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Tendrá usted treinta segundos, y recuerde, por favor, que su respuesta debe efectuarse en forma de pregunta.

ART FLEMING

Riesgo

Eran las tres de la tarde cuando cayeron sobre el asfalto las primeras gotas de lluvia, grandes, oscuras y redondas. Sobre sus cabezas, el cielo parecía raído y lóbrego, enfurecido y fascinador. En algún lugar, por encima de las nubes, los truenos retumbaban. Un relámpago como un tridente azul cayó sobre el terreno a bastante distancia.

Garraty se había puesto la chaqueta poco después de que a Ewing le dieran el pasaporte. Ahora, se subió la cremallera y cerró bien el cuello. Harkness, el aspirante a escritor, había guardado su bloc de notas en una bolsa de plástico. Barkovitch se había calado un gorro de vinilo amarillo para la lluvia. Resultaba increíble lo que aquella prenda hacía con su rostro, pero habría sido muy difícil concretar exactamente de qué se trataba. Barkovitch miraba por debajo de la visera con el aspecto de un farero, y con aire fiero.

Oyeron el prodigioso retumbar de otro trueno.

—¡Aquí viene! —gritó Olson.

La lluvia empezó a caer. Durante unos segundos lo hizo con tal fuerza que Garraty se encontró aislado bajo una cortina de agua, quedando calado hasta los huesos. Sus cabellos se convirtieron en un pellejo empapado y chorreante. Volvió el rostro hacia la lluvia, con una sonrisa. Se preguntó si los soldados podían verles. Se preguntó si alguien sería capaz de…

Todavía le estaba dando vueltas a esos pensamientos cuando la lluvia amainó ligeramente, permitiéndole ver un poco más. Observó a Stebbins con el rabillo del ojo. El flaco muchacho caminaba con la cabeza hundida y las manos entrelazadas sobre el vientre. Garraty pensó que sufría algún calambre y, por un instante, fue presa de un pánico absolutamente distinto del que había sentido cuando Curley y Ewing quedaron fuera de competición. Ahora, Garraty no quería que Stebbins quedara eliminado a las primeras de cambio.

Entonces vio que Stebbins sólo estaba protegiendo su último medio emparedado de jalea. Garraty volvió nuevamente la mirada hacia el frente, con una sensación de alivio. Llegó a la conclusión de que la madre de Stebbins había demostrado ser muy estúpida al no envolver los malditos emparedados en papel de aluminio por si llovía.

Los truenos retumbaban sobre el terreno, como prácticas artilleras en el cielo. Garraty se sentía estimulado y parte de su cansancio parecía haber desaparecido de su cuerpo junto con el sudor. La lluvia se intensificó de nuevo, fuerte e insistente, hasta amainar finalmente y convertirse en una prolongada llovizna. En el cielo, las nubes empezaban a deshilacharse.

Pearson caminaba a su lado, con las vueltas de los pantalones subidas. Llevaba unos tejanos demasiado holgados y tenía que subírselos a menudo. Pearson utilizaba unas gafas de montura de carey con cristales gruesos como el fondo de una botella. Acababa de quitárselas y estaba limpiándolas con el faldón de la camisa. Sus ojos escrutaban el camino con el aire miope e indefenso de las personas con defectos de visión cuando se quitan las gafas.

—¿Te gusta la lluvia, Garraty?

Él asintió. Delante de ellos, McVries orinaba. Caminando de espaldas, regando el arcén a cierta distancia de los demás, en un gesto de consideración.

Garraty observó a los soldados. Naturalmente, ellos también estaban mojados, pero si se sentían incómodos no lo demostraban. Sus rostros parecían absolutamente pétreos. Garraty se preguntó qué se sentiría al matar a alguien. Supongo que les hace sentirse poderosos, pensó. Recordó a la muchacha de la pancarta, el beso que él le había dado, la sensación de las nalgas bajo su mano, el tacto de su fina ropa interior bajo los pantalones marineros. Aquello le había hecho sentirse poderoso.

—Ese tipo de ahí atrás no es muy hablador, ¿verdad? —dijo Baker, mientras señalaba a Stebbins con el pulgar.

Los pantalones púrpura de éste eran ahora casi negros, empapados por la lluvia.

—Ya.

McVries se ganó un aviso por reducir demasiado la marcha para subirse la cremallera. Baker y Garraty llegaron a su altura y Baker repitió lo que acababa de comentar acerca de Stebbins.

—Muy bien, es un solitario. ¿Y qué? —contestó McVries. Se encogió de hombros y añadió—: Yo creo que…

—¡Eh! —le interrumpió Olson, acercándose. Era lo primero que le oían decir en bastante rato, y su voz sonaba extraña—. Siento las piernas raras.

Garraty observó a Olson y vio en sus ojos un asomo de pánico. Olson había perdido su aire bravucón.

—¿Qué significa «raras»?

—Como si los músculos estuvieran volviéndose… blandos.

—Tranquilo —dijo McVries—. A mí me ha sucedido hace un par de horas. Se te pasará.

La mirada de Olson se iluminó con un expresión de alivio.

—¿Seguro?

—Claro que sí.

Olson no respondió, pero Garraty vio que movía los labios. Por un instante pensó que estaba rezando, pero enseguida advirtió que sólo estaba contando sus pasos.

