CAPÍTULO 26

Vestido con un modesto paño y unas viejas sandalias, mal afeitado, el visir Pazair paseó por el gran mercado de Menfis, mezclándose con los ociosos. ¿Era éste el mejor modo de saber lo que pensaba la población? Comprobó, con satisfacción, que se ofrecía a la clientela productos muy variados. La circulación de los barcos se llevaba a cabo sin interrupción por el Nilo, la entrega de géneros alimenticios disfrutaba de apreciable regularidad. Una reciente comprobación de las instalaciones portuarias y las dársenas donde se revisaban los barcos, dos veces por año, había demostrado el excelente estado de la flota mercante.

Pazair advirtió que el trueque era abundante y que se pactaban numerosos intercambios en las condiciones normales; la inflación, dominada, no penalizaba ya a los más modestos. Entre los comerciantes, un gran número de mujeres ocupaban lugares ventajosos y ambicionados. Cuando las discusiones se prolongaban, el aguador calmaba la sed de los litigantes. «¡Mi corazón está contento!», exclamó un campesino, satisfecho por haber adquirido una jarra a cambio de unos hermosos higos. Algunos curiosos rodeaban una magnífica pieza de lino que desplegaban dos mercaderes de telas.

—¡Un paño divino! —comentó una señora acomodada.

—Por eso es caro —indicó el fabricante.

—Desde el nombramiento del nuevo visir, los precios intempestivos no están bien vistos.

—¡Mejor así! Se venderá más y se comprará mejor. Si adquirís este paño, añadiré un echarpe.

Mientras se cerraba el trato, Pazair se interesó por un vendedor de sandalias, colgadas con cordeles de una pequeña viga de madera sostenida por dos columnitas.

—Harías bien cambiando tu calzado, muchacho —comentó el especialista—. Has caminado demasiado con las sandalias que llevas; la suela te fallará dentro de poco.

—No tengo medios.

—Tu cara me gusta; te fiaré.

—Va contra mis principios.

—¡Quien no contrae deudas, se enriquece! De acuerdo, repararé las tuyas a buen precio.

Goloso, Pazair compró un pastelillo de miel, apartándose de las conversaciones que trataban de la preparación de la próxima comida. No había inquietud en las palabras, nadie discutía la acción del visir. Sin embargo, éste no quedó muy tranquilo; casi nunca se pronunciaba el nombre de Ramsés.

Pazair se aproximó a una vendedora de ungüentos y regateó por una pequeña redoma.

—Es algo caro —dijo.

—¿Eres de la ciudad?

—No, del campo. Me atraía la fama de Menfis; Ramsés el Grande la ha convertido en la más hermosa ciudad del mundo. ¡Me gustaría tanto verlo! ¿Cuándo saldrá de su palacio?

—Nadie lo sabe; dicen que está enfermo y que reside en Pi-Ramsés, en el delta.

—¿Él, el hombre más robusto del país?

—Se murmura que su poder mágico se ha agotado.

—¡Pues bien, que lo regeneren!

—¿Pero es posible todavía?

—Pues entonces, un nuevo soberano…

La vendedora inclinó la cabeza.

—¿Quién sucederá a Ramsés?

—¿Quién puede saberlo?

Se alzaron unos gritos. La muchedumbre se dislocó, dando paso a Matón; en unos pocos saltos estuvo a los pies de Pazair.

Creyendo que se las veía con un ladrón y que el babuino policía iba a detenerlo, la vendedora echó rápidamente una cuerda al cuello del delincuente para inmovilizarlo. Pese a su costumbre, el simio no mordió la pantorrilla de su víctima sino que permaneció plantado ante ella hasta la llegada de Kem.

—¡Yo misma lo he detenido! —presumió la vendedora—; ¿tengo derecho a una prima?

—Ya veremos —repuso el nubio llevándose a Pazair.

—Parecéis furioso —advirtió el visir.

—¿Por qué no me habéis avisado? ¡Habéis cometido una gran imprudencia!

—Nadie podía reconocerme.

—Pues Matón os ha encontrado.

—Necesitaba escuchar a la gente.

—¿Sabéis algo más?

—La situación no es brillante; Bel-Tran está preparando las conciencias para la caída de Ramsés.

Neferet llegaba con retraso, pese a la importancia de la comisión administrativa que debía presidir. Algunos puntillosos la acusarían de coquetería, pero había curado de urgencia a Traviesa, la pequeña mona, que sufría una indigestión; a Bravo, el perro, que tenía una tos espasmódica, y a Viento del Norte, el asno, que se había herido en una pata.

Cuidar a los tres genios buenos de la casa le parecía prioritario.

La asamblea de notables se levantó al entrar la médico en jefe del reino y se inclinó ante ella. La belleza de Neferet disipó cualquier veleidad crítica; cuando ella hablaba, su voz actuaba como un bálsamo y los viejos facultativos no se cansaban de aquel remedio.

La presencia de Bel-Tran sorprendió a Neferet.

—La administración me delega como interlocutor financiero —explicó—. Hoy deben adoptarse medidas referentes a la salud pública; debo asegurarme de que no comprometan el equilibrio presupuestario del Estado, cuya responsabilidad asumo ante el visir.

