6

Y ahora nuestros concursantes se encuentran en sus celdas de aislamiento.

JACK BARRY

Veintiuno

Las tres y media de la madrugada.

A Ray Garraty le pareció el minuto más largo de la noche más larga de su vida. Era la hora de la marea baja, la hora en que el mar se retira dejando bruñidos bancos de arena cubiertos de algas, latas de cerveza oxidadas, preservativos podridos, botellas rotas, boyas destrozadas y esqueletos recubiertos de algas con un raído traje de baño. Era la hora de la marea muerta.

Siete más habían recibido el pasaporte después del chico del impermeable. Hacia las dos de la madrugada, tres Marchadores habían sido abatidos casi al mismo tiempo, como un montón de tallos de maíz secos bajo el primer soplo fuerte del viento de otoño. Llevaban 120 kilómetros de marcha y habían quedado fuera veinticuatro.

Pero nada de eso importaba. Lo único importante era la marea muerta. Las tres y media y marea muerta. Se señaló otro aviso y, poco después, los fusiles dispararon una vez más. En esta ocasión se trataba de un rostro conocido: Davidson, el número 8, el que decía que se había colado en la tienda de las prostitutas en la Feria Estatal de Steubenville.

Garraty contempló el rostro blanco de Davidson, salpicado de sangre, durante un breve instante y volvió la cabeza hacia la carretera. Ahora miraba mucho la carretera. Unas veces la línea blanca era continua y otras discontinua, y en ocasiones era doble, como en las calles de doble sentido. Se preguntó cuánta gente utilizaría aquella carretera los restantes días del año sin ver el rastro de vida y de muerte en aquella pintura blanca. ¿O sí lo veían?

La calzada le fascinaba. Sería tan fácil y maravilloso sentarse sobre aquel asfalto… Empezaría por ponerse en cuclillas, y las rígidas articulaciones de las rodillas crujirían como una pistola de aire comprimido de juguete. Pondría luego las manos sobre la fría superficie rugosa y bajaría las nalgas hasta sentir que la gimiente presión de los 73 kilos abandonaba los pies… Y luego tenderse, dejarse caer de espaldas y quedarse así, abierto de brazos y piernas, sintiendo cómo se estira la cansada columna… contemplando el círculo de árboles y la majestuosa rueda de las estrellas, sin oír los avisos, mirando… sólo mirando al cielo y esperando… esperando… Sí.

Oír el escurrirse de los pasos, mientras los Marchadores se apartan de la línea de fuego, dejándole solo, como una ofrenda de sacrificio. Y los susurros. «Es Garraty. ¡Eh, es Garraty, le van a dar el pasaporte!». Quizá tendría tiempo de oír la risa de Barkovitch mientras se calzaba sus metafóricos zapatos de baile una vez más. El movimiento de los fusiles hasta centrar el disparo y…

Se obligó a apartar la mirada de la carretera y contempló con visión turbia las sombras móviles que le rodeaban; después alzó los ojos al horizonte, al acecho del menor rastro de luz. No lo había, por supuesto. La noche seguía cerrada.

Pasaron por un par de pueblos dormidos, oscuros y cerrados. Desde medianoche, apenas habían visto tres docenas de espectadores soñolientos, de esos tipos inalterables que cumplen siempre los rituales, como la Nochevieja, llueva o truene. El resto de las últimas tres horas y media no había sido más que un montaje de imágenes soñadas, la pesadilla del duermevela de un insomne.

Garraty observó más a fondo los rostros que le rodeaban, pero ninguno le pareció conocido. Un pánico irracional se apoderó de él y dio unos golpecitos en el hombro del Marchador que avanzaba delante de él.

—¿Pete? ¿Eres tú, Pete?

La figura en sombras se apartó de él con un irritado gruñido, sin volver la vista atrás. Olson estaba antes a su izquierda y Baker a su derecha, pero ahora no había nadie a la izquierda, y el chico de la derecha era mucho más bajo y robusto que Art Baker.

De alguna manera se había salido de la carretera y se había unido a un grupo de boy scouts en una marcha nocturna. Debían de estar buscándole. Debían de haber organizado una batida en su busca, con fusiles, perros. Escuadrones con radares y rastreadores de calor y…

Una sensación de alivio le invadió. Allí atrás estaba Abraham, no muy lejos de él. Sólo tenía que volver un poco la cabeza para verle. Su silueta larguirucha resultaba inconfundible.

—¡Abraham! —susurró Garraty—. Abraham, ¿estás despierto?

Abraham murmuró algo.

—Digo que si estás despierto —repitió Garraty.

—¡Sí, maldita sea! ¡Déjame en paz!

Por lo menos estaba todavía con los demás. El momento de desorientación había pasado.

En la parte delantera alguien recibió el tercer aviso, y Garraty pensó con júbilo que él todavía no tenía ninguno. Incluso podía sentarse un minuto, o un minuto y medio. Podía…

Pero jamás conseguiría volver a levantarse.

