CAPÍTULO 45

Cuando la estrella Sothis brilló en el Oriente, compañera del sol al amanecer, se proclamó en todo el país el nacimiento de la crecida. Tras varios días de angustia, de las aguas creadoras surgía el año nuevo; las celebraciones serían excepcionales porque la fiesta estaría acompañada por la regeneración de Ramsés el Grande.

Demonios, miasmas y peligros invisibles habían sido vencidos; gracias a los conjuros de la médico en jefe del reino, Sekhmet la terrorífica no había enviado contra Egipto sus hordas de enfermedades. Todos llenaron recipientes de loza azul con el agua del nuevo año, que llevaba en su seno la luz de los orígenes. Conservarla en una morada aseguraba su prosperidad.

También en palacio cumplieron con la costumbre; un recipiente de plata que contenía el precioso líquido fue depositado a los pies del trono en el que Ramsés el Grande se había sentado con las primeras luces del alba.

El rey no llevaba corona, ni collar, ni brazalete; se había limitado al simple paño blanco del Imperio Antiguo.

Pazair se inclinó ante él.

—El año será feliz, majestad; la crecida es perfecta.

—Y Egipto conocerá la desgracia…

—Espero haber cumplido mi misión.

—No te reprocho nada.

—Ruego a vuestra majestad que revista las insignias del poder.

—Vana petición, visir; ese poder ya no existe.

—Está intacto y seguirá estándolo.

—¿Estás burlándote de mí cuando Bel-Tran va a penetrar en esta sala del trono y apoderarse de Egipto?

—No vendrá.

—¿Has perdido la razón?

—Bel-Tran no es el jefe de los conjurados. Iba a la cabeza de quienes violaron la gran pirámide, pero el instigador de la conjura no participó en aquella expedición. Kem me había sugerido esta hipótesis, al interrogarse sobre el número de los conspiradores, pero mis oídos permanecieron sordos; a medida que descubríamos la magnitud de su plan, Bel-Tran fue imponiéndose como su portavoz, mientras el manipulador permanecía en la sombra. No sólo creo conocer su nombre sino también el escondrijo del testamento de los dioses.

—¿Lo encontraremos a tiempo?

—Estoy convencido de ello.

Ramsés se levantó, se adornó el pecho con el gran collar de oro y las muñecas con los brazaletes de plata, se puso la corona azul, tomó en su mano derecha el cetro de mando y se sentó en el trono.

El chambelán solicitó autorización para intervenir; Bagey solicitaba audiencia. El soberano disimuló su impaciencia.

—¿Te molesta su presencia, visir?

—No, majestad.

El antiguo visir avanzó, con el rostro sombrío y rígido porte, llevando como única joya el símbolo de su antigua función, un corazón de cobre colgando de una cadena que llevaba al cuello.

—Nuestra derrota no se ha consumado todavía —reveló el rey—; Pazair cree que…

Ramsés calló; Bagey no se había inclinado todavía ante él.

—Éste es el hombre del que os he hablado, majestad —dijo Pazair.

El monarca quedó estupefacto.

—¡Tú, Bagey, mi antiguo visir!

—Entregadme el cetro de mando; ya no sois apto para gobernar.

—¿Qué demonio se ha apoderado de tu espíritu? Traicionarme así, tú…

Bagey sonrió.

—Bel-Tran supo convencerme de lo acertado de sus opiniones: el mundo al que aspira, y que moldearemos juntos, me conviene. Mi coronación no sorprenderá a nadie y tranquilizará al país. Cuando el pueblo advierta las transformaciones que Bel-Tran y yo habremos impuesto, será demasiado tarde. Quienes no nos sigan se quedarán por el camino, donde se secarán sus cadáveres.

—Ya no eres el hombre que conocí, el magistrado íntegro e incorruptible, el geómetra preocupado por la verdad…

—Los tiempos cambian, los hombres también.

Pazair intervino.

—Antes de conocer a Bel-Tran os limitabais a servir al faraón y aplicar la ley, con una severidad próxima al rigor excesivo. El financiero os mostró otros horizontes; supo comprar vuestra conciencia, porque estaba en venta.

Bagey permaneció helado.

