No me importa si ganáis o perdéis, siempre que ganéis. VINCE LOMBARDI Ex entrenador de los Green Bay Packers |
La luz diurna fue imponiéndose a duras penas en un mar de niebla, blanco y mudo. Garraty caminaba sin compañía. Ni siquiera recordaba cuántos habían recibido el pasaporte durante la noche. Cinco, quizá. Sus pies padecían dolores terribles. Los notaba hincharse cada vez que los apoyaba. Le dolían las nalgas y su espalda era fuego helado. Pero sus pies sufrían punzadas insoportables y la sangre se coagulaba en ellos y los hinchaba, y convertía sus venas en espaguetis al dente.
Y pese a todo, seguía notando un gusanillo de excitación creciente en su interior: estaban ya a sólo 20 kilómetros de Freeport. Acababan de entrar en Porterville y la multitud apenas podía verles a través de la densa niebla, pero Garraty había oído entonar su nombre entre el público desde Lewiston. Era como el latido de un corazón gigante.
Freeport y Jan, pensó.
—¿Garraty?
La voz le sonó familiar, pero desvaída. Era McVries. Su rostro era una calavera con piel y pelo. Los ojos le brillaban febrilmente.
—Buenos días —graznó—. Hemos alcanzado un nuevo día para seguir luchando.
—Sí. ¿Cuántos han caído esta noche, McVries?
—Seis. —McVries sacó un tubo de concentrado de jamón y empezó a llevarse la pasta a la boca, ayudándose con los dedos—. Seis, desde Barkovitch. —Devolvió el tubo al cinturón con la atención de un anciano artrítico—. Entre ellos, Pearson.
—¿De veras?
—Ya no quedamos muchos, Garraty. Sólo veinticinco.
—Es cierto. No muchos.
Caminar entre la niebla era como hacerlo entre nubes ingrávidas de polvillo de mariposa.
—Y tampoco quedamos muchos de nuestro grupo de mosqueteros. Tú y yo, Baker y Abraham, Collie Parker. Y Stebbins, si quieres considerarle del grupo. ¿Por qué no? ¿Por qué diablos no? ¡Vamos a incluir a Stebbins, Garraty! Seis mosqueteros y veinte escuderos.
—¿Todavía crees que ganaré?
—¿Siempre hay tanta niebla por aquí en primavera?
—¿Qué significa eso?
—No, no creo que ganes. Vencerá Stebbins, Ray. Nada puede hacerle mella, es como un diamante. Se dice que en Las Vegas le dan favorito por nueve a uno, ahora que Scramm está eliminado. ¡Cielos, si parece tan fresco ahora como cuando empezamos!
Garraty asintió, casi como si lo esperara. Encontró su tubo de concentrado de carne y empezó a dar cuenta de él. ¡Qué no habría dado por una de aquellas hamburguesas crudas de McVries, consumidas hacía tanto tiempo!
McVries olfateó el aire y se pasó la mano por la nariz.
—¿No te parece extraño? Volver al lugar de donde saliste, después de todo esto…
Garraty notó agitarse de nuevo en su interior el gusanillo de la excitación.
—No —respondió—. Me parece lo más natural del mundo.
Descendieron la ladera de una larga colina y McVries escudriñó la vacía blancura, que semejaba la pantalla de un cine al aire libre.
—La niebla está cada vez peor.
—No es niebla —dijo Garraty—. Ya ha empezado a llover.
La lluvia caía blandamente, como si no tuviera intención de cesar en mucho tiempo.
—¿Dónde está Baker? —preguntó.
—Por ahí detrás —contestó McVries.
Sin decir palabra —las palabras ya resultaban innecesarias—, Garraty empezó a retrasarse. La carretera les llevó hasta una zona peatonal y después dejaron atrás el vetusto Porterville Rec Center, con sus cinco hileras de columnas ahusadas y el edificio abandonado de Ventas del Gobierno con un gran rótulo en el escaparate que decía: MAYO ES EL MES DE TU FORTALECIMIENTO SEXUAL.
