El babuino se dejó mimar. Neferet lavó sus patas con agua cobriza, desinfectó la herida y se la vendó. Aunque ya había tenido ocasión de comprobarla, la robustez de Matón volvió a sorprenderla; a pesar de la violencia del golpe, la herida no era profunda y cicatrizaría en seguida. Resistente, el babuino sólo necesitaría uno o dos días de relativo reposo, sin dejar siquiera de andar.
—Hermoso objeto —dijo Kem examinando el bastón arrojadizo—; tal vez sea un principio de pista. El devorador de sombras ha tenido la bondad de dejarnos un interesante indicio. Lamentablemente no lo habéis visto.
—Ni siquiera he tenido tiempo de sentir miedo —confesó Pazair—. Sin el grito de Traviesa…
La pequeña mona verde se había atrevido a acercarse al enorme babuino y tocarle la nariz; Matón no había reaccionado. Envalentonándose, Traviesa puso su minúscula pata en el muslo del gran macho, cuyos ojos parecieron enternecerse.
—Doblaré el perímetro de seguridad alrededor de vuestra casa —anunció el jefe de policía— y yo mismo interrogaré a los fabricantes de bastones arrojadizos. Por fin tenemos una posibilidad de identificar al agresor.
Una violenta pelea había enfrentado a la señora Silkis y Bel-Tran. Aunque éste admirase a su hijo, designado sucesor, quería seguir siendo el dueño de su casa; pero su esposa se negaba a reprender al muchacho, y más aún a su hija, de la que aceptaba sin reaccionar mentiras e injurias.
Considerando injustas las críticas de su esposo, la señora Silkis había montado en cólera. Perdiendo el control de sus nervios, había desgarrado telas, destrozado un precioso arcón y pisoteado costosos vestidos. Antes de marcharse a su oficina, Bel-Tran había pronunciado terribles palabras: «Estás loca».
La locura… El término la asustaba. ¿No era acaso una mujer normal, enamorada de su marido, esclava de un hombre rico, madre afectuosa? Al tomar parte en la conjura, al mostrarse desnuda al guardián en jefe de la esfinge para que abandonara su vigilancia, había obedecido a Bel-Tran, confiando en su destino.
Mañana, ambos reinarían sobre Egipto.
Pero la obsesionaban ciertos fantasmas. Cuando aceptó ser violada por el devorador de sombras, se había sumido en unas tinieblas que ya no se disipaban; los crímenes de los que era cómplice la torturaban menos que aquel abandono, fuente de un turbio placer. Y luego, la ruptura con Neferet… ¿Era una locura, mentira o perversión querer seguir siendo su amiga? Las pesadillas se sucedían y también las noches en blanco.
Sólo un hombre la salvaría: el intérprete de los sueños. Exigía sumas exorbitantes, pero la escucharía y la guiaría. Silkis pidió un velo a su camarera para disimular sus rasgos.
La sirvienta estaba llorando.
—¿Qué te apena?
—Es horrible… ¡Está muerto!
—¿Quién?
—Venid a verlo.
El áloe, soberbio arbusto cubierto de flores anaranjadas, amarillas y rojas, ya sólo era un tallo seco. No sólo se trataba de una pieza rara, regalo de Bel-Tran, sino que también era un productor de remedios que la señora Silkis utilizaba cada día. El aceite de áloe, aplicado en las panes genitales, evitaba las inflamaciones y favorecía la unión de los cuerpos; además, extendido en las placas rojas que corroían la pierna izquierda de Bel-Tran, atenuaba el prurito.
Silkis se sintió abandonada; el incidente le provocó una atroz jaqueca. Pronto se ajaría como el áloe.
El gabinete del intérprete de los sueños estaba pintado de negro y sumido en la oscuridad. Tendida en una estera, con los ojos cerrados, Silkis se disponía a responder a las preguntas del sirio, cuya clientela se componía sólo de ricos y nobles damas. En vez de hacerse obrero o comerciante, había estudiado los libros mágicos y las claves de los sueños, decidido a calmar las angustias de algunos ociosos a cambio de una bien merecida retribución.
En una sociedad feliz y libre, los peces no eran fáciles de atrapar; pero una vez en sus redes, ya no escapaban. ¿Acaso el tratamiento, para resultar eficaz, no debía ser de duración ilimitada?
