Bueno, Helen, aquí tienes el dinero. Es tuyo y puedes quedártelo. Salvo que prefieras cambiarlo por lo que hay detrás de la cortina, naturalmente. MONTY HALL Hagamos un trato |
—Soy Harkness, número 49. Y tú eres Garraty, número 47. ¿Correcto?
Garraty contempló a Harkness, un muchacho con gafas y el cabello cortado al estilo militar. Harkness tenía el rostro colorado y sudoroso.
—Soy Garraty, en efecto.
Harkness llevaba un bloc de notas. Escribió el nombre y el número de Garraty. Su caligrafía era extraña e irregular, debido al esfuerzo de escribir caminando. Harkness fue a tropezar con un tipo llamado Collie Parker, quien le dijo que se fijara dónde ponía sus condenados pies. Garraty sonrió.
—Estoy apuntando los nombres y números de cada uno —explicó Harkness.
Cuando alzó el rostro, el sol de media mañana se reflejó en los cristales de sus gafas y Garraty tuvo que entrecerrar los ojos para verle las facciones. Eran las 10.30 y estaban a 13 kilómetros de Limestone. Sólo quedaban 3 kilómetros para batir el récord de máxima distancia recorrida por un grupo de Marchadores sin sufrir bajas.
—Supongo que te preguntarás por qué estoy apuntando todos los nombres y números —dijo Harkness.
—Será que perteneces a los Escuadrones —se mofó Olson.
—No. Voy a escribir un libro —informó Harkness, complacido—. Cuando esto termine, voy a escribir un libro.
—Di mejor que si ganas escribirás ese libro —murmuró Garraty con una sonrisa.
Harkness se encogió de hombros.
—Sí, tienes razón. Pero imagínatelo: un libro sobre la Larga Marcha desde el punto de vista de un participante puede convertirme en un hombre rico.
McVries soltó una carcajada.
—Si ganas no necesitarás escribir un libro para hacerte rico, ¿no crees?
—Bueno… supongo que no —concedió Harkness frunciendo el entrecejo—. Pero sigue siendo una idea fantástica para un libro.
Siguieron avanzando y Harkness continuó tomando nombres y números. La mayoría de los Marchadores colaboraba sin problemas, burlándose del «gran libro» que aquél pensaba escribir.
Llevaban ya casi diez kilómetros recorridos. Corrió el rumor de que iban a batir el récord. Garraty se preguntó por un instante qué interés podían tener en batir marca alguna. Cuanto antes empezara a haber bajas entre los participantes, mayores serían las posibilidades para los que quedaran. Supuso que era una cuestión de orgullo. También corrió el rumor de que la previsión del tiempo anunciaba chubascos con aparato eléctrico para la tarde. Garraty supuso que alguien tenía un transistor. Si el rumor era cierto, se trataba de una mala noticia. Los chubascos de primeros de mayo no eran precisamente cálidos.
Siguieron caminando.
McVries marchaba con el paso firme, la cabeza levantada y los brazos en un ligero balanceo. Había probado a caminar por el arcén, pero había decidido no luchar más con la tierra suelta y la gravilla. No había recibido ningún aviso y no mostraba el menor signo de que el macuto le causara problemas o le provocara rozaduras. Sus ojos buscaban siempre el horizonte. Cuando pasaban por los pequeños núcleos de población, siempre saludaba con la mano y abría en una amplia sonrisa sus finos labios. No daba la menor muestra de cansancio.
Baker caminaba cerca de él con paso relajado, en una especie de marcha atlética doblando las rodillas. Llevaba la chaqueta colgada del hombro, balanceándola ociosamente, sonreía a la gente que le señalaba y, de vez en cuando, silbaba un fragmento de alguna canción. Garraty pensó que Baker tenía aspecto de poder continuar eternamente.