Debido a la niebla, Garraty no dio con Baker, y terminó avanzando junto a Stebbins. Duro como un diamante, había dicho McVries. Pero aquel diamante empezaba a mostrar algunas grietas. Ahora avanzaban en paralelo al poderoso y contaminado río Androscoggin. En la orilla opuesta, la Compañía de Hilaturas de Porterville, el enorme edificio que alzaba sus torres entre la niebla como un inmundo castillo medieval.
Stebbins no levantó la mirada, pero Garraty se dio cuenta de que había advertido su presencia. No dijo nada, estúpidamente empeñado en que fuera Stebbins quien pronunciara la primera palabra. La carretera trazó una nueva curva y la multitud desapareció mientras cruzaban el puente sobre el Androscoggin. Bajo sus pies hervía el agua, lóbrega y de color pizarra, cubierta de una capa de espuma amarillenta y de aspecto mantecoso.
—¿Y bien?
—Conserva el aliento un minuto —dijo Garraty—. Lo vas a necesitar.
Llegaron al final del puente y la multitud se agolpó en torno a ellos nuevamente cuando tomaron la curva a la izquierda y empezaron la ascensión de la colina Brickyard. Era una subida larga y pronunciada. El río quedaba cada vez más abajo, a su izquierda, y a la derecha había una ladera casi perpendicular. Los espectadores se asían a los árboles, a los arbustos, unos a otros, y entonaban el nombre de Garraty.
Una vez había salido con una chica de Brickyard, una chica que se llamaba Carolyn. Ahora estaba casada y tenía un hijo.
Delante, Parker exhaló una maldición con voz decaída que apenas resultó audible sobre el rumor de la multitud. A Garraty le temblaban las piernas, amenazando con convertírseles en gelatina, pero aquélla era la última gran subida antes de Freeport. Después de Freeport, nada importaría. Si le despachaban, se iría al infierno tan tranquilo.
Por fin llegaron a la cumbre de la colina, con su forma de pecho femenino (Carolyn tenía unos pechos magníficos, y solía lucirlos con jerséis de cachemira). De pronto, con un ligero jadeo, Stebbins repitió su anterior pregunta:
—¿Y bien?
Los fusiles resonaron. Un chico llamado Charlie Field cayó enroscado sobre sí mismo.
—Nada —contestó Garraty—. Buscaba a Baker pero he tropezado contigo. McVries cree que vas a ganar tú.
—McVries es un idiota —respondió Stebbins—. ¿De veras crees que vas a ver a tu chica, Garraty? ¿Entre tanta gente?
—Estará justo delante. Tiene un pase.
—Los policías estarán demasiado ocupados conteniendo a la gente como para dejarla llegar a primera línea.
—Eso no es cierto —repuso Garraty bruscamente, pues Stebbins había puesto en palabras lo que Ray temía en lo más profundo de su ser—. ¿Por qué tienes que decirme algo así?
—De todos modos, es a tu madre a quien deseas ver…
—¿Qué?
Garraty dio un respingo.
—¿No piensas casarte con ella cuando seas mayor, Garraty? Eso es lo que quieren la mayoría de los niños.
—¡Estás chiflado!
—¿De veras? ¿Qué te hace pensar que mereces ganar, Garraty? Tienes una inteligencia de segunda clase, una constitución física de segunda clase y probablemente una polla de segunda clase. Apuesto lo que quieras a que nunca te has acostado con esa chica tuya.
—¡Cierra esa maldita boca!
—Eres virgen, ¿verdad? Y quizá incluso con cierto ramalazo, ¿no? ¿No eres de la acera de enfrente? Vamos, no tengas miedo. Puedes confesárselo a papá Stebbins.
—¡Te venceré aunque tenga que caminar hasta Virginia, cabrón!
Garraty temblaba de furia. No recordaba haber estado tan fuera de sí en toda su vida.
—Está bien —respondió Stebbins con tono conciliador—. Ya comprendo.
—¡Hijo de puta!
—¡Vaya, ésa sí es una palabra interesante! ¿Qué te ha hecho mencionarla?
Por un instante, Garraty tuvo la certeza de que debía lanzarse sobre Stebbins o se desmayaría de pura cólera, pero no hizo ninguna de las dos cosas.
—Aunque tenga que caminar hasta Virginia —repitió.
