Joanie Greenblum, ¡abandónese! JOHNNY OLSON El nuevo precio es correcto |
Las dos de la tarde.
—¡Me estás engañando, maldita sea! —gritó Abraham.
—De ninguna manera —respondió Baker con tranquilidad—. Me debes un dólar cuarenta, borrico.
—¡Yo no le pago a un tramposo!
Abraham cogió con fuerza la moneda que había estado sosteniendo apretadamente entre las yemas de sus dedos.
—Y yo no suelo jugarme monedas con los tipos que me llaman eso —replicó Baker—. Pero en tu caso, Abraham, haré una excepción. Me caes tan bien que no puedo evitarlo.
—¡Cállate y lanza la moneda!
—No uses ese tono de voz conmigo —insistió Baker en actitud humilde mientras hacía girar los ojos—. Puedo desmayarme de la impresión.
Garraty se echó a reír. Abraham soltó un bufido, lanzó la moneda al aire, y la recogió sobre el dorso de su mano izquierda, tapándola.
—Ahora juega tú.
—Está bien.
Baker lanzó su moneda más alta, la recogió y la colocó sobre el dorso de la mano. Garraty tuvo la certeza de que ocultaba la moneda de canto entre sus dedos.
—Esta vez la enseñas tú primero —dijo Baker.
—Y una mierda. La última vez la enseñé yo.
—¡Oh, venga, Abraham! Antes la enseñé yo primero en tres ocasiones seguidas. Quizá eres tú el que hace trampas.
Abraham masculló por lo bajo, pensó un momento y enseñó su moneda. Era cruz, y en ella se veía el río Potomac enmarcado en hojas de laurel.
Baker levantó la mano, miró debajo y sonrió. Su moneda también era cruz.
—Con ésta me debes un dólar cincuenta.
—¡Joder! Debes de pensar que estoy ciego —gritó Abraham—. ¿O acaso me tomas por idiota? Pretendes desplumar al pobre palurdo.
Baker pareció meditar la respuesta.
—¡Vamos, vamos! —continuó gritando Abraham—. ¡Dímelo a la cara!
—Ya que has planteado el tema —contestó Baker—, te diré que jamás se me había pasado por la cabeza que fueras un palurdo. Que eres un idiota ha quedado bien demostrado. Y en cuanto a desplumarte —añadió, apoyando una mano en el hombro de Abraham—, en eso, amigo mío, tienes toda la razón.
—Doble o nada —propuso Abraham con aire astuto—. Y esta vez enseño yo primero.
Baker se lo pensó y miró a Garraty.
—Ray, ¿tú lo harías?
—¿Hacer qué? —Garraty había perdido el hilo de la conversación. Su pierna izquierda había empezado a experimentar sensaciones extrañas.
—¿Jugarías a doble o nada contra este tipo?
—¿Por qué no? Después de todo, Abraham es demasiado estúpido para engañarte.
—Garraty, pensaba que éramos amigos —replicó Abraham con frialdad.
—Está bien, un dólar y medio. Doble o nada —dijo Baker.
En ese instante un dolor infernal recorrió la pierna izquierda de Garraty, haciendo que el dolor de las últimas treinta horas pareciera, en comparación, una caricia.
—¡Mi pierna! —gritó, incapaz de moverse.
—¡Garraty! —dijo Baker—. ¿Qué coño te ocurre?
No había en su voz más que un tono de leve sorpresa, y muy pronto él y Abraham le dejaron atrás. Parecía que todos le superaban, mientras él permanecía inmóvil, con la pierna izquierda reducida a un pedazo de mármol agarrotado y doliente. Le pasaban, le dejaban atrás…
—¡Aviso! ¡Aviso, número 47!
Mantén la calma, pensó. Si te dejas llevar por el pánico estás perdido.
Se sentó en la calzada con la pierna izquierda estirada, como si fuera de madera. Empezó a darse masaje en los músculos. Intentó amasarlos, pero era como intentar amasar el marfil.
—Garraty… —Era McVries; parecía asustado—. ¿De qué se trata? ¿Un calambre?
—Sí, creo que sí. Continúa. Ya me recuperaré.
El tiempo. Los segundos empezaban a contar, pero todo cuanto le rodeaba parecía haberse ralentizado, como las imágenes a cámara lenta de la repetición de un gol. McVries avanzaba despacio, mostrando ora un talón ora el otro, acompañados de la breve imagen de una suela cuarteada y desgastada. Barkovitch pasó lentamente por su lado, con una leve sonrisa en los labios.
