Desde finales del mes de mayo, el agua del Nilo era verde; a finales de junio se volvió marrón, cargada de limo y lodo. En los campos, los trabajos se interrumpieron; al finalizar la trilla comenzaba un largo periodo de vacaciones. Quienes desearan completar su peculio trabajarían en las grandes obras, cuando la inundación facilitara el transporte en barco de enormes bloques.
Una preocupación llenaba los espíritus: ¿sería el nivel de las aguas suficiente para abrevar la tierra sedienta y hacerla fecunda? Para provocar el favor de los dioses, campesinos y ciudadanos ofrecían al río pequeñas figuras de terracota o loza que representaban a un hombre gordo, de colgantes pechos y con la cabeza coronada de plantas; representaba a Hapy, el dinamismo de la crecida, formidable poder que reverdecería los cultivos.
Unas tres semanas más tarde, hacia el veinte de julio, Hapy se hincharía hasta invadir las Dos Tierras y hacer que Egipto pareciera un inmenso lago, por donde todos se desplazarían en barco para ir de un pueblo a otro. Dentro de unas tres semanas, Ramsés abdicaría en favor de Bel-Tran.
El visir acariciaba a su perro, provisto de un hueso que había mordisqueado, enterrado y vuelto a sacar de su escondrijo; Bravo sentía también los efectos de aquel período, preñado de miedos e incertidumbres. Pazair se preocupaba por el porvenir de sus fieles compañeros; ¿quién se ocuparía del perro y el asno cuando lo detuvieran y deportaran? Viento del Norte, acostumbrado a su apacible retiro, sería devuelto a los polvorientos senderos para llevar pesadas cargas. Cómplices desde hacía mucho tiempo, sus dos compañeros morirían de pena.
Pazair abrazó a su esposa.
—Debes marcharte, Neferet, sal de Egipto antes de que sea demasiado tarde.
—¿Me propones que te abandone?
—El corazón de Bel-Tran está seco; la avidez y la ambición han acabado con cualquier sentimiento. Ya nada puede conmoverlo.
—¿Lo dudabas?
—Esperaba que la voz de las pirámides despertara en él una olvidada conciencia… Sólo he conseguido reavivar su sed de poder. Salva tu vida, salva las de Bravo y Viento del Norte.
—¿Admitirías, como visir, que la médico en jefe del reino abandonara su puesto cuando una grave enfermedad cae sobre el país? Sea cual sea el fin de la aventura, lo viviremos juntos. Pregúntaselo a Bravo y Viento del Norte; ni el uno ni el otro querrán marcharse.
Cogidos de la mano, Pazair y Neferet contemplaron el jardín en el que Traviesa, la pequeña mona verde, buscaba sin cesar alguna golosina. Tan cerca ya del cataclismo, disfrutaron la perfumada paz de aquel lugar alejado del tumulto; por la mañana se habían bañado en el estanque de recreo, después habían paseado a la sombra.
—Los huéspedes del visir comienzan a llegar.
Kem y Matón saludaron al guardia, caminaron por la avenida flanqueada de tamariscos, se recogieron ante la capilla de los antepasados, se lavaron las manos y los pies en el umbral de la casa, atravesaron la galería y se instalaron en la sala de cuatro pilares, donde se hallaban el visir y su esposa. Al jefe de policía y su teniente los siguieron la reina madre Tuy, el antiguo visir Bagey, el sumo sacerdote de Karnak, Kani, y Suti.
—Con autorización del rey —declaró Pazair— puedo revelaros que la gran pirámide de Keops, donde sólo el faraón está autorizado a entrar, fue violada por Bel-Tran, su esposa y tres cómplices, el transportista Denes, el dentista Qadash y el químico Chechi. Estos últimos han muerto, pero los conjurados consiguieron su objetivo: profanaron el sarcófago, robaron la máscara de oro, el gran collar, el escarabajo de corazón, los amuletos de lapislázuli, la hachuela de hierro celeste y el codo de oro. Algunos de estos tesoros ya han sido recuperados, pero nos falta lo esencial: el testamento de los dioses, contenido en el estuche de cuero que el rey debe mantener en la mano diestra durante la fiesta de regeneración, antes de mostrarlo al pueblo y los sacerdotes. Este documento, transmitido de faraón a faraón, legitima su reinado. ¿Quién podía imaginar que se cometiera semejante robo y semejante profanación? Mi maestro Branir fue asesinado porque molestaba a los sediciosos. Kem y Matón han puesto fin a los manejos criminales de Djui, convertido en devorador de sombras a sueldo de Bel-Tran. Escasos resultados, porque no hemos identificado al asesino de Branir y hemos sido incapaces de devolver al rey el testamento de los dioses. El día de año nuevo, Ramsés se verá obligado a abdicar y ofrecer el trono a Bel-Tran. Éste cerrará los templos, introducirá la circulación de moneda y adoptará la única ley del beneficio.
