Suti vació una copa de cerveza fresca que no calmó su sed.
—Es increíble —le dijo a Pazair, que había escuchado su relato con la mayor atención—. Increíble… pero Bel-Tran no mentía, estoy seguro. Ignora el escondrijo del testamento de los dioses.
Neferet sirvió de nuevo a Suti; la pequeña mona verde saltó al hombro del joven general, metió un dedo en la copa, brincó hasta el tronco del sicómoro más cercano y se ocultó entre el follaje.
—Temo que te haya engañado; Bel-Tran es un temible charlatán, maestro en el arte del fingimiento.
—Esta vez decía la verdad, aunque no tenga sentido alguno. Créeme: yo estaba dispuesto a atravesarlo, pero esta revelación me quitó las ganas de hacerlo. Me siento perdido… oriéntanos tú, visir.
El portero de la mansión avisó a Neferet que una mujer insistía en hablar con ella; autorizada a entrar en el jardín, la camarera de Silkis se prosternó ante la médico en jefe del reino.
—Mi dueña está agonizando; os reclama.
Silkis no volvería a ver a sus hijos; al leer el acta de divorcio que le había comunicado un escriba, a espaldas de Bel-Tran, había caído en una crisis histérica que la había dejado sin fuerzas.
A su alrededor, todo era suciedad: pese a la intervención de un médico, la hemorragia intestinal no había podido ser detenida.
Silkis se miró en un espejo y tuvo miedo; ¿quién era aquella bruja de ojos hinchados, rostro deforme y estropeada dentadura? Pisotear el espejo no había abolido el horror; Silkis sentía la degradación de su cuerpo, rápida e ineluctable.
Cuando le fallaron las piernas, la esposa de Bel-Tran fue incapaz de levantarse. En la gran mansión abandonada sólo quedaban el jardinero y la camarera; la levantaron y la pusieron en la cama. Deliraba, aullaba, caía en una letargia y, luego, deliraba de nuevo.
Silkis estaba pudriéndose en su interior.
En un momento de lucidez ordenó a su sirvienta que llamara a Neferet; y ésta había acudido. Hermosa, radiante, apacible, la miraba.
—¿Deseáis que os lleven al hospital?
—Es inútil, voy a morir… No queráis decirme lo contrario.
—Tendría que auscultaros.
—Vuestra experiencia os permite emitir un juicio… Estoy horrible, ¿no es cierto?
Silkis se arañó el rostro con las uñas.
—Os odio, Neferet; os odio porque poseéis lo que me hace soñar y no tendré nunca.
—¿No os ha colmado Bel-Tran?
—Me abandona porque soy fea y estoy enferma… Un divorcio con todas las de la ley. ¡Os odio, a vos y a Pazair!
—¿Somos acaso responsables de vuestra desgracia?
Silkis inclinó la cabeza hacia un lado; un sudor malsano humedecía sus cabellos.
—He estado a punto de ganar, Neferet, a punto de aplastaros, a vos y a vuestro visir. Supe ser la más hipócrita de las mujeres, inspiraros confianza, ganarme vuestra amistad… sólo con la intención de perjudicaros y venceros. Habríais sido mi esclava, obligada a obedecerme sin cesar.
—¿Dónde oculta vuestro marido el testamento de los dioses?
—Lo ignoro.
—Bel-Tran os ha pervertido.
—¡No lo creáis! Estábamos plenamente de acuerdo desde que comenzó la conjura; ni una sola vez me opuse a sus decisiones. El asesinato de los veteranos, los crímenes del devorador de sombras, la eliminación de Pazair… Todo lo quise, lo aprobé y me felicité por ello. Yo daba las órdenes, yo redacté el mensaje que llevó a Pazair a casa de Branir… Pazair en la cárcel, acusado del asesinato de su maestro, ¡qué victoria!
—¿Por qué tanto odio?
—Para dar a Bel-Tran el primer lugar, para que me elevara a su altura. Estaba decidida a mentir, a hacer cualquier trampa y a engañar a todo el mundo para lograrlo. Y ahora me abandona… porque mi cuerpo me ha traicionado.