Una oleada de tenso silencio se extendió entre la multitud poco a poco, alejándose en ambas direcciones desde el punto donde se había sentado, como una ola encrespada corriendo hacia la playa.
El segundo aviso, pensó Garraty. El segundo aviso está a punto de caer, y la pierna, la maldita pierna, no se recupera. No quiero recibir el pasaporte. ¡Vamos!, reacciona…
—¡Aviso! ¡Segundo aviso, número 47!
Sí, claro, esos suponen que no sé contar. ¿Qué creéis, que estoy aquí sentado para darme un baño de sol?
La visión de la muerte, tan real e indiscutible como una fotografía, intentaba abrirse paso y hacer presa en él. Intentaba paralizarle. Ray la desechó con una frialdad nacida de la desesperación. El muslo era una agonía torturadora pero, en su concentración, apenas la sentía. Quedaba un minuto. No, cincuenta segundos ya. No, cuarenta y cinco… El tiempo se agota, se me escurre entre los dedos.
Con una expresión abstraída, casi docta, en el rostro, Garraty hundió los dedos entre los músculos. Los masajeó, los estrujó, les habló mentalmente. Vamos, vamos, maldita sea. Los dedos empezaron a dolerle, pero apenas se enteró. Stebbins pasó junto a él y murmuró algo. Garraty no alcanzó a entenderle. Pudo tratarse de un deseo de buena suerte. Y luego se encontró solo, sentado sobre la línea blanca discontinua, entre el carril derecho y el de adelantamiento.
Todos se alejaban. El circo ambulante dejaba la ciudad, se mudaba en plena temporada y abandonaba la ciudad. Y no dejaba a nadie atrás, salvo a aquel Garraty, para enfrentarse al vacío de los envoltorios de caramelos, las colillas aplastadas y las etiquetas arrancadas de los artículos de oportunidades.
Todos se alejaban, salvo un soldado joven, rubio y vagamente apuesto. Llevaba el cronómetro de plata en una mano y el fusil en la otra. En sus facciones no había rastro de piedad.
—¡Aviso! ¡Aviso, número 47! ¡Tercer aviso, número 47!
Y el músculo no se distendía en absoluto. Iba a morir. Después de todo lo pasado, después de haberse dejado las agallas, allí estaba la simple y definitiva verdad.
Dejó de masajearse la pierna y contempló al soldado. Se preguntó quién ganaría la Marcha. Y si McVries sobreviviría a Barkovitch. Se preguntó si notaría la entrada de una bala en la cabeza, o si sólo sería una repentina oscuridad.
Los escasos últimos segundos empezaron a agotarse.
Y el calambre se distendió. La sangre fluyó de nuevo al músculo como un torrente de alfileres y agujas, calentándolo. El soldado rubio guardó el cronómetro de bolsillo y movió los labios sin emitir sonido alguno, mientras contaba los últimos segundos.
Garraty pensó que no podría levantarse. Se estaba tan a gusto allí sentado… Sentado y dejando que el teléfono sonara. Al diablo con el teléfono. ¿Por qué no desconectarlo?
Inclinó hacia atrás la cabeza. El soldado parecía observarle desde lo alto, como desde la boca de un pozo o un túnel. Con un movimiento ralentizado, sujetó el fusil con ambas manos y deslizó el índice de la derecha sobre el disparador, enroscándolo en torno al gatillo. El cañón del arma empezó a descender hacia Garraty. La mano izquierda del soldado sostenía con firmeza el cañón. Una alianza de boda reflejó un rayo de sol. Todo sucedía lentamente, muy lentamente. Sólo… dejar sonar el teléfono.
Así es, pensó Garraty. Así es morirse.
El pulgar derecho del soldado estaba liberando el seguro del fusil con exquisita parsimonia. Tres mujerucas delgadas estaban justo detrás de él. Las tres brujas de Macbeth. Dejar sonar el teléfono… dejarlo sonar apenas un minuto más. No puedo contestar ahora, estoy muy ocupado en morirme. El sol, las sombras, el cielo azul. Las nubes apresuradas sobre la autopista. Stebbins era ya apenas una espalda en la lejanía, una camisa azul con una gran mancha de sudor. Adiós, Stebbins.