De pronto, sonaron dos disparos. Hubo un grito, y un tercer disparo.

Todos miraron, y vieron a un chico con un suéter azul y unos pantalones hasta media pantorrilla tendido boca abajo en un charco de agua. Se le había salido un zapato, y Garraty se fijó en sus calcetines blancos de deporte. El consejo número 12 los recomendaba.

Garraty pasó por encima del cuerpo, sin buscar los orificios de las balas. Llegó el rumor de que el muchacho había muerto por ir demasiado despacio. Nada de ampollas o calambres. Sencillamente, había bajado de ritmo una vez más de las permitidas y le habían dado el pasaporte.

Garraty desconocía el nombre y el número del muchacho. Pensó que ya se lo haría saber alguien, pero no fue así. Quizá nadie lo sabía. Quizá era otro solitario como Stebbins.

Llevaban ya más de cuarenta kilómetros de Larga Marcha. El paisaje era una sucesión de bosques y campos, interrumpida de vez en cuando por una casa aislada o un cruce de carreteras, donde grupos de personas les recibían con aplausos y gritos de ánimo pese a la llovizna. Una anciana les vio pasar con ojos penetrantes, sin aplaudirles, hablarles o sonreírles. Inmóvil bajo un gran paraguas negro. No había en ella señal alguna de vida o movimiento, salvo el batir del borde de su falda negra, impulsada por el viento. En el dedo medio de la mano derecha lucía un gran anillo con una piedra púrpura. En la garganta llevaba un camafeo deslustrado.

Los Marchadores atravesaron una vieja vía de ferrocarril abandonada. Los raíles estaban oxidados y entre las traviesas crecían los hierbajos. Alguien tropezó, cayó al suelo y recibió un aviso. El muchacho se levantó y siguió caminando con una herida sangrante en la rodilla.

Sólo faltaban 19 kilómetros para Caribou, pero la noche caería antes de que llegaran. No hay descanso para los malvados, pensó Garraty, y la frase le resultó graciosa. Soltó una carcajada y McVries le miró.

—¿Te cansas?

—No —contestó Garraty—. Ya llevo cansado un buen rato. —Miró a McVries y añadió—: ¿Quieres decir que tú no lo estás?

—Escucha, tú sigue así y yo jamás me agotaré. Pondremos nuestros pies en las estrellas y colgaremos cabeza abajo en la luna.

McVries lanzó a Garraty un beso con la mano y se alejó.

Garraty le siguió con la mirada. No sabía qué pensar de aquel tipo.

A las cuatro menos cuarto el cielo se había despejado y apareció un arco iris por el oeste, donde el sol lucía de nuevo bajo nubes de bordes dorados. Los rayos sesgados de última hora de la tarde daban color a los campos recién roturados por donde pasaban los Marchadores, haciendo parecer profundos y oscuros los surcos que cubrían la falda de las suaves colinas.

El vehículo oruga producía un sonido mortecino, casi sedante. Garraty inclinó la cabeza hacia adelante y siguió avanzando medio adormilado. Allá delante, en alguna parte, estaba Freeport; pero no llegaría allí esa noche, ni mañana. Faltaban muchos pasos. Quedaba un largo camino. Y todavía tenía en la cabeza demasiadas preguntas y no suficientes respuestas. Toda la Larga Marcha parecía un amenazador interrogante. Se dijo que una cosa como aquélla debía de tener un profundo significado. Seguro que era así. Una cosa como aquélla tenía que proporcionar una respuesta a todas las preguntas; sólo era cuestión de mantener el pie en el acelerador. Si tan sólo pudiera…

Metió el pie en un charco de agua y recuperó bruscamente la plena conciencia de sí mismo. Pearson le observó con aire burlón y se ajustó las gafas sobre la nariz.

—¿Te acuerdas del tipo que se cayó y se lastimó cuando cruzamos la vía del ferrocarril?

—Sí, era Zuck, ¿verdad?

—Sí. He oído que todavía sangra.

—¿Cuánto queda para Caribou, maníaco? —preguntó una voz a Garraty.

Éste miró en torno. Era Barkovitch, que se había quitado el gorro para la lluvia y lo había guardado en el bolsillo de atrás, donde se movía casi obscenamente al ritmo de sus pasos.

—¿Y cómo diablos voy a saberlo?

—Tú vives aquí, ¿no es cierto?

—Está a unos veintisiete kilómetros —intervino McVries—. Y ahora ve a ocuparte de tus cosas, hombrecito.

Barkovitch puso otra vez cara de disgusto y se alejó.

—Ese tipo me pone furioso —dijo Garraty.

—No dejes que te saque de tus casillas —contestó McVries—. Concéntrate sólo en derrotarle caminando.

—Está bien, entrenador.

McVries le dio una palmada en el hombro.

—Muchacho —le dijo a Garraty—, vas a ganar a ese estúpido.

—Parece que hayamos estado caminando toda la vida.

—Sí.

Garraty se humedeció los labios. Deseaba expresar sus sentimientos, pero no sabía cómo.

—¿Has oído alguna vez que cuando uno está ahogándose pasa ante sus ojos toda su vida?

—Creo que he leído algo al respecto. O alguien lo comentaba en alguna película.