—¿Os pertenecía la aguja que mató a Branir?
—No maté a Branir. Bel-Tran hace mal en dejarme, pero vos sois la verdadera culpable. Si hubierais aceptado cuidarme, habría conservado a mi marido en vez de pudrirme aquí, sola y abandonada.
—¿Quién asesinó a Branir?
Una maligna sonrisa iluminó aquel rostro deforme.
—Pazair y vos estáis equivocados. Cuando lo comprendáis, será muy tarde, demasiado tarde. Desde los infiernos, donde los demonios abrasarán mi alma, contemplaré vuestra decadencia, hermosa Neferet.
Silkis vomitó; Neferet llamó a la camarera.
—Lavadla y desinfectad la estancia con una fumigación; os enviaré un médico del hospital.
Silkis se incorporó con ojos enloquecidos.
—¡Vuelve, Bel-Tran, vuelve! Los pisotearemos con nuestras sandalias…
Jadeante, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en cruz, cayó inanimada.
Con el mes de julio se afirmaba el reinado de Isis, la soberana de las estrellas, la gran hechicera cuyo seno generoso e inagotable dispensaba cualquier forma de vida. Mujeres y niñas, evocando sus bondades, preparaban sus más hermosos vestidos para la gran fiesta organizada el primer día de la crecida. En la isla de Filae, territorio sagrado de la diosa en el extremo sur de Egipto, las sacerdotisas repetían los fragmentos de música que se tocaban cuando ascendían las aguas.
En Saqqara, los ritualistas ya estaban listos. En cada capilla del patio donde se realizaría la regeneración se había instalado la estatua de una divinidad. El faraón subiría una escalera y besaría el cuerpo de piedra, animado por una fuerza sobrenatural; ésta penetraría en él y lo rejuvenecería. Moldeado por las potencias divinas, la obra maestra concebida por el Principio y realizada por el templo, el faraón, vinculo entre lo invisible y lo visible, se llenaría de la energía necesaria para el mantenimiento de la unión de las Dos Tierras. Aseguraría así la coherencia de su pueblo y lo conduciría a la plenitud, aquí y en el más allá.
Cuando Ramsés el Grande llegó a Menfis, tres días antes de la fiesta de regeneración, fue recibido por la corte al completo. La reina madre le deseó que superara con éxito la prueba ritual, los dignatarios le aseguraron su confianza. El rey afirmó que la paz con Asia sería duradera y que, después de la fiesta, seguiría reinando con la eterna ley de Maat.
En cuanto la breve ceremonia hubo terminado, Ramsés se encerró con su visir.
—¿Hay algo nuevo?
—Un hecho turbador, majestad: pese a una intervención bastante dura de Suti, Bel-Tran afirma que ignora dónde se encuentra el testamento de los dioses.
—Pura mentira.
—Supongamos que no.
—¿Qué conclusiones sacar de ello?
—Que ni vos ni nadie podríais presentar el testamento a los sacerdotes, a la corte y al pueblo.
Ramsés se turbó.
—¿Lo habrán destruido nuestros enemigos?
—Entre ellos existen graves disensiones; Bel-Tran ha eliminado a sus cómplices y se divorcia de la señora Silkis.
—Si no esta en posesión del documento, ¿cómo piensa actuar?
—Intenté, por última vez, apelar a la chispa de luz que habría podido quedar en su corazón. Fue una gestión inútil.
—No renuncia, pues.
—Silkis, en su delirio, afirmó que estábamos equivocados.
—¿Qué significan estas palabras?
—Lo ignoro, majestad.
—Abdicaré antes de que comience el ritual y depositaré mis cetros y coronas ante la única puerta del recinto sagrado de Saqqara; en vez de una regeneración, los ritualistas celebrarán la coronación de mi enemigo.
—El servicio de las aguas es formal: la crecida comenzará pasado mañana.