Sí podría, se respondió a sí mismo. Claro que podría. Sencillamente…

Sencillamente moriría. Recordó que le había prometido a su madre volver a verlas, a ella y a Jan, en Freeport. Había hecho aquella promesa con ligereza, casi despreocupadamente. A las nueve de la mañana del día anterior, su llegada a Freeport había sido un dato previsible. Pero ahora ya no se trataba de un juego, sino de una realidad en tres dimensiones, y la posibilidad de caminar hasta Freeport con un par de muñones ensangrentados parecía ahora una posibilidad terriblemente real.

Otro Marchador fue abatido, en esta ocasión detrás de Garraty. El disparo no fue del todo acertado y el desafortunado muchacho que recibía el pasaporte lanzó un ronco grito durante un interminable segundo hasta que otra bala rasgó el aire. Sin ninguna razón para ello, Garraty se puso a pensar en un buen jamón, y la boca se le llenó de una saliva densa y amarga que le hizo carraspear. Se preguntó si veintiséis eliminados era una cifra inusualmente alta o inusualmente baja después de 120 kilómetros de marcha.

La cabeza le caía poco a poco sobre el pecho y sus pies avanzaban por sí mismos. Recordó un funeral al que había asistido de pequeño, el de un chico llamado D’Allessio; su nombre de pila era George pero todos le llamaban el Bizco, porque no podía mover con normalidad los ojos.

Recordó al Bizco esperando ilusionado a que le sortearan para los partidos de béisbol, siempre entre los últimos a escoger, con sus ojos defectuosos saltando esperanzadamente de un capitán de equipo al otro, como un espectador de un partido de tenis. El Bizco jugaba siempre de defensa en una zona donde no solían lanzarse las pelotas, y donde no podía comprometer demasiado el juego del equipo; uno de sus ojos estaba casi ciego y carecía de la suficiente profundidad de campo para calcular las bolas que le llegaban. Una vez, había acudido a recoger una pelota alta y su guante se cerró en el aire, al tiempo que la pelota aterrizaba justo en mitad de su frente con un sonoro ¡bonk!, como un melón golpeado con el mango de un cuchillo de cocina. Las suturas de la pelota dejaron una huella impresa en la frente del muchacho durante más de una semana, como una especie de sello oficial.

El Bizco fue arrollado por un coche en la interestatal 1, a las afueras de Freeport. Uno de los amigos de Garraty, Eddie Klipstein, vio cómo sucedía. Eddie se pasó las seis semanas siguientes avasallando a sus compañeros de clase con el relato de cómo el coche había arrollado la bicicleta del bizco D’Allessio y cómo el muchacho había salido despedido por encima del manillar, sacudiendo ambas piernas en un espasmo espectacular mientras su cuerpo completaba el vuelo corto y sin alas desde el sillín de la bicicleta hasta el muro de piedra, y cómo se había abierto la cabeza formando un amasijo de sangre y materia cerebral sobre las piedras.

Garraty había acudido al funeral del Bizco, y antes de salir de casa estuvo a punto de vomitar el desayuno mientras se preguntaba si D’Allessio estaría en el ataúd en las condiciones que Eddie había descrito. Sin embargo, el Bizco aparecía muy arreglado, con su chaqueta deportiva, su corbata y su insignia de miembro del club de excursionistas, y casi parecía a punto de saltar del ataúd en cuanto alguien mencionara el béisbol. Aquellos ojos que le habían valido el mote estaban cerrados, y Garraty se había sentido bastante aliviado.

El Bizco había sido la única persona a la que Garraty había visto muerta antes de iniciarse la Larga Marcha, y había sido un difunto limpio y bien arreglado. No como Ewing, o como el muchacho del impermeable verde oliva, o como Davidson, con la cara lívida y cansada, salpicada de sangre.

Es espantoso, pensó Garraty con desmayo. Espantoso.

A las cuatro menos cuarto recibió su primer aviso y rápidamente se dio unos cachetes en las mejillas para intentar despertarse. Su cuerpo parecía totalmente helado. Le dolían los riñones pero aún no tenía necesidad de orinar. Podía ser cosa de su imaginación pero hacia el este las estrellas parecían palidecer un poco. Le pasó por la cabeza que a aquella misma hora del día anterior estaba durmiendo en el asiento de atrás del coche mientras su madre le llevaba hacia el mojón fronterizo donde estaba el punto de salida. Casi podía verse a sí mismo, tumbado de espaldas, sin siquiera moverse. Sintió un profundo anhelo de volver allí. De regresar al día anterior de madrugada.

Eran las cuatro menos diez.

