8

Tres, seis, nueve, el pato vino bebe.
En la cola del tranvía, el mono tabaco masca.
La cola rota está,
el mono atragantado está,
y todos al cielo se han ido remando en una barca.

Canción infantil

Ray Garraty se ciñó el cinturón de concentrados alimenticios alrededor de la cintura y se dijo que no comería absolutamente nada hasta las nueve y media. Su estómago gruñía y se quejaba. Alrededor, los Marchadores celebraban compulsivamente las primeras veinticuatro horas en la carretera.

Scramm sonrió a Garraty con la boca llena de pasta de queso. Baker había sacado el recipiente de las aceitunas y se las iba llevando a la boca con regularidad. Pearson estaba dando cuenta de unas galletas saladas con pasta de atún, y McVries mascaba lentamente pasta de pollo. Tenía los ojos entrecerrados, como si sintiera un dolor extremo o se encontrara en la cumbre del placer.

Otros dos Marchadores habían sido eliminados entre las ocho y media y las nueve. Uno de ellos había sido Wayne, el que había recibido los gritos de ánimo del encargado de la gasolinera antes del amanecer. Con todo, habían cubierto más de 150 kilómetros y el grupo había mermado sólo en treinta y seis Marchadores. Resultaba asombroso, pensó Garraty, notando la saliva en la boca mientras McVries extraía el último gramo de concentrado de pollo y lanzaba el tubo vacío a un lado de la carretera. Muy bien, se dijo Garraty, ya podían caer todos reventados allí mismo.

Un adolescente con unos vaqueros ajustados y un ama de casa de mediana edad se lanzaron por el tubo vacío de McVries, que había dejado de ser un objeto de utilidad para convertirse en recuerdo a conservar. La mujer estaba más cerca, pero el muchacho fue más rápido y le ganó por medio cuerpo. «¡Gracias!», vociferó a McVries, mientras sostenía en alto el tubo retorcido. Luego, el muchacho regresó junto a su pandilla, todavía enarbolando el tubo. La mujer le siguió con la mirada y gesto irritado.

—¿No comes? —preguntó McVries.

—Me obligo a esperar.

—¿A qué?

—A que sean las nueve y media.

—¿Es parte de los viejos hábitos de autodisciplina? —repuso McVries.

Garraty se encogió de hombros, dispuesto a recibir un comentario sarcástico, pero McVries se limitó a seguir mirándole.

—¿Sabes una cosa? —dijo por último—. Si tuviera un dólar… un solo dólar… lo apostaría por ti, Garraty. Creo que tienes posibilidades de ganar esta competición.

—¿Intentas echarme mal de ojo? —se burló Garraty.

—¿Cómo?

—Mal de ojo. Como cuando se le dice a un jugador de baloncesto que no puede fallar el tiro libre.

—Quizá sea así, —repuso McVries, y extendió las manos ante sí.

Garraty observó que le temblaban ligeramente. McVries frunció el entrecejo al comprobarlo; su expresión era casi la de un lunático.

—Espero que Barkovitch recoja pronto su pasaporte —dijo por fin.

—Pete… —dijo Garraty.

—¿Qué?

—Si tuvieras que empezar con esto otra vez… Si supieras que llegarías hasta aquí y que todavía estarías andando, ¿volverías a hacerlo?

McVries bajó las manos y lo miró.

—¿Estás de broma?

—No. Lo preguntó en serio.

—Pues no creo que lo hiciera otra vez aunque el Comandante me pusiera su pistola en los riñones. Esto es lo más parecido al suicidio, sólo que el suicidio normal es más rápido.

—Es cierto —terció Olson—. Jodidamente cierto. —Les dedicó una sonrisa hueca, como de campo de concentración.

Diez minutos después cruzaron bajo una enorme pancarta rojiblanca que proclamaba: ¡KILÓMETRO 160! ¡FELICITACIONES DE LA CÁMARA DE COMERCIO DE JEFFERSON PLANTATION! ¡FELICITACIONES A LOS MARCHADORES DEL CLUB CENTURY!

—Yo sé dónde se pueden meter su maldito club Century —masculló Collie Parker.

De pronto, las manchas de bosque renacido de pinos y abetos que habían bordeado hasta entonces la carretera en pequeñas arboledas desaparecieron, ocultas por la primera multitud auténtica que encontraban en la Marcha. Una ovación de ánimo surgió de ella, seguido de otra y otra. Era como el oleaje al batir contra el acantilado. Los flashes de las cámaras les acribillaron, desorientándoles. La policía estatal contenía a las apretadas filas de espectadores, y en los arcenes se habían tendido cintas de plástico anaranjado brillante para mantener libre la calzada. Un agente pugnaba con un chiquillo que gritaba. El muchacho tenía la cara tiznada y la nariz mocosa. Llevaba un planeador de juguete en una mano y una libreta de autógrafos en la otra.

—¡Caray! —gritó Baker—. ¡Mirad eso, mirad a toda esa gente!

Collie Parker saludaba con la mano en alto y sonreía, y Garraty se acercó a él para oírle decir con su acento del Medio Oeste:

—Me alegro de veros, hatajo de mamarrachos. —Otra sonrisa y otro saludo—. ¿Cómo estás, mamá McCree, viejo saco de patatas? Tu cara y mi culo hacen buena pareja. ¿Cómo estáis, cómo estáis?