Olson ya no hablaba tanto como al principio y, cada pocos instantes, doblaba una rodilla con gesto rápido. En cada ocasión, Garraty podía captar un crujido en la articulación. Olson iba ligeramente rígido, apreció Garraty. Empezaba a mostrar el desgaste de los diez kilómetros recorridos. Garraty calculó que una de las cantimploras de Olson debía de estar ya casi vacía; dentro de poco, tendría que detenerse a orinar.
Barkovitch seguía con su paso inconstante, ya delante del grupo principal, como si quisiera dar alcance a los Marchadores de vanguardia, ya retrasándose hacia la posición de Stebbins, en la cola del pelotón. Consiguió borrar uno de los tres avisos y volvieron a señalárselo cinco minutos después. Garraty llegó a la conclusión de que a Barkovitch le gustaba estar siempre al borde del abismo.
Stebbins continuaba caminando sin compañía. Garraty no le había visto hablar con nadie. Se preguntó si Stebbins estaría cansado o si era solitario por naturaleza. Seguía convencido de que Stebbins quedaría fuera de competición muy pronto, quizá el primero, aunque no sabía muy bien por qué lo creía. Stebbins se había despojado de su viejo suéter verde y llevaba su último emparedado de jalea en la mano. No miraba a nadie y su rostro era una máscara.
Siguieron caminando.
La carretera se cruzaba con otra y varios agentes retenían el tráfico de ésta mientras pasaban los Marchadores. Los agentes saludaron a cada Marchador, y un par de competidores, seguros de su impunidad, les dedicaron gestos burlones. A Garraty no le pareció correcto. Sonrió e hizo un gesto con la cabeza para saludar a los policías; después se preguntó si los agentes pensarían que estaban todos locos.
Los coches hicieron sonar sus bocinas y, en ese instante, una mujer empezó a gritar el nombre de su hijo. La mujer había aparcado su automóvil junto a la carretera, evidentemente a la espera de que apareciera el muchacho, confirmando que aún seguía en la Marcha.
—¡Percy! ¡Percy!
Era el número 31. El muchacho se sonrojó y lanzó a su madre un breve saludo con la mano. Después apretó el paso, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante. La mujer intentó saltar a la calzada. Los vigilantes situados en la cubierta superior del vehículo oruga parecieron alertarse, pero uno de los agentes de tráfico tomó a la mujer por el brazo y la retuvo. Después, la carretera trazaba una curva y el cruce quedó fuera de la vista.
Los Marchadores atravesaron un puente de tablones, bajo el cual corría gorgoteante un arroyuelo. Garraty se acercó al pretil y, al asomarse por encima de éste, captó por un instante la imagen distorsionada de su propio rostro.
Dejaron atrás la señal de LIMESTONE 11 KM y, poco después, pasaron bajo una pancarta de bienvenida: LIMESTONE RECIBE CON ORGULLO A LOS MARCHADORES. Garraty calculó que debía de quedar poco más de un kilómetro para batir el récord.
Entonces llegaron nuevos rumores, esta vez referidos a un muchacho llamado Curley, el número 7. Curley tenía un calambre y había recibido ya el primer aviso. Garraty imprimió un poco más de velocidad a su avance y se puso al paso con McVries y Olson.
—¿Dónde está?
Olson señaló con el pulgar a un chico enjuto y larguirucho que vestía vaqueros. Curley había intentado dejarse patillas, pero no había tenido éxito. Sus facciones flacas y graves presentaban ahora unas arrugas de absoluta concentración, y su mirada estaba fija en su pantorrilla derecha, a la que prestaba solícitos cuidados. Estaba perdiendo terreno, y su rostro lo reflejaba.
—¡Aviso! ¡Segundo aviso, número 7!
Curley empezó a forzar el ritmo para avanzar más rápido. Jadeaba ligeramente, y a Garraty le pareció que ello se debía tanto al esfuerzo como al miedo que sentía. Garraty perdió la noción del tiempo y se olvidó de todo, salvo de Curley. Le vio luchar y se dio cuenta, un tanto aturdido, de que aquella lucha podía ser la suya una hora después, o al día siguiente.
