CAPÍTULO 31

El intenso calor de mayo sumía en el sopor la inmensa necrópolis de Saqqara; los trabajos de excavación de las tumbas se hacían más lentos o se interrumpían. Los sacerdotes encargados de alimentar el ka, la energía inmortal, se desplazaban con pasos cada vez más lentos. Djui, el encargado de la momificación, era el único que no tenía derecho al reposo; acababan de entregarle tres cadáveres que era preciso preparar en seguida para el viaje al otro mundo. Pálido, mal afeitado, con las piernas frágiles, extraía las vísceras y embalsamaba de un modo más o menos completo, según el precio pagado. En sus horas libres llevaba flores a algunas capillas, cuyos propietarios le ofrecían un pequeño subsidio, apreciable complemento de su salario. Djui se inclinó al cruzarse con el visir y su esposa en el camino que conducía a la tumba de Branir.

El tiempo no adormecía su pena ni curaba la herida. Sin Branir, Pazair y Neferet se sentían huérfanos; nunca podrían sustituir a su maestro asesinado. En él se realizaba una sabiduría, la resplandeciente sabiduría de Egipto que Bel-Tran y sus acólitos intentaban destruir.

Al venerar la memoria de Branir, Pazair y Neferet se unían al largo linaje de antepasados fundadores, apasionados por la verdad apacible y la serena justicia sobre las que habían construido un país de agua y de sol. Branir no había sido aniquilado; su invisible presencia los guiaba, su espíritu creaba un camino que ellos no podían distinguir aún. Sólo la comunión de los corazones, más allá de la frontera del óbito, los ayudaría a recorrerlo.

El visir se entrevistó en secreto con el rey en el interior del templo de Ptah. Oficialmente, Ramsés el Grande residía en la hermosa ciudad de Pi-Ramsés, en el corazón del delta, para beneficiarse del agradable clima.

—Nuestros enemigos deben creerme desesperado y vencido.

—Nos quedan menos de tres meses, majestad.

—¿Has progresado?

—No de modo satisfactorio. Pequeñas victorias, sin duda, pero que no hacen mella en Bel-Tran.

—¿Sus cómplices?

—Son numerosos; he logrado desenmascarar a algunos.

—Yo también. En Pi-Ramsés he depurado los cuerpos de ejército encargados de velar por las fronteras con Asia; algunos oficiales superiores recibían gratificaciones ilícitas de la Doble Casa blanca a través de distintos organismos. Bel-Tran es un cerebro tortuoso; para descubrir las huellas de su acción es preciso buscar los complicados montajes que ha elaborado. Sigamos comiéndole el terreno.

—Cada día descubro una nueva gangrena.

—¿El testamento de los dioses?

—Ni la menor pista.

—¿El asesino de Branir?

—Nada concreto.

—Tenemos que dar un buen golpe, Pazair, y conocer los límites precisos del dominio de Bel-Tran. Como nos falta tiempo, procedamos a un censo.

—Será bastante largo.

—Pide ayuda a Bagey y recurre a todas las administraciones; que los jefes de provincia se consagren prioritariamente a esta tarea. En menos de quince días obtendremos los primeros resultados. Quiero conocer el estado real del país y la magnitud de la conjura.

Cansado, encorvado, con las piernas hinchadas, el antiguo visir recibió sin embargo amablemente a Pazair, aunque a su esposa aquella visita no la complacía demasiado; no soportaba que importunaran y arrancaran a su esposo de su retiro.

Pazair advirtió que la casita en el centro de la ciudad iba degradándose; en algunos lugares, el yeso se desconchaba. No dijo ni una palabra sobre ello, por miedo a ofender a su predecesor; ordenaría que interviniera un equipo de restauradores, encargados de reparar y pintar de nuevo el conjunto de las casas de la calle, incluyendo así la morada de Bagey en el proceso de rehabilitación. Él mismo financiaría la operación.

—¿Un censo? —se sorprendió Bagey—. Es una pesada tarea.

—El último data de hace cinco años; me parece útil actualizar los datos.

—No estáis equivocado.

—Me gustará hacerlo en seguida.

—No es imposible, siempre que se tenga el apoyo efectivo de los mensajeros del rey.

Estos mensajeros formaban un cuerpo de élite encargado de transmitir las directrices del poder central; de su eficacia dependía, en especial, una aplicación de las reformas más o menos rápida.

—Os llevaré al servicio del censo —añadió Bagey—; acabaréis comprendiendo su funcionamiento, pero os haré ganar algunos días.

—Aceptad mi silla de manos.

—Lo haré para complaceros…

No faltaba ni un solo mensajero real.

Cuando el visir abrió la sesión de su consejo colgando una figurita de Maat en su cadena de oro, todos se inclinaron ante la diosa de la justicia.

Vestido con el atavío tradicional de los visires, un largo delantal almidonado hecho con un tejido grueso y rígido, que le cubría por completo el cuerpo salvo los hombros, Pazair se sentó en un sitial de recto respaldo.