Los sonidos se hicieron más nítidos y perceptibles en su cabeza. No tenía idea de si era producto de su imaginación, de un estado de hipersensibilidad, o sencillamente de la muerte que extendía los brazos hacia él. El seguro del arma saltó con un crujido de rama al romperse. El aire que inspiraba entre los dientes sonaba como un túnel de viento. Los latidos de su corazón eran golpes de bombo. Y había también un pitido agudo, no en sus oídos sino entre ellos, en una espiral cada vez más aguda, y tuvo la descabellada certeza de que se trataba del auténtico sonido de las ondas cerebrales.
De pronto, Garraty se puso en pie de un brinco convulsivo. Lanzó un grito y emprendió una carrera cada vez más rápida. Sus pies eran como plumas. El dedo del soldado se tensó en el gatillo. Echó un vistazo al indicador que llevaba a la cintura, conectado al ordenador, y que tenía incorporado un pequeño y sofisticado aparato de radar. Garraty había leído en cierta ocasión un artículo acerca de tales aparatos en Mecánica Popular. Podían determinar la velocidad de un Marchador en concreto con una exactitud increíble.
El dedo del soldado se retiró del gatillo.
Garraty moderó su carrera hasta convertirla en un paso rápido. Tenía la boca seca como si estuviera llena de algodón, y el corazón le latía como un martillo pilón. Delante de los ojos veía destellos blancos irregulares y, por un terrible instante, tuvo la seguridad de que iba a desmayarse. Pero la sensación pasó. Sus pies, que parecían enfurecidos por habérseles negado el descanso que tanto se merecían, le gritaron insoportablemente. Apretó los dientes y resistió el dolor. Los músculos de la pierna izquierda todavía le provocaban punzadas alarmantes, pero al menos no cojeaba.
Echó un vistazo al reloj. Eran las 14.17. Durante la hora siguiente, Garraty estaría a menos de dos segundos de la muerte.
—De nuevo en el país de los vivos —dijo Stebbins cuando Ray llegó a su altura.
—Sí, señor —musitó Garraty, aturdido.
Notó una repentina oleada de resentimiento. Todos habrían seguido caminando aunque a él le hubieran dado el pasaporte. Nadie habría derramado una lágrima por él. Sencillamente, un nombre y un número que anotar en los registros oficiales: «Garraty, Raymond, n° 47. Eliminado en el kilómetro 349». Y una historia de interés humano en los periódicos del estado durante un par de días: «¡Garraty muere! ¡El chico de Maine, baja número 61 de la Larga Marcha»!
—Espero ganar —murmuró Garraty.
—¿De veras lo crees?
Garraty pensó en el rostro del soldado rubio. Había demostrado la misma emoción que un plato de guisantes.
—Lo dudo —reconoció—. Ahora tengo tres avisos en mi haber. Eso significa que no me queda ningún margen. ¿Verdad?
—Bien, digamos que te queda una propina perversa —dijo Stebbins con la mirada fija en sus pies.
Garraty aumentó su velocidad. El margen de un par de segundos era una losa sobre su cabeza. Esta vez no habría avisos. Ni siquiera daría tiempo a que nadie le advirtiera: «Será mejor que apresures el paso, Garraty, o te va a caer un aviso».
Llegó a la altura de McVries, que levantó la mirada hacia él.
—Creí que esta vez te quedabas fuera, chico —dijo McVries.
—Yo también.
—¿Tan justo ha sido?
—Por apenas un par de segundos.
McVries contuvo un silencioso silbido.
—No me gustaría estar en tu pellejo. ¿Cómo tienes la pierna?
—Mejor. Oye, no puedo seguir hablando. Me voy a la vanguardia un rato.
—Eso no le sirvió de nada a Harkness.
Garraty meneó la cabeza y respondió:
—Da igual. Tengo que asegurarme de que voy a buena velocidad.
—Está bien. ¿Deseas compañía?
—Si tienes fuerzas…
—Yo tengo tiempo si tú tienes dinero, encanto… —se burló McVries.
—Tomemos un buen ritmo ahora que aún tengo ánimos para ello.
Garraty apretó el paso hasta que sus piernas estuvieron al borde de la rebelión y, junto con McVries, avanzó rápidamente entre los primeros Marchadores. Había cierta distancia entre el muchacho que iba segundo, un tipo larguirucho de rostro malvado que se llamaba Harold Quince, y el superviviente de los hopis, Joe. De cerca, la piel de éste resultaba asombrosamente cobriza. Tenía la mirada fija en el horizonte, y las facciones inexpresivas. Las múltiples cremalleras de su chaqueta tintineaban como el rumor de una música lejana.
—Hola, Joe —dijo McVries.
—Hola —respondió lacónicamente Joe.
