Y recuerden: si utilizan las manos o hacen gestos con cualquier parte del cuerpo, o utilizan cualquier fragmento de la palabra en cuestión, perderán la oportunidad de ganar los diez mil dólares. Limítense a dar una lista de palabras. Buena suerte. DICK CLARK La pirámide de los 10 000 dólares |
Todos creían que quedaban en ellos pocas emociones, sentimientos o estímulos. Sin embargo, pensó Garraty cansinamente mientras avanzaban en la rugiente oscuridad a lo largo de la interestatal 202 después de dejar atrás Augusta, al parecer no era así. Como una guitarra maltratada por las manos de un músico sin sensibilidad, las cuerdas no estaban rotas, sino sólo desafinadas, discordantes, caóticas.
Augusta no había sido como Oldtown, que le había parecido una imitación rústica de Nueva York. Augusta era una ciudad nueva, el lugar de cita una vez al año de alocados juerguistas, una ciudad festiva llena de borrachos, excéntricos y maníacos.
Augusta se había dejado oír y ver mucho antes de que alcanzaran sus calles. Al aproximarse, Garraty tuvo en repetidas ocasiones la imagen de las olas batiendo una playa lejana. La muchedumbre podía oírse desde ocho kilómetros de distancia. Las luces llenaban el cielo con un fulgor pastel como una burbuja que resultaba atemorizador y apocalíptico, y que a Garraty le recordaba las ilustraciones que había visto en los libros de historia sobre las incursiones aéreas alemanas en la costa Este norteamericana durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.
Los Marchadores se miraron, inquietos, y se agruparon como niños bajo una tormenta de relámpagos o como las vacas bajo una ventisca. Había una cruda rojez en aquel rugido creciente de la multitud, una voracidad que resultaba apabullante. Garraty tuvo una vívida y espeluznante visión de la gran diosa Multitud abriéndose camino desde la hondonada de Augusta con sus patas de araña, para devorarles a todos.
La propia ciudad había sido ahogada y enterrada. Con toda propiedad, podía decirse que Augusta no existía. Ya no había mujeres gordas, chicas guapas u hombres pomposos, ni niños enarbolando esponjosas nubes de algodón de azúcar. No había allí ningún italiano bullicioso que les lanzara rajas de sandía. Sólo la multitud, una criatura sin cuerpo, sin cabeza ni mente. La multitud no era más que una voz y un ojo, y no era sorprendente que fuera a la vez Dios y Mammón. Garraty se dio cuenta. Y supo que los demás también. Era como caminar entre torres de alta tensión, notando las vibraciones y sacudidas. Los cabellos erizados, la lengua retorciéndose en la boca, y los ojos despidiendo destellos al girar en sus húmedas cuencas. Había que complacer a la multitud. Había que mostrar temor y veneración por la multitud. Y, finalmente, había que ser sacrificado a la multitud.
Avanzaron a duras penas entre masas de confeti que les llegaban a los tobillos. Se perdieron y se volvieron a encontrar bajo la intensa lluvia de papeles. Garraty cogió al azar uno y se encontró leyendo un anuncio de culturismo de un tal Charlie Atlas. Cogió otro y se halló cara a cara con John Travolta.
En el paroxismo de la excitación, justo en la cima de la primera colina de la 202, sobre la autopista abigarrada por la multitud y sobre la ciudad devorada y digerida por ella, dos enormes reflectores, blanco y púrpura, hendieron el aire delante de los Marchadores y apareció el Comandante, bajando del jeep con su rígido saludo habitual, despreocupado por completo de la muchedumbre que se afanaba penosamente por acercarse a él.
