CAPÍTULO 29

Menfis dormitaba bajo un cálido sol primaveral. En los despachos del servicio de acogida de trabajadores extranjeros era la hora de la siesta. Una decena de griegos, fenicios y sirios aguardaban a que los funcionarios se ocuparan de su caso. Cuando Pazair entró en la pequeña sala donde esperaban los extranjeros, éstos se levantaron creyendo que algún responsable había llegado por fin. El visir no los desengañó. Interrumpiendo el tumulto y las protestas, un joven fenicio se erigió en portavoz.

—Queremos trabajo.

—¿Qué os han prometido?

—Que lo tendríamos porque estamos en regla.

—¿Cuál es tu oficio?

—Soy un buen carpintero y conozco un taller que está dispuesto a contratarme.

—¿Qué te ofrece?

—Cada día cerveza, pan, pescado seco o carne, y legumbres; cada diez días aceite, ungüentos y perfume. Ropas y sandalias en función de mis necesidades. Ocho días de trabajo y dos de descanso, sin contar los festivos y las vacaciones legales. Toda ausencia que sea justificada.

—Son las condiciones que aceptan los egipcios; ¿te satisfacen?

—Son mucho más ventajosas que en mi país, pero yo, como los demás, necesito el permiso de la oficina de inmigración. ¿Por qué nos retienen aquí desde hace más de una semana?

Pazair habló con los otros; sufrían la misma suerte.

—¿Vais a darnos la autorización?

—Hoy mismo.

Un escriba de abultado vientre irrumpió en la sala.

—¿Qué ocurre aquí? ¡Sentaos y callaos! De lo contrario, en mi calidad de jefe de servicio, os expulsaré.

—Vuestras maneras son más bien brutales —estimó Pazair.

—¿Por quién os tomáis?

—Por el visir de Egipto.

Se hizo un largo silencio. Los extranjeros estaban divididos entre la esperanza y el temor, el escriba miró el sello que Pazair acababa de poner en un pedazo de papiro.

—Perdonad —balbuceó—, pero no me habían avisado de vuestra visita.

—¿Por qué no dais satisfacción a estos hombres? Están en regla.

—El exceso de trabajo, la falta de personal, el…

—Falso. Antes de venir aquí he examinado el funcionamiento de vuestro servicio; no os faltan medios ni funcionarios. Vuestro salario es elevado, pagáis el diez por ciento de impuestos y recibís gratificaciones no declarables. Disponéis de una hermosa casa, un agradable jardín, un carro, una barca y tenéis dos criados. ¿Me equivoco?

—No, no…

Terminada su comida, los demás escribas se agruparon a la entrada de los locales administrativos.

—Exigid a vuestros subordinados que establezcan las autorizaciones —ordenó Pazair— y venid conmigo.

El visir llevó al escriba a las callejas de Menfis, donde el funcionario pareció molesto de mezclarse con el pueblo.

—Cuatro horas de trabajo por la mañana —recordó Pazair—, cuatro por la tarde, tras una larga pausa para la comida: ¿es éste vuestro ritmo de trabajo?

—En efecto.

—Pues no lo respetáis, al parecer.

—Hacemos lo que podemos.

—Trabajando poco y mal perjudicáis a quienes dependen de vuestras decisiones.

—¡No es ésa mi intención, creedlo!

—Sin embargo, el resultado es deplorable.

—Vuestro juicio me parece demasiado severo.

—Pues advierto que, sin duda, no lo es bastante.

—Dar trabajo a los extranjeros no es tarea fácil; a veces tienen un carácter rebelde, hablan con dificultad nuestra lengua, se adaptan lentamente a nuestro modo de vida.

—Lo admito, pero mirad a vuestro alrededor: cierto número de comerciantes y artesanos son extranjeros o hijos de extranjeros que se establecieron aquí. Mientras respeten nuestras leyes, son bienvenidos. Me gustaría consultar vuestras listas.

El funcionario pareció molesto.

—Es algo delicado…

—¿Por qué razón?

—Estamos procediendo a una clasificación que exigirá varios meses; en cuanto esté concluida, os avisaré.