Aceptada aquella evidencia, le bastaba interpretar, con mayor o menor dureza, las fantasías de sus pacientes. Desequilibradas llegaban y desequilibradas se iban; al menos, el hombre las instalaba en su locura, más o menos grave, y aumentaba su fortuna.
Hasta entonces, su único adversario había sido el fisco, por lo que pagaba grandes impuestos para proseguir sin preocupaciones su actividad. Pero el nombramiento de Neferet para el puesto de médico en jefe del reino lo inquietaba. Según ciertos informadores serios, no se la podía comprar y no demostraba indulgencia alguna para con charlatanes de su especie.
—¿Habéis soñado mucho últimamente? —preguntó a la señora Silkis.
—Visiones horribles. Tenía un puñal y lo hundía en el cuello de un toro.
—¿Cómo reaccionaba?
—¡La hoja se rompía! El toro se daba la vuelta y me pisoteaba.
—¿Son las relaciones con vuestro marido…, satisfactorias?
—El trabajo lo absorbe; está tan cansado que se duerme en seguida. Y cuando tiene ganas, lo hace aprisa, demasiado aprisa.
—Tenéis que decírmelo todo, Silkis.
—Sí, sí, lo comprendo…
—¿Habéis manejado alguna vez un puñal?
—No.
—¿Y algún objeto similar?
—No, no lo creo.
—¿Una aguja?
—¡Sí, una aguja!
—¿Una aguja de nácar?
—¡Sí, claro! Sé tejer, es mi utensilio preferido.
—¿La utilizasteis para agredir a alguien?
—¡No, os juro que no!
—A un hombre de cierta edad… Os da la espalda, os acercáis sin hacer ruido y le hundís la aguja de nácar en el cuello…
Silkis aulló, se mordió los labios y se retorció en la estera.
Asustado, el intérprete de los sueños estuvo a punto de pedir ayuda; pero la crisis de demencia se calmó. Chorreando sudor, Silkis se sentó.
—No he matado a nadie —declaró con voz ronca, alucinada—; no tuve valor. Mañana, si Bel-Tran me lo pide, lo tendré. Aceptaré para conservarlo.
—Estáis curada, señora Silkis.
—¿Qué… qué decís?
—Ya no necesitáis mis cuidados.
Los asnos estaban cargados y dispuestos a partir hacia el puerto cuando Kem se aproximó al intérprete de los sueños.
—¿Has terminado el traslado?
—El barco me espera, voy a Grecia; allí no me crearán problemas.
—Prudente decisión.
—Me lo habéis prometido: los aduaneros no me detendrán.
—Depende de tu buena voluntad.
—He interrogado a la señora Silkis, como me pedisteis.
—¿Le hiciste las preguntas adecuadas?
—Sin comprender nada, obedecí vuestras órdenes.
—¿Resultado?
—No ha matado a nadie.
—¿Estás seguro?
—Tengo la absoluta certeza. Soy un charlatán, pero conozco a este tipo de mujeres. Si hubierais asistido a su delirio, sabríais que no hizo comedia.
—Olvidadla y olvidad Egipto.
La señora Tapeni estaba al borde de las lágrimas. Frente a ella, sentado ante una mesita baja cubierta de papiros desenrollados, se encontraba Bel-Tran, muy irritado.
—¡He interrogado a todo Menfis, os lo aseguro!
—Vuestro fracaso es así más lamentable, querida amiga.
—Pazair no engaña a su mujer, no juega, no tiene deudas, no realiza tráfico alguno. Parece insensato, pero ese hombre es irreprochable.
—Os lo había avisado: es visir.
—Visir o no, creí que…
—Vuestra rapacidad os deforma el espíritu, señora Tapeni. Egipto sigue siendo un país aparte, cuyos magistrados, y especialmente el primero de todos ellos, adoptan la rectitud como línea de conducta; es ridículo y está pasado de moda, lo admito, pero debemos tener en cuenta esta realidad. Pazair cree en su función y la realiza apasionadamente.
Nerviosa, la hermosa morena no sabía qué actitud adoptar.
—Me equivoqué con él.
—No me gusta la gente que se equivoca; cuando se trabaja para mí es preciso tener éxito.