Era lo más fascinante que había visto nunca.
Curley fue retrasándose lentamente y se señalaron varios avisos a otros Marchadores antes de que el grupo advirtiera que estaban acomodándose a la velocidad de Curley, absortos por las dificultades de éste. Eso significaba que Curley estaba muy cerca del límite.
—¡Aviso! ¡Tercer aviso, número 7!
—¡Tengo un calambre! —gritó Curley con voz ronca—. ¡No es justo si uno sufre un calambre!
Ahora estaba casi a la altura de Garraty, quien pudo apreciar que Curley estaba aplicándose un masaje en la pantorrilla desesperadamente, y Garraty casi pudo olfatear el pánico que despedía Curley a oleadas. Era como el aroma de un limón maduro recién cortado.
Garraty empezó a distanciarse de él, dejándole atrás, y al cabo de un momento oyó exclamar al muchacho:
—¡Gracias a Dios! ¡Está relajándose!
Nadie dijo nada. Garraty sintió una mezcla de disgusto y rencor. Sabía que era un sentimiento mezquino y poco deportivo, pero deseaba estar seguro de que le daban el pasaporte a alguien antes que a él. ¿Quién querría ser el primero en hundirse?
El reloj de Garraty marcaba las 11.05. Calculó que eso significaba que habían batido el récord, contando dos horas a 6,5 kilómetros por hora. Pronto estarían en Limestone. Vio que Olson volvía a flexionar las rodillas, primero una y luego la otra. Picado por la curiosidad, le imitó. Las articulaciones de las rodillas crujieron audiblemente y Garraty se sorprendió al apreciar su rigidez. En cambio, los pies seguían sin molestarle. Al menos, eso iba bien.
Pasaron ante un camión de leche aparcado a la entrada de un pequeño camino de tierra. El lechero estaba sentado sobre el capó y agitaba las manos con aire bonachón.
—¡Adelante, muchachos!
Garraty se sintió furioso y con ganas de gritarle: «¿Por qué no levantas ese culo gordo y vienes con nosotros?». Sin embargo, el lechero tenía más de dieciocho años; de hecho, parecía haber cumplido ya los treinta. Era viejo.
—Muy bien, chicos, cinco minutos de descanso —exclamó de pronto Olson, coreado por algunas risas.
El camión de la leche desapareció de la vista. Empezaban a sucederse los cruces de carreteras, y había más policías y más gente animando a los competidores con gestos y toques de bocina. Algunos lanzaban confeti, y Garraty empezó a sentirse importante. Al fin y al cabo, era el Marchador «local», pues había nacido y vivido siempre en Maine.
De pronto, Curley lanzó un grito. Garraty miró hacia atrás. Curley estaba doblado, sosteniéndose la pierna con las manos y aullando. De algún modo, increíblemente, aún seguía caminando, pero muy despacio. Demasiado despacio.
Todo pareció enlentecerse entonces, como para igualar la velocidad a la que avanzaba Curley. Los soldados situados en la parte trasera del vehículo oruga alzaron sus armas. La muchedumbre permaneció expectante, como si no supiera qué iba a suceder a continuación. Los Marchadores también se quedaron sin aliento, como si ellos tampoco lo supieran. Y Garraty se quedó sin resuello con los demás, pero sí lo sabía: todos lo sabían. Era muy sencillo: a Curley iban a darle el pasaporte.
Los seguros de las armas saltaron. Los competidores se apartaron de Curley, temerosos. De pronto, el muchacho se encontró solo sobre el asfalto bañado por el sol.
—¡No es justo! —gritó Curley—. ¡No es justo!
Los Marchadores penetraron en una zona arbolada que daba sombra, algunos de ellos mirando todavía hacia atrás y el resto con la mirada fija al frente, temerosos de mirar. Garraty estaba entre los primeros. Él tenía que mirar. El grupo disperso de espectadores estaba sumido en el silencio, como si alguien sencillamente los hubiera desconectado.