Le dejaron atrás y la autopista fue suya entonces. Una amplia calzada con dos pistas de asfalto y alquitrán, separadas por la franja central de hierba y bordeadas por un constante muro de gente.
—Adelante, siempre adelante —dijo McVries—. Soldados de Cristo, desfilando para ir a la guerra. ¿Has oído alguna vez ese himno, Ray?
—¿Qué hora es?
—Las dos y veinte —dijo McVries, consultando su reloj—. Escucha, Ray, si piensas…
—¿Sólo esa hora? Yo calculaba que…
Garraty notó que el pánico le subía por la garganta, denso y viscoso. No podría conseguirlo; el margen era demasiado estrecho.
—Si sigues pensando en la hora te volverás loco e intentarás huir entre la gente, y te rematarán como a un perro. Te dispararán cuando tengas la lengua fuera y te resbale la saliva por la barbilla. Intenta olvidarte del reloj.
—No puedo. —Garraty pugnaba por contener el pánico que le invadía y que le hacía sentirse nervioso, acalorado y débil—. Olson… Scramm… Los dos murieron. Y Davidson también. Igual puede sucederme a mí, Pete. Ahora lo veo con claridad. Siento la muerte jadeando justo a mi espalda…
—Piensa en esa chica tuya, Jan. O en tu madre. O en tu maldita gata. O no pienses en nada. Limítate a poner un pie delante del otro. Sigue caminando carretera adelante. Concéntrate en eso.
Garraty luchó por recuperar el control y lo consiguió ligeramente, pero siguió al borde del pánico. Sus piernas ya no querían responder a las órdenes de su mente, y parecían más seniles y temblorosas que una bombilla vieja.
—No va a durar mucho —comentó una mujer de la primera fila.
—¡Tus tetas no van a durar mucho! —replicó Garraty con furia, y el público le aplaudió—. Sois todos una mierda —añadió—. Una auténtica mierda. ¡Pervertidos! ¿Qué hora es, McVries?
—¿Qué fue lo primero que hiciste cuando te llegó la carta de confirmación? —preguntó McVries en voz baja—. ¿Qué hiciste cuando supiste que realmente estabas seleccionado?
Garraty frunció el entrecejo, se pasó la mano por la frente rápidamente y dejó que su mente volara del presente sudoroso y terrible a aquel momento concreto de su pasado.
—Estaba solo. Mi madre trabaja. Era viernes, después del mediodía. La carta estaba en el buzón y llevaba matasellos de Wilmington, Delaware, así que supe enseguida de qué se trataba. Sin embargo, estaba seguro de que me dirían que había fallado en el examen físico, en el psicológico o en ambos. Tuve que leerlo dos veces para creérmelo. No me puse a dar saltos de alegría, pero me sentí complacido. Y confiado. Entonces no me dolían los pies, ni sentía la espalda como si alguien me hubiera puesto en ella una tonelada de cemento. Era uno entre un millón, y no me di cuenta de que también la mujer barbuda del circo lo es.
Se interrumpió un instante mientras recordaba, el aroma de aquel día, a primeros de abril. Después continuó:
—No pude volverme atrás. Había demasiada gente pendiente de mí. Supongo que a todo el mundo debe de pasarle lo mismo. Ése es uno de los métodos que utilizan para estimular a los participantes, ¿comprendes? Dejé pasar la fecha de la renuncia, el quince de abril, y al día siguiente celebraron un banquete en mi honor en el ayuntamiento. Allí estaban todos mis amigos y, después del postre, todos se pusieron a gritar: «¡Que hable! ¡Que hable!». Me levanté y, con la mirada fija en el suelo, murmuré que haría todo lo que pudiera si participaba, y todo el mundo me aplaudió a rabiar. Era como si acabara de embutir en sus mentes la jodida proclama de Gettysburg. ¿Comprendes a qué me refiero?
—Sí, lo comprendo —afirmó McVries con una carcajada, pero sus ojos estaban sombríos.
Detrás de ellos, los fusiles tronaron repentinamente. Garraty dio un brinco espasmódico y casi se quedó helado donde estaba. Sin embargo, sin saber muy bien cómo, continuó avanzando. Esta vez le había ayudado el puro instinto, pensó. ¿Cómo se salvaría la siguiente?
—Hijos de puta —masculló McVries—. Ha sido Joe.
—¿Que hora es? —preguntó Garraty y, antes de que McVries pudiera responder, recordó que también él llevaba un reloj en la muñeca. Eran las 14.38.
