El juez Pazair necesitó varias horas de paseo por el campo, en compañía de Bravo y Viento del Norte, para apaciguar su cólera. La triunfante sonrisa de Bel-Tran era un insulto a la justicia, una herida tan profunda que ni siquiera Neferet podía curarla.
Pobre consuelo: su enemigo acababa de perder, traicionándola, a una de sus aliadas. La señora Tapeni, condenada a una corta pena de cárcel, había perdido sus derechos cívicos. Gran beneficiado por la situación, Suti, sentenciado el divorcio, ya no debería trabajar para su ex mujer. La caída de la tejedora, cogida en la trampa de su propio latrocinio, le devolvía la libertad.
El apacible aspecto del asno y la confiada alegría del perro tranquilizaron al visir. El paseo, la serenidad del paisaje, la nobleza del Nilo disiparon su angustia. En aquellos instantes le hubiera gustado enfrentarse a solas con Bel-Tran y retorcerle el cuello.
Niñerías, porque el director de la Doble Casa blanca había tomado disposiciones para que su eventual eliminación no impidiera en absoluto la caída de Ramsés y la entrada de Egipto en un mundo donde el materialismo reinara como dueño absoluto.
¡Qué desarmado se sentía Pazair frente a aquel monstruo!
Por lo común, los visires, aunque fueran hombres de edad y experiencia, sólo dominaban su trabajo al cabo de dos o tres años; el destino exigía al joven Pazair que salvara a Egipto antes de la próxima crecida, sin darle un verdadero medio de actuar. Haber identificado al adversario no bastaba; ¿por qué seguir luchando cuando la guerra estaba perdida de antemano? Los maliciosos ojos de Viento del Norte y la amistosa mirada de Bravo fueron unos decisivos alientos. En el asno y el perro se encarnaban fuerzas divinas; portadores de lo invisible, trazaban los caminos del corazón, fuera de los cuales ninguna vida tenía sentido.
Con ellos defendería la causa de Maat, la frágil y luminosa diosa de la justicia.
Kem estaba fuera de sí.
—Pese al respeto que os debo, visir Pazair, tengo ganas de deciros que vuestro comportamiento es estúpido, solo y en pleno campo…
—Iba escoltado.
—¿Por qué correr semejantes riesgos?
—No soportaba el despacho, la administración, los escribas. Mi tarea es hacer que se respete la justicia y debo inclinarme ante un Bel-Tran que se burla de mí, seguro de su victoria.
—¿Qué ha cambiado desde la fecha de vuestro nombramiento? Todo eso ya lo sabíais.
—Tenéis razón.
—En vez de compadeceros a vos mismo, preocupaos más bien de un oscuro asunto que agita la provincia de Abydos. Me han informado de dos heridos graves, un violento altercado entre los sacerdotes del gran templo y unos emisarios del Estado, y una negativa al trabajo. Graves delitos que llegarán a vuestro tribunal, aunque tal vez demasiado tarde; os propongo que actuemos de inmediato.
Abril traía el calor, al menos durante el día; si las noches seguían siendo frescas y propicias al sueño, el sol de mediodía ya se hacía ardiente, y comenzaban las recolecciones. El jardín del visir era una maravilla; las flores rivalizaban en belleza, componiendo una sinfonía de rojo, amarillo, azul, violeta y anaranjado.
Cuando se aventuró por aquel paraíso, inmediatamente después de levantarse, Pazair se dirigió al estanque de recreo. Como suponía, Neferet estaba tomando su primer baño. Nadaba desnuda, sin esfuerzo, renaciendo sin cesar de sus propios movimientos. Pensó en el instante en que la había contemplado así, en aquella hora bendecida, cuando el amor los había reunido en esta tierra y para toda la eternidad.
—¿No está demasiado fría el agua?
—Para ti sí. Te resfriarías.
—Ni hablar.
Cuando salió del estanque, él la envolvió en un paño de lino y la besó con ardor.
—Bel-Tran se niega a construir nuevos hospitales en provincias.
—No tiene importancia; tu informe me llegará dentro de poco. Como está bien fundamentado, lo aprobaré sin temer que me acusen de favoritismo.
—Ayer salió de Menfis para dirigirse a Abydos.
—¿Estás segura?
