Me voy andando y el camino está enfangado. Canción inglesa para el juego del escondite |
Sin saber cómo, habían llegado de nuevo a las nueve de la mañana. Ray Garraty derramó el contenido de la cantimplora sobre su cabeza, inclinando ésta hacia atrás hasta que le chasqueó el cuello. La temperatura apenas había subido lo suficiente para hacer invisible el aliento que expulsaba, y el agua estaba helada. La impresión le hizo despertar un poco de la somnolencia que le embargaba.
Echó un vistazo a sus compañeros de marcha. McVries lucía ya una buena barba, tan negra como su cabello. Collie Parker parecía macilento pero más duro que nunca, y Baker parecía casi etéreo. Scramm no estaba tan encendido, pero tosía constantemente, con un sonido profundo que a Garraty le recordó a sí mismo, mucho tiempo atrás. Con apenas cinco años, había padecido neumonía.
La noche había transcurrido como una secuencia soñada de nombres extraños en los carteles iluminados de la autopista: Veazie, Bangor, Hermon, Hampden, Winterport. Los soldados sólo habían expedido dos pasaportes más, y Garraty empezaba a aceptar como cierta la comparación con las galletas que le había comentado Parker.
Y ahora, otro día luminoso había nacido. Los pequeños grupos protectores se habían vuelto a formar. Todos gastaban bromas respecto a las barbas, pero no acerca de los pies… Nunca acerca de los pies. Durante la noche Garraty había notado que se le reventaban algunas ampollas pequeñas en el talón derecho pero, de algún modo, el suave y absorbente calcetín había hecho de algodón sobre la carne viva. Acababan de dejar atrás un cartel de AUGUSTA 77-PORTLAND 187.
—Hay más distancia de la que habías dicho —le reprochó Pearson. Estaba terriblemente demacrado y el cabello le caía sobre las mejillas.
—No soy un mapa ambulante —respondió Garraty.
—Pero… éste es tu estado.
—Pues ya ves…
—Sí, claro… Chico, no volvería a meterme en esto aunque viviera mil años.
—Deberías vivir todo ese tiempo.
—Sí. —Pearson bajó la voz para añadir—: Pero ya he tomado una resolución. Si llego a estar tan cansado que no puedo continuar, echaré a correr y me mezclaré entre la multitud. Así no se atreverán a dispararme. Quizá pueda escapar.
—Eso sería como saltar a un trampolín —replicó Garraty—. La gente te devolvería a la calzada para ver cómo te disparan y te desangras. ¿No recuerdas a Percy?
—Percy no sabía lo que se hacía. Sólo intentaba escurrirse hacia el bosque… Está bien, a Percy le dieron una buena lección. —Pearson lo miró con curiosidad—. ¿No estás cansado, Ray?
—¡Diablos, no! —replicó Garraty sacudiendo los enflaquecidos brazos con fingida animación—. Funciono con el automático, ¿no lo ves?
—Yo estoy bastante mal —reconoció Pearson y se humedeció los labios—. Me cuesta mucho incluso pensar con claridad. Y siento en las piernas una especie de arpones que se me clavan hasta…
McVries apareció detrás de ellos.
—Scramm está muriéndose —anunció.
Garraty y Pearson respondieron al unísono con un «¿Eh?».
—Tiene neumonía —añadió McVries.
—Ya me lo temía —asintió Garraty.
—Se le pueden oír los pulmones desde dos metros de distancia. Y suena como si estuvieran bombeando la corriente del Golfo en su interior. Si hoy hace mucho calor, morirá de fiebre.
—Pobre diablo —dijo Pearson, y su tono de alivio resultó inconfundible—. Creo que habría podido con todos nosotros. Y está casado. ¿Qué va a hacer su mujer?
—¿Qué puede hacer? —inquirió Garraty.
Avanzaban bastante cerca de la multitud, sin notar ya los brazos extendidos que pugnaban por tocarles. Uno aprendía pronto a medir la distancia después de que las uñas le rasguñaran el brazo un par de veces. Un niño gritaba entre sollozos que quería volver a casa.