Oh, Dios… El margen de dos segundos era como una losa sobre su cabeza.
—¿Nadie intentó convencerte de que renunciaras? —preguntó McVries.
Los dos se hallaban muy alejados del grupo principal de Marchadores, con más de cien metros de ventaja. Un soldado había sido destacado para controlarles. Garraty se alegró de que no fuera el rubio.
—¿Nadie intentó convencerte de que utilizaras el último plazo de renuncia del treinta de abril? —insistió McVries.
—Al principio no. Al principio, tanto Jan como mi madre y el doctor Patterson, el amigo íntimo de mi madre, un tipo con el que lleva saliendo más de cinco años, intentaron insinuarlo levemente. Se sentían complacidos y orgullosos, porque la mayoría de los chicos de más de doce años de este país se someten a las pruebas y sólo las pasan uno de cada cincuenta. Y eso todavía deja miles de candidatos, de los que sólo se seleccionan doscientos: cien Marchadores y cien reservas. Aunque ya sabes que no tiene ningún mérito que te escojan…
—Desde luego. Los nombres seleccionados se extraen por puro azar de ese maldito sombrero. Un buen espectáculo de televisión… —asintió McVries con voz quebrada.
—Sí. El Comandante extrae doscientos nombres, que es lo único que anuncia. Uno no sabe si es un Marchador o sólo un reserva.
—Y no se notifica a qué categoría pertenece uno hasta el mismo día del último plazo —añadió McVries, hablando como si ese último día de plazo estuviera a años de distancia, en lugar de haber acaecido apenas cuatro días antes—. Les encanta mantener la emoción a su modo…
Entre el público, alguien había soltado un atado de globos, que se elevaron hacia el cielo en un arco de rojos, azules, verdes y amarillos que se disgregó rápidamente. El viento del sur los arrastró con burlona y rauda facilidad.
—Supongo que así es —dijo Garraty—. Nosotros estábamos viendo la emisión cuando el Comandante extrajo los nombres, y yo fui el número setenta y tres en salir. Me caí de la silla. Sencillamente no podía creerlo.
—Claro. Nunca puede ocurrirle a uno —asintió McVries—. Estas cosas siempre les suceden a los demás.
—Sí, ésa fue la sensación que tuve. Entonces fue cuando todos empezaron a insistir. Y no fue como en la primera fecha de retirada, con los discursos, los pasteles y tiempo todavía por delante. Y Jan…
Garraty se interrumpió. Sin embargo, si ya lo había contado todo hasta allí, ¿por qué no ser sincero con el resto? Él o McVries iban a morir antes de que terminara la Marcha. Probablemente morirían ambos, así que poco importaba…
—Jan dijo que se acostaría conmigo cuando quisiera, como quisiera y las veces que quisiera, con tal de que aprovechara el último plazo de retirada. Yo le respondí que eso me haría parecer aprovechado. Ella se puso furiosa y dijo que era preferible a sentirse muerto. Y lloró mucho, suplicándome que me retirara. —Garraty alzó la mirada hacia McVries y continuó—: Si me hubiera pedido otra cosa, cualquier otra cosa, yo habría intentado complacerla. Pero en esto… no podía. Era como si tuviese una piedra atada al cuello. Al cabo de un buen rato, Jan comprendió que no podía decirle: «Está bien, de acuerdo, renunciaré». Creo que empezó a comprenderlo. Quizá lo comprendió tanto como yo mismo, y Dios sabe que yo no lo entendía mucho entonces, ni lo entiendo todavía.
»Luego intervino el doctor Patterson. Es médico de cabecera y tiene una mentalidad ferozmente lógica. Me dijo: “Mira, Ray, contando a los Marchadores y a los reservas, tienes una probabilidad entre cincuenta de sobrevivir. No le hagas eso a tu madre, Ray”. Yo me mostré paciente cuanto me fue posible, pero al final tuve que mandarle a paseo. Le respondí que, según mis cálculos, sus posibilidades de casarse con mi madre eran mucho menores, pero que nunca le había visto retroceder por esa razón.
Garraty se pasó ambas manos por el revuelto y tupido cabello. Se había olvidado totalmente del margen de dos segundos que le amenazaba, así que continuó el relato:
—¡Se puso furioso! Despotricó y bramó diciendo que le rompería el corazón a mi madre, que era más insensible que… un colchón de madera. Sí, creo que eso fue lo que dijo, más insensible que un colchón de madera. Quizá era un dicho de su familia, o algo parecido. No lo sé. Me preguntó cómo me sentía al hacerle aquello a mi madre y a una chica tan bonita como Janice, así que me vi obligado a responder con mi propia lógica indiscutible.