—Lo siento, tengo prisa.

—Pero… ¡Realmente es imposible!

—El fárrago administrativo no me da miedo; regresemos a vuestros locales.

Las manos del escriba temblaban. La información que Pazair había obtenido era cierta, ¿pero cómo utilizarla? Sin duda alguna, el servicio de acogida de los trabajadores extranjeros se dedicaba a una actividad ilícita de gran magnitud; tenía que definirla y arrancar las raíces del mal.

El jefe de servicio no había mentido: los archivos estaban diseminados por el suelo de las estancias oblongas donde se conservaban. Varios funcionarios apilaban tablillas de madera y numeraban papiros.

—¿Cuándo comenzasteis esta labor?

—Ayer —afirmó el responsable.

—¿Quién os lo ha ordenado?

El hombre vaciló; la mirada del visir lo convenció de no mentir.

—La Doble Casa blanca… De acuerdo con la costumbre, desea conocer el nombre de los inmigrantes y la naturaleza de su empleo para establecer el montante de los impuestos.

—Muy bien, busquemos.

—¡Es imposible, realmente imposible!

—Esta tarea me recordará mis comienzos como juez en Menfis. Podéis retiraros; dos voluntarios me ayudarán.

—Tengo el deber de secundaros y…

—Volved a casa; mañana volveremos a vernos.

El tono de Pazair no admitía réplica. Dos jóvenes escribas, empleados en el servicio desde hacía unos meses, se sintieron satisfechos ayudando al visir, que se quitó la túnica y las sandalias y se puso de rodillas para seleccionar documentos.

La tarea parecía irrealizable, pero Pazair esperaba que el azar le descubriera un indicio, por mínimo que fuera, que le pusiera en el buen camino.

—Es extraño —observó el más joven—; con el antiguo jefe de servicio, Sechem, no habríamos tenido esa prisa.

—¿Cuándo fue sustituido?

—A principios de mes.

—¿Dónde vive?

—En el barrio del jardín, junto a la gran fuente.

Pazair abandonó los locales; Kem montaba guardia en el umbral.

—Sin novedad; Matón patrulla alrededor del edificio.

—Id a buscar a un testigo y traédmelo aquí.

Sechem, «el fiel», era un hombre de edad, dulce y tímido. Ser convocado lo había asustado, y su inmediata presentación ante el visir lo sumía en una visible angustia. Pazair no lo imaginaba como un criminal retorcido, pero había aprendido a desconfiar de las apariencias.

—¿Por qué habéis abandonado vuestro cargo?

—Orden superior; he sido transferido al control de movimiento de los barcos, a un rango inferior.

—¿Qué falta habéis cometido?

—Desde mi punto de vista, ninguna; trabajo en este servicio desde hace veinte años, no he faltado un solo día, pero cometí la equivocación de oponerme a directrices que consideraba erróneas.

—Concretad.

—No admitía el retraso que estaba acumulándose en el proceso de regularización, y menos aún la ausencia de control de las personas contratadas.

—¿Temíais que bajara la remuneración?

—¡No! Cuando un extranjero alquila sus servicios al dueño de una propiedad o a un patrón de artesanos se hace pagar muy caro, pronto adquiere tierra y propiedades que pueden legar a sus descendientes. Pero ¿por qué, desde hace tres meses, la mayoría de los solicitantes son dirigidos hacia unos astilleros que dependen de la Doble Casa blanca?

—Mostradme las listas.

—Basta con consultar los archivos.

—Temo que tendréis una desagradable sorpresa.

Sechem pareció desesperado.

—¡Es una clasificación inútil!

—¿Sobre qué soporte se inscribían las listas de personas contratadas?

—Tablillas de sicómoro.

—¿Sois capaz de encontrarlas en este fárrago?

—Eso espero.

Una nueva decepción abrumó a Sechem; tras infructuosas búsquedas, dio su conclusión.

—¡Han desaparecido! Pero existen los borradores; aunque incompletos, serán útiles.

Los dos jóvenes escribas sacaron, a manos llenas, los fragmentos de calcáreo del vertedero donde se acumulaban. A la luz de las antorchas, Sechem identificó sus preciosos borradores.