—¿Has pensado que eso mismo podría pasarnos a nosotros?

—¡Jesús, espero que no! —exclamó McVries simulando un escalofrío.

Garraty permaneció unos instantes en silencio y después dijo:

—¿Tú crees que…? No importa, al diablo con ello.

—No, no. Continúa. ¿Si creo qué?

—¿Crees que podríamos pasar el resto de nuestras vidas en esta carretera? La vida que hubiéramos tenido si no… ya sabes.

McVries rebuscó en su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Fumas?

—No.

—Yo tampoco —dijo McVries, mientras se llevaba un cigarrillo a los labios.

Encontró una caja de cerillas con una receta de salsa de tomate impresa en ella. Encendió el cigarrillo, aspiró el humo y lo expulsó con un acceso de tos. Garraty pensó en el consejo número 10: «Conserva el aliento. Si fumas habitualmente, procura no hacerlo durante la Larga Marcha».

—Pensaba que aprendería —dijo McVries con aire desafiante.

—Es un asco, ¿verdad? —replicó Garraty con tristeza.

McVries le miró, sorprendido, y tiró el cigarrillo. Después asintió.

—Sí, creo que sí.

El arco iris desapareció aproximadamente a las cuatro. Davidson, el número 8, se aproximó a la pareja. Davidson era un chico guapo, salvo por el acné que le cubría la frente.

—Ese Zuck está pasándolo realmente mal —les informó.

La última vez que Garraty había visto a Davidson, éste llevaba una bolsa colgada del hombro. Sin embargo, ahora advirtió que en algún momento debía de haberse desprendido de ella.

—¿Sigue sangrando? —preguntó McVries.

—Como un cerdo —asintió Davidson con un gesto de la cabeza—. Es curioso cómo suceden las cosas, ¿verdad? En cualquier otra situación, te caes y sólo sufres unos rasguños. Zuck, en cambio, necesitaría varios puntos de sutura. —Señaló el asfalto y añadió—: Mirad eso.

Garraty vio un reguero de puntos oscuros en el pavimento, que empezaba a secarse.

—¿Es sangre?

—Desde luego no es agua —replicó Davidson.

—¿Y Zuck? ¿Está asustado? —preguntó Olson.

—Dice que le importa un pimiento —informó Davidson—. Pero yo sí estoy asustado. —Davidson tenía los ojos muy abiertos y una mirada sombría—. Estoy asustado por todos nosotros.

Continuaron caminando. Baker señaló otra pancarta de ánimo dedicada a Garraty.

—Mierda —masculló éste sin levantar la vista.

Estaba siguiendo el reguero de sangre de Zuck como si fuera Daniel Boone tras el rastro de un indio herido. El reguero zigzagueaba a uno y otro lado de la línea blanca del asfalto.

—McVries —dijo Olson.

Su voz se había suavizado durante las últimas horas. Garraty llegó a la conclusión de que Olson le gustaba pese a su aspecto externo de tipo duro. No le gustaba ver a Olson asustado, pero no había duda de que lo estaba.

—¿Qué? —dijo McVries.

—No se me pasa. Esa sensación de flojedad que te decía no se me pasa.

McVries no respondió. La cicatriz de su rostro parecía muy blanca a la luz del sol poniente.

—Siento como si las piernas fueran a fallarme. Como unos cimientos de mala calidad. Eso no me va a suceder, ¿verdad?

La voz de Olson era ahora casi un chillido. McVries siguió sin responder.

—¿Me das un cigarrillo? —preguntó Olson, bajando de nuevo la voz.

—Sí. Puedes quedarte el paquete.

Olson encendió el cigarrillo con el gesto fácil de quien está acostumbrado, protegiendo la cerilla entre las manos, e hizo un gesto señalando a uno de los soldados, que le observaba desde el vehículo oruga.

—Llevan casi una hora vigilándome con esa maldita mirada. Creo que tienen un sexto sentido para su trabajo. —Volvió a alzar la voz—: Os gusta, ¿verdad? Os gusta vuestro trabajo, ¿no es así? Tengo razón, ¿verdad?

Varios Marchadores se volvieron para mirarle, pero apartaron rápidamente la vista. Garraty también deseó hacerlo. En la voz de Olson había una nota de histeria. Los soldados contemplaron a Olson con ademán impasible. Garraty se preguntó si muy pronto correrían rumores acerca de Olson, y no pudo evitar sentir un escalofrío.

A las cuatro y media habían cubierto 48 kilómetros. El sol casi había desaparecido y teñía el horizonte de un color rojo sangre. Las nubes tormentosas se habían trasladado hacia el este y el cielo tenía un tono azul cada vez más oscuro. Garraty pensó de nuevo en el hipotético ahogado. Que no era tan hipotético, ni mucho menos. La noche que se aproximaba era como un mar de agua que pronto les cubriría.

Una sensación de pánico le atenazó la garganta. De pronto, tuvo la espantosa seguridad de que estaba presenciando la última puesta de sol, la última luz de su vida. Quería que el atardecer se prolongara, que durara, que el crepúsculo prosiguiera durante horas y horas.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 100! ¡Tercer aviso, número 100!