—Os he convocado, por orden del faraón, para confiaros una misión excepcional: un censo tan rápido como el vuelo de un pájaro. Deseo conocer el nombre de los propietarios de campos y tierras cultivables, la superficie que poseen, el número de cabezas de ganado y sus dueños, la calidad y cantidad de las riquezas, el número de habitantes. Es inútil recordaros que las mentiras voluntarias o por omisión se considerarán faltas graves, sujetas a severas penas.

Un mensajero pidió la palabra.

—Por lo general, el censo se realiza en varios meses; ¿por qué tanta prisa?

—Tengo que tomar decisiones de orden económico y necesito saber si el estado del país ha cambiado mucho desde hace cinco años. Luego afinaremos los resultados.

—Satisfacer vuestras exigencias no será fácil, pero podremos lograrlo reuniendo con rapidez los inventarios que están al día. Tened la bondad de concretar vuestras intenciones: ¿se trata de preparar una nueva fiscalidad?

—Ningún censo se estableció nunca con esa intención; como antaño, su objetivo será el pleno empleo y un justo reparto de las tareas. Tenéis mi palabra, por la Regla.

—Recibiréis los primeros datos dentro de una semana.

En Karnak, los tamariscos florecían entre las esfinges encargadas de impedir a los profanos el acceso al templo. La primavera derramaba sus azucarados sabores, las piedras del templo se adornaban con colores cálidos, el bronce de las grandes puertas brillaba.

Neferet presidía la asamblea anual de los médicos en jefe de las principales ciudades de Egipto, reunidos en el templo de la diosa Mut, donde habían sido iniciados a los secretos de su arte.

Evocarían los problemas de la salud pública y se comunicarían los descubrimientos más importantes, de los que se beneficiarían los farmacéuticos, los veterinarios, los dentistas, los oculistas, los «pastores del ano»[13], los «conocedores de los humores y los órganos ocultos» y demás especialistas. De edad avanzada en su mayoría, admiraron el rostro muy puro de la médico en jefe del reino, su garganta de gacela, su esbelto talle, la finura de sus articulaciones; tocada con una diadema de flores de loto unidas con pequeñas cuentas, Neferet llevaba al cuello la perla de turquesa que le había ofrecido Branir, para protegerla de influencias nocivas.

El sumo sacerdote de Karnak, Kani, abrió la sesión. La piel oscura, profundamente arrugada, y las marcas de abscesos en la nuca recordaban sus actividades de jardinero, obligado a llevar pesadas cargas. Desde luego, no intentaba seducir.

—Gracias a los dioses, el cuerpo médico de este país está dirigido hoy por una mujer excepcional, preocupada por mejorar los cuidados y no por aumentar su prestigio; tras un deplorable intermedio, hemos regresado a la justa tradición que enseñó Imhotep. No nos desviemos más y Egipto conocerá la salud del cuerpo y el alma.

A Neferet no le gustaban los discursos y no se los infligió a sus colegas, dándoles en seguida la palabra. Sus intervenciones fueron breves y fructíferas; sus informes hablaron de la mejoría de las técnicas quirúrgicas, especialmente en el campo de la ginecología y de la oftalmología, y la creación de nuevos remedios a base de plantas exóticas. Varios expertos insistieron en la necesidad de mantener el alto nivel de formación de los facultativos, aunque la duración de los estudios fuera larga y se exigieran muchos años de práctica antes de considerarlos como médicos de pleno derecho.

Neferet aprobó las conclusiones; pese a la amistosa atmósfera, Kani la vio tensa, casi inquieta.

—Están realizando un censo —reveló la muchacha—; gracias a la diligencia de los mensajeros reales se conocen ya algunos resultados. Uno de ellos nos concierne directamente: el aumento excesivamente rápido de la población en algunas provincias. El control de la demografía es esencial; si lo olvidamos, condenaremos al pueblo a la miseria[14].

—¿Qué deseáis?

—Que los médicos de pueblo den a conocer métodos anticonceptivos.

—Vuestro predecesor puso fin a esta política porque el Estado debía distribuir gratuitamente los productos.

—Es una economía estúpida y peligrosa. Volvamos a facilitar anticonceptivos a base de acacia; el ácido láctico que contienen las púas y las espinas es de perfecta eficacia.

—Es cierto, pero para conservarlo hay que molerlo con dátiles y miel… ¡Esta última es muy cara!

—Las familias demasiado numerosas arruinarían los pueblos; que los médicos convenzan a los padres de esta realidad. Por lo que a la miel se refiere, convenceré al visir para que ponga una parte suficiente de la cosecha a disposición del servicio de salud.

Al ocaso, Neferet tomó la avenida que llevaba al templo de Ptah; apartado del gran eje este-oeste, columna vertebral del inmenso Karnak, el pequeño santuario se levantaba en el centro de un islote de árboles.

Algunos sacerdotes saludaron a la médico en jefe del reino; Neferet entró sola en la capilla donde se erguía la estatua de la leona Sekhmet, patrona de los médicos y encarnación de la misteriosa fuerza que engendraba, a la vez, las enfermedades y sus remedios.