Miró alrededor con una especie de gratificante sensación de superioridad y soledad al advertir que era uno de los pocos que avanzaban con plena conciencia, totalmente despiertos. La claridad era mayor, suficiente para empezar a dibujar algunos rasgos en las siluetas deambulantes. Baker estaba en cabeza —se apreciaba que era Art por su ancha camisa a franjas rojas— y McVries iba junto a él. Vio a Olson a la izquierda, manteniendo el ritmo del vehículo oruga, y se sorprendió. Estaba seguro de que Olson sería uno de los que recibirían el pasaporte durante la madrugada, y se alegró de no haber tenido que contemplar el final de Hank. Todavía estaba demasiado oscuro para distinguir el aspecto de Olson, pero su cabeza se balanceaba arriba y abajo al ritmo de sus pasos, como un muñeco roto.

Percy, cuya madre seguía apareciendo de vez en cuando, estaba ahora atrás, junto a Stebbins. Caminaba de lado, casi como un marino en tierra firme tras una larga travesía. También vio a Gribble, Harkness, Wyman y Collie Parker. La mayoría de los conocidos seguía adelante.

Hacia las cuatro había una franja iluminada en el horizonte y Garraty se animó. Miró hacia atrás, hacia el largo túnel de la noche, y se preguntó con horror cómo era posible que hubiese resistido.

Aceleró un poco el paso y se acercó a McVries, que caminaba con la barbilla contra el pecho y los ojos semiabiertos, pero helados y vacíos, más dormido que despierto. De la comisura de los labios le colgaba un fino hilo de saliva que recogía el primer toque trémulo del amanecer con una hermosa, perlada fidelidad. Garraty contempló fascinado el extraño fenómeno. No quería sacar a McVries de su sopor. De momento bastaba con estar cerca de alguien que le caía bien, de otro que había atravesado la noche.

Pasaron junto a un prado, rocoso y muy inclinado, donde cinco vacas permanecían quietas con aire grave junto a la cerca de troncos descortezados, viendo pasar a los Marchadores y rumiando pensativamente. Un perrillo apareció corriendo desde una granja y les ladró, desafiante. Los soldados del vehículo oruga alzaron sus armas, dispuestos a abatirlo si interfería en el avance de los Marchadores, pero el perro se limitó a ir y venir por el arcén, expresando valientemente su instinto de territorialidad desde una prudente distancia. Alguien le gritó con voz hosca que se callara de una vez.

Garraty se extasió ante la aurora que despuntaba. Vio iluminarse gradualmente el cielo y la tierra. Contempló la franja blanca del horizonte transformarse en un delicado rosa, luego en rojo y por fin en oro. Los fusiles tronaron una vez más antes de que la noche quedara definitivamente atrás, pero Garraty apenas lo advirtió. El primer arco rojo del sol asomó por el horizonte, quedó difuminado tras una tenue nube y reapareció en una embestida furiosa. Parecía iniciarse un día perfecto, y Garraty lo recibió con un pensamiento incoherente: «Gracias a Dios, podré morir de día».

Un pájaro trinó, soñoliento. Pasaron ante otra granja, donde un hombre con barba les saludó después de dejar en el suelo una carretilla llena de azadones, rastrillos y plantones.

Un cuervo graznó ásperamente en el bosque en sombras. El primer calor del día tocó suavemente el rostro de Garraty, y él lo agradeció. Sonrió y pidió una cantimplora, en voz muy alta.

McVries torció la cabeza en un gesto extraño, como un perro interrumpido en pleno sueño de persecución de un gato. Después miró alrededor con ojos nebulosos.

—¡Dios mío, es de día! ¡De día, Garraty! ¿Qué hora es?

Garraty echó un vistazo y se sorprendió al ver que eran las cinco menos cuarto. Le mostró la esfera a McVries.

—¿Cuántos kilómetros? ¿Tienes idea?

—Unos ciento treinta, calculo. Y veintisiete eliminados. Ya hemos hecho una cuarta parte del camino, Pete.

—Sí —sonrió McVries—. Eso está bien, ¿verdad?

—Muy bien —repuso Garraty, y preguntó—: ¿Te sientes mejor?

—Un mil por ciento mejor.

—Yo también. Creo que es la luz del día.

—Dios mío, apuesto a que hoy veremos bastante gente. ¿Has leído ese artículo sobre la Larga Marcha en la revista World’s Week?

—Por encima —respondió Garraty—. Sobre todo, para ver mi nombre en letra impresa.

—Decía que cada año se apuestan más de dos mil millones de dólares en la Larga Marcha. ¡Dos mil millones de dólares!

Baker había despertado de su embotamiento y se había unido a ellos.

—En mi escuela hacíamos una bolsa común —explicó—. Todo el mundo ponía un cuarto de dólar y luego cada uno sacaba de un sombrero un número de tres cifras, y el que sacaba el número más aproximado al de kilómetros que alcanzaba la marcha se quedaba con el dinero.

—¡Olson! —exclamó con júbilo McVries—. ¡Piensa en el dinero que han apostado por ti! ¡Piensa en esa gente cuya fortuna depende de tu culo huesudo!

Olson le respondió con voz exhausta que la gente cuya fortuna dependía de su culo huesudo podía dedicarse a practicar entre sí actos obscenos. McVries, Baker y Garraty se echaron a reír.