Zuck miró alrededor. En sus ojos había una expresión aturdida. La pernera derecha de su pantalón llevaba una costra de sangre seca. Y entonces echó a correr. Se abrió paso entre los Marchadores como un jugador de rugby con el balón entre las manos, corriendo con la misma expresión alucinada en el rostro.

El vehículo oruga aceleró. Zuck le oyó llegar y corrió aún más aprisa. Corría descontroladamente, cojeando y arrastrando la pierna. La herida se le abrió de nuevo y, mientras Zuck se lanzaba carretera adelante, dejando atrás al grupo principal de Marchadores, Garraty se fijó en las gotas de sangre fresca que saltaban de su pantalón y salpicaban la carretera. Zuck llegó a la cima de la siguiente subida y por un instante su silueta quedó dibujada contra el cielo rojizo como una forma negra y convulsa, congelada durante una fracción de segundo como un espantapájaros en pleno vuelo. Después desapareció y el vehículo oruga continuó tras él. Dos soldados que habían saltado del mismo siguieron junto a los muchachos con sus rostros inexpresivos.

Nadie dijo una palabra. Se limitaron a escuchar. No hubo ningún sonido durante largo rato. Un rato increíblemente largo. Sólo el canto de un pájaro y de un puñado de grillos y, a lo lejos y detrás, el zumbido de un avión.

Entonces oyeron un disparo, una pausa, y un segundo estampido.

—Para asegurarse —musitó alguien lánguidamente.

Cuando llegaron a lo alto de la subida, vieron el vehículo oruga detenido en el arcén a casi un kilómetro de distancia. Una columna de humo azulado se alzaba de su doble tubo de escape. De Zuck no había el menor rastro.

—¿Dónde está el Comandante? —gritó una voz, al borde del pánico. Pertenecía a un chico llamado Gribble, el número 48— ¡Quiero ver al Comandante, maldita sea! ¿Dónde está?

Los soldados que caminaban al borde de la carretera no respondieron. Nadie lo hizo.

—¿Está haciendo otro discurso? —aulló Gribble—. ¿Es eso lo que está haciendo? ¡Pues bien, el Comandante es un asesino! ¡Eso es lo que es, un asesino! ¡Yo… yo se lo diré! ¿Creéis que no soy capaz? ¡Pues se lo diré a la cara! ¡Sí, directamente a la cara!

Presa de la excitación, Gribble había bajado el ritmo hasta casi detenerse, y los soldados se interesaron por él por vez primera.

—¡Aviso! ¡Aviso, número 48!

Gribble vaciló y se detuvo. Inmediatamente, sus piernas recuperaron el ritmo. Avanzó con la mirada puesta en sus pies.

Pronto llegaron al lugar donde aguardaba el vehículo oruga, que se puso en marcha de nuevo junto al grupo principal.

A las 16.45 Garraty decidió merendar. Un tubo de atún procesado, unas galletas saladas con crema de queso y una buena ración de agua. Tuvo que contenerse para no seguir. Uno podía pedir todas las cantimploras de agua que quisiera, pero no volverían a repartir alimentos concentrados hasta la mañana siguiente, a las nueve en punto… y podía apetecerle un bocado a medianoche. ¡Qué diablos!, podía necesitar ese bocado.

—Puede que éste sea un asunto de vida o muerte —comentó Baker—, pero desde luego no te altera el apetito.

—No puedo permitírmelo —respondió Garraty—. No me gusta la idea de caer desmayado a las dos de la madrugada, o algo así.

Un pensamiento desagradable cruzó entonces por la mente de varios Marchadores. Probablemente uno no se enteraría de nada, no sentiría nada. Simplemente despertaría en la eternidad.

—Eso da que pensar —dijo Baker en voz baja.

Garraty le contempló. Bajo la mortecina luz del atardecer, su rostro parecía tierno, joven y hermoso.

—Sí —respondió—. He estado pensando en muchas cosas.

—¿Cuáles?

—En ese tipo, por ejemplo —contestó Garraty señalando a Stebbins, que aún seguía caminando al mismo ritmo al que venía haciéndolo desde la línea de salida.

Los pantalones de Stebbins ya estaban secándose y su rostro parecía sombrío. Todavía llevaba su último medio emparedado de jalea.

—¿Qué sucede con él?

—Me pregunto por qué está aquí, y por qué no dice nada. Y si vivirá o morirá.

—Garraty, todos vamos a morir.

—Pero no esta noche, espero.

Consiguió mantener un tono ligero en su voz, pero súbitamente le embargó un escalofrío. No estaba seguro de si Baker lo había notado. Sus riñones se contrajeron. Dio media vuelta, se desabrochó la cremallera y continuó caminando de espaldas.

—¿Qué opinas del Premio? —preguntó Baker.

—No creo que tenga mucho sentido hablar de eso —dijo Garraty mientras orinaba.

Luego se subió la cremallera y dio media vuelta de nuevo, contento de haber concluido la operación sin ganarse un aviso.

—Yo pienso mucho en ello —comentó Baker con aire soñador—. No tanto en el Premio en sí como en el dinero. En todo ese dinero.

—Los ricos no entrarán en el reino de lo cielos —murmuró Garraty.

Después fijó la mirada en sus pies, la única cosa que le salvaba de descubrir si realmente había o no un reino de los cielos.

