Suti revisaba su arco de acacia; comprobaba la solidez de la madera, la tensión de la cuerda y la flexibilidad del conjunto.
—¿No tienes nada mejor que hacer? —preguntó, mimosa, Pantera.
—Si deseas reinar, necesito un arma digna de confianza.
—Puesto que dispones de un ejército, utilízalo.
—¿Lo crees capaz de vencer a las tropas egipcias?
—Enfrentémonos primero con la policía del desierto e impongamos nuestra ley en la arena. Libios y nubios confraternizan bajo tu mando; eso ya es un milagro. Pídeles que combatan, te obedecerán. Eres el señor del oro, Suti; conquista el territorio del cual tú y yo seremos dueños.
—Estás realmente loca.
—Quieres vengarte, amor mío; vengarte de tu amigo Pazair y de tu maldito Egipto. Con oro y guerreros, lo lograrás.
Besos de fuego le comunicaron su pasión; convencido de que la aventura sería exultante, el general Suti recorrió su campamento. Los irreductibles libios, especialistas en incursiones, estaban equipados de tiendas y mantas que hacían casi agradable su existencia en pleno desierto. Excelentes cazadores, los nubios perseguían la presa.
Pero la embriaguez de los primeros días se disipaba; los libios acababan tomando conciencia de que Adafi había muerto y Suti lo había matado. Ciertamente, tenían que respetar la palabra dada ante los dioses; pero se propagaba una sorda oposición. A su cabeza estaba un tal Jossete, bajo, fornido, cubierto de pelos muy negros; mano derecha de Adafi, buen manejador del cuchillo, nervioso y rápido, cada vez soportaba peor la autoridad del egipcio.
Suti inspeccionó cada vivaque y felicitó a sus hombres; cuidaban sus armas, se entrenaban y se preocupaban por la higiene.
Acompañado por cinco soldados, Jossete interrumpió a Suti, que conversaba con un grupo de libios que había regresado de un ejercicio.
—¿Adónde nos llevas?
—¿Tú qué crees?
—No me gusta tu respuesta.
—Tu pregunta me parece inconveniente.
Jossete frunció sus espesas cejas.
—Nadie me habla en ese tono.
—La obediencia y el respeto son las primeras cualidades de un buen soldado.
—Siempre que tenga un buen jefe.
—¿Te parezco insuficiente como general?
—¿Cómo te atreves a compararte con Adafi?
—Fue él el vencido, yo no; fracasó aun haciendo trampa.
—¿Lo acusas de hacer trampa?
—¿No enterraste tú mismo el cadáver de su acólito?
Con gran rapidez, Jossete intentó clavar su puñal en el vientre de Suti, pero éste detuvo el ataque con un codazo en el pecho del libio y lo derribó; antes de que se levantara, el egipcio le hundió la cara en las arenas y la inmovilizó con el pie.
—O me obedeces o te asfixio.
La mirada de Suti disuadió a los libios de ayudar a su compañero; Jossete soltó su puñal y golpeó con el puño el suelo, en señal de sumisión.
—Respira.
El pie se levantó. Jossete escupió arena y rodó hacia un lado.
—Escúchame, traidorzuelo; los dioses me permitieron matar a un tramposo y ponerme a la cabeza de un buen ejército. Aprovecharé esta oportunidad; calla y combate para mí. De lo contrario, lárgate.
Jossete volvió a la fila con los ojos bajos.
El ejército de Suti avanzaba hacia el norte, flanqueando el valle del Nilo a buena distancia de las zonas habitadas; iba por el itinerario más difícil y menos frecuentado. Con un innato sentido del mando, el joven guerrero sabía repartir esfuerzos e inspirar confianza a sus hombres; nadie discutía su autoridad.
El general y Pantera cabalgaban a la cabeza de sus tropas; la libia saboreaba cada segundo de la imposible conquista, como si se convirtiera en propietaria de aquella inhóspita tierra. Suti, atento, escuchaba el desierto.
—Hemos despistado a los policías —afirmó ella.
—La diosa de oro se engaña; nos siguen los pasos desde hace dos días.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Pones en duda mi instinto?
—¿Por qué no atacan?