—Hoy habrá muchas chicas bonitas en la carretera —dijo Baker a Garraty con un picaro guiño.

—Todo eso se acabó —respondió éste—. Tengo una chica ahí delante. Y a partir de ahora voy a ser un chico formal.

—No pecar de pensamiento, palabra u obra —sentenció McVries.

—Tómalo como quieras —replicó Garraty encogiéndose de hombros.

—Tienes cien probabilidades contra una de no poder sino saludarla otra vez, antes de morir —insistió McVries, desafiante.

—Setenta y tres contra una, ahora.

—Sigue siendo mucho.

Pese a todo, el buen humor de Garraty era inalterable.

—Siento como si pudiera caminar eternamente —dijo imperturbable.

Un par de Marchadores, no lejos de él, hicieron una mueca.

Pasaron junto a una gasolinera abierta las 24 horas y el empleado salió a saludar. Casi todo el mundo le devolvió el saludo. El empleado daba ánimos a Wayne, el número 94.

—Garraty —dijo McVries en voz baja.

—¿Qué?

—No recuerdo a todos los tipos que han recibido el pasaporte. ¿Tú sabes cuáles han sido?

—No.

—¿Barkovitch?

—No. Va ahí delante, después de Scramm. ¿Lo ves?

—¡Sí, creo que sí! —respondió McVries.

—Stebbins también sigue ahí detrás.

—No me sorprende. Vaya un tipo, ¿eh?

—Sí.

Hubo un silencio. McVries exhaló un profundo suspiro, se bajó el macuto del hombro y sacó unos dulces almendrados. Le ofreció uno a Garraty, que lo aceptó.

—Me gustaría que esto terminara ya —dijo—. De una manera o de otra.

Comieron los almendrados en silencio.

—Debemos de estar a medio camino de Oldtown, ¿no? —dijo McVries—. Ciento treinta hechos, ciento treinta por delante, ¿no?

—Supongo que sí —asintió Garraty.

—Entonces, no llegaremos allí hasta la noche.

La mención de la noche puso a Garraty la piel de gallina.

—No —dijo. Y añadió con brusquedad—: ¿Cómo te hiciste la cicatriz, Pete?

McVries se llevó la mano a la mejilla.

—Es una vieja historia —dijo parcamente.

Garraty le observó más detenidamente. Tenía el cabello desgreñado y lleno de polvo y sudor. Sus ropas estaban arrugadas y desaliñadas. Tenía la cara pálida y los ojos inyectados en sangre y hundidos.

—Pareces salido de un vertedero —dijo, antes de estallar en una súbita carcajada.

McVries sonrió.

—Pues tú no pareces precisamente un anuncio de desodorantes, Ray.

Ambos se echaron a reír entonces histéricamente, asiéndose e intentando caminar al mismo tiempo. Era una manera tan buena como cualquier otra de dar por finalizada la noche de una vez por todas. Cuando dejaron de reír y de hablar, dieron comienzo al trabajo del día.

Pensar, se dijo Garraty. El trabajo del día era pensar. La mente y el aislamiento, porque en el fondo no importaba si uno pasaba las horas con otro o no: en el fondo uno iba solo. Le parecía haber puesto tantos kilómetros en su cerebro como en sus pies. Los pensamientos seguían surgiendo y no había manera de rechazarlos. Era suficiente para que uno se preguntara qué pensaría Sócrates justo después de apurar el vaso de cicuta.

Poco después de las cinco pasaron ante el primer grupito de espectadores genuinos, cuatro muchachitos sentados con las piernas cruzadas al estilo indio ante una tienda de juguetes, sobre el húmedo suelo. Uno de ellos estaba envuelto todavía en su saco de dormir, solemne como un esquimal. Sus manos se agitaban de un lado a otro como metrónomos acompasados. Ninguno de ellos sonreía.

Poco después la carretera desembocaba en otra más ancha, de tres carriles. Pasaron ante un restaurante de camioneros y todos silbaron y aplaudieron a las tres jóvenes camareras sentadas en la escalinata, sólo para demostrar a las muchachas que seguían en forma. El único que pareció hacerlo medio en serio fue Collie Parker.

—¡El viernes por la noche! —gritó Collie—. Acordaos. Vosotras y yo, el viernes por la noche.

Garraty pensó que estaba actuando de un modo infantil, pero saludó también, y a las camareras no pareció importarles. Los Marchadores se repartieron por la ancha carretera mientras la mayoría iba despertando del todo al sol de la mañana de aquel 2 de mayo. Garraty divisó nuevamente a Barkovitch y se dijo que tal vez era uno de los más listos. Sin amigos, uno no sentía penas.

Minutos después empezaron a correr voces; esta vez, parecía que jugaban a una variante del juego del teléfono. Bruce Pastor, el chico que iba delante de Garraty, se volvió y le dijo:

—Hola.

—¿Quién eres? —repuso Garraty.

—El Comandante.

—¿Qué quiere el Comandante?

