Tiéndete —pidió Neferet a Suti.
—El dolor ha desaparecido.
—Debo verificar los canales del corazón y la circulación de la energía.
Neferet tomó el pulso a Suti en distintos lugares mientras consultaba la pequeña clepsidra que llevaba en la muñeca; en su interior había unas graduaciones en forma de puntos que se extendían por doce líneas verticales. Calculó los ritmos internos, los comparó entre sí y advirtió que la voz del corazón era poderosa y regular.
—Si no te hubiera operado yo misma, me costaría creer que has sido víctima recientemente de una herida; la cicatrización es dos veces más rápida que lo normal.
—Mañana dispararé el arco… si el médico en jefe del reino me autoriza a ello.
—No hagas trabajar demasiado tus músculos; sé paciente.
—Imposible, tendría la impresión de desperdiciar mi vida; ¿no debe ser parecida al vuelo de una rapaz, violento e imprevisible?
—El trato con los enfermos me hace admitir todas las formas de existencia; sin embargo, me veo obligada a ponerte un vendaje que dificultará tu esfuerzo.
—¿Cuándo regresa Pazair?
—Mañana como muy tarde.
—Espero que haya sido convincente; debemos salir de esta pasividad.
—Juzgas mal al visir; desde tu desafortunada marcha a Nubia no ha dejado de luchar contra Bel-Tran y sus aliados.
—Con insuficientes resultados.
—Los ha debilitado.
—¡Pero no eliminado!
—El visir es el primer servidor de la ley que debe hacer respetar.
—Bel-Tran sólo conoce su propia ley; por eso Pazair lucha con desiguales armas. Cuando éramos jóvenes, él evaluaba la situación y yo me lanzaba. Si se ha fijado el blanco, no fallo.
—Tu ayuda le será preciosa.
—Siempre que lo sepa todo, como tú.
—Ya he terminado el vendaje.
Pi-Ramsés estaba menos alegre que de costumbre. Los soldados habían sustituido a los viandantes, algunos carros circulaban por las calles, la marina de guerra ocupaba el puerto.
En los cuarteles, en estado de alerta, los infantes repetían ejercicios de combate. Los arqueros se entrenaban sin cesar, los oficiales superiores verificaban los arreos de sus caballos. Un aroma de guerra flotaba en el ambiente.
La guardia de palacio había sido doblada; la visita de Pazair no provocó entusiasmo alguno, como si la presencia del visir sellara una temida decisión.
El faraón ya no trabajaba en su jardín; acompañado por sus generales, estudiaba un gran mapa de Asia, desplegado en el suelo de la sala del consejo. Los militares se inclinaron ante el visir.
—¿Puedo consultaros, majestad?
Ramsés despidió a los generales.
—Estamos dispuestos a combatir, Pazair; el ejército de Seth ya se ha desplegado a lo largo de la frontera. Nuestros espías confirman que los principados de Asia intentan unirse para movilizar el máximo de soldados; el enfrentamiento será duro. Aunque mis generales me aconsejan atacar, de modo preventivo, prefiero aguardar. ¡Diríase que el porvenir me pertenece!
—Evitaremos el conflicto, majestad.
—¿Por qué milagro?
—El oro de una mina olvidada.
—¿Es una información fiable?
—Una expedición ya se ha puesto en camino, con un mapa elaborado por Suti.
—¿Tendremos la cantidad suficiente?
—Asia estará satisfecha.
—¿Qué desea Suti?
—El desierto.
—¿Hablas en serio?
—Él habla en serio.
—¿Le convendría el cargo de jefe de «los de la vista penetrante»?
—Tal vez aspire sólo a la soledad.
—¿Algún milagro más en el zurrón?
—Suti desea conocer la verdad; me propone que reúna a los pocos que han demostrado su fidelidad y no les oculte las causas de vuestra abdicación.
—Un consejo secreto…
—Un último consejo de guerra.
—¿Qué piensas tú de ello?