—Recibí la información de un médico que lo vio en el muelle. Mis colegas comienzan a advertir el peligro; ya no cantan las alabanzas del director de la Doble Casa blanca. Algunos consideran, incluso, que deberías prescindir de él.
—Han estallado unos disturbios, sin importancia todavía, en Abydos; hoy mismo iré allí.
¿Existía lugar más mágico que Abydos, el inmenso santuario de Osiris donde se celebraban los misterios del dios asesinado y resucitado, reservados a unos pocos iniciados, entre ellos el faraón? Como su padre Seti, Ramsés el Grande había embellecido el paraje y concedido al clero el disfrute de un vasto dominio cultivable, para que los especialistas de lo sagrado no sufrieran preocupación material alguna.
En el embarcadero, el visir no fue recibido por el sumo sacerdote de Abydos, sino por Kani, el superior de Karnak. Ambos hombres se saludaron calurosamente.
—Inesperada visita, Pazair.
—Kem me avisó; ¿tan grave es?
—Eso me temo, pero habría sido necesaria una larga investigación antes de requerirte. Tú mismo la llevarás a cabo. Mi colega de Abydos está enfermo; me ha pedido ayuda para resistir las inverosímiles presiones de que es objeto.
—¿Qué le exigen?
—Lo que me exigen a mí y a los demás responsables de los lugares sagrados: que aceptemos poner a los trabajadores empleados en el templo a disposición del Estado. Varios administradores provinciales han llevado a cabo abusivas requisas de personal y el mes pasado decretaron trabajos obligatorios, aunque las grandes obras públicas no exijan personal suplementario hasta septiembre, tras el comienzo de la crecida.
El pulpo seguía extendiendo sus tentáculos y desafiando al visir.
—Me han hablado de heridos —intervino el nubio.
—Es cierto: dos campesinos que se negaron a obedecer las órdenes de la policía. Sus familias trabajan para el templo desde hace diez siglos; por lo tanto no aceptan ser transferidos a otra propiedad.
—¿Quién mandó a esos brutos?
—Lo ignoro. La gran revuelta ruge, Pazair; los campesinos son hombres libres y no se dejarán manipular como juguetes.
Fomentar una guerra civil violando las leyes del trabajo: ése era el plan de Bel-Tran, que ya había regresado a Menfis. Elegir Abydos como primer foco era una idea excelente; considerado como un territorio sagrado, al margen de sobresaltos económicos y sociales, la región tendría un valor ejemplar.
Al visir le hubiera gustado recogerse en el admirable templo de Osiris, al que su rango le daba acceso; pero la gravedad de la situación le impidió concederse aquel goce. Apresuró el paso hasta el poblado más cercano; Kem, con su poderosa voz, llamó a la población para que se reuniera en la plaza principal, junto al horno de pan. El mensaje corrió a una velocidad sorprendente; que el visir se dirigiera personalmente a los ciudadanos más modestos pareció un milagro. Acudieron de los campos, de los graneros, de los huertos, nadie quería perderse el acontecimiento.
El discurso de Pazair comenzó celebrando el poder del faraón, único capaz de dispensar la vida, la prosperidad y la salud a su pueblo; luego recordó que la requisa de trabajadores era una práctica ilegal y severamente castigada, de acuerdo con la antigua ley, que seguía en vigor. Los culpables perderían su cargo, recibirían doscientos bastonazos, realizarían personalmente el trabajo que querían distribuir de modo inicuo y, luego, serían encarcelados.
Aquellas palabras disiparon la inquietud y la cólera. Cien bocas se abrieron y designaron al provocador de los disturbios que habían originado el drama: Fekty, «el rapado», propietario de una mansión a orillas del Nilo y de un criadero de caballos, los más vigorosos de los cuales se destinaban a las cuadras reales. Autoritario y brutal, el personaje se había limitado, hasta entonces, a su insolente riqueza, sin importunar a los empleados del templo.
Cinco artesanos acababan de ser llevados, por la fuerza, a su casa.
—Lo conozco —dijo Kem a Pazair cuando se acercaban a la mansión—. Es el oficial que me condenó por un robo de oro que yo no había cometido, y me cortó la nariz.
—Ahora sois jefe de policía.
—Tranquilizaos: mantendré la sangre fría.
—Si es inocente, no podré autorizar su detención.
—Esperemos que sea culpable.
—Vos sois la fuerza, Kem; que permanezca sometida a la ley.