Stebbins se estiró hasta avanzar de puntillas y sonrió con aire soñoliento.
—Me siento capaz de caminar hasta la mismísima Florida, Garraty.
Ray se apartó de él en busca de Baker, mientras sentía que la furia y la excitación se convertían en una especie de ardiente vergüenza. Supuso que Stebbins le consideraría un objetivo fácil, y se convenció de que lo era.
Baker caminaba al lado de un chico que Garraty no conocía. Avanzaba con la cabeza caída y moviendo ligeramente los labios.
—Hola, Baker —dijo Garraty.
Baker alzó la mirada, sorprendido, y luego pareció estremecerse como hacen los perros.
—Garraty —musitó—. Tú.
—Sí, yo.
—Estaba soñando. Una pesadilla horrible. ¿Qué hora es?
—Casi las siete menos veinte.
—¿Crees que lloverá todo el día?
—Bueno… ¡Eh! —Garraty trastabilló, desequilibrado por unos instantes—. Se me ha salido el maldito tacón.
—Quítate las zapatillas —le aconsejó Baker—. Cuesta mucho esfuerzo avanzar cojeando.
Garraty se sacudió una de las zapatillas, que salió volando y fue a dar casi en la primera línea de espectadores, donde quedó en el suelo como un cachorrillo lisiado. Las manos de la multitud se lanzaron sobre él ávidamente. Una la rozó, otra se la llevó, y se produjo una pugna apretada y violenta por apropiársela. La otra zapatilla no quería salírsele; el pie se había hinchado tanto que lo impedía. Se arrodilló, recibió un aviso, la desató y se la quitó. Pensó en lanzarla a la multitud, pero decidió dejarla en medio de la calzada. De pronto le invadió una oleada de desesperación mientras pensaba: Me he quedado sin zapatillas. Me he quedado descalzo.
Bajo sus pies, el asfalto estaba frío. Los restos deshilachados de sus calcetines quedaron pronto empapados. Sus pies tenían un aspecto deforme e irreconocible. Garraty notó que la desesperación se convertía en lástima por sus pies. Se puso rápidamente a la altura de Baker, que también avanzaba descalzo.
—Ya casi no puedo más —musitó Baker.
—Todos estamos igual.
—Me he puesto a recordar todas las cosas agradables que me han sucedido en la vida. La primera vez que llevé a bailar a una chica y se presentó aquel tipo borracho que no hacía más que meterse con ella hasta que lo llevé afuera y le di una buena paliza. No habría podido con él si no hubiera estado tan borracho. Y la chica me miraba como si yo fuera lo más grande desde la invención del motor de combustión. Mi primera bicicleta. La primera vez que leí La mujer de blanco, de Wilkie Collins… Ése es mi libro favorito, Garraty, por si alguien te lo pregunta alguna vez. Los ratos sentado junto a una charca, medio dormido, con la caña de pescar o sacando cangrejos a cientos. Y tenderme en el patio de atrás a dormir la siesta con un tebeo de Popeye sobre la cara. He estado pensando en estas cosas. Garraty. Las he recordado en estas últimas horas, como si fuera un anciano en estado senil.
La llovizna matutina caía sobre los Marchadores con sus gotas de plata. Hasta la muchedumbre parecía más tranquila, más ausente. Los rostros resultaban nuevamente visibles, como si estuvieran tras un cristal empañado. Eran rostros de ojos endrinos, pálidos, con expresiones meditabundas bajo los sombreros y paraguas goteantes o bajo los periódicos abiertos sobre las cabezas. Garraty sintió un profundo dolor y pensó que le haría un gran bien gritar, pero no pudo, como tampoco podía consolar a Baker diciéndole que morir no estaba tan mal. Podía ser pero, una vez más, también podía equivocarse.
—Espero que no suceda de noche —dijo Baker—. Es lo único que deseo. Si hay un… un después, espero que no esté oscuro. Y espero que se pueda recordar. Odio la idea de vagar eternamente entre tinieblas, sin saber quién era o qué hacía aquí, o incluso sin saber que había sido otra cosa distinta en otro tiempo.