—Por última vez, Pazair, el Nilo inundará la tierra de los faraones; el año próximo, cuando vuelva, alimentará a un tirano.
—La resistencia se organiza, majestad; el reinado de Bel-Tran va a resultar muy difícil.
—Sólo el título de faraón impone la obediencia; pronto recuperará el terreno perdido.
—¿Sin el testamento?
—Se burló de Suti. Voy a retirarme al templo de Ptah; nos veremos ante la puerta del recinto de Saqqara. Has sido un buen visir, Pazair; el país no va a olvidarte.
—He fracasado, majestad.
—Desconocíamos el mal; no teníamos medios para combatirlo.
La noticia corrió de sur a norte: la crecida sería perfecta, ni demasiado débil ni demasiado fuerte. Ninguna provincia carecería de agua, ningún pueblo se vería perjudicado. El faraón gozaba del favor de los dioses, puesto que era capaz de alimentar a su pueblo; su regeneración convertiría a Ramsés en el más grande de los reyes, ante el que toda la tierra se prosternaría. Todo el mundo se agitaba en torno a los medidores del Nilo; unas graduaciones trazadas en la tierra permitían evaluar el ritmo de la crecida de las aguas y el dinamismo de Hapy. Por el aumento del caudal del río, por su coloración oscura, se advirtió que el milagro anual estaba a punto de producirse. El júbilo invadió los corazones, la fiesta comenzó antes de hora.
Los miembros del consejo secreto del visir no ocultaron su tristeza. La reina madre acusaba el peso de los años; Bagey, el antiguo visir, estaba cada vez más encorvado; Suti sufría por sus múltiples heridas; Kem mantenía la cabeza gacha, como si le avergonzara su nariz de madera; las arrugas de Kani, el sumo sacerdote de Karnak, se habían hecho más profundas; la dignidad de Pazair estaba preñada de desesperación. Cada uno de ellos, en su terreno, había realizado el máximo esfuerzo, con una sensación de fracaso. ¿Qué quedaría de los compromisos adquiridos cuando el nuevo faraón dictara su ley?
—No os quedéis en Menfis —aconsejó Pazair—. He fletado un barco hacia el sur; desde Elefantina será fácil llegar a Nubia y ocultarse allí.
—No tengo la intención de abandonar a mi hijo —declaró Tuy.
—Silkis está muriéndose, majestad; Bel-Tran os hará responsable de su muerte y será implacable con vos.
—He tomado una decisión, Pazair, me quedo.
—Yo también —indicó Bagey—; a mi edad, ya no temo nada.
—Siento desengañaros; encarnáis una tradición cuya desaparición exige Bel-Tran.
—Se romperá los dientes en mis viejos huesos; tal vez mi presencia junto a Ramsés y la reina madre lo incite a la moderación.
—En nombre de los sumos sacerdotes —declaró Kani—, veré a Bel-Tran tras su entronización y pondré de relieve nuestro sometimiento a las Leyes y virtudes económicas que forjaron la grandeza de Egipto; así sabrá que los templos no concederán su apoyo a un tirano.
—Vuestra existencia estará en peligro.
—No me importa.
—Debo quedarme para protegerte —dijo Suti.
—Yo también —añadió Kem—; estoy a las órdenes del visir y de nadie más.
Conmovido hasta las lágrimas, el visir Pazair clausuró su último consejo evocando a la diosa Maat, cuya regla sobreviviría tras la extinción de la humanidad.
Tras haber relatado a Pazair su última peregrinación a la tumba de Branir, Neferet se había marchado al hospital para operar a un enfermo, víctima de un traumatismo craneal, y dar las últimas consignas a sus colaboradores. Había afirmado que la comunión con el alma de su maestro no era ilusoria; aunque no lograba traducir el mensaje del más allá, en palabras humanas, estaba convencida de que Branir no los abandonaría.
Sólo ante la capilla de los antepasados, Pazair permitió que su reflexión bogara hacia el pasado. Desde que había asumido la función de visir, no había tenido oportunidad de meditar así, liberado de una realidad sobre la que ya no tenía poder alguno.