—Mi misión es un fracaso, puesto que no he recuperado el testamento de los dioses. Si me autorizáis a ello, movilizaré nuestras últimas fuerzas para debilitar al máximo a Bel-Tran.
La señora Silkis era víctima de su tercera crisis de histeria desde el amanecer. Tres médicos se habían sucedido a su cabecera, sin demasiado éxito; el último le había administrado un narcótico con la esperanza de que un profundo sueño la devolviera a la razón. En cuanto despertó, a media tarde, deliró, alarmando a toda la casa con sus gritos y sus convulsiones; sólo una nueva dosis de narcótico fue eficaz, aunque sus consecuencias fueran temibles: alteración de las facultades del cerebro y degradación de la flora intestinal.
Bel-Tran tomó la decisión que se imponía. Convocó a un escriba y le dictó la lista de los bienes que legaba a sus hijos, reduciendo los de su mujer al mínimo impuesto por la ley. Pese a lo que solía hacerse, había hecho establecer un contrato de matrimonio muy detallado que le autorizaba a administrar la fortuna de su esposa, en caso de imposibilidad o de notoria incompetencia por parte de Silkis. Incapacidad que fue declarada por los tres terapeutas, generosamente retribuidos. Provisto de aquellos documentos, Bel-Tran sería el único que dispondría de autoridad paterna sobre sus hijos, cuya educación ya no podía asumir Silkis.
La reina madre le había hecho un favor al poner de relieve la verdadera naturaleza de su mujer: un ser inestable, infantil a veces, cruel otras, incapaz de ocupar una función de primer plano.
Tras haberle servido como un hermoso objeto en recepciones y banquetes, ahora se convertía en un obstáculo.
¿Dónde estaría Silkis mejor tratada que en una institución especializada para enfermos mentales? En cuanto estuviera en condiciones de viajar la mandaría al Líbano.
Quedaba por establecer el acta de divorcio, documento indispensable puesto que Silkis seguía residiendo en la mansión familiar. Bel-Tran no podía esperar a que se marchara; libre de ella, estaría ya en condiciones de afrontar la última etapa que lo separaba de la realización de su sueño. Así debía recorrerse el camino del poder, separándose de inútiles compañeros de viaje.
Todo Egipto esperaba la crecida. La tierra estaba resquebrajada, como muerta; abrasada, quemada, desecada por un viento ardiente, se moría de sed, ávida del agua nutricia que pronto treparía por las riberas y rechazaría el desierto. Una sorda fatiga animaba a los hombres y los animales, el polvo cubría los árboles, las últimas parcelas de verdor se apergaminaban agotadas.
Sin embargo, el esfuerzo no cedía; los equipos se sucedían para limpiar canales, reparando pozos y cigoñales, consolidando los diques, amontonando la tierra que había caído y cerrando las grietas. Los niños se encargaban de llenar jarras con frutos secos, principal alimento durante el período en que el agua cubría las campiñas.
Al regreso de Pi-Ramsés, Pazair sintió el sufrimiento y la esperanza de su tierra; tal vez mañana Bel-Tran atacara a la misma agua, reprochándole no estar presente durante todo el año. El régimen que impondría iba a quebrar la alianza del país con los dioses y la naturaleza. Al romper el delicado equilibrio que hasta entonces habían respetado diecinueve dinastías de faraones, el economista dejaría el campo libre a las potencias del mal.
En el muelle del embarcadero principal de Menfis, Kem y el babuino policía aguardaban al visir.
—Djui era el devorador de sombras —reveló el nubio.
—¿Es culpable del asesinato de Branir?
—No, pero era el brazo ejecutor de Bel-Tran. Él asesinó a los veteranos supervivientes y a los cómplices del director de la Doble Casa blanca; fue él quien intentó suprimiros.
—¿Lo has encarcelado?
—Matón no le concedió su perdón. He dictado mi testimonio a un escriba; incluye acusaciones contra Bel-Tran, nombres y fechas. Ahora ya estáis seguro.