—El Comandante quiere darle por el culo a su madre antes de desayunar —dijo Bruce Pastor, y se echó a reír a carcajadas.

Garraty pasó el chiste a McVries, y éste a Olson. Cuando volvió de nuevo a Garraty, el Comandante estaba dándole por el culo a su abuela antes de desayunar. A la tercera, estaba haciéndolo con Sheila, la perrita terrier que solía aparecer con el Comandante en las fotografías de la prensa.

Garraty todavía estaba riéndose de la ocurrencia cuando advirtió que la risa de McVries se cortaba en seco. Miraba con extraña fijeza a los soldados del vehículo oruga. Éstos le devolvían la mirada con aire impasible.

—¿Vosotros creéis que es divertido? —gritó de repente.

El sonido de su voz cortó las risas como un cuchillo, silenciándolas. McVries tenía el rostro sofocado, casi violáceo. La cicatriz destacaba en contraste por su palidez mortal, como un gran signo de interrogación. Por unos instantes, Garraty pensó que McVries estaba sufriendo una apoplejía.

—¡El Comandante puede darse por el culo a sí mismo, eso es lo que yo digo! —gritó McVries con voz ronca—. ¡Vosotros es probable que os deis por el culo unos a otros! Muy divertido, ¿no? ¡Muy divertido, hatajo de hijos de perra! ¿Verdad que sí? ¡Muy DIVERTIDO, sí señor!

Otros Marchadores observaron con aprensión a McVries y se apartaron de él.

De pronto, McVries corrió hacia el vehículo oruga. Dos o tres soldados alzaron los fusiles, listos para abrir fuego, pero McVries se detuvo en seco y levantó los puños hacia ellos, agitándolos por encima de la cabeza como un mal director de orquesta.

—¡Bajad aquí! ¡Dejad esos fusiles y bajad aquí! ¡Yo os enseñaré algo divertido de veras!

—¡Aviso! —dijo uno de los soldados con un tono perfectamente neutro—. ¡Aviso, número 61! ¡Segundo aviso!

¡Oh, Dios mío!, pensó Garraty. Le van a dar el pasaporte, y está tan cerca de ellos… tan cerca… Saltará por los aires igual que D’Allessio el Bizco.

McVries echó a correr, llegó frente al vehículo oruga, se detuvo y escupió en él. El salivazo trazó una clara línea en el polvo del costado del vehículo.

—¡Vamos! —gritó McVries—. ¡Bajad aquí! ¡Uno a uno o todos a la vez, me importa un pimiento!

—¡Aviso! ¡Tercer aviso, número 61! ¡Ultimo aviso!

—¡A la mierda con vuestros avisos!

De pronto, sin darse cuenta de lo que hacía, Garraty se volvió y corrió hacia atrás, ganándose un aviso. Sólo lo oyó con una parte de su mente. Los soldados estaban apuntando a McVries cuando Garraty lo asió del brazo.

—¡Vamos!

—¡Lárgate, Ray! ¡Voy a machacarlos!

Garraty lanzó las manos y le dio a McVries una bofetada con la mano abierta.

—¡Vas a hacer que te maten, idiota!

Stebbins les dejó atrás.

McVries miró a Garraty y pareció reconocerle por primera vez.

Un segundo después, Garraty recibió su tercer aviso y supo que McVries estaba a unos segundos de recibir el pasaporte.

—Al diablo —dijo McVries con voz hueca.

Pero echó a caminar de nuevo.

Garraty avanzó a su lado.

—Creí que te lo iban a dar —murmuró.

—Pero no ha sido así, gracias al boy scout —repuso McVries. Se llevó la mano a la cicatriz y añadió—: ¡Mierda, el pasaporte nos lo darán a todos!

—Alguien ganará. Podríamos ser uno de los dos.

—Es un fraude —repuso McVries con voz temblorosa—. No hay ganador, ni Premio. Al último superviviente se lo llevan después detrás de cualquier granero y lo rematan también.

—¡No seas estúpido! —le gritó Garraty, furioso—. No tienes la menor idea de lo que estás dicien…

—Todo el mundo pierde —repitió McVries.

Sus ojos destellaban en las oscuras profundidades de sus cuencas como los de un animal malvado. Garraty y él caminaban solos. Los demás Marchadores se apartaban de ellos, al menos de momento. McVries se había desquiciado, y Garraty también, en cierto modo: había ido contra sus propios intereses al retroceder por McVries. Con toda certeza, había salvado a éste de ser el número veintiocho.

—Todo el mundo pierde —insistía McVries—. Será mejor que te convenzas.

Atravesaron un paso de ferrocarril y cruzaron bajo un puente de cemento. Al otro lado dejaron atrás un motel cerrado con un cartel: REAPERTURA ESTACIÓN DE VERANO, 5 DE JUNIO.

Olson recibió un aviso.

Garraty notó que le daban unos golpecitos en el hombro y se volvió. Era Stebbins. No tenía mejor ni peor aspecto que la noche anterior.