—Si existe un punto débil, lo descubriré.
—¿Y si no existe?
—Bueno… ¡Será necesario fabricarlo sin que lo sepa!
—Excelente iniciativa. ¿Qué proponéis?
—Voy a pensarlo, yo…
—Ya está todo pensado. Tengo un plan sencillo, basado en el comercio de objetos muy especiales. ¿Seguís deseando ayudarme?
—Estoy a vuestra disposición.
Bel-Tran dio sus directrices. El fracaso de Tapeni alimentó su odio hacia las mujeres; ¡qué razón tenían los griegos al considerarlas inferiores al hombre! Egipto les concedía un lugar excesivo. Una incapaz como la tal Tapeni acabaría molestándolo; mejor sería librarse en seguida de ella, demostrando así a Pazair que su famosa justicia era impotente.
En el taller al aire libre, cinco hombres trabajaban duro; con acacia, sicómoro o tamarisco fabricaban bastones arrojadizos, más o menos fuertes, más o menos caros. Kem habló con el patrón, un cincuentón desabrido de toscos rasgos.
—¿Quiénes son tus clientes?
—Pajareros y cazadores. ¿Por qué? ¿Te interesa?
—Y mucho.
—¿Por qué razón?
—¿Acaso no estás en regla?
Un obrero murmuró ciertas palabras al oído del patrón.
—¡El jefe de policía en mi casa! ¿Buscas a alguien?
—¿Fabricaste tú este bastón?
El patrón examinó el arma destinada a matar a Pazair.
—Buen trabajo… calidad superior. Con eso puede alcanzarse un blanco lejano.
—Responde a mi pregunta.
—No, no fui yo.
—¿Qué taller es capaz de hacerlo?
—Lo ignoro.
—Sorprendente.
—Lamento no poder ayudarte. Otra vez será.
Viendo que el nubio salía del taller, el patrón se sintió aliviado. El jefe de policía no era tan obstinado como decían.
Cuando el artesano cerró el taller, al caer la noche, cambió de opinión.
La enorme mano del nubio se posó en su hombro.
—Me has mentido.
—No, no, yo…
—No mientas más; ¿ignoras que soy más cruel que mi simio?
—Mi taller marcha bien, tengo buenos obreros… ¿Por qué la tomas conmigo?
—Háblame de ese bastón arrojadizo.
—De acuerdo, lo fabriqué yo.
—¿A quién se lo vendiste?
—Me lo robaron.
—¿Cuándo?
—Anteayer.
—¿Por qué no me has dicho la verdad?
—Como teníais este objeto en las manos he sospechado que estaba mezclado en un asunto más bien sucio… En mi lugar también vos habríais callado.
—¿No tienes ninguna idea sobre la identidad del ladrón?
—Ninguna. Un bastón de ese valor… Me gustaría recuperarlo.
—Agradece mi mansedumbre.
La pista del devorador de sombras desaparecía.
Neferet se ocupaba de casos difíciles y practicaba delicadas operaciones. Pese a su posición y sus pesadas cargas administrativas no negaba su ayuda en caso de urgencia.
Ver a Sababu en el hospital la sorprendió, pues aquella hermosa mujer, que rondaba ya la treintena y dirigía la más famosa casa de cerveza de Menfis, poblada de arrebatadoras criaturas, solo sufría reumatismo.
—¿Ha empeorado vuestra salud?
—Vuestro tratamiento sigue siendo muy eficaz; he cruzado vuestra puerta por otra razón.
Neferet había curado a Sababu de una inflamación en el hombro, que habría podido privarla del uso del brazo, y su paciente sentía por ella un profundo agradecimiento. Aún sin haber renunciado a la prostitución de lujo, Sababu admiraba al visir y a su esposa; la autenticidad de su pareja y su inalterable unión le permitían confiar en una forma de existencia que ella nunca conocería. Maquillada con habilidad, perfumada hasta el límite del exceso, sabiendo mostrarse atractiva, se burlaba de las conveniencias. En casa de Neferet no había percibido animosidad ni desprecio, sólo deseo de curar.
Sababu colocó un jarrón de loza ante Neferet.
—Rompedlo.
—Es un modelo muy hermoso.