Y los Marchadores… Las cuerdas de sus emociones no estaban rotas, sino sólo desafinadas. Todos vitorearon con entusiasmo, con voces roncas inaudibles. Los treinta y siete que quedaban. La multitud no podía saber que estaban dando vítores pero, de algún modo, lo adivinó; de algún modo, comprendió que el círculo entre la adoración a la muerte y el deseo de ésta se había completado un año más. Y la multitud se volvió absolutamente desquiciada, estremeciéndose en paroxismos cada vez mayores. Garraty sintió un dolor lacerante, como una cuchillada, en el costado izquierdo del pecho, pero fue incapaz de dejar de vitorear, aunque se daba cuenta de que con ello se encontraba al borde del desastre.
Un Marchador de mirada huidiza llamado Milligan les salvó a todos al caer de rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra las sienes, como si intentara mantener el cerebro en su sitio. Después cayó hacia adelante, aplastándose contra la calzada. ¡Qué asombroso!, pensó Garraty cuando le vio. Aquel chico, arrastrando la nariz por el asfalto… Y en ese instante Milligan fue despachado piadosamente. De inmediato, los Marchadores dejaron de vitorear. Garraty estaba muy asustado a causa del dolor del costado, que sólo había remitido en parte. Se prometió que aquélla era la última locura a la que se dejaba arrastrar.
—Estamos acercándonos a tu chica, ¿verdad? —preguntó Parker.
No parecía más débil, pero sí más maduro. Ahora, a Garraty le caía bien.
—Quedan ochenta kilómetros, o incluso cien.
—Eres un hijo de perra con suerte, Garraty —repuso Parker con añoranza.
—¿De veras? —Garraty estaba sorprendido. Se volvió para ver si Parker se burlaba de él, pero no era así.
—Vas a ver a tu chica y a tu madre. ¿A quién diablos voy a ver yo desde ahora hasta el final? A nadie, salvo a esos cerdos. —Dedicó un gesto obsceno a la muchedumbre, que pareció tomarlo por un saludo y le aplaudió delirantemente—. Tengo nostalgia —murmuró—. Y miedo.
De pronto, se volvió hacia la multitud y gritó:
—¡Cerdos! ¡Sois unos cerdos!
La multitud le aplaudió más que nunca.
—Yo también tengo miedo y nostalgia. Yo… es decir, todos… —jadeó Garraty—, todos estamos demasiado lejos de casa. La carretera nos aparta de ella. Quizá pueda ver a Jan o a mi madre, pero no podré tocarlas.
—Las normas dicen…
—Sí, ya conozco las normas. Se permite el contacto corporal con quien se desee, mientras no se deje la carretera. Pero no es lo mismo. Existe un muro.
—A ti te resulta fácil hablar. De todos modos, vas a verlas…
—Quizá eso sólo empeore las cosas —dijo McVries, que se había acercado a ellos.
Acababan de pasar bajo un semáforo de precaución, de un amarillo cegador y destellante, en la intersección de Winthrop. Garraty lo vio encenderse y apagarse, reflejado en el asfalto, cuando lo hubieron dejado atrás.
Era como un temible ojo amarillo en un constante guiño.
—Estáis todos chiflados —dijo Parker—. Me largo de aquí.
Apretó un poco el paso y pronto desapareció en la oscuridad. Divertido, McVries murmuró:
—Está convencido de que hemos ligado.
—¿Qué?
Garraty levantó la mirada.
—No es mal tipo —dijo McVries con aire pensativo, y después le guiñó el ojo con humor—. Quizá incluso tenga algo de razón. Puede que por eso te salvara el pellejo. Quizá sea cierto que me siento atraído por ti.
—¿Con una cara como la mía? Pensaba que vosotros los pervertidos preferíais a los tipos lánguidos y esbeltos.
De pronto, Garraty se sentía incómodo. McVries se volvió y le preguntó:
—¿Quieres que te masturbe?
—¿Qué diablos…? —susurró Garraty, asombrado.
—¡Oh, vamos! —replicó McVries—. ¿Qué pretendes con ese aire de ofendido? Ni siquiera voy a facilitarte las cosas dejándote saber si va en serio o en broma. ¿Qué dices?