Garraty iba a contestar, pero el restallar de los fusiles le interrumpió. La competición se aceleraba de nuevo. El vacío que tan acertadamente había predicho Parker casi había terminado. Los labios de Baker intentaron una sonrisa.
—Eso es lo que más temo. Ese sonido. ¿Por qué lo hemos hecho, Garraty? Debemos de estar locos.
—No creo que haya ninguna buena razón.
—No somos más que ratones en una trampa.
La Marcha continuó. La lluvia siguió cayendo. Cruzaron lugares que Garraty conocía. Casuchas destartaladas donde no vivía nadie; una pequeña escuela abandonada, que había sido reemplazada por una nueva Escuela Unitaria; corrales de gallinas, viejos camiones sobre pilares, campos recién gradados. Creyó recordar cada campo, cada casa. Ahora era presa de la excitación. La carretera parecía volar. Sus piernas recobraron una elasticidad renovada y falsa. Pero quizá Stebbins tenía razón, quizá ella no estaría allí. Al menos, debía tener en cuenta tal posibilidad, y prepararse para ella. A lo largo de las diezmadas filas corrió el rumor de que un chico de la vanguardia del grupo creía tener apendicitis.
En otro momento, Garraty se habría sobrecogido. Sin embargo, ahora no parecía importarle nada salvo Jan y Freeport. Sólo quedaban ocho kilómetros. Ya habían cruzado el límite municipal de Freeport. Allá adelante, en algún lugar, Jan y su madre ya estarían de pie frente al Centro Comercial Woolman’s, tal como habían acordado.
El cielo se iluminó parcialmente, pero continuó cubierto. La lluvia se convirtió en una llovizna pertinaz. La calzada era ahora un espejo oscuro, un hielo negro en el que Garraty casi podía apreciar el reflejo deformado por su propio rostro. Se pasó una mano por la frente y la notó caliente y febril. ¡Jan, oh, Jan! Tienes que saber que yo…
El chico al que le dolía el costado era el número 59. Klingerman. Garraty le oyó gritar. Sus alaridos pronto se hicieron monótonos, y le recordaron la única oportunidad en que había visto una Larga Marcha, también en Freeport. Acudió a su mente la imagen del muchacho que entonaba monótonamente: «¡No puedo, no puedo, no puedo!».
Cierra ya el pico, Klingerman, pensó.
Pero Klingerman continuó caminando, acompañado de sus gritos, con las manos apretadas sobre el costado. Las manecillas del reloj de Garraty siguieron avanzando. Las ocho y cuarto. Estarás ahí, Jan, ¿verdad que sí? Claro. Estupendo. Ya no sé lo que significas para mí, pero sé que estoy vivo todavía y que necesito que estés ahí. Para darme una señal. Tienes que estar ahí.
Las ocho y media.
—Ya nos acercamos a esa maldita ciudad, ¿verdad, Garraty? —vociferó Parker.
—¿A ti qué te importa? —se burló McVries—. Tú seguro que no tienes a una chica esperando.
—Tengo chicas en todas partes, imbécil —replicó Parker—. Con una sola mirada se derriten. —Su cara estaba macilenta y demacrada, una mera sombra de lo que había sido.
Las nueve menos cuarto.
—No tan aprisa, muchacho —dijo McVries cuando Garraty llegó a su altura y empezó a adelantarle—. Guarda un poco para esta noche.
—No puedo. Stebbins ha dicho que Jan no estará ahí, que no dispondrían de nadie para abrirle camino hasta primera línea, y tengo que saber si tiene razón. Tengo que…
—Yo sólo digo que te lo tomes con calma. Stebbins obligaría a su madre a tomar un cóctel de lejía si eso le ayudara a ganar. No le hagas caso, Jan estará ahí. Es un buen tanto para las relaciones públicas de la Marcha.
—Pero…
—Nada de peros, Ray. Reduce el paso y sigue viviendo.
—¡Métete tus frasecitas donde te quepan! —gritó Garraty. Se humedeció los labios y se llevó al rostro una mano temblorosa—. Lo… lo siento. No quería decir eso. Stebbins también dijo que a quien quería ver de verdad era a mi madre.
—¿Y no quieres verla?