El astillero parecía una colmena en plena actividad; los capataces daban secas y precisas órdenes a algunos carpinteros que confeccionaban largas tablas de acacia. Unos especialistas ensamblaban las piezas de un casco, otros colocaban una arboladura; con consumada habilidad creaban una embarcación colocando las alfajías una sobre otra y uniéndolas con espigas y muescas.

En otro lugar del astillero, unos obreros calafateaban barcas mientras sus colegas fabricaban remos de distintos tamaños.

—Prohibida la entrada —le recordó un vigilante a Pazair, que iba acompañado por Kem y el babuino.

—¿Incluso al visir?

—Sois…

—Llama a tu jefe.

El hombre no se hizo de rogar. Llegó apresuradamente un personaje alto, seguro de sí mismo y de voz pausada; reconoció al babuino y al jefe de policía, y se inclinó ante el visir.

—¿Cómo puedo serviros?

—Me gustaría hablar con estos extranjeros.

El visir mostró una lista al jefe del astillero.

—No los conozco.

—Pensadlo bien.

—No, os lo aseguro…

—Tengo documentos oficiales que demuestran que habéis contratado, desde hace tres meses, a unos cincuenta extranjeros. ¿Dónde están?

La reacción del interpelado fue fulgurante. Emprendió la huida hacia la calleja con tanta rapidez que pareció coger desprevenido a Matón; pero el simio saltó un murete y cayó sobre la espalda del fugitivo, manteniéndolo en el suelo.

El jefe de policía tiró por los cabellos del detenido.

—Te escuchamos, muchacho.

La granja, situada al norte de Menfis, ocupaba una inmensa superficie. El visir y una escuadra de policías penetraron en la propiedad a media tarde y detuvieron a un pastor de ocas.

—¿Dónde están los extranjeros?

El despliegue de fuerzas impresionó al campesino, incapaz de contener su lengua; señaló hacia un establo.

Cuando el visir se acercó, varios hombres armados de hoces y bastones le cerraron el paso.

—No utilicéis la violencia —advirtió Pazair— y dejadnos entrar en el edificio.

Uno de ellos, tozudo, blandió su hoz; el puñal lanzado por Kem se hundió en su antebrazo.

Cesó cualquier resistencia.

En el interior del establo, unos cincuenta extranjeros, encadenados, estaban ordeñando vacas y seleccionando grano. El visir ordenó liberarlos y encadenar a sus guardianes.

El incidente divirtió a Bel-Tran.

—¿Esclavos? Sí, como en Grecia, y pronto como en todo el mundo mediterráneo. La esclavitud del hombre, querido Pazair. Procura mano de obra dócil y barata; gracias a ella llevaremos a cabo un programa de grandes obras públicas sin comprometer la rentabilidad.

—¿Debo recordaros que la esclavitud, contraria a la ley de Maat, está prohibida en Egipto?

—Si intentáis acusarme, dejadlo; nunca podréis demostrar la relación entre el astillero, la granja, el servicio de acogida de trabajadores extranjeros y yo. Os lo confieso así, entre nosotros: intentaba una experiencia que vos interrumpís torpemente pero que estaba resultando fructífera. Vuestras leyes son retrógradas; ¿cuándo comprenderéis que el Egipto de Ramsés ha muerto?

—¿Por qué odiáis así a los hombres?

—Sólo hay dos razas: los dominantes y los dominados. Pertenezco a la primera; la segunda debe obedecerme. Ésta es la única ley en vigor.

—Sólo en vuestra imaginación, Bel-Tran.

—Muchos dirigentes me aprueban, pues esperan convertirse en dominantes; aunque sus esperanzas se vean desengañadas, me habrán sido útiles.

—Mientras sea visir, nadie será esclavo en la tierra de Egipto.

—Este combate de retaguardia tendría que entristecerme, pero vuestros inútiles esfuerzos son bastante divertidos. No os agotéis más, Pazair; como yo, sabéis que vuestra acción es irrisoria.

—Lucharé contra vos hasta mi último aliento.