De ordinario, la Doble Casa blanca se limitaba a enviar un delegado; la intervención del director anunciaba un combate para el que Neferet no estaba preparada.

—Estoy insatisfecha del número de hospitales en las capitales de provincia y las pequeñas aglomeraciones; os propongo crear una decena de establecimientos, siguiendo el modelo de Menfis.

—Me opongo —intervino Bel-Tran—; el coste sería enorme.

—Los jefes de provincia financiarían la construcción; el servicio de salud les atribuirá médicos competentes y asumirá el funcionamiento. No necesitaremos ayuda de la Doble Casa blanca.

—¡Pero afectará al pago de los impuestos!

—Según el decreto del faraón, los jefes de provincia pueden elegir: o pagar a vuestra administración o mejorar los equipos sanitarios. Han elegido la segunda solución, de acuerdo con mis consejos, y con toda legalidad. Espero que el año que viene prosigamos.

Bel-Tran se vio obligado a aceptarlo; no podía creer que Neferet hubiese actuado con tanta habilidad y rapidez. Sin ostentación alguna, entablaba sólidos vínculos con los responsables locales.

—De acuerdo con el «libro de la protección», que data del tiempo de los ancestros fundadores, Egipto no debe desdeñar a ninguno de sus hijos; nosotros, como médicos, debemos cuidar a los que sufren. Ramsés, a comienzos de su reinado, prometió una existencia feliz a las jóvenes generaciones; la salud es, para todos, un elemento esencial de esta felicidad. Por eso he decidido formar más médicos y enfermeros, para que todos, vivan donde vivan, gocen del mejor tratamiento.

—Deseo una modificación de la jerarquía médica —declaró Bel-Tran—. Demos mayor importancia a los especialistas y menos a los médicos generales. Mañana, cuando Egipto se haya abierto al mundo exterior, los especialistas se enriquecerán fácilmente y podremos exportarlos en nuestro beneficio.

—Mientras yo sea médico en jefe —afirmó la muchacha—, preservaremos la tradición; si los especialistas tomaran el poder, la medicina perdería su visión de lo esencial: el ser humano al completo, la armonía del cuerpo y del espíritu.

—Si no aceptáis mi propuesta, la Doble Casa blanca os será hostil.

—¿Tratáis de extorsionarme?

Bel-Tran se levantó; imperioso, se dirigió a la asamblea.

—La medicina egipcia es la más famosa, muchos sabios extranjeros permanecen aquí para aprender sus bases. Pero debemos reformar los métodos y rentabilizar más esta fuente de riqueza. ¡Vuestra ciencia merece algo más, creedme! Produzcamos más remedios, utilicemos las drogas y los venenos, cuyos secretos conocemos, preocupémonos de la cantidad. Éste es el porvenir.

—Lo rechazamos.

—Hacéis mal, Neferet; he venido a advertiros, a vos y a vuestros colegas, amistosamente. Rechazar mi ayuda sería un error desastroso.

—Aceptarla sería destruir nuestra vocación.

—No es un valor mercantil.

—Tampoco la salud.

—Os equivocáis, como el visir; defender el pasado no os llevará a parte alguna.

—Soy incapaz de curar la enfermedad que sufrís.

Bagey, el antiguo visir, había ido a consultar a Neferet debido a unos insoportables dolores renales y a los orines sanguinolentos. La médico en jefe lo había examinado durante más de una hora y diagnosticado una hematuria parasitaria, que curaría con una preparación magistral compuesta por semillas de pino piñonero, juncia, beleño, miel y tierra de Nubia[12], que debía tomar cada noche, antes de acostarse. La terapeuta tranquilizó a su paciente; el tratamiento sería eficaz.

—Mi organismo se desgasta —deploró Bagey.

—Sois más fuerte de lo que pensáis.

—Mi resistencia disminuye.

—La causa de esa pasajera debilidad es la infección; os prometo una mejoría rápida, seguida de una larga vejez.

—¿Cómo está vuestro esposo?

—Le gustaría veros.

Pazair y Bagey caminaron a la sombra de los grandes árboles del jardín. Feliz por aquel imprevisto paseo, Bravo los acompañó, husmeando de paso los arriates de flores.

—Bel-Tran ataca en todos los frentes, pero consigo frenar su acción.

—¿Os habéis ganado la confianza de los principales responsables de la administración?

—Algunos me aprueban y desconfían de Bel-Tran; afortunadamente, su brutalidad y su ambición, demasiado visibles, molestan a algunas conciencias. Muchos escribas son fieles a la antigua sabiduría que creó el país.

—Os noto más sereno, más seguro de vos mismo.

—Es sólo una apariencia; cada día resulta para mí un combate, y no puedo prever de dónde vendrán los golpes. Me hace falta vuestra experiencia.

—Desengañaos; yo ya no tenía la energía necesaria. Eligiéndoos, el faraón tomó la decisión adecuada. Bel-Tran lo ha comprendido; no esperaba semejante resistencia por vuestra parte.

—¿Cómo es posible traicionar de ese modo?