—Era preciso asegurar el porvenir de vuestros hijos —prosiguió Pazair—; ostensiblemente, demostrabais vuestra poca afición a los bienes materiales, pero os habéis convertido en cómplice de un hombre cuya avidez es el rasgo característico que lo domina. También vos sois ambicioso, puesto que deseáis el poder supremo.

—Basta ya de discursos —interrumpió secamente Bagey. Y tendiendo la mano hacia el faraón añadió—: El cetro de mando, majestad, y la corona.

—Debemos comparecer ante los sumos sacerdotes y la corte.

—Lo celebro; renunciaréis al trono en mi favor.

Con mano firme y rápida, Pazair tomó el corazón de cobre, tiró de él, rompió la cadena de la que colgaba y entregó la joya al rey.

—Majestad, abrid este mórbido corazón.

Ramsés rompió el emblema con su cetro. En su interior se hallaba el testamento de los dioses.

Bagey, petrificado, no se había movido.

—¡Cobarde entre los cobardes! —exclamó el rey.

Bagey retrocedió; sus fríos ojos contemplaron a Pazair.

—Sólo esta noche he descubierto la verdad —confesó el visir con voz tranquila—. Como tenía plena confianza en vos, era incapaz de suponer vuestra alianza con un ser como Bel-Tran, y menos aún vuestro papel de oculto dirigente. Apostasteis por mi credulidad y habéis estado a punto de triunfar. Y, sin embargo, debería haber sospechado de vos desde hace tiempo. ¿Quién podía ordenar el traslado del guardián en jefe de la esfinge, haciendo caer la responsabilidad sobre el general Asher, cuya traición conocía? ¿Quién podía tirar de los hilos de la administración y organizar semejante conjura, salvo el propio visir? ¿Quién podía manipular al antiguo jefe de policía, Mentmosé, tan preocupado por conservar su puesto que ejecutaba las órdenes sin comprenderlas? ¿Quién permitió a Bel-Tran ascender por la jerarquía sin contrarrestar su acción? Si yo mismo no me hubiera convertido en visir, no habría percibido la magnitud de esta función y el campo de acción que implica.

—¿Cediste a las amenazas o a la extorsión de Bel-Tran? —preguntó el faraón.

Bagey permaneció mudo; Pazair respondió en su lugar.

—Bel-Tran le pintó un risueño porvenir, donde por fin ocuparía el primer puesto, y Bagey supo cómo utilizar un personaje tosco, pero conquistador. Bagey se ocultaba en las tinieblas, Bel-Tran se mostraba. Durante toda su existencia, Bagey se ha refugiado tras los reglamentos y la sequedad de la geometría, pues la cobardía habita en su corazón; lo comprobé cuando, en las difíciles circunstancias en que teníamos que afrontar juntos a nuestros enemigos, prefirió huir antes que ayudarme. Bagey desconoce la sensibilidad y el amor a la vida; su rigor era sólo la máscara del fanatismo.

—¿Y te has atrevido a llevar al cuello el corazón del visir, a hacer creer que eras la conciencia del faraón?

La cólera de Ramsés hizo retroceder a Bagey, que seguía mirando a Pazair.

—Bagey y Bel-Tran —prosiguió este último— basaron su estrategia en la mentira. Sus cómplices ignoraban el papel de Bagey e incluso desconfiaban de él. Esta actitud me engañó. Cuando el viejo dentista Qadash se hizo molesto, Bagey dio orden de eliminarlo. Y la misma suerte habrían corrido el transportista Denes y el químico Chechi si la princesa Hattusa no hubiera satisfecho personalmente su venganza. Por lo que a mi desaparición se refiere, tenía que colmar la decepción de ver cómo el puesto de visir se alejaba de Bel-Tran. Tras mi sorprendente nombramiento, esperaba corromperme; despechado, intentó desacreditarme. Cuando se consumó su fracaso, ya sólo le quedaba el crimen.

Ninguna emoción se leía en el rostro de Bagey, indiferente a la lista de sus fechorías.