—Tu amigo está furioso con el Comandante —dijo.

McVries no dio la menor señal de haberle oído.

—Me parece que sí —respondió Garraty—. Incluso yo he pasado del punto en que me gustaría invitarle a casa a tomar el té.

—Mira ahí detrás.

Un segundo vehículo oruga se había incorporado a la comitiva y, mientras Garraty miraba, un tercero apareció detrás, saliendo de una carretera secundaria.

—Llega el Comandante —dijo Stebbins—, y todo el mundo aplaudirá. —Sonrió, y su mueca tenía algo de lagarto—. Todavía no le odian de verdad. Todavía no. Creen que sí, creen que han atravesado el infierno. Pero espera a mañana. Ya verás.

Garraty miró a Stebbins con inquietud.

—¿Y si le sisean, o le abuchean, o le lanzan cantimploras o algo así?

—¿Tú vas a hacer alguna de esas cosas?

—No.

—Nadie lo hará. Ya verás.

—Stebbins… —dijo Garraty. El aludido enarcó las cejas—. Tú crees que vas a ganar, ¿verdad?

—Sí —dijo Stebbins tranquilamente—. Estoy seguro de ello.

Y con esto regresó a su posición habitual en la cola.

A las 5.25 Yannick recibió su pasaporte. Y a las 5.30 en punto, como había predicho Stebbins, llegó el Comandante.

Hubo un rumor creciente mientras su jeep alcanzaba la cima de la colina que acababan de superar. Después, un rugido mientras pasaba junto al grupo, por el arcén. El Comandante estaba en posición de firmes. Como la primera vez, mantenía un saludo rígido, con los ojos fijos. Un curioso escalofrío de orgullo corrió por el pecho de Garraty.

No todos aplaudieron. Collie Parker escupió en el suelo. Barkovitch hizo un gesto burlón. McVries se limitó a mirar, moviendo los labios sin producir sonido alguno. Olson no pareció advertir en absoluto la presencia del Comandante; volvía a tener la mirada fija en sus pies.

Garraty aplaudió. Igual que Percy y Harkness, el que quería escribir un libro, y Wyman, Art Baker, Abraham y Sledge, que acababa de recibir el segundo aviso.

El Comandante desapareció carretera adelante, avanzando deprisa. Garraty se sintió algo avergonzado de sí mismo. Después de todo, acababa de desperdiciar energías.

Poco después la carretera les llevó junto a una tienda de coches usados donde les dedicaron veintiún bocinazos. Una voz amplificada rugió sobre las dobles hileras de banderitas de plástico de colores para decir a los Marchadores —y a los espectadores— que nadie ofrecía coches mejores y más baratos que McLaren’s Dodge. Garraty hizo una mueca de fastidio.

—¿Te sientes mejor? —preguntó a McVries.

—Desde luego. Muy bien. Voy a dedicarme a caminar y a verles caer a mi alrededor. Resulta curioso. He hecho las divisiones mentalmente, pues las matemáticas siempre han sido mi fuerte, y calculo que tendremos que hacer al menos unos quinientos diez kilómetros al ritmo que vamos. Y ni siquiera sería una distancia récord.

—¿Por qué no te largas a otra parte si vas a ponerte a hablar así, Pete? —dijo Baker. Por primera vez, su voz sonaba fatigada.

—Lo siento, mami —replicó McVries de mal humor, pero no continuó.

El día era luminoso. Garraty se desabrochó la cazadora y se la colgó del hombro. La carretera era lisa, flanqueada por casas y pequeños negocios. Los pinos que bordeaban el camino la noche anterior habían dado paso a las cafeterías y gasolineras, y a pequeños ranchos tradicionales. Muchos ranchos estaban en venta. En un par de ventanas, Garraty vio los conocidos carteles: MI HIJO DIO LA VIDA EN LOS ESCUADRONES.

—¿Dónde está el océano? —preguntó Collie Parker a Garraty—. Me parece estar de vuelta en mi Illinois.

—Sigue caminando —dijo Garraty. Estaba pensando de nuevo en Jan, y en Freeport. Freeport estaba en el océano—. Está allá. A unos doscientos noventa kilómetros al sur.

—¡Mierda! —masculló Collie Parker—. ¡Vaya pozo de mierda es este estado!

Parker era un rubio musculoso con una camiseta tipo polo. Tenía una mirada insolente que ni siquiera una noche en la carretera había logrado borrar.

—¡No hay más que malditos árboles por todas partes! ¿No hay ninguna ciudad en este maldito lugar?

—Los de por aquí somos gente rara —replicó Garraty—. Nos parece mejor respirar aire de verdad, en lugar de contaminación urbana.

—¡En Joliet no tenemos contaminación, maldito montañés! —exclamó Collie Parker—. ¡Qué tendrás tú que decirme!

—No habrá contaminación, pero sí un montón de aire caliente —insistió Garraty. Se sentía airado.

—Si estuviera allí, te retorcería los huevos por eso.