—He hablado con todos —dijo McVries—. Bueno, con casi todos. Creo que el ganador tendría que hacer algo por ella.
—¿Como qué? —preguntó Garraty.
—Esto tendrá que quedar entre el ganador y la viuda de Scramm. Y si el muy cerdo no cumple lo estipulado, regresaremos para darle su merecido.
—Está bien —accedió Pearson—. ¿Qué puedo perder?
—¿Ray?
—Claro. Está bien. ¿Has hablado con Gary Barkovitch?
—¿Con ese engreído? Ése no le haría a su madre la respiración artificial si se estuviera ahogando.
—Hablaré con él —se ofreció Garraty.
—No conseguirás nada.
—Da igual. Voy ahora.
—Ray, ¿por qué no hablas también con Stebbins? Pareces el único con el que habla.
—Puedo decirte por anticipado qué contestará —bufó Garraty.
—¿Que no?
—Preguntará por qué. Y cuando termine, seguiré sin tener la menor idea.
—Entonces no le digas nada.
—He de hacerlo —dijo Garraty, mientras empezaba a desviarse en diagonal hacia la pequeña y hundida figura de Barkovitch—. Es el único que todavía piensa que va a ganar.
Barkovitch estaba adormilado. Con los ojos casi cerrados y el suave vello de melocotón que cubría sus mejillas oliváceas, parecía un raído osito de peluche. O había perdido el gorro para la lluvia, o se había desembarazado de él.
—Barkovitch.
Éste despertó con un sobresalto.
—¿Qué sucede? ¿Quién es? ¿Garraty?
—Sí. Escucha, Scramm está muriéndose.
—¿Quién? ¡Ah, bien! Un cerebro de mosquito. Mejor para él.
—Tiene neumonía. Probablemente no llegará al mediodía.
Barkovitch volvió lentamente hacia Garraty sus ojillos negros y brillantes. Sí, esa mañana tenía un decidido aspecto de osito de peluche.
—¿Qué pretendes con esa cara de honradez? ¿Qué buscas?
—Scramm está casado y…
Barkovitch abrió ojos como platos.
—¿Casado? ¿Me estás diciendo que ese pedazo de asno…?
—¡Cállate, idiota! ¡Te va a oír!
—¡Me importa un carajo! ¡Está loco! —Barkovitch se volvió hacia Scramm, furioso e indignado—. ¿Qué creías que estabas haciendo, imbécil? ¿Pensabas que esto era una partida de cartas? —gritó.
Scramm le dirigió una mirada turbia y alzó la mano en una especie de saludo distante. Parecía haber confundido a Barkovitch con un espectador. Abraham, que avanzaba cerca de Scramm, le hizo un corte de mangas a Barkovitch. Éste se lo devolvió y se volvió hacia Garraty. De pronto, sonrió.
—¡Ah, Dios mío! —dijo—. Lo leo en tu estúpida cara de paleto, Garraty. Pasando el sombrero para la viuda del muerto, ¿no es eso? ¡Muy hábil!
—No contamos contigo, ¿verdad? —masculló Garraty con voz tensa—. Muy bien.
Empezó a retrasarse. Barkovitch sonreía por la comisura de los labios. Asió a Garraty de la manga y le dijo:
—Aguarda. No he dicho que no, ¿verdad? ¿Me has oído decir que no?