Garraty soltó una risita histérica. Un tipo de la primera fila de espectadores, con un chapucero cartel en el que se leía el nombre de Scramm, llevaba abierta la bragueta. En la segunda fila, una gorda con un ridículo traje amarillo estaba siendo triturada entre tres estudiantes que lucían la camiseta de su universidad y apuraban una cerveza tras otra. Grasa triturada, pensó Garraty, y se echó a reír con más fuerza.

Te vas a poner histérico, se advirtió. ¡Oh, Señor! No lo permitas… Tienes que pensar en Gribble… No te dejes…

Pero no logró evitarlo. La risa surgió estentórea de su boca hasta que su estómago quedó hecho un nudo, y siguió avanzando con las piernas dobladas. Alguien le gritaba algo por encima del rugido de la multitud.

—¡Ray! ¡Ray! ¿Qué sucede? ¿Estás bien?

—¡Son tan divertidos! —Garraty casi lloraba de risa—. Pete, son tan divertidos… Son… son… ¡tan divertidos!

Una niña de expresión adusta con un sucio bañador estaba sentada en el suelo con aire enfurruñado y el entrecejo fruncido. Cuando pasaron ante ella, les hizo una mueca horrible. Garraty soltó otra carcajada y casi cayó al suelo. Recibió un aviso. Era extraño: pese al ruido, seguía captando los avisos con toda claridad.

Podría morir, pensó. Podría morir riendo. ¿No sería eso una auténtica sorpresa?

Collie seguía sonriendo alegremente, saludando con la mano y lanzando insultos contra espectadores y periodistas, y aquello parecía lo más divertido. Garraty cayó de rodillas al suelo y recibió un nuevo aviso. Continuó riendo en accesos breves, como ladridos, que era cuanto daban de sí sus pulmones.

—¡Va a vomitar! —gritó alguien—. ¡Mírale, Alice, va a vomitar!

—¡Garraty! ¡Garraty, por el amor de Dios! —gritaba McVries a su lado.

Pasó un brazo por la espalda de Garraty y le asió por la axila. Consiguió que se pusiera otra vez en pie y avanzara con paso vacilante.

—¡Oh, Dios! —jadeó Garraty—. ¡Me están matando! ¡No… no puedo…!

Y prorrumpió en una débil risa. Sus rodillas cedieron. McVries volvió a levantarle. El cuello de la camisa de Garraty se desgarró. Los dos recibieron un aviso. Ése es mi último aviso, pensó Garraty vagamente. Estoy camino de ver por fin esos prados de que tanto hablan. Lo siento, Jan, yo…

—¡Vamos ya, idiota, no puedo llevarte a rastras! —susurró McVries.

—¡No puedo! —jadeó Garraty—. No puedo respirar, yo…

McVries le dio dos rápidos bofetones en las mejillas. Después se apartó de él rápidamente, sin mirar atrás.

Garraty dejó de reír, pero su estómago era de gelatina y sus pulmones parecían incapaces de oxigenarse otra vez. Se tambaleó como un borracho, zigzagueó e intentó recuperar la respiración. Ante sus ojos danzaban puntos negros, y una parte de él comprendió lo cerca que estaba de desvanecerse. Uno de sus pies tropezó con el otro, trastabilló y casi cayó, pero de algún modo consiguió recuperar el equilibrio.

Si caigo, estoy muerto, se dijo. Jamás me levantaré.

Los espectadores le estaban observando. Los vítores habían callado para dar paso a un murmullo sordo, oscuramente lascivo. Estaban esperando a que cayera.

Siguió caminando, concentrado en poner un pie delante del otro. Cierta vez, en la escuela, había leído un cuento de un tipo llamado Ray Bradbury acerca de las multitudes que se reúnen en los escenarios de accidentes mortales. Decía que esas multitudes tienen siempre los mismos rostros, y que parecen saber si la víctima vivirá o morirá. Yo viviré un poco más, se dijo. Lo conseguiré. Voy a vivir un poco más…

Obligó a sus pies a avanzar con la cadencia precisa. Borró de su mente todo lo demás, incluida Jan. Ni siquiera pensó en el calor, en Collie Parker o en D’Allessio el Bizco. Ni siquiera advirtió el dolor sordo y constante de sus pies y la helada rigidez de los músculos y tendones en las corvas. Sólo una idea latía en su cerebro como un gran timbal: Viviré un poco más. Viviré un poco más. Viviré un poco más. Hasta que las palabras perdieron sentido y dejaron de significar algo.

Fue el disparo de los fusiles lo que le sacó de su ensimismamiento. Entre los susurros silenciosos de la muchedumbre, el estampido resultó sorprendentemente sonoro, y Garraty oyó gritar a alguien. Bueno, se dijo, ahora ya lo sabes. Has vivido lo bastante para oír los disparos, lo suficiente para oír tus propios gritos…

Pero, en ese instante uno de sus pies tropezó con un guijarro y sintió el dolor y comprendió que no era a él a quien habían dado el pasaporte, sino al número 64, un chico agradable y sonriente llamado Frank Morgan. Ya estaban arrastrando a Frank Morgan fuera de la carretera. Llevaba las gafas colgando y dando tumbos por el asfalto, enganchadas todavía a su oreja derecha. El cristal de la izquierda estaba roto.

—No estoy muerto —dijo, todavía confuso.

La sorprendente conclusión llegó hasta él como una cálida ola azul que amenazó con derretir de nuevo sus piernas.

—No, pero deberías estarlo —dijo McVries.

—Tú le has salvado —dijo Olson, como si pronunciara una maldición—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? —Olson tenía los ojos tan brillantes e inexpresivos como dos picaportes—. Te mataría si pudiera. Vas a morir, McVries. Espera y verás. Dios va a fulminarte por lo que has hecho, va a eliminarte como a un perro. —Su voz sonaba apagada.