—¡Vamos, chicos! —intervino McVries. Se había recuperado por completo y volvía a hacer gala de su naturaleza sarcástica—. ¿Por qué no arregláis vuestras diferencias como caballeros? El primero al que le vuelen la cabeza tiene que pagarle al otro una cerveza.

—Odio la cerveza —replicó Garraty.

Parker cloqueó y se alejó mascullando entre dientes:

—¡Maldito patán!

—¡Está de malas pulgas! —dijo McVries—. Todo el mundo está de malas pulgas esta mañana. Incluso yo. Y hace un día espléndido. ¿No estás de acuerdo, Olson?

Olson no respondió.

—¡Olson también está de malas pulgas! —dijo McVries a Garraty—. ¡Olson! ¡Eh, Hank!

—¿Por qué no le dejas en paz? —inquirió Baker.

—¡Eh, Hank! —insistió McVries, sin hacer caso a Baker—. ¿Quieres dar un paseo?

—Vete al infierno —murmuró Olson.

—¿Cómo? —exclamó en tono alegre McVries, llevándose una mano al oído—. ¿Qué dices, chico?

—¡Al infierno! —gritó Olson—. ¡Que te vayas al infierno!

—¡Ah!, era eso lo que decías —asintió McVries con los ojos muy abiertos.

Olson volvió a clavar la mirada en sus pies y McVries se cansó de azuzarle.

Garraty se puso a pensar en lo que había dicho Parker. Éste era un cerdo. Un gran cowboy de feria y un duro de sábado por la noche. Era un héroe de chaqueta de cuero. ¿Qué sabía él de Maine? Garraty había vivido desde siempre en Maine, en una pequeña población llamada Porterville, justo al oeste de Freeport. Tenía una población de novecientas setenta personas y apenas un par de farolas; y, de todos modos, ¿qué podía haber de especial en Joliet, Illinois?

El padre de Garraty solía decir que Porterville era la única población del condado con más sepulturas que habitantes. Pero era un lugar limpio. El desempleo era alto, los coches estaban oxidados y todo el mundo andaba en líos de cama, pero era un lugar limpio. La única emoción estaba en el bingo de los miércoles en el Casino Agrícola (la última jugada, un cartón especial por un pavo de nueve kilos y un billete de veinte dólares), pero era limpio. Y tranquilo. ¿Qué había de malo en ello?

Contempló con aire resentido la espalda de Collie Parker. Tú te lo has perdido, tío, pensó. Ya puedes coger tu Joliet y tus molinos y tus pastelillos de tiendas de caramelos y metértelos donde te quepan.

Volvió a pensar en Jan. La necesitaba. Te quiero, Jan, pensó. No era tonto; sabía que se había convertido para él en mucho más de lo que era en realidad. Se había convertido en un símbolo vital. Un escudo contra la súbita muerte que surgía del vehículo oruga. Cada vez más, la deseaba porque ella simbolizaba un tiempo en que por fin tendría un cuerpo de mujer para disfrutarlo.

Eran las seis menos cuarto de la mañana. Observó a un grupo de alegres amas de casa reunidas junto a un cruce de carreteras, el pequeño centro neurálgico de un villorrio anónimo. Una de ellas llevaba pantalones muy ajustados y un suéter más ajustado todavía. Su rostro era ordinario, y llevaba en la muñeca derecha tres brazaletes de oro que sonaban mientras saludaba. Garraty los oyó tintinear. Devolvió los saludos mecánicamente. Tenía sus pensamientos puestos en Jan, que había llegado de Connecticut con su aire suave y de confianza en sí misma, con su largo cabello rubio y sus zapatos bajos. Casi siempre llevaba zapatos bajos, porque era muy alta. La había conocido en la escuela. Se hicieron amigos lentamente, hasta que al fin prendió la llama. ¡Dios, si había prendido!

—Garraty…

—¿Sí?

Era Harkness. Su semblante mostraba preocupación.

—Tengo un calambre en el pie, tío. No sé si podré caminar.

La expresión de Harkness parecía suplicar a Garraty que hiciera algo por él.

Garraty no supo qué decir. La voz de Jan, su risa, su suéter color caramelo, sus pantalones rojos como arándanos, la vez que habían tomado el trineo de su hermano pequeño y habían terminado revolcándose en un banco de nieve (hasta que ella le coló una bola de nieve por la espalda)… todo eso era la vida. Harkness era la muerte. Ahora, Garraty casi podía olerla.

—No puedo ayudarte —dijo—. Tienes que conseguirlo por ti mismo.

Harkness le miró con pánico y consternación y puso una expresión sombría mientras asentía. Se detuvo y, arrodillándose, se quitó una zapatilla.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 49!

Se estaba dando masaje en el pie. Garraty se había vuelto de espaldas para observarle mientras avanzaba. Dos chiquillos con camisetas de la Liga Juvenil y los guantes de béisbol colgados en los manillares de sus bicicletas contemplaban también a Harkness desde el borde del camino, con la boca abierta.