—No…
—Bien. —Barkovitch esbozó de nuevo su sonrisa. Ahora, sin embargo, había en ella algo de desesperación. Había desaparecido el cinismo—. Escucha, creo que empecé con mal pie entre vosotros, chicos. No era mi intención. Mierda, soy un tipo bastante bueno cuando se me conoce, pero siempre empiezo con el pie izquierdo. Nunca he tenido mucha gente detrás en mi pueblo. En la escuela, me refiero. Y no sé por qué. Cuando se me conoce soy bastante buen tipo, como cualquiera, pero siempre empiezo con mal pie, ¿entiendes? Quiero decir que uno tiene que tener un par de amigos o algo así. No es bueno estar solo, Garraty, lo sabes muy bien. Y ese Rank… Él empezó. Me estaba tocando las narices. Siempre hay alguien que quiere tocarme las narices. En la escuela llevaba una navaja por si alguien quería tocarme las narices. Ese Rank… No pretendía que muriera. Quiero decir que no fue culpa mía. Vosotros sólo visteis el final, y no cómo me estaba tocando las narices, ¿comprendes…? —Su voz fue apagándose.
—Sí —respondió Garraty, sintiéndose un hipócrita.
Quizá Barkovitch pudiera reescribir la historia para sí mismo, pero él recordaba el incidente de Rank con claridad.
—¿Y bien? —le apremió—. ¿Quieres participar en el trato?
—Claro que sí. —La mano de Barkovitch se aferró convulsivamente a la manga de Garraty, tirando de ella como del freno de emergencia de un tren—. Le mandaré suficiente dinero para que viva en la abundancia el resto de su vida. Lo que quería hacerte comprender es que cualquiera necesita amigos… necesita a otros, ¿entiendes? ¿Quién quiere morir odiado, si es que ha de morir? Yo… yo…
—Entiendo.
Garraty empezó a retrasarse, sintiéndose un cobarde. Seguía odiando a Barkovitch, pero en cierto modo también le compadecía.
—Gracias —dijo.
Era el toque de humanidad de Barkovitch lo que le asustaba. Le espantaba por alguna razón que no podía concretar.
Se retrasó demasiado aprisa, le dieron un aviso y pasó los diez minutos siguientes retrocediendo posiciones lentamente hasta encontrarse cerca de Stebbins.
—Ray Garraty —dijo Stebbins—. Feliz tres de mayo, Garraty.
—Lo mismo digo.
—Me estaba contando los dedos de los pies —comentó Stebbins—. Son una compañía fantástica, porque siempre suman lo mismo. ¿Qué tienes en la cabeza?
Garraty pasó a explicar el asunto de Scramm y de la esposa de Scramm por segunda vez, y a media conversación otro Marchador recibió el pasaporte (LOS ÁNGELES DEL INFIERNO, llevaba estampado en la parte de atrás de su raída chaqueta), haciendo que todo pareciera trivial y sin sentido. Al terminar, esperó una respuesta.
—¿Por qué no? —contestó Stebbins con tono amable—. Nadie tiene realmente nada que perder. Eso hace más fácil ser generoso.
Garraty lo miró. Había demasiada verdad en lo que acababa de decir, y hacía parecer mezquino su gesto para con Scramm.
—No me interpretes mal, Garraty. Soy un poco raro, pero no me tomes por un miserable. Si pudiera hacer que Scramm muriera antes gracias a mi promesa, lo sería. Pero no puedo. Apuesto a que en cada Larga Marcha existe un pobre diablo como Scramm y tiene lugar un gesto como éste, Garraty. Y apostaría también a que sucede a estas alturas, cuando la realidad y la condición de mortales empieza a hacer mella. En los viejos tiempos, antes del Gran Cambio y de los Escuadrones, cuando todavía existían millonarios, solían instituirse fundaciones y se edificaban bibliotecas y todo eso. Todos buscaban un baluarte contra la condición de mortales, Garraty. Hay gente que se engaña pensando que sigue viviendo en sus hijos. Pero ninguno de esos pobres hijos perdidos… —Movió un débil brazo para señalar a los demás Marchadores mientras reía con amargura—. Ésos nunca dejarán ningún bastardo. —Le hizo un guiño y añadió—: ¿Sorprendido?
—Yo… creo que no.
—Tú y tu amigo McVries destacáis en esta abigarrada multitud. No entiendo cómo ninguno de vosotros llegó hasta aquí, aunque apuesto a que es algo más profundo de lo que podría pensarse. Anoche me tomaste demasiado en serio respecto a Olson, ¿verdad?