—Porque somos demasiado numerosos; deben de estar reagrupando varias patrullas.
—¡Golpeemos primero!
—Paciencia.
—No quieres matar egipcios, ¿verdad? ¡Ésa es tu gran idea! ¡Dejar que tus compatriotas te acribillen con sus flechas!
—Si no somos capaces de librarnos de ellos, ¿cómo te ofreceré un reino?
«Los de la vista penetrante» no creían lo que estaban viendo. Acompañados por temibles perros recorrían sin cesar las extensiones desiertas, interpelaban a los bandoleros beduinos, protegían las caravanas y velaban por la seguridad de los primeros. Ni un solo movimiento de un nómada pasaba inadvertido, ningún merodeador gozaba por mucho tiempo de su latrocinio. Desde hacia decenios, «los de la vista penetrante» acababan de raíz con el menor conato de turbar el orden establecido.
Cuando un explorador solitario había advertido la presencia de una tropa armada procedente del sur, ningún oficial le había creído; había sido necesario el alarmista informe de una patrulla para poner en marcha una intervención que exigía la coordinación de policías dispersos por un vasto territorio.
Establecida su confluencia, «los de la vista penetrante» dudaron sobre la conducta a seguir. ¿Quiénes eran aquellos soldados perdidos, quién los mandaba, qué querían? La insólita alianza de nubios y libios auguraba un duro conflicto; sin embargo, los policías del desierto estaban seguros de eliminar a los intrusos sin pedir ayuda al ejército. Realizarían así una hazaña que aumentaría su prestigio y les valdría ventajas materiales.
El enemigo había cometido un grave error al acampar tras una línea de colinas, desde la que los policías se lanzarían al asalto; atacarían al anochecer, cuando la atención de los centinelas se relajara.
Rodearlos primero; disparar luego una nube de mortales flechas; terminar, por fin, cuerpo a cuerpo. La operación sería rápida y brutal: si quedaban prisioneros, los harían hablar.
Cuando rugió el desierto, el viento se levantó; «los de la vista penetrante» intentaron en vano descubrir centinelas. Temiendo una trampa, avanzaron con extremada prudencia. Cuando llegaron a lo alto de las colinas, los grupos de asalto no habían dado con ningún adversario. Desde aquella posición favorable observaron el campamento; descubrieron, estupefactos, que estaba vacío. Carros abandonados, caballos en libertad, tiendas plegadas atestiguaban la desbandada del extraño ejército. Sabiéndose descubierta, la heteróclita tropa había decidido dispersarse.
Fácil victoria, ciertamente, a la que seguiría una persecución encarnizada y el arresto de todos los soldados. Reticentes a cualquier forma de pillaje, los policías establecieron una lista detallada del material capturado. El Estado les concedería parte de él.
Desconfiados, penetraron en pequeños grupos en el campamento, cubriéndose unos a otros; los más audaces llegaron a los carros, quitaron las recias telas y descubrieron los lingotes de oro. Llamaron en seguida a sus colegas, que se reunieron alrededor del tesoro. Fascinados, la mayoría abandonaron sus armas y se sumieron en la contemplación del divino metal.
El desierto se levantó en decenas de lugares. Suti y sus hombres se habían ocultado enterrándose; apostando por el atractivo que ejercerían un campamento vacío y el cargamento de oro, sabían que su prueba sería de corta duración. Aparecieron por la espalda de los policías; cercados, éstos comprendieron que resistir sería inútil.
Suti trepó a un carro y se dirigió a los vencidos.
—Si sois razonables, nada tenéis que temer. No sólo salvaréis la vida sino que también os haréis ricos, como los libios y los nubios que están a mis órdenes. Me llamo Suti; antes de mandar este ejército serví como teniente de carros en el ejército egipcio. Yo libré a vuestra corporación de una oveja negra, el general Asher, traidor y asesino; yo ejecuté la sentencia promulgada por la ley del desierto. Hoy soy el dueño del oro.
Varios policías reconocieron al joven; la reputación de Suti había franqueado las murallas de Menfis, algunos lo consideraban ya un héroe de leyenda.
—¿No estabas encarcelado en la fortaleza de Tjaru? —preguntó un oficial.