—¡No es…!
Cuatro fusiles abrieron fuego con estrépito. El estampido se alejó como el ruido de las bolas lanzadas en una bolera, reverberó en las colinas y regresó.
La cabeza de Curley desapareció en un amasijo de sangre, sesos y fragmentos de cráneo. El resto del cuerpo cayó sobre la línea blanca, inerte.
Quedaban 99, pensó Garraty amargamente. Noventa y nueve botellas de cerveza en la estantería, y si una de ellas caía por alguna razón… ¡Oh, Señor…!
Stebbins pasó por encima del cuerpo caído. Uno de sus pies resbaló ligeramente en un charco de sangre y la siguiente pisada dejó en el suelo una huella sangrienta, como una fotografía de portada de una historia de detectives. Stebbins no miró siquiera lo que había quedado de Curley, y su rostro no cambió de expresión. Tú, Stebbins, pequeño cerdo. Se suponía que ibas a ser el primero en recibir el pasaporte, ¿no lo sabías?, pensó Garraty. Después apartó la mirada. No quería sentirse mal. No quería vomitar.
Junto a un pequeño Volkswagen una mujer ocultó el rostro entre las manos mientras emitía ruidos guturales. Garraty podía ver su ropa interior debajo del vestido. Era de color azul. Inexplicablemente, descubrió que volvía a estar excitado. Un tipo gordo y calvo contemplaba el cuerpo de Curley mientras se frotaba frenéticamente una verruga junto a la oreja. El hombre se humedeció los grandes y gruesos labios y siguió mirando y frotándose la verruga. Todavía miraba cuando Garraty dejó de divisarle.
Siguieron caminando.
Garraty se encontró de nuevo al lado de Olson, Baker y McVries. Iban agrupados, como para protegerse. Todos llevaban la mirada fija al frente. Sus rostros aparecían absolutamente inexpresivos. El eco de los disparos parecía seguir todavía en el aire quieto de la mañana. Garraty seguía pensando en la huella sangrienta que había impreso en el asfalto la zapatilla de Stebbins. Se preguntó si todavía seguiría dejando el rastro rojo y casi volvió la cabeza para mirar, pero se dijo que ya bastaba de estupideces. Sin embargo, no podía dejar de pensar en lo sucedido. Se preguntó si a Curley le habría dolido, si se habría enterado cuando las balas con punta de gas alcanzaban su objetivo o si, sencillamente, había estado vivo en un segundo dado, y muerto en el siguiente.
Pero era evidente que le había dolido. Le había dolido antes, de la peor manera, al advertir que él dejaría de existir mientras el universo seguiría girando igual que siempre, intacto e insensible.
Llegó el rumor de que habían cubierto casi 14,5 kilómetros antes de que le dieran el pasaporte a Curley. Se decía que el Comandante estaba muy contento. Garraty se preguntó cómo diablos podía saber nadie dónde estaba el Comandante.
Miró hacia atrás deseando saber qué harían con el cuerpo de Curley, pero ya habían doblado otra curva.
—¿Qué llevas en ese macuto? —preguntó Baker a McVries.
Se había esforzado por mantener un tono estrictamente neutro, pero le salió una voz aguda y chillona, casi quebrada.
—Una camiseta de repuesto —respondió McVries—. Y algunas hamburguesas crudas.
—¡Hamburguesas crudas! —exclamó Olson con cara de asco.
—Contienen una buena dosis de energía rápida —dijo McVries.
—Tú has perdido un tornillo. Eso te hará vomitar.
McVries se limitó a sonreír.
Garraty casi deseó haber llevado también unas hamburguesas crudas. No sabía nada acerca de energías de asimilación rápida, pero le encantaba la hamburguesa cruda. Era superior a las barras de chocolate y a los concentrados. De pronto, se acordó de sus galletas pero, tras lo sucedido con Curley, no se sentía muy hambriento. Después de aquello, ¿quién podía pensar en comer una hamburguesa cruda?
