—En otro lugar, en otra ocasión… —musitó Baker.
Garraty se cubrió el rostro con las manos y tuvo que inclinarse para continuar caminando. Los sollozos le desgarraron y le causaron un dolor más hiriente que cuanto la Marcha le había infligido hasta entonces.
Deseó no oír los disparos, pero no lo consiguió.