Lo mental, aquel mono loco que era preciso mantener encadenado, se había tranquilizado; el pensamiento se liberó, agudo y preciso como el pico de un ibis. El visir recordó los hechos, uno tras otro, desde el instante crucial en que, negándose a avalar el inverosímil traslado del guardián en jefe de la esfinge de Gizeh, había contrariado, sin saberlo, el plan de los conjurados. La encarnizada búsqueda de la verdad había estado sembrada de emboscadas y peligros, pero no se había desalentado. Hoy, a pesar de que había identificado a algunos de los conjurados, entre ellos su jefe, Bel-Tran, y su esposa Silkis, y a pesar de que disponía de algunos elementos del enigma y conocía el objetivo de la maquinación, Pazair se consideraba equivocado. Arrastrado por el torbellino, no había tomado las distancias necesarias.
Bravo levantó la cabeza y gruñó suavemente; el perro percibía una presencia. En el jardín, los pájaros, despiertos, revolotearon. Alguien se deslizó a lo largo del estanque de los lotos y se dirigió hacia el porche. Pazair sujetó al perro por el collar.
¿Un emisario de Bel-Tran encargado de eliminarlo, un segundo devorador de sombras al que Matón no había interceptado? El visir se preparó para la muerte; sería el primero en caer bajo los golpes del nuevo dueño de Egipto, impaciente por eliminar a sus adversarios.
Viento del Norte no se había manifestado; el visir temió que el agresor lo hubiera degollado. Le suplicaría, sin duda inútilmente, que respetara a Bravo.
Apareció a la luz de la luna, con una corta espada en la mano, los desnudos pechos cubiertos de signos extraños y la frente adornada de estrías negras y blancas.
—¡Pantera!
—Debo matar a Bel-Tran.
—Pinturas de guerra…
—Es la costumbre de mi tribu; no escapará a mi magia.
—Mucho me temo que sí, Pantera.
—¿Dónde se oculta?
—En su despacho de la Doble Casa blanca, y bien custodiado; tras la visita de Suti, no quiere correr riesgo alguno. No vayáis, Pantera; seríais detenida u os matarían.
Los labios de la libia hicieron una mueca.
—Todo ha terminado, entonces…
—Convenced a Suti para que abandone Menfis esta misma noche; refugiaos en Nubia, explotad vuestra mina de oro, sed felices. No me sigáis en mi caída.
—Prometí a los demonios de la noche destruir a ese monstruo y cumpliré mi promesa.
—¿Por qué correr semejante riesgo?
—Porque Bel-Tran quiere hacer daño a Neferet; me niego a que destruyan su felicidad.
Pantera corrió por el jardín; Pazair la vio escalar el muro con la agilidad de un felino.
Bravo volvió a dormirse, Pazair reanudó su meditación.
Extraños detalles volvieron a su memoria; para no extraviarse, fue anotándolos en tablillas de arcilla.
A medida que el trabajo avanzaba, otros aspectos de su investigación, olvidados hasta entonces, fueron saliendo a la luz. Pazair agrupó los indicios, comparó conclusiones provisionales y fue siguiendo extrañas pistas, que la razón le había impedido tomar en serio.
Cuando Neferet regresó, al amanecer, Bravo y Traviesa la festejaron; Pazair la tomó entre sus brazos.
—Estás agotada.
—La operación ha sido difícil; y luego he ordenado mis cosas. Mi sucesor podrá proseguir el trabajo sin problemas.
—Ahora, descansa.
—No tengo sueño.
Neferet advirtió la multitud de tablillas colocadas en columnas.
—¿Has trabajado durante toda la noche?
—He sido un estúpido.
—¿Por qué te injurias así?
—Estúpido y ciego, porque me negaba a ver la verdad. Una falta imperdonable para un visir; una falta que habría precipitado Egipto en la desgracia. Tenías razón: se ha producido un acontecimiento, el alma de Branir ha hablado.
—Quieres decir que…
—Sé dónde se encuentra el testamento de los dioses.