La noticia de que un Marchador había recibido el pasaporte se difundió entre los espectadores y, por alguna razón, éstos empezaron a animar con más fuerza. Los aplausos crepitaban como palomitas de maíz. Garraty se preguntó si daría mucha vergüenza ser abatido delante de la gente, pero llegó a la conclusión de que en tal circunstancia nada importaría demasiado. A Curley no había parecido importarle, desde luego. Lo peor sería tener que hacer sus necesidades en público. Eso sería espantoso. Garraty procuró no pensar más en ello.
Las manecillas del reloj señalaban las doce en punto. Cruzaron un puente de hierro oxidado, tendido sobre una profunda garganta seca, y al otro lado encontraron un nuevo cartel: LÍMITE DE LA CIUDAD DE LIMESTONE. ¡BIENVENIDOS, MARCHADORES!
Algunos muchachos vitorearon, pero Garraty se ahorró el esfuerzo.
La carretera se hizo más ancha y los Marchadores se distribuyeron cómodamente por ella, haciendo los grupos menos compactos. Después de todo, Curley quedaba ya cinco kilómetros atrás.
Garraty sacó las galletas y por un instante sostuvo el paquete envuelto en papel de aluminio. Recordó con añoranza a su madre, pero apartó el pensamiento. Volvería a ver a su madre y a Jan en Freeport. Era una promesa. Engulló una galleta y se sintió mejor.
—¿Sabes una cosa? —dijo McVries.
Garraty movió la cabeza, bebió un trago de la cantimplora y saludó con la mano a una pareja de ancianos sentada al borde de la carretera con un pequeño cartón en el que se leía su nombre: «GARRATY».
—No tengo la menor idea de qué querré hacer si gano —explicó McVries—. No hay nada que necesite de verdad. Quiero decir que no tengo una madre anciana y enferma esperando en casa, o un padre en la máquina de diálisis, ni nada semejante. Ni siquiera tengo un hermano pequeño agonizando a causa de una leucemia.
Emitió una risita y quitó el tapón de su cantimplora.
—Ahí tienes una razón —indicó Garraty.
—Querrás decir que no la tengo. Todo este asunto carece de sentido para mí.
—Bromeas —repuso Garraty, confiado—. Si tuvieras que empezar de nuevo…
—Sí, ya sé. Volvería a hacerlo, pero…
—¡Eh! —El chico que iba delante de ellos, Palmer, soltó una exclamación y señaló hacia adelante—. Aceras.
Estaban entrando en la ciudad propiamente dicha. Una serie de hermosas casas, apartadas de la carretera, les veían pasar desde su ventajoso punto de observación en lo alto de unos cuidados céspedes. Los jardines estaban repletos de gente que animaba y saludaba a los competidores. A Garraty le pareció que todos los espectadores estaban sentados. Sentados en el suelo, en sillas campestres como las del par de viejos de la gasolinera que habían dejado atrás a primera hora de la mañana, o en mesas de picnic. Incluso sentados en columpios o en mecedoras. Garraty sintió una punzada de rabia mezclada con envidia.
Levantaos y moved esos culos. No volveré a responder a los saludos. No seré tan estúpido. Consejo número 13: Conservar las energías siempre que sea posible, se dijo.
Sin embargo, decidió que era una tontería por su parte. La gente pensaría que se estaba volviendo huraño. Al fin y al cabo, él era el representante de Maine. Decidió contestar a los saludos del público que llevara carteles con su nombre. Y a todas las chicas bonitas.
Las aceras y los cruces de calles se sucedieron. Sycamore Street, Clark Avenue, Exchange Street y Juniper Lane. Pasaron frente a una tienda de ultramarinos con un gran anuncio de cerveza en el escaparate, y frente a una tienda de artículos variados cubierto de fotografías del Comandante.