Garraty sintió una sequedad pegajosa en la garganta. Lo cierto era que tenía ganas de ser tocado. Si eso era o no viril, no parecía importar mucho, ahora que todos estaban a punto de morir. Lo único importante era McVries. Y no quería que McVries le tocara, al menos no de aquel modo.
—Bien, supongo que como me salvaste la vida…
Garraty dejó la frase en suspenso, y McVries se echó a reír.
—Y ahora se supone que soy un bribón porque me debes algo y me aprovecho de ello, ¿no es eso?
—Piensa lo que quieras. Pero déjate de juegos.
—¿Eso significa que sí?
—¡Tómalo como quieras!
Pearson, que llevaba la mirada fija, casi hipnotizada, en sus pies, levantó los ojos con aire sobresaltado.
—¡Como te dé la gana! —añadió Garraty.
McVries se echó a reír otra vez.
—Eres un buen tipo, Ray. Nunca lo he dudado.
Le dio unas palmaditas en el hombro y se distanció de él, retrasándose. Garraty le siguió con la vista perplejo.
—Nunca tiene bastante —dijo Pearson cansinamente.
—¿Cómo?
—Llevamos casi cuatrocientos kilómetros —gruñó Pearson—, siento los pies como una mezcla de plomo y veneno, me arde la espalda, y ese maldito McVries todavía no tiene bastante. Es como un desnutrido atracándose de laxantes.
—¿Tú crees que le gusta ser maltratado?
—¿Tú qué crees? Debería llevar un rótulo que pusiera «Dadme duro». Me pregunto qué culpa pretende expiar.
—No lo sé —respondió Garraty.
Iba a añadir algo pero vio que Pearson ya no le escuchaba. Volvía a tener la mirada fija en los pies, con sus cansadas facciones cubiertas de arrugas. Había perdido los zapatos y sus sucios calcetines blancos deportivos trazaban arcos en la oscuridad.
Pasaron ante un cartel que ponía LEWISTON 50; un kilómetro más allá, un rótulo eléctrico en arco proclamaba GARRATY NÚM. 47, con letras formadas por bombillas.
Garraty intentó dormitar pero no lo consiguió. Sabía a qué se refería Pearson con lo de la espalda. Notaba la espina dorsal como una vara de fuego. Los músculos de las pantorrillas y de la parte posterior de los muslos eran una herida abierta y ardiente. La insensibilidad de los pies era reemplazada por una agonía mas nítida y definida que en ningún momento anterior. Ya no sentía hambre, pero aun así engulló algunos tubos de concentrados. Varios Marchadores no eran más que esqueletos cubiertos de piel, despojos salidos de un campo de concentración. Garraty no quería terminar así… aunque así terminaría de todos modos. Se llevó la mano al costado y tamborileó en sus costillas.
—No he sabido nada de Barkovitch desde hace rato —dijo en un esfuerzo por sacar a Pearson de su concentración; se parecía demasiado a un Olson reencarnado.
—No. Por lo visto se le quedó rígida una pierna cuando pasamos por Augusta.
—¿De veras?
—Eso decían.
Garraty sintió el súbito impulso de retrasarse y observar a Barkovitch. Era difícil localizarle en la oscuridad, y le costó un aviso, pero finalmente lo encontró en el pelotón de cola. Barkovitch caminaba arrastrando la pierna, con el rostro desencajado y lleno de arrugas de concentración. Llevaba los ojos entrecerrados. Su chaqueta había desaparecido, y hablaba consigo mismo con voz monótona, tensa y baja. Garraty se acercó a él.
—Hola, Barkovitch.
Barkovitch parpadeó, tropezó, y recibió el tercer aviso.
—¡Mira! —gritó indignado—. ¿Ves lo que has hecho? ¿Estáis satisfechos, tú y esa mierda de amigos tuyos?
—No tienes buen aspecto —dijo Garraty.
Barkovitch sonrió.