—¡Claro que quiero! ¿Qué diablos piensas…? Yo no… sí… No lo sé. Una vez tuve un amigo y nos… nos quitamos la ropa, y ella… ella…
—Garraty —dijo McVries, al tiempo que posaba una mano en su hombro.
Klingerman gritaba muy alto. En las primeras filas del público, alguien le preguntó si quería un AlkaSeltzer. La broma levantó un coro de risas.
—Estás divagando, Garraty. Tranquilízate. No malgastes energías.
—¡No me toques! —aulló Garraty. Se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos. Un segundo después, añadió—: Déjame en paz.
—Está bien.
McVries se apartó. Garraty quiso decirle que volviera pero no lo consiguió.
Por cuarta vez, llegaron las nueve de la mañana. Tomaron una curva a la izquierda y de nuevo la multitud quedó bajo los veintitrés Marchadores mientras éstos atravesaban el paso elevado de la 295 y entraban en la ciudad de Freeport. Allá delante estaba la cafetería donde a veces él y Jan habían tomado algo después del cine. Doblaron a la derecha y entraron en la interestatal 1, la que alguien había llamado «la gran autopista». Grande o pequeña, era la última. El centro de la ciudad quedaba al frente; Woolman’s, a la derecha. A duras penas alcanzaba a ver el edificio, feo y aplastado, que se ocultaba tras una falsa fachada. La lluvia de confeti empezaba a caer de nuevo, pero el agua lo empapaba, haciéndolo pegajoso y sin vida. La muchedumbre crecía. Alguien conectó la alarma de incendios de la ciudad y sus aullidos se mezclaron con los de Klingerman hasta que ambos se confundieron. Klingerman y la sirena de incendios de Freeport entonaban un duetto de pesadilla.
La tensión inundó las venas de Garraty, como si se llenaran de alambres de cobre. Oía latir su corazón, ora en el vientre, ora en la garganta, ora entre los ojos. Doscientos metros. Todos volvían a corear su nombre, pero todavía no había visto un solo rostro conocido entre los espectadores.
Se desvió hacia la derecha hasta que las manos de la multitud estuvieron a unos centímetros de él. De hecho, un brazo largo y musculoso llegó a cogerle la manga de la camisa, y Garraty dio un salto hacia atrás como si hubiera estado a punto de ser engullido por una máquina trilladora. Detrás, los soldados le apuntaban con los fusiles, dispuestos a derribarle si intentaba desaparecer entre la masa de espectadores. Apenas cien metros ya. Vio el gran cartel marrón de Woolman’s, pero no había señal de su madre o de Jan. ¡Oh, Dios! Stebbins había estado en lo cierto… Y aunque estuvieran, ¿cómo iba a verlas entre aquella masa abigarrada y movediza?
De su interior surgió un tembloroso gruñido. Tropezó y estuvo a punto de caer sobre sus propias piernas, que sentía muy flojas. Stebbins había estado en lo cierto. Quiso detenerse allí, no continuar un paso más. La desazón y la sensación de desamparo eran tan abrumadoras que resultaban huecas. ¿Qué razón tenía ahora? ¿Qué razón había para continuar?
El aullido de la sirena de incendios, el rugido de la multitud, los alaridos de Klingerman, la lluvia, y su pobre alma torturada, revoloteándole en la cabeza y estrellándose a ciegas contra sus paredes.
No puedo seguir. No puedo, no puedo. Pero sus pies seguían avanzando. ¿Dónde estoy? ¿Jan? ¿Jan…? ¡Jan!
Entonces la vio. Llevaba el pañuelo de seda azul que él le había regalado por su aniversario, y la lluvia emitía destellos en su pelo, como pequeñas piedras preciosas. Junto a ella estaba la madre de Ray, con su sencillo abrigo negro. Habían quedado atrapadas entre la muchedumbre y eran llevadas de un lado a otro. Detrás de Jan, un cámara de televisión intentaba colocar su estúpida nariz electrónica.
En algún lugar del cuerpo de Garraty pareció estallar un gran dolor como un gran torrente verde. Rompió a correr tambaleándose, con los pies torcidos hacia dentro. Los calcetines, reducidos a harapos, le bailaban sobre los hinchados tobillos.