Un pesado y largo silencio acogió las explicaciones del visir. Los miembros de su consejo secreto estaban aterrorizados; como temían antiguas predicciones, el cielo caía sobre su cabeza[21]. Suti fue el primero en reaccionar.
—El documento, por precioso que sea, no bastará para convertir a Bel-Tran en un faraón respetado y capaz de reinar.
—Por eso se ha tomado el tiempo necesario para gangrenar la administración y la economía del país, y crear una red de eficaces alianzas.
—¿Y no intentaste desmantelarla?
—Las cabezas del monstruo crecen de nuevo en cuanto se las corta.
—Sois demasiado pesimista —dijo Bagey—; muchos funcionarios no aceptarán las directrices de Bel-Tran.
—La administración egipcia tiene sentido de la jerarquía —objetó Pazair—; obedecerá al faraón.
—Organicemos la resistencia —propuso Suti—. Entre todos controlamos cierto número de sectores. Que el visir coordine las fuerzas de que dispone.
Kani, el sumo sacerdote de Karnak, pidió la palabra. El antiguo jardinero, de arrugado rostro, habló claramente.
—Los templos no aceptarán los cambios económicos que Bel-Tran quiere imponer, pues llevarían a nuestro país a la miseria y la guerra civil. El faraón es, en espíritu, el servidor del templo; si traiciona ese deber primordial, no sería más que un jefe político a quien no se le debería ya obediencia.
—En ese caso —confirmó Bagey—, la jerarquía administrativa quedaría libre de sus compromisos; ha prestado juramento de fidelidad al mediador entre el cielo y la tierra, no a un déspota.
—El servicio de salud dejará de funcionar —precisó Neferet—; estando en relación con los templos, rechazará el nuevo poder.
—Con seres como vosotros —dijo la reina madre con voz conmovida—, la partida no está perdida todavía. Sabed que la corte es hostil a Bel-Tran y que nunca aceptará en su seno a la señora Silkis, cuyas bajezas conocen.
—¡Magnífico! —exclamó Suti—. ¿Habéis conseguido introducir la discordia en esa pareja de criminales?
—Lo ignoro, pero esa mujer-niña, cruel y perversa, tiene la cabeza llena de pájaros. Si no me equivoco, Bel-Tran va a abandonarla o ella lo traicionará. Cuando vino a Pi-Ramsés para asegurarse de mi futura complicidad, parecía muy segura de su éxito; al marcharse, su cerebro había naufragado. Una pregunta, visir Pazair: ¿por qué no están aquí los «amigos únicos» del rey?
—Porque ni Ramsés ni yo hemos identificado a los cómplices, más o menos pasivos, de Bel-Tran. El rey ha decidido ocultar la verdad para proseguir la lucha mientras sea posible, sin poner al adversario al corriente de nuestras iniciativas.
—Les habéis propinado fuertes golpes.
—Pero, lamentablemente, ninguno decisivo. Ni siquiera será fácil la resistencia, pues Bel-Tran se ha infiltrado en el ejército y los transportes.
—La policía os es fiel —afirmó Kem—; y el prestigio de Suti es tan grande entre «los de la vista penetrante» que podrá movilizarlos sin dificultad.
—¿No controla Ramsés las tropas acuarteladas en Pi-Ramsés? —interrogó Suti.
—Ésa es la razón de su presencia allí.
—El cuerpo de ejército que reside en Tebas me escuchará —dijo Kani.
—Nómbrame general en Menfis —exigió Suti—; sabré hablar con los soldados.
La proposición obtuvo la unanimidad del consejo secreto.