—Rompedlo, os lo ruego.
Neferet arrojó al suelo el jarrón. Entre los fragmentos se encontraban un falo de piedra y una vulva de lapislázuli, cubiertos de inscripciones mágicas babilonias.
—He descubierto por casualidad este comercio —explicó Sababu—; pero antes o después lo habría sabido. Estas esculturas están destinadas a devolver el deseo a individuos fatigados, y a dar fecundidad a las mujeres estériles. Su importación es ilegal si no se ha declarado; otros jarrones semejantes contenían alumbre, una sustancia astringente que se utiliza para aumentar el placer y luchar contra la impotencia. Detesto estos paliativos; desnaturalizan el amor. Honrad Egipto interrumpiendo tan detestable tráfico.
Sababu, pese a sus actividades, tenía el sentido de la grandeza.
—¿Conocéis a los culpables?
—Las entregas se realizan en el muelle oeste, por la noche; no sé nada más.
—¿Y vuestro hombro?
—Ya no me duele.
—Si reapareciera el dolor, no vaciléis en consultarme.
—¿Intervendréis?
—Comunicaré el asunto al visir.
En el río se habían formado olas, que rompían contra las piedras del muelle abandonado hacia el que se dirigía un barco desprovisto de vela. Muy hábil, el capitán atracó suavemente; una decena de hombres acudió inmediatamente, apresurándose a desembarcar el cargamento.
Cuando terminaron su tarea, una mujer les entregó unos amuletos. Entonces, Kem desplegó a sus hombres y procedió a un rápido y fácil arresto.
Sólo la mujer se debatió e intentó huir. Una antorcha iluminó su rostro.
—¡Señora Tapeni!
—Soltadme.
—Temo verme obligado a encarcelaros; ¿no organizáis acaso un comercio ilegal?
—Estoy protegida.
—¿Por quién?
—Si no me soltáis, lo lamentaréis.
—Lleváosla —ordenó el nubio.
Tapeni, feroz, se debatió.
—Recibo mis consignas de Bel-Tran.
Disponiendo de pruebas materiales, Pazair trató el asunto prioritariamente. Antes de convocar al tribunal organizó un careo entre Tapeni y Bel-Tran.
La hermosa morena estaba muy excitada; en cuanto vio al director de la Doble Casa blanca lo interpeló.
—¡Haced que me liberen, Bel-Tran!
—Si esta mujer no se tranquiliza, me retiro. ¿Por qué me habéis convocado?
—La señora Tapeni os acusa de haberla empleado en un comercio ilícito.
—Es ridículo.
—¡Ridículo! —exclamó ella—. Tenía que vender estos objetos a ciertos notables para comprometerlos.
—Visir Pazair, creo que la señora Tapeni ha perdido la razón.
—No prosigáis en ese tono, Bel-Tran, o lo diré todo.
—Como queráis.
—Pero… ¡es insensato! Os dais cuenta de que…
—Vuestro delirio no me interesa.
—¡Me abandonáis, pues! Muy bien, peor para vos.
Tapeni se volvió hacia el visir.
—¡Vos erais el primero de los notables afectados! ¡Qué escándalo si se hubiera sabido que vuestra hermosa pareja se entregaba a prácticas malsanas! Buena manera de mancillar vuestro renombre, ¿no es cierto? La idea fue de Bel-Tran; él me encargó que la llevara a cabo.
—Despreciables divagaciones.
—¡Es la verdad!
—¿Tenéis alguna prueba?
—¡Bastará con mi palabra!
—¿Quién puede dudar de que sois la autora de esta maquinación? ¡Os han cogido con las manos en la masa, señora Tapeni! El odio que sentís por el visir os ha hecho llegar demasiado lejos. Gracias a los dioses sospechaba de vos desde hacía mucho tiempo y he tenido el valor de intervenir. Estoy orgulloso de haberos denunciado.
—¿Denunciado…?
—Es cierto —reconoció el visir—. Bel-Tran redactó una advertencia referente a vuestras actividades ilegales. La mandó ayer al jefe de policía y fue registrada por sus servicios.
—Mi colaboración con la justicia es evidente —dijo Bel-Tran—; espero que la señora Tapeni sea severamente castigada. Atentar contra la moral pública es una falta inadmisible.