Distingamos la verdad de la mentira —declaró Pazair—; y protejamos a los débiles para salvarlos de los poderosos.
Se abría la audiencia del tribunal del visir.
Tres acusados, Bagey, Bel-Tran y Silkis, tenían que responder de sus crímenes ante Pazair y un jurado compuesto por Kani, sumo sacerdote de Karnak, Kem, jefe de policía, un maestro de obras, una tejedora y una sacerdotisa de Hator. Debido a su estado de salud, la señora Silkis había sido autorizada a permanecer en casa.
El visir leyó la acusación, en la que no se omitía detalle alguno. Cuando Kem había comunicado a Silkis el texto que se refería a ella, la mujer se había encerrado en el mutismo, Bagey no manifestó emoción alguna y se desinteresó de las acusaciones que le formulaban; Bel-Tran protestó, gesticuló, injurió a sus jueces y alegó que había actuado correctamente.
Tras una breve deliberación, el jurado dictó su veredicto, que fue aprobado por Pazair.
—Bagey, Bel-Tran y Silkis, reconocidos culpables de conjura contra la persona del rey, perjurio, asesinato y complicidad con asesinato, traición y rebelión contra Maat, son condenados a muerte, en esta tierra y en el más allá. En adelante, Bagey se llamará «el cobarde»; Bel-Tran, «el ávido», y Silkis, «la hipócrita». Llevarán estos nombres por toda la eternidad. Como son enemigos de la luz, su efigie y su nombre serán dibujados con tinta fresca sobre una hoja de papiro que se atará a una figurilla de cera hecha a su imagen y semejanza, que será atravesada con una lanza, pisoteada y arrojada luego al fuego. De ese modo, cualquier rastro de los tres criminales desaparecerá, tanto de este mundo como del otro.
Cuando Kem llevó a Silkis el veneno para que ella misma ejecutara la sentencia, la camarera le informó de que había muerto poco tiempo después de haber sabido su nombre y el de sus cómplices. La hipócrita había fallecido en una última crisis de histeria; su cadáver fue quemado.
Bel-Tran había sido encarcelado en el cuartel que estaba al mando del general Suti; ocupaba una celda de muros blanqueados, en la que daba vueltas sin cesar, con los ojos clavados en la redoma de veneno que el jefe de policía había depositado en medio de la estancia. El ávido no quería darse muerte, pues eso lo aterrorizaba; cuando la puerta se abrió, pensó en arrojarse sobre el recién llegado, derribarlo y emprender la fuga. Pero la aparición lo dejó inmóvil.
Pantera, con el cuerpo cubierto de pinturas de guerra, lo amenazaba con una corta espada; en su mano izquierda llevaba una bolsa de cuero. La mirada de la joven era terrorífica; Bel-Tran retrocedió hasta apoyarse de espaldas en la pared.
—Siéntate.
Bel-Tran obedeció.
—¡Come y satisface tu avidez!
—¿Veneno?
—No, tu alimento preferido.
Apoyando la hoja en el cuello de Bel-Tran, lo obligó a abrir los labios y vertió en su boca el contenido de la bolsa, monedas griegas de plata.
—¡Sáciate, ávido, sáciate hasta la nada!
El sol estival se reflejaba en las caras de la gran pirámide de Keops, cubiertas de blanco calcáreo de Tura; todo el edificio se transformaba en un poderoso rayo petrificado cuya intensidad no soportaba mirada alguna.
Con las piernas hinchadas, la espalda encorvada, Bagey seguía penosamente a Ramsés; el visir cerraba la marcha. El trío franqueó el umbral del inmenso monumento y avanzó por un corredor ascendente. Jadeante, el asesino de Branir progresaba cada vez con mayor lentitud; subir por la gran galería fue un verdadero suplicio. ¿Cuándo acabaría aquella ascensión?
Tras haberse inclinado, a riesgo de romperse los riñones, penetró en una vasta sala de desnudas paredes, cuyo techo estaba formado por nueve gigantescas losas de granito. Al fondo había un sarcófago vacío.
—He aquí el lugar que tanto deseabas conquistar —dijo Ramsés—; tus cinco cómplices, que lo profanaron, ya han sido castigados; tú, cobarde entre los cobardes, contempla el centro energético del país, descifra el secreto del que querías apropiarte.
Bagey vaciló temiendo una trampa.
—Ve —ordenó el rey—; explora el lugar más inaccesible de Egipto.
Bagey se enardeció. Avanzó junto a la pared, como un ladrón, buscó en vano una inscripción, un escondrijo de objetos preciosos, y llegó al sarcófago, sobre el que se inclinó.
—Pero… ¡está vacío!