Garraty casi podía oler en ella la mortaja. Se llevó las manos a la boca y emitió un gemido. Lo cierto era que el olor de mortaja estaba presente en todos ellos.

—Vete al infierno —replicó McVries—. Pago mis deudas, eso es todo. —Se volvió hacia Garraty y añadió—: Estamos en paz. Se acabó, ¿de acuerdo?

Se apartó sin prisas, y pronto no fue más que otra camiseta de color a veinte metros de distancia.

Garraty fue recuperando el resuello muy lentamente, y durante un largo trecho notó una punzada en el costado, pero finalmente desapareció. McVries le había salvado la vida. Se había puesto histérico, había sufrido un ataque de risa y McVries le había salvado de ser eliminado. «Estamos en paz. Se acabó, ¿de acuerdo?». De acuerdo.

—¡Dios le castigará! —gritaba Hank Olson—. ¡Lo fulminará!

—¡Cállate o seré yo quien te fulmine a ti! —replicó Abraham.

El día se hizo todavía más caluroso y surgieron pequeñas discusiones llenas de indirectas. La enorme multitud se redujo un poco cuando salieron del radio de acción de las cámaras de televisión y los micrófonos, pero no desapareció ni se limitó a grupos aislados de espectadores. La muchedumbre había hecho acto de presencia, y ya no iba a abandonarles. La gente se fundía en un gran rostro anónimo, una cara insípida y ansiosa que se repetía kilómetro tras kilómetro. Una cara que poblaba dinteles, jardines, caminos, zonas de picnic, gasolineras (donde los propietarios cobraban entrada) y, en la siguiente población que cruzaron, ambas aceras de la calle principal y el aparcamiento del supermercado. El rostro anónimo hacía fotografías, gesticulaba y animaba, pero siempre seguía fundamentalmente igual. Contemplaba con avidez a Wyman agacharse para hacer funcionar sus tripas. Hombres, mujeres, niños… El rostro anónimo era siempre el mismo, y Garraty se cansó de él muy pronto.

Quería hablar con McVries pero, por alguna razón, dudaba que éste deseara oír su agradecimiento. Le vio en la cabeza del grupo, caminando detrás de Barkovitch. Tenía la mirada fija en la nuca de éste.

Las nueve y media. La multitud parecía incrementar el calor, y Garraty se desabrochó la camisa hasta la hebilla del cinturón. Se preguntó si D’Allessio el Bizco se habría enterado de que le daban el pasaporte. Supuso que, de todos modos, saberlo no habría cambiado las cosas para él.

La carretera tenía una pendiente muy pronunciada y la multitud desapareció momentáneamente mientras subían el paso elevado sobre cuatro líneas férreas que corrían en dirección este/oeste, refulgiendo cálidamente en su lecho de cenizas. Arriba, mientras cruzaban un puente de madera, Garraty divisó a lo lejos otro cinturón de arboledas, y a izquierda y derecha la zona urbanizada, casi residencial, que acababan de pasar.

Una brisa refrescante acarició su piel sudorosa, haciéndole estremecerse. Scramm estornudó sonoramente tres veces.

—¡Me estoy resfriando! —anunció, malhumorado.

—Eso te dejará sin energías —dijo Pearson—. Es una mala cosa.

—Sólo tendré que esforzarme más —replicó Scramm.

—Debes de estar hecho de acero… —insistió Pearson—. Si yo me resfriara, me dejaría caer y que me mataran. Así de escaso ando de energías.

—¡Déjate caer y muérete ya! —aulló Barkovitch—. ¡Y ahórranos energía a los demás!

—¡Cállate y sigue caminando, cabrón! —replicó McVries.

Barkovitch se volvió a mirarle.

—¿Por qué no dejas de caminar detrás de mí, McVries? Vete a otra parte.

—La carretera es de todos. Camino por donde me da la puñetera gana.

Barkovitch carraspeó, escupió y le dedicó un gesto obsceno.

Garraty abrió un tubo de concentrado y se puso a comer crema de queso con galletas. Su estómago gruñó con el primer bocado y tuvo que esforzarse para no devorar todas las provisiones. Exprimió un tubo de carne y lo engulló apresuradamente. Después lo acompañó con un buen trago de agua y se obligó a no comer más.

Pasaron junto a una serrería. Los obreros estaban de pie sobre pilas de tablones, recortados contra el cielo como pieles rojas, agitando las manos hacia los Marchadores. Después, éstos se encontraron de nuevo en el bosque y el silencio se abatió sobre el grupo. Naturalmente, el silencio no era tal: los Marchadores hablaban, el vehículo oruga avanzaba por el asfalto, alguien jadeaba, otro reía, y otro emitía gruñidos de desesperación. Los arcenes de la calzada seguían llenos de espectadores, pero la gran multitud del club Century había desaparecido y, en comparación, parecían callados. Los pájaros trinaban en las copas de los árboles, la brisa aliviaba el calor unos instantes con alguna ráfaga furtiva, como un alma en pena. Una ardilla parda se detuvo en una rama alta, con la cola erguida y los ojillos negros muy atentos, sosteniendo entre sus manos ratoniles una nuez. Les dedicó un chillido, se escurrió tronco arriba y desapareció. Un avión zumbó a lo lejos como una mosca gigantesca.