La diosa, con cuerpo de mujer y rostro de leona, estaba rodeada de tinieblas; pasando por una grieta abierta en el techo, el postrer rayo de sol iluminó el rostro de la terrorífica. Sin su ayuda, ningún médico podía curar.

Como durante su primera entrevista, el milagro se reprodujo: la leona sonrió. Sus rasgos se dulcificaron, su mirada se posó en su sierva. Llegada para solicitar la sabiduría, Neferet comulgó con el espíritu de la piedra viva; por la inalterable presencia de la divinidad se transmitía la ciencia de la energía de la que lo humano era sólo una forma pasajera.

La muchacha pasó la noche meditando; de discípula de Sekhmet, se convirtió en su hermana y confidente. Cuando la fuerte luz matinal confirió a la estatua su aspecto vengativo, Neferet ya no la temía.

En todo Menfis corría un insistente rumor: la audiencia del visir sería excepcional. No sólo se había convocado a los nueve amigos del rey sino también a numerosos cortesanos, que se apretujarían en la sala de las columnas para asistir al acontecimiento. Algunos hablaban de una dimisión de Pazair, abrumado por el peso de las responsabilidades; otros, de un golpe de efecto de imprevisibles consecuencias.

Contrariamente a la costumbre, Pazair no había organizado un consejo restringido, sino que había abierto de par en par la puerta de la sala de audiencias. En aquella hermosa mañana de mayo, se enfrentaba con toda la corte.

—Por orden del faraón ordené que se procediera a un censo cuya primera parte ha concluido ya, gracias al notable trabajo de los mensajeros del rey.

«Intenta atraerse una corporación de carácter difícil», murmuró un viejo cortesano; «sin dejar de atribuirse los méritos de su acción», añadió su vecino.

—Debo informaros de los resultados —prosiguió Pazair.

Un desagradable estremecimiento recorrió a la concurrencia; la gravedad del tono hacía temer una inesperada catástrofe.

—El aumento demasiado rápido de la población en tres provincias del norte y dos del sur hace indispensable la intervención del servicio de salud; se encargará de invertir inmediatamente esta tendencia informando a las familias.

No se emitió ningún comentario desfavorable.

—Los bienes de los templos, aunque permanecen intactos, están gravemente amenazados, al igual que los de los pueblos. Sin intervención directa por mi parte, el paisaje económico cambiaría muy pronto y ya no podríais reconocer la tierra de vuestros antepasados.

Los cortesanos perdieron su flema; la declaración del visir pareció excesiva e infundada.

—Naturalmente no se trata de una opinión, sino de hechos comprobados, cuya gravedad no podéis desconocer.

—Os ruego que los expongáis sin rodeos —solicitó el superintendente de los campos.

—Según los informes oficiales recogidos por los mensajeros reales, aproximadamente la mitad de las tierras ha caído bajo el control directo o indirecto de la Doble Casa blanca; sin advertirlo, numerosos templos provinciales mañana serán privados de sus cosechas. Muchos cultivadores, pequeños y medianos, endeudados sin saberlo, se convertirán en arrendadores o serán expulsados. El equilibrio entre propiedad privada y dominios de Estado está a punto de romperse. Lo mismo ocurre con el ganado y la artesanía.

Las miradas se clavaron en Bel-Tran, situado a la diestra del visir. En los ojos del director de la Doble Casa blanca se mezclaban el estupor y la cólera. Con los labios prietos, la nariz estremecida y la nuca rígida, fulminaba.

—La política económica practicada antes de mi nombramiento —prosiguió Pazair— se orientaba en una dirección que desapruebo. El censo demuestra sus excesos, que pienso combatir inmediatamente, gracias a los decretos firmados por el faraón. Egipto preservará su grandeza y la felicidad de su pueblo respetando los valores ancestrales; pediré por lo tanto al director de la Doble Casa blanca que siga fielmente mis instrucciones y anule las injusticias.

Públicamente desautorizado, aunque encargado de una nueva misión, Bel-Tran podía retirarse o someterse.

Pesado, macizo, se adelantó presentándose ante el visir.

—Tenéis mi lealtad: ordenad y obedeceré.

Un murmullo de satisfacción reveló el asentimiento de la corte. La crisis se había evitado; Bel-Tran reconocía sus errores, el visir no lo condenaba. La moderación de Pazair fue apreciada; pese a su juventud, tenía el sentido de los matices y sabía mostrarse diplomático, sin abandonar una irreprochable línea de conducta.

—Para cerrar este consejo —indicó el visir—, mantengo la negativa a establecer un registro civil donde consten nacimientos, muertes, bodas y divorcios. Semejante práctica restringiría la libertad, fijando por escrito acontecimientos que sólo afectan a los interesados y a sus íntimos, y no al Estado. No hagamos más inflexible nuestra sociedad abrumándola con una gestión administrativa en exceso formalista. Cuando se corona al faraón no mencionamos su edad, pero celebramos su función. Preservemos ese estado de ánimo, más preocupado por la verdad intemporal que por detalles perecederos, y Egipto conservará su armonía, a imagen del cielo.