Las aceras estaban llenas de gente, pero no tanto como Garraty había calculado. Se sintió un poco disgustado. Sabía que las auténticas multitudes aparecerían más adelante, pero de momento resultaba un poco frustrante. Y el pobre Curley se había perdido incluso aquello.
El jeep del Comandante apareció por una calle transversal y avanzó lentamente hacia el grupo principal de Marchadores. La vanguardia quedaba todavía a cierta distancia.
De la multitud se levantó una ovación. El Comandante asintió con la cabeza, sonrió y devolvió el saludo al público. Después se volvió marcialmente a la izquierda y saludó a los muchachos. Garraty notó un escalofrío en la columna vertebral. Las gafas de sol del Comandante refulgían bajo el sol de primera hora de la tarde.
El Comandante se llevó a los labios el altavoz portátil.
—Estoy orgulloso de vosotros, muchachos. ¡Muy orgulloso!
Desde algún lugar a su espalda, Garraty oyó que una voz decía por lo bajo:
—Mierda para ti.
Garraty se volvió, pero detrás de él sólo había un grupito de cuatro o cinco chicos que observaban atentamente al Comandante (uno de ellos se dio cuenta de que estaba saludando y bajó la mano, avergonzado), y Stebbins. Éste ni siquiera parecía prestar atención al Comandante.
El jeep se alejó. Un instante después, el Comandante había desaparecido.
Llegaron al centro de Limestone hacia las doce y media. Garraty seguía disgustado. La ciudad parecía muy pequeña. Había un barrio comercial con tres tiendas de coches de segunda mano, un McDonalds, un Burger King, un Pizza Hut y un aparcamiento comercial. Eso era todo el centro de Limestone.
—No es un sitio muy grande, ¿verdad? —dijo Baker.
Olson se echó a reír.
—Probablemente es un buen sitio para vivir —replicó Garraty.
—Dios me libre de buenos sitios como éste —respondió McVries, con una sonrisa en los labios.
—Me gustaría saber qué prefieres —repuso Garraty.
A la una, Limestone era ya sólo un recuerdo. Un muchachito con aire fanfarrón, vestido con unos pantalones de peto llenos de remiendos, anduvo junto a los Marchadores durante casi dos kilómetros. Después se sentó a verles pasar.
El terreno se hizo más irregular. Garraty sintió las primeras gotas de auténtico sudor que despedía su cuerpo en todo el día. Tenía la camisa pegada a la espalda. A la derecha se estaban formando nubes de tormenta, pero todavía quedaban muy lejos. La leve brisa que se había levantado les ayudaba un poco.
—¿Cuál es la siguiente ciudad importante, Garraty? —preguntó McVries.
—Caribou, me parece.
Se preguntó si Stebbins habría terminado ya su último emparedado. Aquel muchacho se había convertido en una obsesión para Garraty. Se le había metido en la cabeza como uno de esos estribillos musicales que uno repite incesantemente.
Era la una y media. La Larga Marcha había recorrido ya 29 kilómetros.
—¿Y a cuánto está Caribou?
Garraty se preguntó por el récord de distancia recorrida con sólo una baja entre los Marchadores; 29 kilómetros parecía una buena marca. Parecía una distancia de la que un hombre podía sentirse satisfecho. Ya he recorrido 29 kilómetros, pensó.
—Te he preguntado a cuánto… —insistió McVries.
—A unos cincuenta kilómetros de aquí.
—¡Cincuenta! —musitó Pearson—. ¡Dios mío!
—Es una ciudad mayor que Limestone —informó Garraty, a la defensiva, Dios sabía por qué.