A Garraty le pareció que todo el mundo le hacía un vacío de silencio. McVries seguía caminando detrás de Barkovitch. Pearson y Baker hablaban de ajedrez. Abraham comía ruidosamente y se limpiaba las manos en la camiseta. Scramm había rasgado un trozo de su camiseta y lo utilizaba como pañuelo. Collie Parker charlaba de chicas con Wyman. Y Olson… Garraty no quería ni mirar a Olson, quien parecía querer implicar a todo el mundo como instigadores o cómplices de su propia y cercana muerte.

Así pues, Garraty empezó a retroceder posiciones, con cuidado, un poco cada vez (muy atento a sus tres avisos), hasta que estuvo a la altura de Stebbins. Sus pantalones púrpura estaban ahora llenos de polvo. Bajo las axilas su camisa de cambray lucía unos grandes círculos oscuros de sudor. Fuera Stebbins lo que fuese, desde luego no era Superman. Sus ojos se posaron un instante en los de Garraty, como interrogándole, y volvió a clavarlos en la carretera. El bulto de sus vértebras cervicales era muy pronunciado.

—¿Cómo es que no hay más espectadores? —preguntó Garraty con voz titubeante.

Durante un largo segundo, creyó que Stebbins no iba a responder. Finalmente, éste apartó el cabello de la frente y contestó:

—Ya vendrán. Espera un poco. Ocuparán los tejados en tres filas para verte.

—He oído decir que hay miles de millones en apuestas durante la Marcha. Yo pensaba que estarían apretujados en los arcenes durante todo el recorrido. Y que habría cámaras de televisión…

—No es conveniente.

—¿Por qué?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque tú lo sabes —repuso Garraty exasperado.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Cielo santo!, me recuerdas a la oruga de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Tú nunca hablas por hablar?

—¿Cuánto tiempo durarías con la gente gritándote desde ambos lados de la carretera? Sólo el olor corporal podría volverte loco al cabo de un rato. Sería como caminar quinientos kilómetros por Times Square en Nochevieja.

—Pero la gente puede venir, ¿verdad? Alguien dijo que a partir de Oldtown había multitudes.

—De todos modos, yo no soy la oruga —ironizó Stebbins con una sonrisa sigilosa—. Más bien soy el estilo del conejo blanco, ¿no te parece? Salvo que he dejado el reloj de oro en casa y nadie me ha invitado a tomar el té. Al menos, que yo sepa nadie lo ha hecho. Quizá sea eso lo que pida cuando me pregunten qué deseo como Premio. Sí, cuando me lo pregunten les diré: «Bueno, quiero que me inviten a tomar el té».

—¡Maldita sea!

Stebbins ensanchó su sonrisa, pero sólo se trataba de un nuevo ejercicio de estiramiento de labios.

—Sí, a partir de Oldtown y alrededores ya no hay freno. Pero para entonces ninguno de nosotros estará para asuntos mundanos como el olor corporal. Y a partir de Augusta hay un seguimiento continuado por televisión. Después de todo, la Larga Marcha es el pasatiempo nacional.

—Entonces, ¿por qué no hay nadie aquí?

—Es demasiado pronto —murmuró Stebbins.

En la siguiente curva se oyeron de nuevo los fusiles, y un faisán alzó el vuelo de unos matorrales con un electrizante batir de alas. Cuando Garraty y Stebbins tomaron la curva, la bolsa del cadáver ya estaba cerrada. Un trabajo rápido. Se quedaron sin saber quién había sido.

—Llega un momento en que la gente deja de importar —dijo Stebbins—, lo mismo como estímulo que como estorbo. Deja de estar ahí. Es como un hombre en una cápsula, digamos. Uno se aisla de la multitud.

—Creo que te entiendo —asintió Garraty. Se sentía apocado.

—Si lo entendieras, no te habrías dejado llevar por la histeria hace un rato, ni habrías necesitado que tu amigo te salvara el pellejo. Pero acabarás entendiéndolo.

—¿Cuánto se llega uno a aislar?

—¿Cuánto crees que puedes aislarte tú?

—No lo sé.

—Bien, eso también tendrás que descubrirlo. Profundizarás en lo más profundo de Garraty. Suena como un anuncio de viajes, ¿no? Profundizarás hasta que des con la roca viva. Y luego seguirás ahondando en ella. Y por fin llegarás al fondo. Eso es lo que creo. Oigamos ahora tu versión.

Garraty permaneció callado. En ese instante no tenía ninguna versión que ofrecer.

La Larga Marcha continuó adelante. Y el calor. El sol estaba ahora suspendido sobre la línea de árboles por entre los que cruzaba la carretera. Las sombras de los Marchadores eran las de unos robustos enanos. Hacia las diez, uno de los soldados desapareció por la abertura posterior del vehículo oruga y reapareció con una larga percha. Los dos tercios superiores de ésta iban envueltos en una tela. Tras cerrar la escotilla, colocó el extremo de la percha en una rendija, metió la mano bajo la tela y manipuló algo, probablemente un resorte. Un instante después, un parasol marrón grisáceo se abrió sonoramente, dejando en sombras la mayor parte de la superficie metálica del vehículo. El soldado y sus dos compañeros de guardia se sentaron con las piernas cruzadas a la sombra del parasol militar.

—¡Malditos hijos de puta! —gritó alguien—. ¡Voy a pedir como Premio vuestra castración en público!

Los soldados no parecieron inquietarse por la amenaza. Continuaron observando a los Marchadores con miradas inexpresivas y consultando en ocasiones el ordenador del vehículo.