—Supongo que sí —contestó Garraty.
Stebbins rio.
—Eres un auténtico ingenuo, Ray. Olson no tenía secretos.
—¿Sabes lo que pienso? —repuso Garraty con una tensa sonrisa—. Creo que tuviste alguna especie de visión y ahora quieres negarla. Quizá te asustó.
—Tómalo como quieras, Garraty. Es tu funeral. —Los ojos de Stebbins se volvieron grises—. Y ahora, ¿por qué no te largas? Ya tienes tu promesa.
—Quieres engañarte. Quizá ése sea tu problema. Te gusta pensar que el juego está amañado, pero quizá resulte ser limpio. ¿Es eso lo que te asusta, Stebbins?
—¡Lárgate!
—¡Vamos, reconócelo!
—No reconozco nada, salvo que eres un estúpido integral. Sigue creyendo que hay juego limpio. —En las mejillas de Stebbins había aparecido un ligero color—. Todos los juegos son limpios si todo el mundo es engañado a la vez.
—Estás equivocado —afirmó Garraty con escasa convicción.
Stebbins sonrió brevemente y volvió a fijar la mirada en sus pies.
Estaban saliendo de una hondonada larga y suave, y Garraty notó la frente perlada de sudor mientras reducía la distancia que le separaba del grupo que formaban McVries, Pearson, Abraham y Baker, junto a Scramm o, más exactamente, alrededor de éste. Tenían aspecto de preocupados cuidadores de un boxeador a punto de ser noqueado.
—¿Cómo está? —preguntó Garraty.
—¿Por qué les preguntas a ellos? —replicó Scramm—. Su voz, antes ronca, se había convertido en un mero susurro. Le había bajado la fiebre y tenía el rostro cerúleo, descolorido.
—Bien, entonces te lo pregunto a ti.
—No muy mal —respondió con un acceso de tos. Era un sonido chirriante, barboteante—. No estoy muy mal. Es muy bonito lo que estáis haciendo por Cathy, muchachos. A un hombre le gusta cuidarse de lo suyo, pero supongo que no estaría bien que me mostrara orgulloso. Al menos, tal como están las cosas.
—No hables tanto —dijo Pearson—, o vas a agotarte.
—¿Qué importa eso? Antes o después, ¿qué más da? —Scramm les miró unos instantes y meneó la cabeza—. ¿Por qué tendría que ponerme enfermo? Caminaba muy bien, realmente cómodo. Y era el favorito en las apuestas. Incluso cuando estoy cansado me gusta caminar, ver gente, oler el aire… ¿Por qué? ¿Es cosa de Dios? ¿Ha sido Dios quien me ha hecho esto?
—No lo sé —musitó Abraham.
Garraty notó de nuevo la fascinación por la muerte, y sintió repugnancia. Intentó sacudírsela de encima. No era justo. No cuando se trataba de un amigo.
—¿Qué hora es? —preguntó Scramm.
Garraty recordó con un escalofrío a Olson.
—Las diez y diez —dijo Baker.
—Más de trescientos kilómetros en las piernas —añadió McVries.
—No tengo cansados los pies —dijo Scramm—. Eso ya es algo.
Un niño gritaba jubiloso en las primeras filas. Su voz aguda se alzaba sobre el grave murmullo de la multitud.
—¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Mira a ese grandullón! ¡Mira ese toro! ¡Mamá, mira!
Los ojos de Garraty recorrieron a la muchedumbre hasta distinguir al niño en la primera fila. Llevaba una camiseta del robot Randy y mascaba un bocadillo de jamón. Scramm le dedicó un saludo.
—Los niños son un encanto —dijo—. Sí, espero que Cathy tenga un niño. Una niña también estaría bien, pero ya sabéis, un chico mantiene el apellido y lo transmite. No es que Scramm sea un gran apellido, pero… —Se echó a reír, y Garraty pensó en lo que Stebbins había dicho respecto a los baluartes contra la muerte.