—¡Jan! ¡Jan!
Oyó sus propios pensamientos, pero no las palabras que pronunciaba. El cámara de televisión le siguió con entusiasmo. La algarabía era tremenda. Vio cómo los labios de Jan formaban su nombre. Tenía que llegar hasta ella, tenía que llegar…
Un brazo le retuvo. Era McVries. Un soldado, a través de un megáfono, les indicó a ambos el primer aviso.
—¡En la multitud no!
McVries había acercado su boca al oído de Garraty y le gritaba. Un bisturí de dolor se abrió paso en la cabeza de Ray.
—¡Déjame en paz!
—¡No voy a dejar que te mates, Ray!
—¡Déjame, maldita sea!
—¿Quieres morir en sus brazos? ¿Es eso lo que quieres?
Los segundos se consumían, y Jan lloraba. Garraty vio las lágrimas en sus mejillas, se desasió de McVries e intentó lanzarse hacia ella otra vez. Notó unos sollozos amargos y profundos que le subían de dentro. Quería dormir, quería acurrucarse entre sus brazos. La amaba…
Ray, te quiero.
Leyó las palabras en sus labios.
McVries estaba todavía junto a él. El cámara de televisión le miró con cara de odio. Alrededor, Garraty divisó a sus compañeros de clase. Habían desplegado una enorme bandera que, curiosamente, llevaba su propio retrato, su foto del anuario de alumnos pasado al tamaño de King Kong. Garraty se reía de sí mismo desde lo alto, mientras abajo pugnaba por alcanzar a Jan.
El megáfono bramó su segundo aviso como la voz de Dios.
Jan…
Ella tenía los brazos extendidos hacia él. Las manos se tocaron. Las manos frías de Jan. Sus lágrimas…
Su madre. Las manos tendidas…
Las asió. Tomó en una mano la de Jan, y en la otra la de su madre. Las tocó, y todo acabó.
Todo acabó cuando McVries le pasó de nuevo el brazo por el hombro. El cruel McVries.
—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!
—¡Ray! —le gritó McVries al oído—. ¿Qué pretendes? ¿Morir delante de ellas? ¿Es eso lo que quieres? ¡Vámonos, por el amor de Dios!
Garraty se resistió, pero McVries era fuerte. Quizá incluso tenía razón. Miró a Jan y vio sus ojos abiertos y alarmados. Su madre hacía gestos de que se alejara. Y en los labios de Jan leyó de nuevo la palabra, como una maldición: ¡Sigue! ¡Sigue!
Claro que debo seguir, se dijo torpemente. Soy el representante de Maine. Y en ese mismo instante odió a Jan, aunque si alguna culpa tenía ella era la de haberse dejado prender —como su madre— en la trampa que él había dispuesto para sí mismo.
El tercer aviso para él y para McVries cayó como un trueno majestuoso. La muchedumbre bajó un poco el tono de voz y les contempló con ojos brillantes. Vio escrito el pánico en los rostros de Jan y su madre. Ésta se llevó las manos al rostro y Garraty pensó en las manos de Barkovitch ascendiendo hasta su cuello y desgarrando luego su propia carne.
—¡Si tienes que hacerlo, espera hasta la próxima esquina, idiota! —gritó McVries.
Garraty empezó a gimotear. McVries le había golpeado de nuevo. McVries era muy fuerte.
—Está bien —dijo al fin, sin saber si McVries podía oírle, y empezó a avanzar—. Está bien, está bien —repitió—. Suéltame antes de que me rompas la clavícula.
Después emitió un sollozo, hipó y se sonó la nariz.
McVries le soltó, dispuesto a agarrarle otra vez.
Casi como un pensamiento tardío, Garraty se volvió y miró hacia atrás, pero las mujeres ya se habían perdido de nuevo entre la muchedumbre. Pensó que jamás olvidaría la expresión de pánico que había visto en sus ojos, la sensación de confianza y seguridad brutalmente borrada al final. No le quedaba nada, salvo una breve imagen de un pañuelo azul al viento.
Se volvió y miró de nuevo al frente. Sus pies tambaleantes y traicioneros le llevaron adelante, y así dejó atrás la ciudad.