—Probablemente después descargan todo eso en sus mujeres —dijo Garraty—. Cuando la Marcha termina.

—¡Ah!, estoy seguro de ello —confirmó Stebbins con una carcajada.

Garraty ya no quería seguir caminando junto a Stebbins. De momento no. Stebbins le ponía nervioso y sólo podía tragarlo a pequeñas dosis. Aceleró el paso, dejándole solo de nuevo. Las 10.02. Dentro de veintitrés minutos se libraría de uno de los avisos. Sin embargo, de momento seguía con tres. El hecho no le asustaba tanto como había previsto. Conservaba todavía la certeza de que aquel organismo llamado Ray Garraty no podía morir. Los otros sí podían, pues eran meros extras en la película de su vida, pero no Ray Garraty, protagonista del prolongado éxito de la pantalla La historia de Ray Garraty. Quizá llegara un momento en que se diera cuenta de la irrealidad de su convicción, tanto intelectual como emocionalmente… Acaso fuera aquélla la profundidad última de que había hablado Stebbins. Fue un pensamiento incómodo.

Sin advertirlo, había avanzado a tres cuartas partes del pelotón. Volvía a estar detrás de McVries. Ahora iban tres en una especie de grupito agobiado por la fatiga: Barkovitch delante, intentando mantener un aire amenazante, sin llegar a conseguirlo del todo; después McVries, con la cabeza abatida, las manos semicerradas y una leve cojera en la pierna izquierda; por último, cerrando la fila, el protagonista de La historia de Ray Garraty en persona. ¿Qué aspecto tendría él?, se preguntó.

Se frotó una mejilla y oyó el raspar de la mano contra su barba incipiente. Probablemente tampoco su aspecto era muy impresionante.

Apretó un poco el paso hasta situarse hombro con hombro junto a McVries, que le miró por un instante y clavó de nuevo la vista en Barkovitch. Sus ojos estaban apagados y era difícil leer nada en ellos.

Ascendieron una rampa corta, empinada y furiosamente bañada por el sol, y cruzaron un nuevo puente. Pasaron quince minutos, luego veinte. McVries no decía nada. Garraty carraspeó un par de veces pero no llegó a abrir la boca. Pensó que cuanto más se tardaba en hablar, más difícil era luego romper el silencio. Tal vez McVries estaba ahora furioso por haberle salvado, arrepentido de ello. La idea le provocó un vacío en el estómago. Todo era irremediable, estúpido e inútil; sobre todo eso, condenadamente inútil, tanto que resultaba de veras lastimoso. Abrió la boca para decírselo a McVries pero, antes de poder hacerlo, masculló unas palabras.

—Todo está en orden.

Barkovitch dio un respingo al oír la voz, y McVries añadió:

—No va por ti, asesino. Nada va a estar nunca en orden en lo que a ti respecta. Sigue caminando.

—Bésame el culo —replicó Barkovitch.

—Me parece que te he causado problemas —dijo Garraty en voz baja.

—Ya te lo dije, lo justo es justo, y ahora estamos en paz —respondió McVries—. No volvería a hacerlo. Quiero que lo sepas.

—Lo comprendo. Sólo…

—¡No me haga daño! —gritó una voz—. ¡Por favor, no me haga daño!

Era un pelirrojo con una camisa a cuadros atada a la cintura. Se había detenido en medio de la carretera y estaba llorando. Recibió el primer aviso. Entonces corrió hacia el vehículo oruga, con lágrimas en su rostro sucio y sudoroso y el cabello rojo encendido bajo el sol.

—¡No…! Yo… Por favor, mi madre… No puedo… no puedo más… ¡Mis pies…!

Intentó escalar el costado del vehículo y uno de los soldados descargó la culata de su arma sobre las manos del muchacho. Este gritó y cayó al suelo.

Y volvió a gritar. Un grito agudo, increíblemente alto, casi lo bastante para hacer estallar el cristal. Y ese grito era:

—¡Mis pieeeeeeeeeeeeeeeee…!

—¡Dios mío! —murmuró Garraty—. ¿Por qué no se calla?

El grito seguía y seguía.

—Dudo que pueda —respondió McVries con ironía—. La cadena trasera le ha pasado por encima de las piernas.

Garraty miró y sintió que el estómago se le revolvía. Era cierto. No era extraño que el pelirrojo estuviera gritando por sus pies. Habían quedado aplastados.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 38!

—¡… eeeeeeeeeeeeeeeeee…!

—Quiero irme a casa —dijo una voz queda detrás de Garraty—. ¡Jesús, cuánto deseo irme a casa!

Un momento después, la cabeza del chico pelirrojo quedó hecha añicos.

—Yo voy a ver a mi chica en Freeport —afirmó rápidamente Garraty—. Y no voy a recibir más avisos y voy a darle un beso, porque la quiero y…, ¡Dios mío!, ¿le viste las piernas? Y todavía seguían dándole avisos, como si pensaran que iba a levantarse y caminar…

—Otro muchachito camino de la ciudad dorada, ja, ja —empezó a entonar Barkovitch.

—¡Cállate, asesino! —masculló McVries—. ¿Es muy guapa, Ray? Tu chica, quiero decir…

—Es guapísima. La quiero.

—¿Te casarás con ella?

—Sí. Vamos a ser gente sencilla y normal; cuatro hijos y un perro de raza… Sus piernas… ¡No tenía piernas! ¡No se puede atropellar a uno, eso no está en las reglas, y ellos le arrollaron! Alguien tendría que informar de esto, alguien…

—Dos chicos y dos chicas. ¿Es eso lo que vais a tener?