—La naturaleza humana es capaz de lo peor.

—A veces me siento desalentado; las pequeñas victorias que obtengo no frenan el transcurso de los días. La primavera ha empezado, va se habla de la próxima crecida.

—¿Cuál es la actitud de Ramsés?

—Me incita a trabajar. Al no ceder ni una pulgada de terreno a Bel-Tran, tengo la impresión de retrasar el plazo.

—Habéis conquistado incluso parte de su territorio.

—Es mi única razón de esperanza; tal vez debilitándolo lo haga dudar. Tomar el poder sin los apoyos necesarios lo llevaría al fracaso. Pero ¿tendré tiempo suficiente para derribar los pilares sobre los que descansa su edificio?

—El pueblo os aprecia, Pazair; os teme pero os ama. Cumplís vuestra función de modo impecable, de acuerdo con los deberes que el rey os ha indicado. Y en mi boca, no se trata de un halago.

—¡Bel-Tran compraría de buena gana mis servicios! Cuando pienso en sus demostraciones de amistad me pregunto si fue sincero alguna vez o si desde el primer momento estuvo representando un papel, con la esperanza de incluirme en su estrategia.

—¿Por qué va a tener límites la hipocresía?

—No os hacéis muchas ilusiones.

—Prescindo del entusiasmo; es inútil y peligroso.

—Me gustaría confiaros ciertos expedientes referentes al catastro y a la agrimensura; ¿querríais comprobar si algunos datos han sido modificados?

—De buena gana, además se trata de mi verdadera especialidad. ¿Qué teméis?

—Que Bel-Tran y sus aliados intenten robar legalmente algunas tierras.

El anochecer era tan hermoso y suave que Pazair se concedió cierto descanso junto al estanque de recreo. Sentada en el borde, con los pies en el agua y los párpados apenas maquillados con un trazo verde, Neferet tocaba un laúd, cuyas cuerdas, afinadas al unísono, estaban anudadas en la base del mango. Su melodía, ligera y afrutada, arrobaba al visir. Armonizaba con el estremecimiento de las hojas, mecidas por la brisa del norte.

Pazair pensó en Suti, a quien semejante concierto habría encantado; ¿por qué pistas vagaba, qué peligros corría? El visir contaba con su heroísmo para borrar sus faltas, pero chocaría con la ferocidad de la señora Tapeni. Según Kem, la mujer cada vez se ocupaba menos del taller de tejedoras para correr por toda la ciudad. ¿De qué modo intentaba perjudicarlo?

La voz del laúd apaciguó sus inquietudes; con los ojos cerrados, Pazair se abandonó a la magia de la música.

El devorador de sombras eligió aquel momento para actuar. En los parajes que rodeaban la mansión del visir sólo quedaba un puesto de observación, una gran palmera datilera, que estaba plantada en el centro del patio de una casita perteneciente a una pareja de jubilados. El asesino se había introducido en la casa, los había dejado sin sentido y, provisto de su arma, había trepado al árbol.

La suerte estaba de su parte. Como esperaba, en aquel anochecer, mientras el sol declinante acariciaba la piel, el visir había regresado a casa antes de lo acostumbrado y descansaba, acompañado por su esposa, en un lugar abierto.

El devorador de sombras asió el curvo bastón arrojadizo que utilizaban los especialistas en cazar pájaros. El babuino policía, encaramado en el tejado de la mansión del visir, no tendría tiempo de intervenir. El arma, temible cuando era manejada con precisión, rompería la nuca de Pazair.

El criminal adoptó una posición estable, sujetándose a una rama con la mano izquierda; se concentró y estudió la trayectoria. Aunque la distancia era grande, no fallaría; desde muy joven había dado pruebas de excepcionales cualidades en aquel ejercicio. Destrozar la cabeza de los pájaros le divertía mucho.

Traviesa, la pequeña mona verde de Neferet, tenía la mirada perpetuamente alerta, dispuesta a recoger un fruto maduro que cayera del árbol o a jugar con el primer mirlo de la palmera.

Cuando el brazo soltó el proyectil, lanzó un grito de alarma.

En el cerebro del babuino, la coordinación fue fulgurante. En un instante tradujo el grito de la mona verde, vio el bastón arrojadizo cruzando los aires, adivinó el blanco y saltó de lo alto del tejado.

En una prodigiosa pirueta, Matón interceptó el arma del crimen y cayó a pocos metros del visir.

Estupefacta, Neferet soltó el laúd; Bravo, adormilado, se despertó con un respingo y saltó sobre el vientre de su dueño.

Con el torso rígido, sus ensangrentadas patas sujetando firmemente el bastón arrojadizo, el oficial de policía Matón miraba con orgullo al primer ministro egipcio que, una vez más, acababa de escapar a la muerte.

El devorador de sombras corría ya por una calleja, con el espíritu turbado; ¿qué divinidad habitaba el alma de aquel babuino? Por primera vez en toda su carrera, el asesino dudó de su capacidad. Pazair no era un hombre como los demás; una fuerza sobrenatural lo protegía. ¿La diosa Maat, la justicia del visir, lo hacía invulnerable?