—Todo es parte de mi plan. ¿Recuerdas lo que te expliqué acerca de mi plan? No me creíste. Olson tampoco. Ni Davidson. Ni Gribble. —Su voz se convirtió en un susurro gangoso, lleno de esputos—. ¡Y bailé sobre sus tumbas, Garraty!
—¿Te duele la pierna?
—Sólo treinta y cinco por derrotar. Todos caerán esta noche. Ya lo verás. Cuando salga el sol no quedará ni una docena de Marchadores. Tú y tus malditos amigos, Garraty, estaréis todos muertos por la mañana. ¡Muertos a medianoche!
Garraty se sintió, de pronto, muy fuerte. Sabía que a Barkovitch le iban a dar el pasaporte muy pronto, y quiso echar a correr, pese al dolor de riñones y al fuego de la espalda y a la agonía de los pies. Echar a correr para decirle a McVries que iba a poder cumplir su promesa.
—¿Qué pedirás, cuando ganes? —dijo en voz alta.
Barkovitch sonrió, como si estuviera esperando la pregunta. Bajo la luz incierta, su rostro pareció retorcerse.
—Unos pies de plástico, Garraty —susurró—. ¡Unos pies de plástico! Voy a hacer que me quiten éstos, y a la mierda con ellos si no han sabido aguantar una broma. Me haré poner un par de pies nuevos de plástico y meteré éstos en una lavadora automática y miraré cómo giran y giran y giran…
—Pensaba que pedirías hacer amigos —dijo Garraty. Le invadió una embriagadora sensación de triunfo, sofocante y avasalladora.
—¿Amigos?
—Porque no tienes ninguno. Todos nos alegraremos de verte morir. Nadie va a echarte de menos, Gary. Quizá me ponga detrás de ti y escupa en tus sesos cuando salpiquen con ellos la carretera. Quizá lo haga, sí. Quizá todos lo hagamos.
Era un impulso irreprimible, como si la cabeza le diera vueltas, como cuando había descargado el cañón del rifle de aire comprimido sobre Jimmy, y la sangre… y los gritos de Jimmy… La cabeza absolutamente ida con el acaloramiento de aquel sentido de la justicia, primitivo y salvaje.
—¡No me odies! —Barkovitch estaba gimoteando—. ¿Por qué quieres odiarme? ¡No quiero morir, igual que tú! ¿Qué quieres? ¿Quieres que lo sienta? ¡Ya lo sentiré! Yo… yo…
—Escupiremos sobre tus sesos —gritó Garraty como un poseso—. ¿Tú también quieres tocarme?
Barkovitch le dirigió una mirada lívida, con los ojos confusos y vacíos.
—Lo… lo siento —susurró Garraty. Se sentía sucio y degradado.
Se alejó apresuradamente de Barkovitch. ¡Maldito McVries!
De pronto, los fusiles tronaron y dos cuerpos cayeron. Uno de ellos tenía que ser el de Barkovitch, tenía que serlo. Y esta vez la culpa era suya, pensó Garraty. Ahora, el asesino era él.
Y entonces oyó reír a Barkovitch con una carcajada más aguda y enloquecida, y hasta más audible, que la locura de la multitud.
—¡Garraty! ¡Garratyyy! ¡Bailaré sobre tu tumba, Garraty! ¡Bailaré…!
—¡Cállate! —bramó Abraham—. ¡Cállate, cerdo asqueroso!
Barkovitch enmudeció y se puso a sollozar.
—¡Vete al infierno! —murmuró Abraham.
—¡Ay, ay, ay! —bromeó Collie Parker con tono de reproche—. ¡Eres un mal chico, Abraham, le has hecho llorar! Ahora se irá a casa a contárselo a su mamá.
Barkovitch continuó sollozando. Era un sonido vacío que puso a Garraty la piel de gallina. Un sollozo sin esperanza.
—¿Ese niño feo se lo va a decir a mamá? —añadió Quince—. ¡Ah, Barkovitch, qué mal están las cosas!