—Sí, sí. Ella es guapísima. Sólo quisiera no haber…

—Y el primer chico se llamará Ray Júnior y el perro tendrá un plato con su nombre grabado, ¿verdad?

Garraty levantó lentamente la cabeza, como un boxeador medio sonado.

—¿Te estás burlando o qué?

—¡No! —exclamó Barkovitch—. ¡Se está cagando en ti! No lo olvides. Pero tranquilo, no te preocupes, también bailaré sobre su tumba. —Dejó escapar una breve carcajada.

—¡Cállate, cabrón! —dijo una vez más McVries—. No me burlo de ti, Ray. Vamos, apartémonos de ese cabrón.

—¡Que os den por el culo! —gritó Barkovitch en respuesta.

—¿Te quiere tu chica?

—Sí, creo que sí —contestó Garraty.

McVries meneó la cabeza.

—Todas esas tonterías románticas… —dijo—. Sí, son ciertas; al menos para algunas personas, durante breves períodos, lo son. Para mí lo fueron. Sentía lo mismo que tú ahora. —Observó a Garraty y añadió—: ¿Todavía quieres conocer el origen de la cicatriz?

Doblaron una curva y un montón de niños excursionistas les saludaron y vitorearon.

—Sí —dijo Garraty.

—¿Por qué?

McVries miró a Garraty, pero sus ojos, repentinamente inermes, parecían estar mirándose a sí mismo.

—Quiero ayudarte —murmuró Garraty.

McVries dirigió la mirada hacia su pie izquierdo.

—Me duele. Ya no puedo mover los dedos. Tengo el cuello rígido y me duelen los riñones. Mi chica resultó una zorra, Garraty. Yo me metí en esta mierda de la Larga Marcha igual que muchos tipos se alistaban en la Legión Extranjera. En palabras del gran poeta del rock and roll, yo le entregué mi corazón, ella lo hizo trizas, y a quién le importa un pimiento.

Garraty no respondió. Eran las 10.30. Freeport quedaba lejos todavía.

—Ella se llamaba Priscilla —dijo McVries—. ¿Creías ser un caso especial? Yo era un romántico enamorado que solía besarle las yemas de los dedos. Incluso le leía a Keats en la parte de atrás de la casa, cuando el viento soplaba en la buena dirección. Su padre tenía vacas, y el olor a mierda de vaca resulta, por decirlo del modo más delicado, muy especial cuando se recita a ese gran poeta. Quizá debería haberle leído a Swinburne, cuando el viento venía contrario.

McVries se echó a reír, pero Garraty replicó:

—Estás engañando tus propios sentimientos.

—Eres tú el que está fingiendo, Ray, aunque eso no importe mucho. Lo único que recuerdas es el gran romance, no las veces en que volvías a tu casa y tenías que masturbarte después de susurrarle palabras de amor a su oído nacarado como una ostra.

—Tú te engañas a tu manera, yo a la mía.

McVries pareció no oírle.

—Estas cosas ni siquiera merecen la pena hablarse —murmuró—. Me disgustan todos esos autores que escriben sobre amores juveniles. Casi han destruido la adolescencia, Garraty. Si tienes dieciséis años y los lees, ya no puedes hablar más de un amor adolescente con sinceridad. Enseguida pareces un obseso sexual en plena erección.

McVries rio histéricamente. Garraty no sabía a qué se refería su compañero. Estaba seguro de que amaba a Jan, y no sentía la menor vergüenza o timidez al respecto. Los pies hollaban el asfalto. Garraty notó que le vacilaba el tacón derecho. Pronto, los clavos se soltarían y el tacón se desprendería del zapato como una piel seca. Detrás de ellos, Scramm tenía un acceso de tos. Era la Marcha lo que preocupaba a Garraty, no toda aquella basura sobre el amor romántico.

—Pero eso no tiene nada que ver con la historia —dijo McVries, como si le leyera la mente—. Lo de la cicatriz. Fue el verano pasado. Los dos queríamos irnos de casa, lejos de nuestros padres, del hedor a mierda de vaca, para que nuestro gran romance pudiera florecer en toda su plenitud. Por eso nos buscamos un empleo en una fábrica de pijamas de Nueva Jersey. ¿Cómo te suena eso, Garraty? Una fábrica de pijamas en Nueva Jersey.

»Alquilamos unos apartamentos separados en Newark. Una gran ciudad, Newark. Hay días en que puede olerse la peste de toda la mierda de vaca de Nueva Jersey. Nuestros padres protestaron un poco, pero un buen empleo de verano y el detalle de los apartamentos separados hicieron que las protestas no fueran muchas. Yo estaba con otros dos chicos y Pris vivía con tres chicas. Salimos el tres de junio en mi coche y nos detuvimos una vez, hacia las cuatro de la tarde, en un motel, donde nos libramos del problema de la virginidad. Me sentí un auténtico rufián. Ella no quería hacer el amor, pero deseaba complacerme. Eso fue en el motel Shady Nook. Cuando hubimos terminado, arrojé el preservativo por el retrete y me enjuagué la boca. Fue todo muy romántico, muy etéreo.

»Después continuamos hasta Newark, donde el olor de la mierda de vaca nos parecía diferente. La dejé en su apartamento y seguí hasta el mío. El lunes siguiente empezamos a trabajar en la fábrica de lencería Plymouth. No se parecía en nada a las películas. Apestaba a tela virgen y el encargado era un cerdo, y durante el descanso del bocadillo solíamos lanzarles ganchos de embalador a las ratas que aparecían bajo los fardos de tejido. Pero a mí no me importaba porque tenía el amor. ¿Entiendes? Tenía el amor.