—¿De veras? —dijo McVries con una sonrisa—. ¿Qué le dijiste?
—Que si no se largaba le molería a golpes.
—¿Y tu madre?
—No dijo mucho. Me parece que no acababa de creérselo. Además, pensaba en lo que conseguiría si ganaba. El Premio, eso de tener todo lo que uno quisiera el resto de su vida, la tenía deslumbrada. Yo tuve un hermano, Jeff, que murió de neumonía a los seis años y… resulta cruel decirlo, pero no sé cómo habríamos sobrevivido si no hubiese muerto. Supongo que seguía pensando que podría retirarme en el último momento si resultaba ser Marchador titular. El Comandante es un tipo simpático, decía ella. Estaba segura de que me dejaría salirme si comprendía las circunstancias. Pero los Escuadrones se llevan a la gente tanto por hablar en contra de la Larga Marcha como por intentar escabullirse de ella. Por fin llegó la llamada y supe que era Marchador titular.
—Yo no lo era.
—¿No?
—No. Doce Marchadores titulares utilizaron la fecha tope de retirada del treinta de abril. Yo era el reserva número doce. Recibí la llamada a las once de la noche de hace sólo cuatro días.
—¡Señor! ¿En serio?
—Ajá. Por ese poco.
—¿Y no te sientes amargado por ello?
McVries se limitó a encogerse de hombros.
Garraty echó un nuevo vistazo a su reloj. Eran las 15.02. Todo iba a salir bien. Su sombra, alargada bajo el sol de la tarde, parecía avanzar más confiada. Era un día primaveral, agradable y estimulante. Volvía a notar perfecta la pierna.
—¿Sigues pensando que, si llega el momento, te sentarás sin más? —preguntó a McVries—. Has sobrevivido ya a sesenta y uno. Eso es mucho.
—A los que hayamos sobrevivido tú o yo, no importa. Pienso que llega un momento en que la voluntad sencillamente se agota. No importa lo que yo piense, ¿entiendes? Hubo una época en que me gustaba emborronar telas con pinturas al óleo. Tampoco era un inepto total, pero un día… No lo abandoné gradualmente, sino que lo dejé de golpe. No sentí interés por continuar un solo minuto más. Me acosté una noche loco por pintar y, al despertar por la mañana, se me había pasado por completo la afición.
—Seguir vivo no puede catalogarse precisamente de afición…
—Eso no lo sé. ¿Qué me dices de los saltadores de trampolín, los que se dedican a la caza mayor, los alpinistas o incluso esos obreros de taller cuya noción de la diversión consiste en una buena pelea el sábado por la noche? Todas esas cosas reducen la supervivencia a la categoría de entretenimiento. Parte del juego.
Garraty no respondió.
—Será mejor que aceleremos un poco —dijo McVries—. Estamos perdiendo velocidad, y eso no conviene.
Garraty apresuró el paso.
—Mi padre es medio dueño de un cine al aire libre —dijo McVries—. Quería atarme y encerrarme en el sótano del bar del cine para que no pudiera acudir a la Marcha, con o sin Escuadrones.
—¿Y qué hiciste tú? ¿Agotaste su paciencia?
—No hubo tiempo para eso. Cuando llegó la llamada, sólo disponía de diez horas. Me prepararon un avión y un coche de alquiler en el aeropuerto de Presque Isle. Mi padre gruñó y bramó, y yo me senté y asentí y me mostré de acuerdo hasta que llamaron a la puerta y, cuando mi madre abrió, al otro lado aparecieron los dos soldados más enormes y de aspecto más fiero que puedas imaginar. Eran tan feos que podrían haber roto un espejo con sólo mirarse en él. Mi padre echó un vistazo a uno y me dijo: «Pete, será mejor que subas a buscar tu macuto de boy scout». —McVries palpó el macuto, haciéndolo saltar arriba y abajo sobre los hombros, y se echó a reír al recordar el incidente—. Y el siguiente recuerdo que tengo es ya en el avión, toda la familia. Hasta mi hermanita Katrina, que sólo tiene cuatro años. Tomamos tierra a las tres de la madrugada y llegamos en coche hasta la frontera. Y creo que Katrina fue la única que realmente comprendió lo que sucedía. La pequeña repetía: «Pete se va a una aventura». —McVries sacudió las manos en un gesto extraño—. Ahora están en un hotel de Presque Isle. No querían regresar a casa hasta que todo terminara. De una manera o de otra.