—Amén —intervino Olson—. Habrá refrescos después de la celebración litúrgica —añadió.

—¿Eres religioso, Garraty? —preguntó Baker.

—No especialmente. Pero tampoco soy un fanático del dinero.

—Lo serías si hubieras crecido a base de sopa de patatas y berzas —añadió Baker—, y sólo hubieras probado la carne cuando tu padre hubiera podido disponer de munición para la caza.

—Eso puede marcar cierta diferencia —asintió Garraty. Después titubeó sobre si añadir algo más. Por fin, se decidió—: Sin embargo, el dinero no es lo verdaderamente importante.

Vio que Baker le miraba con aire de incomprensión y de ligero desdén.

—Supongo que ahora dirás que uno no puede llevárselo al otro mundo —intervino McVries.

Garraty le contempló. McVries lucía de nuevo aquella sonrisa irritante y sesgada.

—Y es cierto, ¿o no? —insistió—. No traemos nada al mundo cuando nacemos, y seguro que tampoco nos llevamos nada al abandonarlo.

—Sí, pero en el intervalo entre esos dos hechos es preferible gozar de todas las comodidades posibles, ¿no crees? —dijo McVries.

—¡Comodidades! ¡Vaya estupidez! —replicó Garraty—. Si uno de los verdugos montados en ese carro de combate en miniatura te pega un tiro, no hay médico en el mundo que pueda resucitarte con una transfusión de billetes de veinte o cincuenta dólares.

—Pero no estoy muerto —repuso Baker con un susurro.

—No, pero podrías estarlo. —De pronto, para Garraty era muy importante hacerles comprender su punto de vista—. Y si ganas ¿qué? ¿Y si te pasas las próximas seis semanas pensando en lo que vas a hacer con el dinero, no ya con el Premio, sino sólo con el dinero, y la primera vez que sales a la calle a comprar algo te atropella un camión?

Harkness se había acercado y caminaba al lado de Olson.

—A mí no me sucedería eso —comentó—. Lo primero que haría sería comprarme una flota de automóviles. Si gano, no volveré a caminar nunca más.

—No me habéis entendido —dijo Garraty, exasperado—. Con sopas de patatas o con buenos filetes, con mansiones o con chabolas, cuando uno muere todo se acaba: te meten en el hoyo, como a Zuck y Ewing, y eso es todo. Lo único que pretendo decir es que prefiero vivir día a día. Si la gente se preocupara sólo del día presente, viviría mucho más feliz.

—¡Oh, menuda tontería! —exclamó McVries.

—¿De veras? —replicó Garraty—. ¿Qué planes has hecho tú?

—Bueno, ahora mismo he de reconocer que he modificado bastante mis horizontes, es cierto…

—Naturalmente —dijo Garraty—. La única diferencia es que ahora estamos jugándonos la vida.

Un silencio absoluto siguió a sus palabras. Harkness se quitó las gafas y empezó a limpiarlas. Olson parecía un poco más pálido. Garraty deseó no haber dicho aquello. Había ido demasiado lejos.

Entonces, una voz procedente de la cola del grupo exclamó:

—¡Escuchad! ¡Escuchad!

Garraty se volvió, seguro de que había sido Stebbins, aunque nunca había oído su voz. Sin embargo, Stebbins no hacía ningún gesto; seguía con la vista fija en el asfalto.

—Me parece que he perdido la cabeza —murmuró Garraty, aunque no había sido él quien la había perdido de verdad, sino Zuck—. ¿Alguien quiere una galleta?

Repartió algunas a los más próximos y dieron las cinco de la tarde. El sol parecía suspendido a medio camino sobre el horizonte. Quizá la tierra había dejado de girar. Los tres o cuatro muchachos que todavía marchaban por delante del pelotón habían perdido ventaja y estaban a menos de cincuenta metros del grupo principal.

A Garraty le pareció que la carretera se había convertido en una perversa sucesión de pendientes en subida, sin las correspondientes bajadas. Estaba pensando que, si eso era cierto, dentro de poco todos terminarían respirando mediante mascarillas de oxígeno, cuando sus pies tropezaron con un cinturón de Marchador para llevar los alimentos concentrados. Sorprendido, levantó la mirada. Era el cinturón de Olson, quien tenía las manos crispadas en la cintura y una mirada de sorpresa en el rostro.

—Se me ha caído —murmuró—. Quería comer algo y se me ha caído. —Se echó a reír, como si quisiera excusarse por aquella torpeza. Sin embargo, su risa se detuvo bruscamente—. Tengo hambre —dijo.

Nadie respondió. Todo el grupo había dejado atrás el cinturón y no había ya posibilidad de recuperarlo.

Garraty volvió la vista hacia atrás y contempló el cinturón de Olson en el suelo, sobre la línea blanca discontinua.

—Tengo hambre —repitió Olson.

«Al Comandante le gusta ver a alguien dispuesto a luchar». ¿No era eso lo que Olson había dicho al regresar de recoger el dorsal? Ahora, Olson ya no parecía tan dispuesto a ello. Le quedaban tres tubos de concentrados, más las galletas saladas y el queso. Sin embargo, éste era muy graso.

—Toma —dijo, mientras le tendía el queso a Olson.

Éste no dijo nada, pero dio cuenta del queso.