Dejadle en paz, gritó Garraty mentalmente. Dejadle en paz; no tenéis idea de lo que duele. Sin embargo, ¿qué asquerosa hipocresía era aquélla? Deseaba que Barkovitch muriera, y debía reconocerlo.
Deseaba que Barkovitch se derrumbara y fuera liquidado.
Y Stebbins seguía probablemente allá atrás, en la oscuridad, riéndose de todos.
Apresuró el paso y alcanzó a McVries, que caminaba con la mirada perdida en la muchedumbre. Y la gente lo contemplaba ávidamente.
—¿Por qué no me ayudas a decidir? —dijo McVries.
—Claro. ¿Cuál es el tema a tratar?
—Quién está en la jaula, ¿ellos o nosotros?
—Todos —dijo—. Y la jaula está en la casa del Comandante.
McVries no se unió a las risas de Garraty.
—Barkovitch está a punto de pasar al otro barrio, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, creo que sí.
—Ahora ya no lo deseo. Es un asco. Y un fraude. Te concentras en una cosa… te dedicas sólo a eso… y al final no la deseas. ¿No es una lástima que las grandes verdades sean grandes mentiras?
—Nunca he pensado mucho en ello. ¿Te das cuenta de que son casi las diez?
—Es como practicar salto con pértiga toda la vida y, al llegar a las Olimpiadas, decir: «¿Para qué quiero saltar por encima de ese estúpido listón?».
—Claro.
—Al menos podrías escucharme, ¿no? —dijo McVries, irritado.
—A mí también me cuesta más estimularme —reconoció Garraty.
Después guardó silencio. Había algo que le venía preocupando desde hacía algún tiempo. Baker estaba ahora junto a ellos. Garraty pasó la vista de uno a otro varias veces y dijo por fin:
—¿Os fijasteis en Olson… en el cabello de Olson cuando le dieron el pasaporte?
—¿Qué tenía su cabello?
—Estaba volviéndose canoso.
—Tonterías —replicó McVries. Sin embargo, su voz pareció atemorizada—. No; era polvo, o algo así.
—Era gris —dijo Garraty—. Parece que llevemos en esta carretera toda la eternidad. Fue el cabello de Olson volviéndose así lo que me hizo pensar en ello por primera vez. Quizá… quizá ésta sea una absurda especie de inmortalidad.
La idea resultaba terriblemente deprimente. Fijó la mirada en la oscuridad y agradeció la leve brisa que le acarició el rostro.
—Camino, caminé, caminaré, habré caminado —entonó McVries—. ¿Quieres que lo traduzca al latín?
Estamos suspendidos en el tiempo, pensó Garraty.
Sus pies se movían, pero ellos no. El rojo resplandor de los cigarrillos de la multitud, los esporádicos flashes y las bengalas de estrellitas podrían haber sido astros, constelaciones extraordinariamente bajas que señalaban su existencia delante y detrás, estrechándose hasta difuminarse en ambas direcciones.
—¡Brrr! —exclamó Garraty con un escalofrío—. Uno podría volverse loco.
—Tienes razón —asintió Pearson con una risita nerviosa.
Iniciaban el ascenso de una colina larga y llena de curvas. El suelo era ahora de asfalto con juntas de dilatación, duro para los pies. A Garraty le dio la impresión de que podía notar cada guijarro alquitranado a través de las suelas de las zapatillas, delgadas como papeles de fumar. El viento había esparcido leves ventiscas de confeti, envoltorios de caramelos, cajas de palomitas de maíz y otras basuras diversas que, en algunos lugares, obligaban a los Marchadores a esforzarse para avanzar. No era justo, se dijo Garraty autocompasivamente. McVries le preguntó:
—¿Cuál es ese pueblo de ahí delante?
Garraty cerró los ojos e intentó visualizar el mapa.