Garraty miró su reloj. Eran las 15.20.
—Gracias —dijo.
—¿Por salvarte la vida otra vez? —se burló McVries.
—Sí, precisamente por eso.
—¿Estás seguro de que te he hecho un favor?
—No lo sé. Pero te diré algo. Para mí nunca volverá a ser lo mismo. Me refiero al límite de tiempo. Aunque se esté caminando sin avisos, sólo hay dos minutos de distancia entre uno y la verja del cementerio. No es mucho tiempo…
Como para subrayarlo, los fusiles se dejaron oír una vez más. El Marchador abatido emitió un gemido agudo, como el gluglutear de un pavo atrapado repentinamente por un silencioso granjero. La muchedumbre exhaló un gemido ronco que tanto podía ser un suspiro, un gruñido o una exclamación de placer lascivo.
—Es muy poco tiempo, realmente —asintió McVries.
Continuaron avanzando. Las sombras se hicieron más alargadas. Entre la multitud empezaron a aparecer chaquetas como si un prestidigitador las hiciese aparecer de un sombrero de copa. En cierto momento, llegó hasta Garraty un cálido aroma a tabaco de pipa que le evocó un recuerdo agridulce de su padre. Un perro faldero se escapó de los brazos de alguien y se internó en la calzada, arrastrando la correa roja de plástico con la lengua fuera. El perrillo ladró, se puso a perseguir febrilmente su propia cola y recibió un disparo cuando tropezó a ciegas con Pearson, que masculló una maldición al soldado que había hecho el disparo.
El impacto de la bala había arrojado al animal hasta cerca de la multitud, donde quedó agonizante, entre jadeos y convulsiones. Nadie parecía tener prisa por reclamarlo. Por fin, un niño se coló entre el cordón policial, y se quedó allí, llorando. Un soldado avanzó hacia él. La madre del niño emitió un chillido entre la multitud. Garraty pensó que el soldado iba a dispararle al niño como acababan de hacer con el perro, pero el soldado se limitó a empujar indiferentemente al chiquillo para devolverle a la multitud.
A las seis de la tarde, el sol tocó el horizonte y volvió el firmamento de un intenso color anaranjado por el oeste. El aire se volvió frío. Empezaron a subirse los cuellos. Los espectadores saltaban sobre sus pies y se frotaban las manos.
Collie Parker efectuó su habitual protesta sobre el maldito clima de Maine.
Antes de las nueve llegarían a Augusta, pensó Garraty. Luego un salto más y estarían en Freeport. La depresión se apoderó de él. Y entonces, ¿qué? Dos minutos para ver a Jan, a menos que la perdiera entre la multitud, ¡Dios no lo permitiera! ¿Y después? ¿Derrumbarse? ¿Morir?
De pronto, tuvo la certeza de que Jan y su madre no estarían allí. Sólo acudirían sus compañeros de instituto ansiosos de ver al suicida que, sin saberlo, habían estado cultivando entre ellos. Y también estarían allí las Damas de la Caridad que le habían ofrecido un té dos noches antes de que se iniciara la Marcha… en aquella época tan remota.
—Vayamos cediendo terreno —dijo McVries—. Lo haremos lentamente, hasta alcanzar a Baker. Entraremos juntos a Augusta. ¿Qué me dices, Garraty?
—De acuerdo —respondió éste; le parecía buena idea.
Fueron reduciendo la distancia poco a poco, hasta dejar que el siniestro Harold Quince encabezara de nuevo la marcha. Supieron que volvían a estar entre su grupo cuando oyeron decir a Abraham, en medio de la oscuridad cada vez más acusada:
—¡Por fin os habéis decidido a regresar con vuestros pobres amigos!
—¡Señor, realmente se parece a Abraham Lincoln! —exclamó McVries al contemplar el rostro fatigado de Abraham, con barba de tres días—. Sobre todo con esta luz.
—«Hace ochenta y siete años —entonó Abraham y por un instante fue como si un espíritu se hubiera apoderado de él— nuestros padres se instalaron en este continente…». ¡Bah, bobadas! He olvidado el resto. En historia de octavo teníamos que aprenderlo si queríamos un sobresaliente.
—Tiene la cara de un Padre Fundador y el cerebro de un asno sifilítico —dijo McVries—. Abraham, ¿cómo fue que te metiste en un enredo como éste?