—Eres un boy scout… —murmuró McVries con su habitual sonrisa sesgada.

A las cinco y media el aire crepuscular pareció llenarse de humo. Algunas luciérnagas revoloteaban en torno a los Marchadores. Una niebla baja se enroscaba con su aspecto lechoso entre las acequias y los barrancos de los campos. En la parte delantera del grupo alguien preguntó qué sucedería si la niebla se hacía tan espesa que uno se salía de la carretera por error.

La voz inconfundible de Barkovitch replicó con un tono desagradable:

—¿Tú qué crees, idiota?

Cuatro eliminados, pensó Garraty. Ocho horas y media en la carretera y sólo cuatro eliminados. Notó una leve sensación en el estómago. Una punzada de dolor. Jamás conseguiré superarlos a todos, pensó. No podré con todos. Sin embargo, visto de otro modo, ¿por qué no?

Alguien tendría que hacerlo.

Las conversaciones fueron apagándose con la caída de la oscuridad. El silencio resultaba opresivo. Las tinieblas cada vez más pronunciadas, la niebla enroscándose en pequeñas masas coaguladas… Por primera vez, todo parecía perfectamente real y absolutamente sobrenatural, y deseó estar con Jan o con su madre, con cualquier mujer, y se preguntó qué diablos estaba haciendo y cómo se había metido en aquella locura. Y ni siquiera podía engañarse a sí mismo diciendo que no sabía lo que le esperaba, porque lo había sabido perfectamente. Y además, no era el único que lo había hecho. En ese momento eran otros noventa y cinco estúpidos los que le acompañaban en aquel desfile.

De nuevo tenía un nudo en la garganta que le hacía difícil tragar saliva. Unos metros delante, alguien sollozaba casi en silencio. No se había dado cuenta de cuándo había empezado aquel sonido, y nadie le había llamado la atención al respecto. Era como si el sollozo hubiera estado allí desde siempre.

Quedaban 16 kilómetros para Caribou. Allí, por lo menos, habría luces. La idea animó un poco a Garraty. Al fin y al cabo, todo iba bien, ¿no? Estaba vivo, y no tenía sentido pensar en el momento en que quizá dejara de estarlo. Como había dicho McVries, todo era cuestión de modificar los horizontes.

A las seis menos cuarto corrió la noticia de que un chico llamado Travin, uno de los primeros líderes, estaba perdiendo terreno lentamente y se encontraba ya a la cola del grupo principal. Travin tenía diarrea. Garraty no pudo creer que fuera cierto, pero cuando vio a Travin comprendió que no se habían equivocado. El muchacho caminaba y se agarraba los pantalones al mismo tiempo. Cada vez que se agachaba recibía un aviso, y Garraty se preguntó por qué Travin no dejaba que le resbalara por las piernas, simplemente. Era mejor estar sucio que muerto.

Travin llevaba el cuerpo inclinado y caminaba como Stebbins con su medio emparedado. Cada vez que se estremecía, Garraty sabía que otro calambre abdominal laceraba al muchacho. Garraty se sentía asqueado. No había en aquello la menor fascinación, el menor misterio. Sólo era un muchacho con dolor de vientre, nada más, y era imposible sentir otra cosa que asco y una especie de terror instintivo. También a él le daba vueltas el estómago y se sintió intranquilo.

Los soldados observaban a Travin con atención. Observaban y esperaban. Por fin, Travin medio se agachó, medio se cayó, y los soldados le dispararon allí mismo, con los pantalones aún bajados. Travin rodó por el asfalto y quedó vuelto hacia el cielo con una repulsiva mueca en el rostro, digno de compasión. Alguien vomitó ruidosamente y recibió un aviso. A Garraty le sonó como si el muchacho estuviera vomitando todas sus entrañas.

—Ése será el siguiente —musitó Harkness.

—Cállate —replicó Garraty—. ¿No puedes estar callado un rato?

Nadie respondió. Harkness pareció avergonzado y empezó a limpiarse las gafas de nuevo. El muchacho que había vomitado no recibió más avisos.

Pasaron ante un grupo de adolescentes sentados sobre una manta y bebiendo coca-cola. Cuando reconocieron a Garraty, le dedicaron una prolongada ovación. Garraty se sintió incómodo. Una de las chicas tenía unos pechos enormes y su novio los observaba bailar al ritmo de sus gritos de ánimo. Garraty llegó a la conclusión de que estaba volviéndose un maníaco sexual.

—Mirad ese par de melones —dijo Pearson—. ¡Dios mío!

Garraty se preguntó si la muchacha sería virgen, como él.

Pasaron junto a un apacible lago, casi perfectamente circular y cubierto de una leve bruma. Parecía un espejo ligeramente empañado y, en la misteriosa espesura de plantas acuáticas que crecían en la orilla, una rana lanzó su ronco croar. Garraty se dijo que aquel lago era una de las cosas más hermosas que había visto en su vida.

—Maine es un estado endiabladamente grande —dijo Barkovitch un rato después.

—Ese tipo me resulta una auténtica lata —dijo McVries con tono solemne—. Ahora mismo, el único objetivo que tengo en la vida es resistir más que él.

Olson estaba rezando un avemaría.

Garraty le miró alarmado.

—¿Cuántos avisos tiene? —preguntó Pearson.