—Gracias a Bagey, Bel-Tran avanzaba con plena seguridad; ¿quién buscaría el testamento de los dioses en el corazón de cobre, símbolo de la conciencia de los deberes del visir, que el faraón le había autorizado a conservar como reconocimiento a los servicios prestados? Bagey había previsto aquel gesto. Sin dejar nada al azar, tenía así el mejor y el más inaccesible de los escondrijos. Acurrucado en las sombras, nadie lo identificaría antes de que tomara el poder. Hasta el último momento concentraríamos nuestra atención en Bel-Tran, mientras Bagey, que era miembro de mi consejo secreto, informaba a su cómplice de mis decisiones.

Como si la proximidad del trono le resultara intolerable, Bagey se alejó más de él.

—El único punto donde no me equivoqué —precisó Pazair— fue la relación entre la conjura y el asesinato de Branir. ¿Pero cómo suponer que estuvierais mezclado, poco o mucho, con tan abominable crimen? Fui un visir lamentable, con mis prejuicios, mi ceguera y mi confianza en vuestra autenticidad. También aquí vuestros cálculos resultaron acertados… hasta el amanecer de este espléndido día en el que Ramsés el Grande será regenerado. Branir tenía que ser suprimido; como sumo sacerdote de Karnak, habría ocupado una posición predominante y me habría proporcionado medios de investigación de los que carecía. ¿Y quién sabía que Branir iba a ocupar aquella función? Cinco personas. Tres de ellas estaban fuera de cualquier sospecha: el rey, el predecesor de Branir en Karnak y vos mismo. Los otros dos, en cambio, eran excelentes sospechosos: el médico en jefe del reino, Nebamon, que deseaba eliminarme y casarse con Neferet, y el jefe de policía, Mentmosé, su cómplice, que no vaciló en enviarme a presidio sabiéndome inocente. Durante mucho tiempo creí en la culpabilidad de uno de ellos, antes de convencerme de que no habían atentado contra la vida de mi maestro. El arma del crimen, la aguja de nácar, parecía señalar a una mujer; seguí falsas pistas pensando en la esposa del transportista Denes, en la señora Tapeni y en Silkis. Para clavar aquella aguja en el cuello de la víctima, sin que hiciera el menor gesto para defenderse, era necesario pertenecer al estrecho círculo de sus íntimos, carecer por completo de sensibilidad, ser capaz de matar a un sabio aceptando verse condenado, y demostrar una perfecta precisión en el criminal gesto. Ahora bien, la investigación demostró que las tres damas no eran culpables de la fechoría, al igual que no lo era el predecesor de Branir, que no salió de Karnak y no estaba, por lo tanto, en Menfis el día del crimen.

—¿Olvidáis al devorador de sombras? —preguntó Bagey.

—El interrogatorio de Kem disipó mis dudas; no fue el asesino de Branir. Sólo quedáis vos, Bagey.

El acusado no lo negó.

—Conocíais bien su modesta morada y sus costumbres; con el pretexto de felicitarlo, lo visitasteis a una hora en la que nadie os vería. Hombre de las tinieblas, sabéis pasar inadvertido. Os dio la espalda y hundisteis en su nuca una aguja de nácar que habíais robado a Silkis, durante una de vuestras entrevistas secretas con Bel-Tran. Jamás se cometió, en esta tierra, mayor cobardía. Luego, vuestros éxitos se sucedieron: desaparecido Branir, yo en presidio sin que vuestra responsabilidad se viera comprometida, un jefe de policía incapaz de identificaros, Neferet esclava del médico en jefe Nebamon, Suti reducido a la impotencia, Bel-Tran pronto sería visir y Ramsés obligado a abdicar en vuestro favor. Pero no supisteis evaluar el poder del alma de Branir y olvidasteis la presencia del más allá; aniquilarme no bastaba, era necesario impedir también que Neferet percibiera la verdad. Bel-Tran y vos, que despreciáis a las mujeres, os equivocasteis desdeñando su acción; sin ella, yo habría fracasado y ahora seríais dueños de Egipto.

—Dejadme salir del país con mi familia —pidió Bagey con voz ronca—; mi mujer y mis hijos no son culpables.

—Serás juzgado —decretó el faraón.

—Os he servido con fidelidad, sin ser recompensado en mi justo valor. Bel-Tran, en cambio, lo advirtió; ¿quién era Branir, quién es ese miserable Pazair comparado conmigo y con mi saber?

—Eres un falso sabio, Bagey, la peor especie de criminal; el monstruo que alimentaste en ti mismo te ha devorado.