—Queda el transporte marítimo, que está en manos de la Doble Casa blanca —recordó Pazair—; por no hablar de los servicios de riego y de los encargados de los canales, que Bel-Tran intenta corromper desde hace varios meses. Por lo que a los jefes de provincias se refiere, algunos se han separado de él, pero otros creen aún en sus promesas. Temo conflictos internos que causen numerosas victimas.
—¿Queda otra solución? —preguntó la reina madre—. O abdicamos todos ante Bel-Tran, y el Egipto de la diosa Maat ha muerto, o rechazamos la tiranía y preservamos la esperanza, aunque sea al precio de nuestras vidas.
Ayudado por Bagey, que había vencido las reticencias de una esposa hostil a ese aumento de trabajo, Pazair redactó decretos relativos a la explotación de los dominios después de la crecida y a la puesta en condiciones de estanques de riego fuera de servicio. Elaboró un programa de grandes obras civiles y religiosas, por un período de tres años. Esos documentos demostrarían que el visir pensaba seguir actuando y que ningún trastorno amenazaba el reinado de Ramsés.
La fiesta de regeneración sería grandiosa; unos tras otros, los jefes de provincias, acompañados por las estatuas de las divinidades locales, llegaban a Menfis. Alojados en palacio, con las consideraciones debidas a su rango, hablaron con el visir, cuya autoridad y cortesía apreciaron. En Saqqara, en el interior del recinto de Zóser, los ritualistas preparaban el gran patio donde Ramsés, llevando la doble corona, reuniría en su ser simbólico el norte y el sur; en aquel espacio mágico, el soberano comulgaría con cada potencia divina para recoger su fuerza y ser capaz de gobernar.
El nombramiento de Suti, cuya leyenda se había extendido muy de prisa, había provocado el entusiasmo en los cuarteles de Menfis. El nuevo general reunió inmediatamente a sus tropas, anunciándoles que se había evitado la guerra en Asia y que se les concedía una prima excepcional. La fama del joven jefe alcanzó su apogeo durante el banquete ofrecido a la tropa. ¿Quién, si no Ramsés, garantizaría una paz duradera, que tanto deseaban los soldados egipcios?
La policía sentía cada vez mayor admiración por Kem, cuya indefectible fidelidad al visir era conocida por todos; el nubio no necesitó discursos para mantener la cohesión de sus subordinados en torno a Pazair.
En todos los templos de Egipto, por recomendación del sumo sacerdote Kani, que actuaba de acuerdo con el rey y el visir, se prepararon para lo peor. Sin embargo, los especialistas de la energía sagrada en nada cambiaron el desarrollo de los días y las noches; los ritos del alba, del mediodía y del ocaso se llevaron a cabo con regularidad, como había ocurrido desde la primera dinastía.
La reina madre concedió numerosas audiencias y dialogó con los cortesanos más influyentes, miembros de la alta administración, agregados a la casa real, escribas encargados de la educación de las élites, nobles damas, responsables de la etiqueta. Que Bel-Tran, considerado un agitador, y Silkis, una desequilibrada, desearan pertenecer al círculo íntimo de la monarquía parecía una locura de la que mejor era reírse.
Bel-Tran no se reía.
La vasta ofensiva que Pazair dirigía estaba dando frutos. Comenzaba a tener dificultades para hacerse obedecer por su propia administración y tenía que encolerizarse, cada vez más a menudo, con subordinados negligentes. Los rumores aumentaban; tras la regeneración de Ramsés, el visir nombraría un nuevo director de la Doble Casa blanca, y Bel-Tran, demasiado ambicioso, demasiado impaciente e incapaz de librarse de sus molestas vestiduras de advenedizo, sería devuelto a su explotación de papiro del delta. Algunos transmitían informaciones confidenciales, según las cuales, la reina madre habría denunciado al visir un tráfico con el Libro de los muertos. El ascenso de Bel-Tran había sido rápido; ¿no sería más rápida su caída? A esas dificultades se añadía la prolongada ausencia de la señora Silkis, recluida en su mansión; se afirmaba que sufría una enfermedad incurable que le impedía aparecer en los banquetes que, antaño, tanto le gustaban.