—Por hacerme el chulo —respondió.
Iba a continuar cuando le interrumpieron los fusiles. Oyeron el familiar sonido de la saca de correos al caer.
—Ha sido Gallant —dijo Baker tras echar una mirada atrás—. Llevaba todo el día caminando exhausto.
—Por hacerte el chulo… —murmuró Garraty, y soltó una débil risa.
—Así es.
Abraham se pasó una mano por la mejilla.
—¿Conocéis el test de la prueba escrita? —preguntó.
Todos asintieron. Una prueba escrita, ¿Por qué se considera candidato a participar en la Larga Marcha?, formaba parte del examen de admisión.
Garraty notó un líquido caliente en el talón derecho y se preguntó si sería sangre, pus, sudor o una mezcla de todo ello. No parecía dolerle, aunque en esa parte ya tenía el calcetín hecho trizas.
—Bien —continuó Abraham—, lo cierto es que no me sentía preparado para participar en nada. Realicé el examen sin pararme a pensarlo en absoluto. Iba camino del cine y pasé por un gimnasio donde estaban haciendo el test. Había que enseñar el Permiso de Trabajo para entrar, ¿sabéis? Precisamente ese día llevaba el mío encima. De lo contrario no me habría molestado en volver a casa a recogerlo. Habría seguido hasta el cine y no estaría ahora aquí, muriéndome en tan alegre compañía.
Meditaron aquellas palabras.
—Pasé el examen físico y contesté rápidamente el test objetivo, y luego vi esas tres páginas en blanco al final de la carpeta. «Por favor, responda a esta pregunta con objetividad y sinceridad, utilizando menos de mil quinientas palabras». Mierda, me dije. Y el resto eran puras tonterías. ¡Vaya puñado de malditas preguntas!
—Sí. «¿Con qué frecuencia tiene movimientos intestinales?» —murmuró Baker con sequedad—. «¿Ha tomado alguna vez drogas?».
—Sí, cosas de ésas —asintió Abraham—. Me había olvidado completamente de la pregunta esa de la droga. Hice el test al azar, repartiendo las contestaciones, ¿entendéis? Y por fin llegué a la redacción sobre las razones por las que me sentía candidato a participar en la Larga Marcha. No se me ocurría nada. Y entonces llegó un gorila de uniforme que se plantó en medio de la sala y dijo: «¡Cinco minutos! Vayan terminando, por favor». Así que sólo alcancé a poner: «Me considero candidato a participar en la Larga Marcha porque soy un inútil hijo de perra y el mundo estaría mejor sin mí, a menos que yo ganara y me hiciera rico, en cuyo caso me compraría un Van Gogh para cada habitación de mi mansión y pediría sesenta fulanas con clase y no molestaría a nadie». Y después de pensarlo casi un minuto, añadí entre paréntesis: «Y a las fulanas con clase les daría pensión de vejez». Pensó que eso les conmovería de verdad… Así que un mes más tarde, cuando ya me había olvidado del asunto, me llegó una carta diciendo que era candidato. Un poco más y me meo en los pantalones.
—¿Y seguiste adelante? —preguntó Collie Parker.
—Sí. Resulta difícil de explicar. Lo cierto es que todo el mundo lo tomó como una gran broma. Mi novia quiso fotografiar la carta y hacérsela estampar en una camiseta porque le parecía el mejor chiste del siglo. Y así todo el mundo. Todos me saludaban efusivamente; siempre había quien decía algo como: «¡Eh, Abraham!, realmente le has tocado las pelotas al Comandante, ¿verdad?». Y era tan divertido que les seguí la corriente. Creed que fue una auténtica conmoción —añadió con una sonrisa morbosa—. Todo el mundo estaba convencido de que seguiría tocándole las pelotas al Comandante hasta el mismísimo final. Y eso fue lo que hice. Una buena mañana, desperté y ya estaba todo listo. Era uno de los Marchadores titulares; concretamente, el decimosexto. Supongo que así fue como el Comandante empezó a tocarme las pelotas a mí.
Un breve grito de júbilo rápidamente abortado salió de las bocas de algunos Marchadores y Garraty alzó la mirada. Sobre la autopista, un enorme letrero iluminado les informó: AUGUSTA 15.
—Y ahora estás a punto de morirte de risa, ¿no? —sentenció Collie Parker.
Abraham permaneció un rato mirando a Parker.
—Al Padre Fundador no le hace ni pizca de gracia —dijo por fin con voz hueca.