CAPÍTULO 25

Con los cabellos largos, la barba mal recortada, una tela enrollada a la cabeza, largas túnicas de rayas coloreadas, los merodeadores de las arenas formaban prietas líneas. Algunos, hambrientos, tenían salientes las clavículas, enflaquecidos los hombros y visibles las costillas; en sus dobladas espaldas llevaban unas esteras enrolladas.

Juntos blandieron sus arcos y lanzaron una primera descarga de flechas que no alcanzaron a ningún nubio. Suti había dado orden de no responder y los beduinos se enardecieron; vociferando, se aproximaron.

Los arqueros nubios estuvieron a la altura de su reputación; ni uno solo falló el blanco. Además, su cadencia de tiro fue rápida y sostenida; eran uno contra diez, pero pronto restablecieron el equilibrio. Los supervivientes retrocedieron, dando paso a unos carros ligeros, con la base hecha de tiras de cuero entrecruzadas y cubiertas con pieles de hiena; en los paneles exteriores se veía la agresiva figura de una divinidad a caballo. Un hombre manejaba las riendas, otro blandía una jabalina. Ambos llevaban perilla y tenían la piel cobriza.

—Libios —observó Suti.

—Imposible —objetó Pantera, dolida.

—Libios aliados con los merodeadores de las arenas; recuerda tu promesa.

—Hablaré con ellos, no me atacarán.

—No te hagas ilusiones.

—Deja que lo pruebe.

—No corras ese riesgo.

Los caballos piafaban. Los hombres de las jabalinas protegieron su pecho con un escudo; cuando estuvieran cerca del adversario, lanzarían su venablo.

La libia se levantó y salió de su refugio. Cruzó la línea de los bloques de roca y dio unos pasos por la extensión llana que la separaba de los carros.

—¡Tiéndete! —aulló Suti.

Una jabalina volaba, poderosa y precisa.

La flecha de Suti atravesó la garganta del lanzador cuando su gesto ni siquiera había terminado. Echándose hacia un lado, Pantera evitó la fatal herida. Reptó para regresar a la gruta.

Los asaltantes se lanzaron al ataque mientras los nubios, enfurecidos por la agresión contra su diosa de oro, disparaban flecha tras flecha.

Los conductores de carro vieron demasiado tarde los agujeros excavados en la arena; algunos los evitaron, otros volcaron, pero la mayoría cayó en la trampa. Las ruedas se dislocaron, las cajas se rompieron y sus ocupantes fueron arrojados al suelo.

Los nubios se lanzaron sobre ellos y no les dieron cuartel; regresaron del campo de batalla con caballos y jabalinas.

Tras el primer combate, Suti sólo había perdido tres nubios y había infligido grandes bajas a la coalición formada por beduinos y libios. Los vencedores aclamaron a la diosa de oro, el viejo guerrero compuso un canto a su gloria. Pese a la ausencia de vino de palma, la embriaguez se apoderó de los espíritus; Suti tuvo que forzar la voz para impedir que la tropa abandonara sus posiciones. Todos deseaban exterminar solos al resto de sus enemigos.

Un carro pintado de rojo brotó de una nube de polvo. Bajó de él un hombre sin armas, con los brazos caídos; altivo, tenía una curiosa cabeza cuadrada, desproporcionada en relación a su cuerpo. Su voz, ronca, llegaba muy lejos.

—Quiero hablar con vuestro jefe.

Suti se mostró.

—Aquí estoy.

—¿Cómo te llamas?

—¿Y tú?

—Mi nombre es Adafi.

—El mío Suti, oficial del ejército de Egipto.

—Acerquémonos; gritar no va bien para una entrevista constructiva.

Ambos hombres avanzaron el uno hacia el otro.

—¿De modo que eres Adafi, el enemigo jurado de Egipto, el conspirador, el fomentador de disturbios?

—¿Y tú fuiste el que mató a mi amigo, el general Asher?

—Tuve ese honor, aunque la muerte de aquel traidor resultara demasiado dulce.

—Un oficial egipcio a la cabeza de una pandilla de nómadas nubios… ¿no serás tú también un traidor?

—Has robado mi oro.

—Me pertenecía; era el precio convenido con el general para un apacible retiro en mi territorio.

—El tesoro me pertenece.

—¿Por qué razón?

—Botín de guerra.

—No te falta aplomo, jovencito.

—Reclamo lo mío.

—¿Qué sabes tú de mis tratos con los mineros?

—Tu pandilla ha sido aniquilada y no tienes apoyo alguno en Egipto. Desaparece en seguida y refúgiate en lo más profundo de tu bárbaro país. Tal vez allí no te alcance el furor del faraón.

—Si quieres tu oro, tendrás que ganártelo.

—¿Está aquí?

—En mi tienda. Puesto que venciste al general Asher, cuyos huesos yo enterré, ¿por qué no vamos a ser amigos? A guisa de pacto, te ofrezco la mitad del oro.