—¿No lo desvalijaron tus cómplices? Mira mejor.
—Nada… No hay nada.
—Estás ciego, vete pues.
—¿Irme?
—Sal de la pirámide, desaparece.
—¿Me dejáis partir?
El faraón permaneció silencioso. El cobarde penetró en el corredor bajo y estrecho y descendió por la gran galería.
—No he olvidado su condena a muerte, visir Pazair. Para los cobardes, el veneno más violento es la luz de mediodía; la que va a golpearle cuando salga de la pirámide lo aniquilará.
—¿No sois el único autorizado a penetrar en este santuario, majestad?
—Te has convertido en mi corazón, Pazair; ven junto al sarcófago.
Los dos hombres posaron sus manos en la piedra fundamental de Egipto.
—Yo, Ramsés, hijo de la luz, decreto que ningún cuerpo visible repose ya en este sarcófago. De este vacío nace la energía creadora, sin la que un reino sólo sería el mediocre gobierno de los hombres. Mira, visir de Egipto, mira el más allá de la vida y venera su presencia. No lo olvides al impartir justicia.
Cuando el faraón y su visir salieron de la gran pirámide, los bañó la dulce claridad del poniente; en el interior del gigante de piedra, el tiempo había sido abolido. Hacía largo rato que los guardias se habían llevado el cadáver calcinado del cobarde, fulminado en el umbral del templo de las purificaciones.
Suti se impacientaba; pese a la importancia de la ceremonia, Pantera se retrasaba. Aunque se negó a confesarle por qué había cubierto su cuerpo con pinturas de guerra, estaba convencido de que sólo la libia era lo bastante cruel como para asfixiar al ávido; Kem se había limitado a comprobar la muerte del condenado, cuyo cuerpo sería quemado como el de sus cómplices, pero no había abierto investigación alguna.
La corte entera se había desplazado a Karnak; nadie quería perderse la grandiosa ceremonia con la que Ramsés iba a recompensar a su visir, cuyas alabanzas cantaban las Dos Tierras. En primera fila, junto a Kem, con vestido de gala, estaban Viento del Norte, Bravo y Matón. El asno, el perro y el babuino policía, ascendido al grado de capitán, tenían un aspecto digno.
En cuanto finalizaran los festejos, Suti se marcharía hacia el gran sur, para restaurar la ciudad perdida y poner de nuevo en condiciones la explotación de oro y plata; en pleno desierto, se atracaría de sublimes alboradas.
Por fin llegó, adornada con collares y brazaletes de lapislázuli, forzando la admiración de los más indiferentes; su rubia cabellera, melena de indomable fiera, despertó muchas envidias femeninas. Traviesa, la pequeña mona verde de Neferet, se había instalado en su hombro izquierdo. Pantera lanzó coléricas miradas a algunas hermosas, demasiado atentas a la presencia del general Suti.
Todo el mundo guardó silencio cuando el faraón, llevando un codo de oro, se dirigió hacia Pazair y Neferet, que se hallaban situados en el centro del patio inundado por el sol.
—Vosotros salvasteis Egipto del caos, de la rebelión y la desgracia; recibid este símbolo, que sea vuestro objetivo y vuestro destino. Por él se expresa Maat, el intangible zócalo del que nacen los actos justos. Que la diosa de la verdad nunca abandone vuestros corazones.
El propio faraón consagró la nueva estatua de Branir, que fue depositada en la parte secreta del templo, con la de los demás sabios admitidos en el santuario. El maestro de Pazair y Neferet había sido representado como un escriba anciano, con los ojos clavados en un papiro desenrollado en el que se había escrito una fórmula ritual: «Vosotros que me contemplaréis, saludad mi ka, recitad por mí las palabras de la ofrenda; derramad una libación de agua y lo mismo harán por vosotros». Los ojos de Branir brillaban de vida: cuarzo en los párpados, cristal de roca para el ojo y la córnea, y obsidiana en la pupila componían una mirada de eternidad.
Cuando la noche de estío parpadeó sobre Karnak, Neferet y Pazair levantaron los ojos. En lo alto de la bóveda celeste había aparecido una nueva estrella; atravesó el espacio y se unió a la polar. En adelante, el alma de Branir, apaciguada, viviría en compañía de los dioses.
A orillas del Nilo se elevó el canto de los antepasados: «Que los corazones sean clementes, habitantes de las Dos Tierras, ha llegado el tiempo de la felicidad, pues la justicia ha recuperado su verdad; la verdad expulsa la mentira, los ávidos son rechazados, quienes transgreden la Regla caen boca abajo, los dioses han sido colmados y vivimos días maravillosos, en la alegría y la luz».