—Ninguno, que yo sepa —respondió Baker.

—Sí, pero no tiene buen aspecto.

—A estas alturas nadie lo tiene —añadió McVries.

Hubo un nuevo silencio. Garraty advirtió por primera vez que le dolían los pies. No sólo las piernas, que le venían causando problemas desde hacía tiempo, sino también los pies. Se dio cuenta de que, inconscientemente, había estado apoyándose en la parte externa de las plantas, pero de vez en cuando pisaba con el pie plano y daba un respingo. Cerró del todo la cremallera de la chaqueta y se subió las solapas para cubrirse el cuello. El aire seguía siendo húmedo y desapacible.

—¡Eh, mirad ahí! —exclamó McVries alegremente.

Todos miraron hacia la izquierda. Estaban pasando junto a un camposanto situado en la cima de una pequeña loma cubierta de hierba. Un muro de piedra rodeaba el recinto, y la niebla resbalaba lentamente entre las lápidas inclinadas. Un ángel con un ala rota les contempló con ojos vacíos. Desde lo alto de un asta oxidada y descascarada, recuerdo de alguna celebración patriótica, una ardilla les observaba gallardamente.

—Nuestro primer cementerio —dijo McVries—. Está de tu lado, Ray, así que pierdes todos tus puntos. ¿Recuerdas ese juego?

—Hablas demasiado —espetó Olson.

—¿Qué hay de malo en los cementerios, Henry? Son lugares bellos y recogidos, como dijo el poeta. Un buen ataúd impermeable…

—¡Cállate!

—¡Bah! —replicó McVries, cuya cicatriz se veía muy pálida a la agonizante luz del atardecer—. No dirás en serio que te afecta la idea de morir, ¿verdad, Olson? Como dijo también el poeta, no es tanto el morir como el permanecer tanto tiempo en la tumba. ¿Es eso lo que te molesta? —McVries se puso a imitar una fanfarria—. ¡Vamos, ánimo, muchacho! Llegará un día luminoso en que…

—Déjale en paz —le interrumpió Baker.

—¿Por qué? Olson intenta convencerse de que puede retirarse en el momento que le plazca. De que si cae y muere, no estará tan mal como todo el mundo imagina. Pues bien, no voy a tolerar que siga con eso.

—Aquí —dijo Garraty—, o muere él o mueres tú.

—Sí, lo sé —respondió McVries, dedicando a Garraty una de sus tensas y sesgadas sonrisas… Pero esta vez no había en ella asomo de humor. De pronto, McVries parecía furioso, y Garraty casi sintió temor—. Es él quien lo ha olvidado. Ese imbécil de ahí.

—No quiero seguir más con esto —declaró Olson—. Estoy harto.

—«Dispuesto a luchar» —repitió McVries, volviéndose hacia él—. ¿No fue eso lo que dijiste? Jódete, pues. ¿Por qué no te dejas caer y así acabas de una vez?

—Déjale en paz —dijo Garraty.

—Escucha, Ray…

—No, escucha tú. Ya basta con un Barkovitch. Deja a Olson que lo haga a su modo. Nada de boy scouts, ¿recuerdas?

—Está bien, Garraty. Tú ganas —aceptó McVries con una nueva sonrisa.

Olson no dijo nada y continuó su marcha irregular, alcanzándoles en ocasiones y retrasándose en otras.

A las seis y media la oscuridad era ya total. Caribou, que estaba ahora a menos de diez kilómetros, aparecía en el horizonte como un mortecino resplandor. Parecían haberse ido todos a casa para cenar. La niebla estaba helada en torno a los pies de Ray Garraty, y se cernía sobre las colinas como banderas fantasmagóricas y flácidas. Las estrellas resplandecían cada vez más en el firmamento: Venus brillaba sin parpadear, y la Osa Menor ocupaba su posición habitual. Garraty siempre había destacado en la localización de las constelaciones. Señaló Casiopea a Pearson, que sólo respondió con un gruñido.

Se puso a pensar en Jan, su chica, y sintió remordimientos al recordar a la chica que había besado junto a la carretera. Ya no recordaba exactamente el aspecto de la muchacha, pero sabía que ésta le había excitado… ¿Qué habría sucedido si hubiera intentado ponerle la mano en la entrepierna? Sintió como un resorte en su propia entrepierna, que le hizo inclinarse un poco al caminar.

Jan tenía el cabello muy largo, casi hasta la cintura. Había cumplido los dieciséis y sus pechos no eran tan grandes como los de la chica a la que había besado. Garraty había jugueteado mucho con los pechos de Jan, y aquello le volvía loco. Ella no le habría permitido hacerle el amor, aunque deseaba acostarse con él, y él no habría sabido cómo convencerla. Garraty sabía que algunos chicos conseguían convencer a sus chicas para hacerlo, pero él no parecía tener la suficiente personalidad —o voluntad— para lograrlo. Se preguntó cuántos Marchadores serían vírgenes. Gribble había llamado asesino al Comandante. ¿Gribble sería virgen? Se contestó que probablemente sí.

Cruzaron el límite municipal de Caribou. Había allí una muchedumbre y una unidad móvil de una cadena de televisión. Era como sumergirse de pronto en una cálida laguna iluminada, vadeándola y saliendo de nuevo a tierra firme.