Bel-Tran maldecía, pero preparaba su venganza; fuera cual fuese la oposición, la barrería. Convertirse en faraón era detentar el poder sagrado ante el que se inclinaba el pueblo. La rebelión contra el rey, el crimen más grave que pudiera cometerse, merecía el castigo supremo. Los vacilantes se unirían al nuevo monarca, los partidarios de Pazair lo abandonarían; traidor desde hacía mucho tiempo a su palabra y sus juramentos, Bel-Tran ya no creía en las promesas. Cuando hablaba la fuerza, le respondían la debilidad y la huida.
Pazair tenía el poder de un jefe, pero se había equivocado poniéndolo al servicio de una ley caduca. Hombre del pasado, afecto a valores antañones, incapaz de comprender las exigencias del porvenir, tenía que desaparecer. Puesto que el devorador de sombras no había conseguido suprimirlo, Bel-Tran lo eliminaría a su modo, haciendo que lo condenaran por incuria y alta traición. ¿No se había opuesto el visir a las necesarias reformas y a la transformación del Estado? Tenía que esperar quince días para su triunfo, quince días para que cayera un visir inflexible y obstinado… Bel-Tran, cada vez más nervioso, ya no regresaba a casa. La rápida degradación física de Silkis lo horrorizaba; los papeles del divorcio ya estaban en regla y no quería ver de nuevo a aquella mujer ajada.
El director de la Doble Casa blanca se quedaba en su despacho cuando los funcionarios se marchaban, y pensaba en sus proyectos y en las múltiples decisiones que debería tomar en poco tiempo. Golpearía con fuerza y rapidez.
Cuatro lámparas de aceite, que no producían humo alguno, le ofrecían una satisfactoria iluminación. Insomne, el financiero pasó la noche revisando los elementos de su estrategia económica; aunque en buena parte desmanteladas, sus redes de influencia, que serían apoyadas por los banqueros y comerciantes griegos, impondrían sus opiniones a la población, tanto más fácilmente cuanto su arma fundamental, cuya naturaleza Pazair ignoraría hasta el último momento, fuera utilizada con absoluta eficacia.
Un ruido sobresaltó a Bel-Tran. A horas tan avanzadas, el edificio estaba desierto; intrigado, se levantó.
—¿Quién está ahí?
Sólo le respondió el silencio. Tranquilizado, recordó que la ronda nocturna garantizaba la seguridad de los locales. Se sentó en la posición del escriba y desenrolló un papiro contable, esbozo del nuevo sistema fiscal.
Un poderoso antebrazo le apretó la garganta. Medio ahogado, Bel-Tran gesticuló intentando liberarse.
—Quédate tranquilo o te hundo un puñal en los lomos.
La voz de su agresor no le era desconocida.
—¿Qué queréis?
—Hacerte una pregunta; si respondes, salvarás la vida.
—¿Quién sois?
—Saberlo no te sería de gran utilidad.
—No cederé a las amenazas.
—No tienes valor suficiente para resistir.
—Sé quien sois… ¡Suti!
—General Suti.
—No me haréis ningún daño.
—Desengañaos.
—¡El visir os condenará!
—Pazair ignora lo que estoy haciendo; torturar a un individuo de tu especie no me molesta. Si éste es el precio de la verdad, estoy dispuesto a pagarlo.
Bel-Tran advirtió que su interlocutor no bromeaba.
—¿Cuál es vuestra pregunta?
—¿Dónde está el testamento de los dioses?
—No lo sé…
—Basta ya, Bel-Tran; no es hora de mentiras.
—Soltadme; hablaré.
Suti soltó la presa. Bel-Tran se acarició el cuello y lanzó una mirada al puñal que Suti blandía.
—Aunque me hundierais esta hoja en el vientre, no sabríais nada más.
—Probémoslo.
La hoja hirió la carne de Bel-Tran; la sonrisa del financiero sorprendió a Suti.
—¿Os complace morir?
—Matarme sería estúpido; ignoro el lugar donde se oculta el testamento de los dioses.
—Mientes.
—Utilizad vuestra arma y cometeréis un crimen inútil.
Suti vaciló, pues la seguridad de Bel-Tran lo turbaba. El director de la Doble Casa blanca debería haber temblado de miedo y derrumbarse ante la idea de fracasar, tan cerca ya de su objetivo, por aquella brutal intervención.
—Salid de aquí, general Suti; vuestra acción era inútil.