—No recuerdo todas las poblaciones menores. Llegaremos a Lewiston, la segunda ciudad del estado, mayor que Augusta. Iremos derechos a la calle principal, que antes se llamaba Lisbon Street pero que ahora es la Cotter Memorial Avenue. Reggie Cotter fue el único tipo de Maine que ganó una Larga Marcha. Eso sucedió hace mucho.
—¿Murió, no es así? —intervino Baker.
—Sí. Tuvo una hemorragia en un ojo y terminó la Larga Marcha medio ciego. Tenía un coágulo sanguíneo en el cerebro, y murió una semana después de terminar la Marcha. —Y en un débil intento de quitarse responsabilidades, Garraty repitió—: Eso sucedió hace mucho.
Nadie dijo nada durante un largo rato. Los envoltorios de caramelos crujían bajo sus pies como el crepitar de un incendio en un bosque lejano. Garraty percibió una leve luz en el horizonte. Probablemente eran las ciudades gemelas de Lewiston y Auburn, la tierra de los Dussette, los Aubuchon y los Lavesque, el país del nous parlons français ici. De pronto, a Garraty le entró un deseo casi obsesivo de mascar chicle.
—¿Qué viene después de Lewiston?
—Tomamos la carretera 196 y luego la 126 hasta Freeport, donde voy a ver a mi madre y a Jan. Y allí entramos también en la interestatal 1. Por esa autopista seguiremos hasta que todo termine.
—En la gran autopista… —murmuró McVries.
—Exacto.
Los fusiles rugieron y todos dieron un brinco.
—Ha sido Barkovitch o Quince —dijo Pearson—. No sé cuál de ellos… Uno sigue caminando. Es…
Barkovitch emitió una carcajada desde las tinieblas, un sonido agudo, barboteante, débil y terrible.
—¡Todavía no, hijos de perra! ¡Todavía no!
Su grito se hizo más y más agudo. Era como una sirena de incendios que se hubiera vuelto loca. Y, de pronto, Barkovitch se llevó las manos a la garganta y empezó a arañarse el cuello.
—¡Dios mío! —jadeó Pearson, vomitando sobre sus propias ropas.
Se apartaron de Pearson y se esparcieron delante y detrás de él. Barkovitch continuó gritando y barboteando, con las uñas clavadas en la garganta. Siguió caminando con el rostro fiero vuelto hacia el cielo y la boca torcida en una mueca tenebrosa.
El sonido de la sirena de incendios empezó a decaer, y Barkovitch decayó con él. Se derrumbó sobre el asfalto y allí le remataron, vivo o muerto.
Garraty, que había avanzado de espaldas hasta entonces, dio media vuelta de nuevo. Vio un calco de su propio horror en los rostros de los demás. El papel de Barkovitch en la representación había terminado, y Garraty pensó que no era buen presagio para los que quedaban, para su futuro en aquella carretera oscura y sangrienta.
—No me siento bien —dijo Pearson con voz hueca. Tuvo arcadas sin vomitar nada y, por unos momentos, avanzó doblado sobre sí mismo—. No, nada bien. ¡Oh, Señor, no me siento… nada bien! ¡Oh!
McVries tenía la mirada fija al frente.
—Creo… Me gustaría estar loco —murmuró pensativo.
Sólo Baker permaneció en silencio. Y resultaba extraño, porque hasta Garraty llegó una vaharada de olor a madreselva que le recordó a Luisiana, el estado natal de Baker. Casi pudo oír el croar de las ranas en los estanques y el canto indolente de las cigarras mientras taladraban las cortezas de los esbeltos cipreses para recluirse en su sueño de diecisiete años. Y tuvo una visión de la tía de Baker en su mecedora, con los ojos soñolientos, sonrientes y vacíos, sentada en el porche escuchando el crujido de la electricidad estática y unas voces lejanas en el aparato de radio incorporado a la consola de ébano, astillada y agrietada. Sonriente y soñolienta. Meciéndose, meciéndose, meciéndose… Como un gato que ha llegado hasta el pastel y ha quedado plenamente satisfecho.