Acompañado por Viento del Norte, que llevaba un odre de agua fresca, Suti se acercó a Pazair.
—¿Ha aceptado Ramsés?
—Sí.
—Reúne inmediatamente tu consejo; estoy dispuesto a combatir.
—Antes me gustaría intentar una última gestión.
—Tenemos el tiempo contado.
—Ya han salido mensajeros llevando mis convocaciones; el consejo se reunirá mañana.
—Es tu última oportunidad.
—La última oportunidad de Egipto.
—¿Cuál es esta última gestión?
—No correré riesgo alguno, Suti.
—Permite que te acompañe.
—Aceptad la presencia de Matón —insistió Kem.
—Imposible —repuso el visir—; debo ir solo.
A unos treinta kilómetros al sur de la necrópolis de Saqqara, el paraje de Licht vivía todavía como en tiempos del Imperio Medio, horas de paz y de prosperidad. Allí se levantaban los templos y pirámides dedicados a los faraones Amenemhat I y Sesostris I, poderosos monarcas de la duodécima dinastía que, tras un período de agitaciones, habían hecho feliz Egipto. Desde aquella lejana época, setecientos años antes del reinado de Ramsés II, se respetaba la memoria de los ilustres soberanos. Sacerdotes del ka celebraban ritos cotidianos para que el alma de los reyes difuntos siguiera presente en la tierra e inspirara la acción de sus sucesores.
La pirámide de Sesostris I, situada no lejos de los cultivos, estaba reparándose, a consecuencia del hundimiento de parte de su revestimiento calcáreo blanco, procedente de la cantera de Tura.
El carro de Bel-Tran, conducido por un antiguo oficial, había tomado el camino que flanqueaba el desierto; se detuvo en el umbral de la calzada cubierta que ascendía hacia la pirámide.
Nervioso, el director de la Doble Casa blanca saltó del vehículo y llamó a un sacerdote. Su voz, irritada, pareció incongruente en el silencio que rodeaba el paraje.
Un ritualista de cráneo afeitado salió de una capilla.
—Soy Bel-Tran, el visir me ha citado aquí.
—Seguidme.
El financiero se sentía incómodo. No le gustaban las pirámides, ni los antiguos santuarios donde los arquitectos habían erigido colosales bloques, utilizando sus masas con increíble virtuosismo. Los templos trastornaban los análisis económicos de Bel-Tran; destruirlos sería prioritario para el nuevo régimen.
Mientras algunos hombres, por pocos que fueran, escaparan a la ley universal del beneficio, dificultarían el desarrollo de un país.
El ritualista precedió a Bel-Tran; en las paredes de la estrecha calzada, unos bajorrelieves mostraban al rey haciendo ofrendas a las divinidades. El sacerdote caminaba lentamente y el financiero se vio obligado a refrenar su paso. Maldecía el tiempo perdido y aquella convocatoria en un lugar olvidado.
En lo alto de la calzada había un templo pegado a la pirámide. El ritualista giró a la izquierda, atravesó una pequeña sala con columnas y se detuvo ante una escalera.
—Subid, el visir os aguarda en lo alto de la pirámide.
—¿Por qué arriba?
—Supervisa los trabajos.
—¿Es peligroso el ascenso?
—Los peldaños interiores han quedado al descubierto; si subís despacio, no corréis riesgo alguno.
Bel-Tran no dijo al sacerdote que sufría vértigo; retroceder lo hubiera puesto en ridículo. A regañadientes, comenzó el ascenso hasta el vértice de la pirámide, que culminaba a unos sesenta metros.
Inició la escalada por la arista, ante las miradas de los talladores de piedra que restauraban el revestimiento. Sin apartar los ojos de las piedras, con los pies torpes, llegó hasta la cima, una plataforma desprovista de piramidión. Éste había sido desmontado y entregado a los orfebres para que lo recubrieran de oro fino.
Pazair tendió la mano a Bel-Tran y le ayudó a ponerse de pie.