Acaso porque allí iban a morir muchos chicos. Todos, quizá. Probablemente todos. Sólo seis Largas Marchas en la historia habían terminado en la frontera del estado con New Hampshire, y sólo una había entrado en Massachusetts. Los expertos habían dicho que era como cuando Wilt Chamberlain encestó 112 puntos en un partido. Era un récord que jamás sería igualado. Quizá también él moriría allí. Pero eso era diferente. Era su tierra natal. Imaginó que al Comandante le gustaría algo así. «Murió en su tierra natal», podría decir.
Se llevó la cantimplora a los labios y comprobó que estaba vacía.
—¡Cantimplora! —gritó—. ¡Cantimplora para el número 47!
Uno de los soldados saltó del vehículo oruga y le llevó una nueva ración de agua. Cuando el soldado se volvió, Garraty tocó el fusil que llevaba colgado a la espalda. Lo hizo con gesto furtivo, pero McVries se fijó en ello.
—¿Por qué has hecho eso?
Garraty sonrió, sintiéndose algo confuso.
—No lo sé. Es como tocar madera, quizá.
—Eres un encanto —murmuró McVries.
Apretó un poco el paso y se unió a Olson, dejando solo a Garraty, quien se sintió aún más confuso.
El número 93 (Garraty ignoraba su nombre) le superó por la derecha. Llevaba la mirada fija en sus pies y movía los labios sin emitir sonido alguno. Iba contando sus pasos y zigzagueaba ligeramente.
—Hola —dijo Garraty.
El número 93 se encogió al oírle. Sus ojos tenían un aire inexpresivo, parecido al que había visto en los de Curley cuando éste empezó a perder la batalla contra el calambre de su pierna. Está cansado, pensó Garraty. Lo sabe y está asustado. De pronto, Garraty sintió que el estómago le daba un vuelco y luego recuperaba lentamente la normalidad.
Ahora, avanzaban dejando sus sombras a un lado. Eran las dos menos cuarto. Parecía haber transcurrido un mes desde las nueve de la mañana, desde el frío matinal, desde que estaban todos sentados en la hierba a la sombra.
Antes de las dos volvieron a llegar rumores. Garraty estaba asistiendo a una lección práctica sobre «psicología del rumor». Alguien se enteraba de algo y, rápidamente, la noticia se extendía por el grupo. Los rumores eran creados boca a boca: Parece que va a llover. Va a llover muy pronto. Está cayendo un chaparrón. Diluvia. Sin embargo, era curioso que el rumor llevara razón con tanta frecuencia. Y cuando llegaba el de que alguien estaba perdiendo el ritmo, de que alguien estaba en dificultades, resultaba cierto.
Esta vez llegó el rumor de que el número 9, Ewing, tenía ampollas en los pies y había recibido dos avisos. Muchos Marchadores habían recibido ya algún aviso, pero eso era normal. El rumor decía que las cosas se ponían mal para Ewing.
Garraty pasó la noticia a Baker y éste pareció sorprenderse.
—¿El negro? —exclamó—. ¿Ese tipo tan negro que casi parece azul?
Garraty contestó que ignoraba si Ewing era negro o blanco.
—Sí, es negro —confirmó Pearson señalando a Ewing.
Garraty observó el sudor que perlaba las facciones de Ewing. Con un sentimiento cercano al horror, Garraty apreció que el muchacho llevaba zapatillas con suela de caucho.
Consejo número 3: «No usar zapatillas con suela de caucho. En una Larga Marcha, nada provoca tantas ampollas en los pies, y tan deprisa, como esa clase de zapatillas».
—Ewing viajó con nosotros hasta aquí. Viene de Texas.
Baker apretó un poco el paso hasta que llegó a la altura de Ewing y habló con éste un buen rato. Después cedió terreno nuevamente, poco a poco, evitando que le dieran un aviso. Al llegar junto a Garraty, tenía el rostro demacrado.
—Empezaron a salirle ampollas a tres kilómetros de la salida. Al pasar por Limestone empezaron a reventársele, y ahora se le está haciendo pus en las llagas.