Un Marchador de mejillas como manzanas, vestido con un suéter azul muy amplio, llegó hasta el grupo con una noticia. A Mike, uno de los chicos de chaquetas negras, le había dado un calambre abdominal.
Scramm se pasó una mano por la frente. Su pecho se alzó y volvió a caer en un espasmo de tos violenta.
—Esos chicos son de un lugar próximo al mío —dijo—. Si lo hubiera sabido, habríamos venido a Maine todos juntos. Son dos hopis.
—Sí —asintió Pearson—. Ya nos lo has dicho.
—¿De veras? —Scramm pareció sorprendido—. Bueno, no importa. Parece que, de todos modos, no voy a hacer solo el viaje. Me pregunto si…
Una expresión de determinación se dibujó en el rostro de Scramm, que empezó a acelerar el paso. Después frenó la marcha un instante y se volvió a mirarles. Ahora parecía sereno. Garraty le contempló, fascinado a su pesar.
—No creo que volvamos a vernos, muchachos. —En la voz de Scramm había dignidad y sencillez—. Adiós.
McVries fue el primero en responder.
—Adiós, colega —dijo con voz ronca—. Buen viaje.
—Sí, buena suerte —añadió Pearson, apartando la mirada.
Abraham intentó hablar pero no lo consiguió. Se volvió, pálido y con los labios apretados.
—Tómalo con calma —musitó Baker.
—Adiós —dijo Garraty con los labios helados—. Adiós, Scramm, buen viaje, buen descanso.
—¿Buen descanso? —Scramm sonrió—. La Marcha de verdad quizá esté por llegar.
Aceleró hasta llegar a la altura de Mike y Joe, con sus miradas impasibles y sus raídas chaquetas negras. Mike no había permitido que los calambres le hicieran doblarse. Avanzaba con ambas manos apretadas contra el vientre, y su velocidad era constante.
Scramm habló con ellos.
Todos les observaron.
—¿Qué diablos están tramando? —susurró Pearson con voz atemorizada.
De pronto, Scramm se adelantó a Mike y Joe. Incluso desde su posición retrasada, Garraty podía oír el áspero sonido de las toses de Scramm. Los soldados observaban al terceto con atención. Joe puso una mano en el hombro de su hermano y la apretó con fuerza. Los dos se miraron. Garraty no vio emoción alguna en sus rostros bronceados. Después, Mike apresuró el paso ligeramente y alcanzó a Scramm.
Un momento más tarde, Scramm y Mike dieron una brusca vuelta a la derecha y echaron a andar hacia la multitud, que al sentir el intenso olor de lo irremediable, emitió un chillido, se disgregó y retrocedió apartándose como si ellos fueran la peste.
Garraty miró a Pearson, que tenía los labios apretados.
Mike y Scramm recibieron un aviso y, al llegar junto a las bandas protectoras que bordeaban la autopista, se volvieron nuevamente y quedaron de frente al vehículo oruga que se acercaba. Dos cortes de mangas se levantaron al aire al unísono.
—¡Me cago en vuestra puta madre! —gritó Scramm.
Mike añadió algo en su idioma.
Un clamor se levantó entre los Marchadores, y Garraty notó unas débiles lágrimas bajo los párpados. La muchedumbre quedó en silencio. La zona detrás de Mike y Scramm estaba yerma y vacía. Los dos recibieron el segundo aviso, se sentaron uno junto al otro con las piernas cruzadas y empezaron a hablar tranquilamente. Y resultaba condenadamente extraño, pensó Garraty mientras pasaban junto a ellos, pues Mike y Scramm no parecían hablar el mismo idioma.
No volvió la mirada atrás. Ninguno de ellos lo hizo, ni siquiera cuando todo hubo terminado.
—¡Será mejor que quien gane cumpla su palabra! —dijo McVries—. ¡Recordadlo!
Nadie respondió.