Aquel día de fiesta, los despachos de la Doble Casa blanca estaban desiertos. Temiendo una nueva intervención de Suti, Bel-Tran no había prescindido de la guardia, exigiendo incluso que redoblara su atención. El jolgorio le divertía; el pueblo ignoraba todavía que estaba gritando el nombre de un monarca destronado. ¿Quién se extrañaría de que un desacreditado Ramsés cediera el puesto a Bagey, estimado por todos? Confiarían en un viejo visir, sin ambiciones aparentes.

Bel-Tran consultó su reloj de agua; a aquellas horas, Ramsés ya habría abdicado; Bagey se habría instalado en el trono, empuñando el cetro de mando. Un escriba tomaría nota de su primera decisión: destituir a Pazair, encarcelarlo por alta traición y nombrar visir a Bel-Tran. Dentro de algunos minutos, una delegación vendría a buscarlo y lo llevaría a palacio, donde asistiría a la ceremonia de entronización del nuevo monarca.

Bagey se embriagaría muy pronto de un poder que era incapaz de asumir; Bel-Tran sabría halagarlo, tanto como fuera necesario, y actuaría a su guisa. En cuanto el Estado estuviera en sus manos, el financiero se libraría del viejo funcionario si la enfermedad no se encargaba, por él, de esa tarea.

Desde la ventana del primer piso, Bel-Tran vio a Kem a la cabeza de un escuadrón de policías. ¿Por qué seguía el nubio ocupando el cargo? Bagey se había olvidado de sustituirlo. Bel-Tran no cometería ese tipo de errores; se rodearía, rápidamente, de subordinados afectos a su causa.

El porte marcial de Kem intrigó al financiero; el nubio no parecía un vencido, obligado a ejecutar una orden desagradable.

Bagey, sin embargo, le había asegurado que no existía el menor riesgo de fracaso; nadie encontraría el escondrijo del testamento de los dioses.

La guardia de la Doble Casa blanca bajó las armas y dejó pasar a Kem. Bel-Tran sintió pánico; se había producido un incidente. Salió de su despacho y se dirigió hasta el fondo del edificio, donde había una salida de emergencia en caso de incendio.

Bel-Tran corrió el cerrojo y se introdujo en una galería que daba a un jardín. Deslizándose entre amates de flores, flanqueó el muro.

Cuando se disponía a derribar al guarda de la puerta que daba acceso al recinto de la Doble Casa blanca, una masa cayó sobre sus hombros y lo derribó. El rostro de Bel-Tran se hundió en la tierra blanda, acabada de regar por un jardinero; el puño del babuino policía clavó al fugitivo en el suelo.

Ante las miradas de los sumos sacerdotes de Heliópolis, Menfis y Karnak, el faraón, tras haber unido el norte y el sur, entró en el patio de la regeneración. Solo frente a las divinidades, compartió el secreto de su encarnación y, luego, regresó al mundo de los hombres.

Portador de la doble corona, Ramsés estrechó en su mano derecha el estuche de cuero que contenía el testamento de los dioses, legado de faraón en faraón.

Desde la «ventana de aparición» de su palacio de Menfis, el rey mostró a su pueblo el documento que lo convertía en el soberano legítimo.

Unos ibis emprendieron el vuelo desde los cuatro puntos cardinales, encargándose de propalar la noticia; desde Creta a Asia, desde el Líbano a Nubia, vasallos, aliados y enemigos sabrían que el reinado de Ramsés el Grande proseguía.

El decimoquinto día de la crecida, el alborozo era muy grande.

Desde la terraza de su palacio, Ramsés contemplaba la ciudad, iluminada por innumerables lámparas. En las cálidas noches de estío, Egipto sólo pensaba en la alegría y el placer de vivir.

—Qué magnífica visión, Pazair.

—¿Por qué el mal se apoderó de Bagey?

—Porque estaba en él desde su nacimiento; cometí el error de nombrarlo visir, pero los dioses me han permitido repararlo al elegirte. Nadie modifica su naturaleza profunda; nosotros, encargados del destino de un pueblo, herederos de una sabiduría, debemos saber discernirla. Ahora es preciso hacer justicia; en ella y sólo en ella se apoyan la grandeza y la felicidad de un país.