Todos escucharon las novedades en silencio. Garraty pensó de nuevo en Stebbins. Éste llevaba zapatillas de tenis, y quizá en aquel mismo instante tenía también alguna ampolla.
—¡Aviso! ¡Aviso, número 9! ¡Tercer aviso, número 9!
Los soldados observaban con atención a Ewing. También los restantes Marchadores. El muchacho era el centro de todas las miradas. La espalda de su camiseta, de un blanco deslumbrante sobre su negra piel, tenía una mancha grisácea de sudor desde la nuca hasta el pantalón. Garraty pudo apreciar la musculatura de su espalda meciéndose al caminar. Ewing tenía músculos suficientes para resistir muchos días, pero Baker había dicho que tenía los pies llenos de pus. Ampollas y calambres. Garraty se estremeció. Eso significaba una muerte próxima. Todos aquellos músculos, todo aquel entrenamiento, eran incapaces de superar a las ampollas o los calambres.
¿En qué diablos estaría pensando Ewing al calzarse aquellas malditas zapatillas con suela de caucho?
Barkovitch se acercó a Garraty y Baker. También él estaba observando a Ewing.
—¡Ampollas! —exclamó, como si la palabra fuera un insulto peor que meterse con la madre de alguien—. ¿Qué diablos podía esperarse de un estúpido negro?
—Lárgate —contestó Baker sin alzar la voz—. Lárgate o te atizo.
—Eso va contra las normas —replicó Barkovitch con una sonrisa—. Tenlo en cuenta, capullo.
Sin embargo, hizo caso de la advertencia y se alejó. Fue como si se llevara consigo una pequeña nube ponzoñosa.
Las dos en punto se convirtieron en las dos y media. Sus sombras fueron haciéndose alargadas. Ascendieron una larga colina y, desde la cima, Garraty divisó a lo lejos unas montañas de poca altura, imprecisas y azules. La masa nubosa que se estaba formando hacia el oeste parecía más oscura, y la brisa había aumentado. A Garraty se le puso la piel de gallina mientras se le iba secando el sudor.
Un grupo de hombres reunidos en torno a una caravana Ford les vitorearon alocadamente. Los tipos estaban muy bebidos. Todos los Marchadores respondieron al saludo, incluso Ewing. Eran los primeros espectadores que encontraban desde aquel muchachito de aspecto fanfarrón con los pantalones llenos de remiendos.
Garraty abrió un tubo de alimento concentrado y engulló su contenido. Sabía ligeramente a cerdo. Pensó en la hamburguesa de McVries. Imaginó un gran pastel de chocolate con una cereza encima. Imaginó unas sabrosas tortas dulces. Por alguna estúpida razón, le apetecían unos crépes rellenos de jalea de manzana, el almuerzo que su madre le preparaba siempre a su padre cuando salía de caza en noviembre.
Ewing se ganó la fosa unos diez minutos después.
Se había situado entre un grupo de Marchadores, cuando bajó del ritmo mínimo por cuarta y definitiva vez. Quizá pensó que los demás le protegerían. Los soldados hicieron bien su trabajo. Eran expertos. Apartaron a los restantes muchachos y arrastraron a Ewing hacia el arcén. Ewing intentó resistirse, pero no mucho. Uno de los soldados le asió los brazos a la espalda mientras el otro apoyaba el fusil en su cabeza y disparaba. Una pierna del infortunado muchacho se agitó convulsivamente.
—Tiene la sangre del mismo color que los demás —murmuró McVries.
Su voz pareció estentórea en el silencio que siguió a aquel solitario disparo. A McVries le temblaba la carótida, y algo pareció chasquear en su garganta.
Ya eran dos los eliminados. Las probabilidades aumentaban un poco para los restantes. Se oyeron de nuevo algunas conversaciones apagadas, y Garraty volvió a preguntarse qué hacían con los cuerpos.
¡Te preguntas demasiadas cosas!, se reprendió a sí mismo.
Y se dio cuenta de que estaba cansado.