—¡Aviso! ¡Segundo aviso, número 49!

Harkness se levantó y empezó a avanzar cojeando sin haberse puesto el zapato aún, y con la pierna buena flaqueando ya con el peso extra que tenía que soportar. Se le cayó el zapato de la mano, se agachó a recogerlo, puso los dedos sobre él, se le resbaló y lo perdió. Se detuvo a recogerlo y recibió el tercer aviso.

El rostro habitualmente encarnado de Harkness enrojeció como las brasas. Su boca abierta formaba una húmeda y desgarbada O. Garraty se encontró animando mentalmente a Harkness. ¡Vamos!, le decía, ¡vamos, recupera el ritmo, Harkness! ¡Tú puedes hacerlo!

Harkness avanzaba cojeando más aprisa. Los chiquillos montaron en sus bicicletas y empezaron a pedalear junto a la calzada, observándole. Garraty dio media vuelta y fijó la mirada en la carretera, sin querer ver más a Harkness. Clavó la mirada en el horizonte, intentando concentrarse sólo en lo que había sentido al besar a Jan, al tocar sus turgentes pechos.

A la derecha, una estación de servicio iba perfilándose gradualmente, al ritmo de su lento avance. En el área asfaltada de la gasolinera había una furgoneta polvorienta, con el guardabarros abollado, y dos hombres con camisas de caza a cuadros rojos y negros sentados en la parte posterior, bebiendo cerveza. Al final de un camino secundario de tierra, con las huellas de los tractores marcadas, había un buzón de correos con la tapa abierta como una gran boca hambrienta. Un perro ladraba ronca e incesantemente, fuera de la vista.

Los fusiles, que hasta entonces habían apuntado al aire, bajaron hasta centrar a Harkness en su punto de mira.

Hubo un largo y terrible momento de silencio, y las armas volvieron a alzarse, según estipulaban las normas, según establecía el reglamento. Después volvieron a apuntar. Hasta Garraty llegó la respiración de Harkness, húmeda y acelerada.

Los fusiles se alzaron de nuevo al cielo, apuntaron a Harkness otra vez y volvieron a levantarse, lentamente.

Los chiquillos de las bicicletas seguían todavía a su altura.

—¡Largaos de aquí! —bramó Baker—. ¡No os va a gustar ver esto! ¡Largo!

Los chiquillos observaron a Baker con insípida curiosidad y siguieron avanzando junto a los Marchadores. Habían mirado a Baker como si éste fuera una especie de pez. Uno de ellos, un chico menudo y de cabeza alargada, con el cabello despeinado y ojos como platos, hizo sonar la bocina montada en su bicicleta y sonrió. Llevaba un aparato dental, y el sol puso un salvaje resplandor metálico en su boca.

Los fusiles volvieron a apuntar. Era como un movimiento de danza, como un ritual. Harkness se pegó al arcén. ¿Has leído algún buen libro, últimamente?, pensó Garraty alocadamente. Esta vez van a disparar. Sólo un paso demasiado lento y…

La eternidad.

Todo congelado.

Y los fusiles volvieron a señalar hacia el cielo.

Garraty consultó el reloj. El segundero dio una, dos, tres vueltas. Harkness llegó a su altura y le dejó atrás. Tenía el rostro tenso, rígido. Sus ojos miraban al frente, fijamente. Sus pupilas contraídas eran apenas dos cabezas de alfiler. Tenía los labios de un leve tono azulado, y sus fieras facciones estaban difuminadas, pálidas, salvo dos llamativos puntos de color, uno en cada mejilla. Pero ya no vacilaba en apoyar el pie del calambre. Éste había pasado. Su pie descalzo sonaba sobre la carretera rítmicamente. ¿Cuánto puede resistir uno caminando sin zapatos?, se preguntó Garraty.

Y al propio tiempo, sintió que algo se desgarraba en su interior, mientras oía a Baker exhalar un jadeo. Era ridículo sentirse así. Cuanto antes se detuviera Harkness, antes podría él detenerse. Aquélla era la sencilla verdad. Lo lógico. Pero había otra cosa más profunda, una lógica más sincera y espantosa. Harkness era parte del mismo grupo al que pertenecía Garraty, un segmento de su subclán. Parte de un círculo mágico al que Garraty estaba unido. Y si una parte de ese círculo podía romperse, a todas las demás podía sucederles lo mismo.

Los chiquillos de las bicicletas pedalearon junto a ellos otros tres kilómetros. Después perdieron interés y dieron media vuelta. Era preferible, pensó Garraty. No importaba que hubieran contemplado a Baker como si éste fuera un bicho de un zoo. Era mejor para ellos que se sintieran defraudados por no ver ninguna muerte. Les observó alejarse.

Delante, Harkness se había situado en vanguardia en solitario, avanzando con gran rapidez, casi a la carrera. No miraba a izquierda ni a derecha. Garraty se preguntó en qué estaría pensando.