Escupió sobre el polvo del arcén, bebió un trago de su cantimplora y pidió otra con un grito. Estaban ascendiendo una colina larga, de curvas peraltadas, y las palabras surgían ahora como jadeos.

—Pris estaba en la planta baja, la que enseñaban a los turistas idiotas que no tenían otra cosa mejor que hacer que visitar las instalaciones acompañados de un guía, para admirar cómo se fabricaban sus pijamas. Allá abajo, donde trabajaba Pris, se estaba bien. Hermosas paredes de colores pastel, maquinaria moderna y cuidada, aire acondicionado. Pris cosía botones de siete a tres. Piensa en eso, por todo el país hay hombres que usan pijamas que se abrochan con botones cosidos por Priscilla. Es un pensamiento que puede inflamar el corazón más frío.

»Yo estaba en el cuarto piso. Era ensacador. En el sótano se teñía el tejido virgen y se enviaba al cuarto piso por tubos de aire caliente. Cuando ya estaba todo el lote, sonaba un timbre. Entonces abría mi contenedor y sacaba un montón de tela suelta, de todos los colores del arco iris. La sacaba con unas horcas, la metía en sacos de cien kilos y levantaba con poleas cada saco hasta el montón de ellos que aguardaba ser llevado a la desmotadora. Allí se separaba, las tejedoras se encargaban de trabajarla, otros tipos la cortaban y la cosían en los correspondientes pijamas, y abajo, en la bella planta baja de tonos pastel, Pris les cosía los botones mientras los estúpidos turistas la observaban, junto a sus compañeras, como si estuvieran detrás de un cristal… Igual que hoy nos observa la gente. ¿Entiendes lo que estoy contando, Garraty?

—La cicatriz… —le recordó Garraty.

—Sigo divagando, ¿es eso lo que quieres decir?

McVries se limpió el sudor de la frente y se desabrochó la camisa mientras terminaban de ascender la colina. Ante ellos se extendían oleadas de bosques hasta un horizonte salpicado de montañas. Estas encajaban en la línea del cielo como piezas de un rompecabezas. A quince kilómetros, quizá, casi perdida entre la calina, una torre contra incendios se alzaba entre los árboles. La carretera se internaba entre el verdor como una resbaladiza serpiente gris.

—Al principio, la alegría y la felicidad fueron como salidas de Keats. Hice el amor con ella tres veces más, todas en el cine al aire libre, con el olor de la mierda de vaca entrando por la ventanilla desde el pastizal contiguo. Y nunca conseguí quitarme del todo la pelusilla del tejido que se me metía en el cabello, por muchas veces que me lo lavara. Y lo peor era que Pris se alejaba, la perdía. Yo la amaba de verdad; estaba seguro, pero no había modo en que pudiera hacérselo entender. Ni siquiera haciendo el amor. Siempre aparecía aquel olor a mierda de vaca.

»Lo que sucedía, Garraty, era que en la fábrica trabajábamos a destajo. Eso significaba un sueldo de miseria, y un porcentaje de lo que pasaba de cierto mínimo. Yo no era un buen ensacador. Hacía unos veintitrés sacos al día, pero lo normal era hacer treinta. Y eso no me procuraba muchos afectos entre mis compañeros, porque les estaba perjudicando. Abajo, en la sección de tintes, Harlan no podía hacer más trabajo porque le bloqueaba los tubos con mi lentitud. Ralph, en la desmotadora, tampoco podía rendir más porque no le hacía llegar suficientes sacos. No era nada agradable. Ya se cuidaban ellos de que no lo fuera. ¿Entiendes?

—Sí —contestó Garraty.

Se pasó el dorso de la mano por el cuello y la secó en los pantalones, dejando en éstos una mancha de suciedad.

—Mientras, en la sección de botones, Pris se mantenía ocupada. Algunas noches hablaba durante horas de sus amigas, y normalmente siempre decía lo mismo. Cuánto sacaba ésta, cuánto sacaba la otra. Y, sobre todo, cuánto estaba ganando ella. Y era mucho. Así, hube de descubrir qué significaba competir con la chica con la que quieres casarte. Al final de la semana, yo volvía a casa con un cheque de sesenta y cuatro dólares con cuarenta centavos, y tenía que ponerme una pomada milagrosa para las ampollas. Pris se sacaba unos noventa por semana, y los guardaba en el banco. Y cuando sugerí que fuéramos a algún sitio pagando a medias, cualquiera hubiera dicho que acababa de proponerle un asesinato ritual.

»Al cabo de un tiempo dejamos de hacer el amor. Preferiría decir que dejamos de acostarnos juntos, es más adecuado, pero nunca dispusimos de una cama para hacerlo. Yo no podía llevarla a mi apartamento, pues habitualmente allí había más de una docena de chicos bebiendo cerveza. En el apartamento de ella también había gente siempre, al menos eso decía, y no podía permitirme pagar otra habitación en un motel; y desde luego, no iba a sugerirle que la pagáramos a medias, así que todas las veces fue en el asiento de atrás, en el cine al aire libre. Yo veía que a Pris le desagradaba. Y pese a saberlo, y a que ya había empezado a odiarla aunque todavía la quería, le pedí que se casara conmigo. En aquel mismo instante. Ella empezó a escabullirse, pero la obligué a que contestara. Sí o no.