—La guarnición intentó eliminarme ofreciéndome como víctima expiatoria a los nubios; pero la diosa de oro velaba por mí.
Pantera avanzó iluminada por los últimos rayos del poniente, que hicieron resplandecer la diadema, el collar y los brazaletes de oro con que se había adornado. Subyugados, vencedores y vencidos creyeron en la aparición de la famosa diosa lejana, llegada por fin del sur misterioso y salvaje, para aportar a Egipto los gozos del amor.
Sometidos, se prosternaron.
La fiesta estaba en su punto álgido. Hacían juegos malabares con el oro, bebían, proyectaban un porvenir fabuloso, cantaban la belleza de la diosa de oro.
—¿Eres feliz? —preguntó Pantera a Suti.
—Podría ser peor.
—Me preguntaba cómo ibas a hacerlo para no matar egipcios… Estás convirtiéndote en un buen general, gracias a mí.
—Es una coalición muy frágil.
—Ten confianza.
—¿Qué deseas conquistar?
—Lo que se presente; permanecer inmóvil es insoportable. Avancemos, creemos nuestro horizonte.
Jossete surgió de las tinieblas levantando el puñal y se lanzó sobre Suti. Felino, éste dio un salto de costado, evitando el golpe mortal. Pasado el miedo, la agresión divirtió a Pantera; la diferencia de tamaño y de fuerza era tal que a su amante no le costaría nada acabar con el horrendo y pequeño libio.
Suti falló el golpe; recuperado, Jossete intentó atravesarle el corazón. Un reflejo salvó al egipcio, pero perdió el equilibrio al esquivarlo y cayó hacia atrás.
Pantera desarmó al agresor dándole una patada en la muñeca. El deseo de matar multiplicó las fuerzas de Jossete; apartó a la rubia libia, tomó un bloque de piedra y lo arrojó sobre el cráneo de Suti. Éste no fue lo bastante rápido; apartó la cabeza, pero no pudo evitar el impacto en su brazo izquierdo y lanzó un grito de dolor.
Jossete aulló de júbilo; levantando la ensangrentada roca se colocó ante el herido.
—¡Muere, perro egipcio!
Con los ojos fijos, la boca abierta, el libio soltó su improvisada arma y cayó junto a Suti, muerto antes de haber llegado al suelo.
Pantera había apuntado bien, clavando en la nuca de Jossete su propio puñal.
—¿Por qué te has defendido tan mal?
—En las tinieblas no distingo nada… Soy ciego.
Pantera ayudó a levantarse a Suti. El hombre hizo una mueca.
—Mi brazo… está roto.
Pantera lo llevó junto al viejo guerrero nubio.
—Ponedlo de espaldas —ordenó éste a dos soldados— y colocad un rollo de tela entre sus omoplatos. Tú a la izquierda, tú a la derecha.
Los dos negros tiraron al mismo tiempo de los brazos del herido; el viejo guerrero comprobó la fractura del húmero y colocó el hueso en su lugar, indiferente a los aullidos de Suti. Dos tablillas forradas de tela de lino contribuirían a la curación.
—No es grave —dijo el anciano—; puede caminar y mandar.
Pese al dolor, Suti se levantó.
—Llévame a mi tienda —murmuró al oído de Pantera.
Caminó lentamente para no tropezar. La rubia libia lo condujo y lo ayudó a sentarse.
—Nadie debe saber que estoy débil.
—Duerme, yo velaré.
Al amanecer, el sufrimiento despertó a Suti. Lo olvidó al contemplar aquel maravilloso paisaje.
—¡Veo, Pantera, veo!
—La luz… ¡La luz te ha curado!
—Conozco el mal: un acceso de ceguera nocturna. Se repetirá de improviso. Sólo una persona puede curarme: Neferet.
—Estamos lejos de Menfis.
—Ven.
Saltando a lomos de un caballo, la arrastró a una cabalgada. Pasaron entre las dunas, galoparon por el lecho de un ued y treparon a una pedregosa colina.
Desde lo alto, el panorama era espléndido.
—Mira, Pantera, mira la ciudad blanca en el horizonte. Es Coptos, hacia allí nos dirigimos.