—Entremos en casa de Fekty, ¿os parece?
Apoyado en una de las columnas del porche de madera había un hombre armado con una lanza.
—No se puede pasar.
—Aparta tu arma.
—¡Vete, negro, o te despanzurro!
El babuino tomó el asta, la arrancó de las manos del guardia y la rompió en dos. Aterrorizado, el hombre se lanzó gritando hacia la propiedad, donde unos especialistas estaban domando dos espléndidos caballos. El enorme mono los asustó, se encabritaron, se libraron de sus jinetes y huyeron por la campiña.
Varios milicianos armados de puñales y lanzas salieron de un edificio de techo plano e impidieron el paso a los intrusos. Un calvo de poderoso torso los apartó y se enfrentó con el trío compuesto por Pazair, Kem y el babuino, cuyos enrojecidos ojos se volvían amenazadores.
—¿Qué significa esta intrusión?
—¿Sois Fekty? —preguntó Pazair.
—Si, y este dominio me pertenece. Si no os largáis inmediatamente, con vuestro monstruo, recibiréis una buena paliza.
—¿Sabéis lo que supone agredir al visir de Egipto?
—El visir… ¿Es una broma?
—Traedme un fragmento de calcáreo.
Pazair puso en él su sello. Huraño, Fekty ordenó a su guardia que se dispersara.
—El visir aquí… ¡No tiene ningún sentido! ¿Y quién es ese negro alto que va con vos? Pero… ¡Lo reconozco! ¡Es él, es él!
Fekty dio media vuelta, pero su carrera fue frenada en seco por Matón, que le golpeó arrojándolo al suelo.
—¿Ya no estás en el ejército? —preguntó el nubio.
—No, me gustaba más criar mis propios caballos. Tú y yo ya hemos olvidado aquella vieja historia.
—Nadie lo diría puesto que hablas de ella.
—Actué en conciencia, lo sabes… Y, además, aquello no te impidió hacer carrera. Al parecer eres el guardaespaldas del visir.
—Jefe de policía.
—¿Tú, Kem?
El nubio tendió la mano a Fekty, empapado en sudor, y lo levantó.
—¿Dónde ocultas a los cinco artesanos que te has llevado a la fuerza?
—¿Yo? ¡Es una calumnia!
—¿No siembran el pánico tus milicianos usurpando el título de policías?
—¡Comadreos!
—Haremos un careo con tus soldados y los demandantes.
Un rictus deformó la boca del rapado.
—¡Te lo prohíbo!
—Estáis sometido a nuestra autoridad —recordó Pazair—; creo indispensable un registro, tras haber desarmado a vuestros hombres, naturalmente.
Los milicianos, vacilantes, no desconfiaron lo bastante del babuino. Saltando del uno al otro, golpeando antebrazos, codos o muñecas, se apoderó de lanzas y puñales mientras Kem impedía reaccionar a los más nerviosos. La presencia del visir apagó los ardores, ante la desesperación de Fekty, que se sentía abandonado por sus propias tropas.
Los cinco artesanos estaban encerrados en un silo, hacia el que Matón había dirigido al visir. Salieron, locuaces, explicando que habían sido obligados, con amenazas, a restaurar un muro de la mansión y reparar algunos muebles.
En presencia del acusado, el propio visir anotó las declaraciones. Fekty fue considerado culpable de apropiación de trabajo público y requisa ilícita. Kem tomó un pesado bastón.
—El visir me autoriza a ejecutar la primera parte de la sentencia.
—¡No lo hagas! ¡Vas a matarme!
—Es posible que ocurra un accidente; a veces no domino mi fuerza.
—¿Qué quieres saber?
—¿Quién te dictó tu conducta?
—Nadie.
El bastón se levantó.
—Mientes muy mal.
—¡No! Recibí instrucciones, es cierto.
—¿Bel-Tran?
—¿De qué te sirve saberlo? Lo negará.
—Puesto que no espero revelación alguna, ahí van los doscientos bastonazos prescritos por la ley.
Fekty se revolcó a los pies del nubio, ante la indiferente mirada del babuino.
—Si coopero, ¿me llevarás a prisión sin golpearme?
—Si el visir está de acuerdo…
Pazair asintió.
—Lo que aquí ha ocurrido no es nada; comprobad las actividades de la oficina de recepción de los trabajadores extranjeros.