—Y dijo no.

—Claro que dijo no. «Pete, no tenemos dinero. ¿Qué diría mi madre? Pete, tenemos que esperar». Pete esto y Pete lo otro, y en todo momento la auténtica razón era el dinero. El dinero que estaba ahorrando gracias a los botones que cosía.

—Mira —dijo Garraty—, fuiste muy injusto al pedírselo.

—¡Naturalmente que fui injusto! —replicó McVries—. Ya lo sabía. Quería que se sintiera mezquina y egoísta, porque ella me estaba haciendo sentir un fracasado. —Se llevó la mano a la cicatriz—. Sólo que no era preciso que me hiciera sentir como tal, porque yo lo era de verdad. No tenía nada que ofrecerle salvo un pene para introducírselo, y ella ya no me hacía sentir siquiera como un hombre, al negarse a ello.

Detrás de ellos, rugieron los fusiles.

—¿Olson? —preguntó McVries.

—No, sigue ahí detrás… Y en cuanto a la cicatriz… —insistió Garraty.

—¿Por qué no lo dejas correr?

—Porque me has salvado la vida.

—Vete a la mierda.

—La cicatriz…

—Me metí en una pelea —dijo por fin McVries, tras una pausa—. Con Ralph, el tipo de la desmotadora. Me puso los ojos morados y me advirtió que dejara el trabajo o me rompería también los brazos. Terminé la jornada y esa noche le dije a Pris que dejaba el trabajo. Ella pudo ver por sí misma mi aspecto. Y lo comprendió. Dijo que probablemente era lo mejor. Le conté que volvía a casa y le pedí que regresara conmigo. Dijo que no podía. Le respondí que era una esclava de sus malditos botones y que deseaba no haberla conocido nunca. Estaba lleno de veneno, Garraty. Le dije que era una estúpida y una zorra sin sentimientos, y que no sabía ver más allá de la cuenta bancaria que siempre llevaba en el bolso. Nada de cuanto dije era justo, pero… algo de verdad había en ello, me parece. Bastante. Estábamos en su apartamento. Era la primera vez que estaba allí a solas con ella, sin ninguna de sus compañeras. Estaban en el cine. Intenté llevarla a la cama y ella me rajó la cara con un abrecartas. Era un recuerdo que una amiga le había enviado desde Inglaterra y llevaba grabado el oso de Paddington. Pris me cortó con él como si hubiera intentado violarla, como si tuviera alguna infección y pudiera transmitírsela. ¿Vas captando lo que digo, Ray?

—Sí, lo voy captando —respondió Garraty.

Delante de ellos, una furgoneta blanca con la inscripción UNIDAD MÓVIL WHGH pintada en el costado estaba aparcada junto a la carretera. Al aproximarse, un tipo casi calvo con un mono brillante empezó a filmarlos con una cámara cinematográfica. Pearson, Abraham y Jensen se llevaron una mano a la entrepierna e hicieron un gesto de burla con la otra. En aquel pequeño acto de rebeldía hubo una precisión de majorette que sorprendió y divirtió a Garraty.

—Me eché a llorar como un crío —continuo McVries—. Me arrodillé y la agarré de la falda y le supliqué que me perdonara. La sangre estaba manchando el suelo y la escena resultaba muy desagradable. Pris tuvo una arcada y corrió al baño. La oí vomitar. Cuando salió, dijo que no quería volver a verme y me secó la cara con una toalla. Me preguntó por qué le había hecho aquello, por qué la había herido así. Dijo que no tenía derecho. Ahí estaba yo, Garraty, con la cara rajada, ¿y ella preguntándome por qué la había herido yo?

—Sí.

—Me fui con la toalla apretada contra la cara. Me dieron doce puntos. Esa es la historia de la fabulosa cicatriz. ¿Satisfecho, Garraty?

—¿Has vuelto a verla?

—No. Ni tengo ningún deseo de verla. Ahora, Pris me parece muy pequeña y distante, una mota de polvo en el horizonte. En realidad, se trataba de una cuestión de mentalidad, Ray. Algo… Su madre, quizá. La madre de Pris era codiciosa y, de algún modo, le había inculcado la preocupación por el dinero. Era una auténtica tacaña. Dicen que la distancia da perspectiva. Ayer por la mañana, Pris era todavía importante para mí. Ahora no representa nada. Estaba seguro de que la historia que acabo de narrarte me dolería, pero no ha sido así. Además, dudo que todo eso haya tenido que ver con mi presencia aquí. En realidad, creo que sólo fue una excusa oportuna para aprovechar la ocasión.

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué estás aquí, Garraty?

—No lo sé.

Su voz sonó mecánica, como la de un muñeco. D’Allessio el Bizco no había conseguido ver la pelota que se aproximaba, la cual le había golpeado en la frente y le había dejado grabada la marca. Y después (o antes, pues ahora todo su pasado resultaba confuso y fluido a la vez) el propio Ray le había dado un golpe en la boca con el cañón de la carabina de aire comprimido. Quizá Jimmy también tenía una cicatriz, como McVries. Él y Jimmy solían jugar a médicos.

—¡No lo sabes! —exclamó McVries—. ¡Estás a punto de morir y no sabes por qué!

—Cuando uno está muerto no importa mucho saberlo.

—Ya —asintió McVries—, pero hay una cosa que debes saber, para que nada de todo esto parezca tan absurdo.

—¿Cuál es?

—Pues que estás acabado. ¿Quieres hacerme creer que de verdad no lo sabías, Ray? ¿De verdad que no?