—Maravilloso paisaje, ¿no es cierto?
Bel-Tran vaciló, cerró los ojos y conservó su equilibrio.
—Desde lo alto de una pirámide, Egipto se desvela —prosiguió el visir—. ¿Habéis advertido la brutal frontera entre los cultivos y el desierto, entre la tierra negra y la tierra roja, entre el dominio de Horus y el de Seth? Y, sin embargo, son indisociables y complementarios. La tierra cultivable manifiesta la eterna danza de las estaciones; el desierto, el fuego de lo inmutable.
—¿Por qué me habéis hecho venir aquí?
—¿Conocéis el nombre de esta pirámide?
—Me importa un bledo.
—Se llama «la observadora de ambos países»; mirándolos crea su unidad. Los antiguos consagraron sus esfuerzos a construir este tipo de monumentos, nosotros erigimos templos y moradas de eternidad porque ninguna armonía es posible sin su presencia.
—No son más que un montón de piedras inútiles.
—Los fundamentos de nuestra sociedad. El más allá inspira nuestro gobierno, la eternidad nuestros actos, pues lo cotidiano no basta para alimentar a los hombres.
—Antañón idealismo.
—Vuestra política arruinará a Egipto, Bel-Tran, y os mancillará.
—Pagaré a las mejores lavanderas.
—No es tan fácil lavar el alma.
—¿Sois sacerdote o primer ministro?
—El visir es sacerdote de Maat; ¿no os ha seducido nunca la diosa de la rectitud?
—Pensándolo bien, detesto a las mujeres. Si no tenéis nada más que decirme, bajaré.
—Cuando nos prestábamos ayuda, creí que erais mi amigo; vos no erais más que un fabricante de papiro y yo un pequeño juez perdido en una gran ciudad. Ni siquiera cuestionaba vuestra sinceridad; me parecía que os animaba una verdadera fe en vuestra tarea al servicio del país. Cuando pienso en aquel período, no consigo convencerme de que hayáis mentido siempre.
Se levantó un fuerte viento; desequilibrado, Bel-Tran se agarró a Pazair.
—Representasteis una comedia desde nuestro primer encuentro.
—Esperaba convenceros y utilizaros; una decepción, lo confieso. Vuestra tozudez y la estrechez de vuestras miras me han decepcionado mucho. No ha sido muy difícil manipularos.
—Qué importa el pasado; cambiad de vida, Bel-Tran. Poned vuestra competencia al servicio del faraón y del pueblo de Egipto, renunciad a vuestras desmesuradas ambiciones y conoceréis la felicidad de los seres rectos.
—Qué ridículas palabras… Supongo que vos mismo no las creéis.
—¿Por qué arrastrar al pueblo a la desgracia?
—Aunque seáis visir, ignoráis el sabor del poder. Yo lo conozco; este país me corresponde, pues soy capaz de imponerle mi propia regla.
El viento obligaba a los dos hombres a hablar en voz alta, espaciando sus palabras. A lo lejos, las palmeras se doblaban, sus hojas se entremezclaban y gemían como si quisieran romperse. Torbellinos de arena asaltaban la pirámide.
—Olvidad vuestro propio interés, Bel-Tran; os conducirá a la nada.
—Vuestro maestro Branir no se habría sentido orgulloso de vos y de vuestra escasa inteligencia. Al ayudarme me demostrasteis vuestra incompetencia; suplicándome así, vuestra estupidez.
—¿Fuisteis vos su asesino?
—Nunca me ensucio las manos, Pazair.
—No volváis a pronunciar el nombre de Branir.
Bel-Tran leyó su muerte en los ojos de Pazair. Asustado, retrocedió un paso y perdió el equilibrio.
Pazair lo agarró por la muñeca; con el corazón palpitante, el director de la Doble Casa blanca descendió asiéndose a cada piedra. La mirada del visir de Egipto estaba clavada en él, mientras se desencadenaba el viento de la tormenta.