Un obeso periodista vestido de traje y corbata echó a trotar junto a los Marchadores, plantando su micrófono ante los labios de diversos participantes. Detrás del periodista, dos técnicos se afanaban en desenroscar el carrete del cable eléctrico.

—¿Cómo te sientes?

—Bien. Creo que me siento bien.

—¿Estás cansado?

—Sí, claro, ya sabe… pero todavía me siento bien.

—¿Crees que tienes posibilidades?

—No lo sé… Supongo que sí. Todavía me siento bastante fuerte.

El periodista preguntó a Scramm, un muchacho fuerte como un toro, qué opinaba de la Larga Marcha. Scramm sonrió, dijo que era la cosa más grande y jodida que había visto nunca, y el periodista indicó a los técnicos que cortaran.

Poco después, el entrevistador se quedó sin cable y empezó a retroceder hacia la unidad móvil, intentando no tropezar con el cable extendido. La multitud, atraída tanto por el equipo de televisión como por los propios Marchadores, animaba a éstos con entusiasmo y hacía ondear rítmicamente carteles con la efigie del Comandante, sujetos a unas estacas tan recientes que todavía rezumaban savia. Cuando las cámaras enfocaron a los espectadores, éstos aplaudieron aún más frenéticamente, mientras saludaban a tía Betty y tío Fred, que les estarían viendo.

Doblaron un recodo y pasaron frente a una tienda cuyo propietario, un hombrecillo que lucía una bata blanca llena de manchas, había instalado un refrigerador con refrescos bajo un cartel en el cual se leía: ¡OBSEQUIO DE LA CASA PARA LOS MARCHADORES. CORTESÍA DE ALMACENES EV’S! Un coche patrulla estaba aparcado en las inmediaciones y dos agentes explicaban pacientemente a Ev, como sucedía sin duda cada año, que iba contra el reglamento que los espectadores ofrecieran a los Marchadores ayuda o asistencia de ningún tipo, incluido refrescos.

Pasaron ante la Compañía Papelera de Caribou, un edificio enorme ennegrecido por el hollín y situado junto a un sucio río. Los obreros estaban alineados ante la verja exterior, aplaudiendo con rostros sonrientes y saludando a los competidores. Cuando hubo pasado el último Marchador —Stebbins—, sonó una sirena y Garraty, volviendo la mirada atrás, les vio regresar en bloque al interior de la fábrica.

—¿Te ha preguntado algo? —preguntó a Garraty una voz estridente.

Con una sensación de gran lasitud, Garraty volvió la vista hacia Gary Barkovitch.

—¿Quién?

—El periodista, idiota. ¿Te ha preguntado cómo te sentías?

—No, no ha llegado hasta mí.

Deseaba que Barkovitch se alejara. Deseaba que el dolor de las plantas de los pies se alejara también.

—Pues a mí sí me ha preguntado —prosiguió Barkovitch—. ¿Y sabes qué le he dicho?

—No. ¿Qué?

—Le he dicho que me siento estupendamente —respondió Barkovitch con aire agresivo. Todavía llevaba el gorro para la lluvia colgando del bolsillo trasero—. Le he dicho que me siento realmente fuerte, dispuesto a seguir eternamente. ¿Y sabes qué más le he dicho?

—¡Cállate ya! —dijo Pearson.

—¿Quién te ha dado vela en este entierro, estúpido larguirucho? —replicó Barkovitch.

—Lárgate —masculló McVries—. Me das dolor de cabeza.

Adoptando nuevamente su aire ofendido, Barkovitch les dejó atrás y se situó a la altura de Collie Parker.

—¿Te ha preguntado algo…?

—Lárgate o te arranco la nariz —gruñó Collie Parker.

Barkovitch se apartó rápidamente. Se decía de Collie Parker que era un mezquino hijo de perra.

—Ese tipo me saca de mis casillas —dijo Pearson.

—A Barkovitch le encantaría saberlo —murmuró McVries—. Le gusta. Le oí decir también al periodista que bailaría sobre un montón de tumbas. Y lo decía en serio. Eso es lo que le hace seguir adelante.

—La próxima vez que se acerque a mí le pondré la zancadilla —dijo Olson.

Su voz sonaba apagada y consumida.

—No —replicó McVries—. Consejo número 8: «No molestar a los demás Marchadores».

—¿Sabes dónde puedes meterte ese consejo número 8? —repuso Olson con una pálida sonrisa.

—Cuidado —sonrió McVries—, ya empiezas a pasarte otra vez.

A las siete de la tarde, el ritmo del grupo, que llevaba bastante rato rozando el mínimo, comenzó a avivarse ligeramente. Hacía frío, y si uno caminaba más aprisa, entraba mejor en calor. Pasaron bajo el paso elevado de una autopista y varias personas les vitorearon con la boca llena de golosinas procedentes del tenderete situado junto a la rampa de salida, cerca del peaje.

—Tomaremos esa autopista más adelante, ¿verdad? —preguntó Baker.

—En Oldtown —asintió Garraty—. Aproximadamente dentro de ciento noventa kilómetros.

Harkness emitió un silbido entre dientes.

Poco después llegaron al centro de la ciudad de Caribou. Estaban a 70 kilómetros de la salida.