—Lo exijo todo.

—Eres demasiado ambicioso.

—Has perdido ya muchos hombres; mis guerreros son superiores a los tuyos.

—Sin duda es cierto, pero conozco tus trampas y somos más numerosos.

—Mis nubios combatirán hasta el último hombre.

—¿Quién es la mujer rubia?

—Su diosa de oro; gracias a ella ignoran el miedo.

—Mi espada decapitará esa superstición.

—Si sobrevives.

—Si te niegas a colaborar, te eliminaré.

—No podrás huir, Adafi, acabarás siendo el más notable de mis trofeos.

—El orgullo te ha sorbido el seso.

—Si quieres salvar la vida a tus tropas, desafíame.

El libio miró a Suti de arriba abajo.

—Contra mí no tienes ninguna posibilidad.

—Yo lo decido.

—Eres muy joven para morir.

—Si gano, recuperaré mi oro.

—¿Y si pierdes?

—Te apoderas del mío.

—¿Del tuyo…? ¿Qué quieres decir?

—Mis nubios transportan una buena cantidad de metal precioso.

—De modo que ahora haces tú el tráfico, en vez del general.

Suti permaneció silencioso.

—Perecerás —profetizó Adafi, cuya amplia frente se frunció.

—¿Qué armas utilizamos?

—Cada uno las suyas.

—Exijo que se firme un tratado, apoyado por ambos bandos.

—Los dioses serán testigos.

La ceremonia se organizó sin tardanza; tres libios y tres nubios, entre ellos el viejo guerrero, participaron en ella. Invocaron los genios del fuego, del aire, del agua y de la tierra, encargados de destruir al eventual perjuro, luego acordaron una noche de descanso antes del duelo.

Junto a la gruta, los nubios formaron un círculo alrededor de la diosa de oro; imploraron su protección y le suplicaron que concediera la victoria a su héroe. Con piedras quebradizas, que dejaban marcas rojas en la piel, decoraron el cuerpo de Suti con los signos de la guerra.

—No nos conviertas en esclavos.

El egipcio se sentó frente al sol, obteniendo de la luz del desierto la fuerza de los gigantes de antaño, capaces de mover bloques de granito para construir templos donde se encarnaba lo invisible. Había rechazado la vida de los escribas y los sacerdotes, pero Suti sentía la presencia de una energía oculta en el cielo al igual que en el suelo; la absorbía respirando, la canalizaba concentrándose en el objetivo que quería alcanzar.

Pantera se arrodilló junto a él.

—Es una locura; Adafi nunca fue vencido en singular combate.

—¿Qué arma prefiere?

—La jabalina.

—Mi flecha será más rápida.

—No quiero perderte.

—Como deseas ser rica, debo correr riesgos. Créeme, no hay otra solución; me repugnaba que mataran a esos nubios.

—¿Y verme viuda te deja indiferente?

—Como diosa de oro, me protegerás.

—Cuando Adafi te haya matado, le hendiré un puñal en el vientre.

—Tus compatriotas te destrozarán.

—Los nubios me defenderán… ¡Y se producirá la matanza que tanto temes!

—Salvo si venzo.

—Te enterraré en el desierto e iré a quemar viva a la señora Tapeni.

—¿Me permitirás encender la pira?

—Te amo cuando sueñas; te amo porque sueñas.

La bruma cubría de nuevo el desierto, apagando la claridad del alba. Suti avanzó; la arena crujió bajo sus pies desnudos. En su mano diestra llevaba un arco de alcance medio, el mejor que tenía; en la izquierda, una sola flecha. No tendría tiempo de disparar otra; Adafi tenía fama de ser un invencible combatiente, y ningún adversario había logrado ponerlo en peligro. Inhallable, escapaba siempre de las expediciones policiales que debían interceptarlo; su actividad preferida era armar a rebeldes y bandoleros para mantener la inseguridad en las provincias occidentales del delta. ¿No pensaría Adafi en reinar en el norte de Egipto?

Los rayos del sol desgarraron la grisalla. Muy digno en su túnica roja y verde, con los cabellos ocultos por un turbante negro, se mantenía a unos cincuenta metros de su adversario.

Suti supo que había perdido.

Adafi no manejaba una jabalina, sino el arco preferido del egipcio, que había encontrado en la gruta. Un arma de excepcional calidad, de madera de acacia, capaz de mandar una flecha a más de sesenta metros en tiro directo. El que Suti utilizaría parecía casi irrisorio; de precisión aleatoria, simplemente le permitiría herir al libio. Si intentaba acercarse, Adafi sería el primero en disparar sin concederle siquiera la posibilidad de réplica.

El rostro del libio había cambiado: duro, hosco, no mostraba la menor huella de humanidad. Adafi quería matar, todo su ser estaba preñado de muerte. Con la mirada fría, esperaba que su presa temblase.

El ex teniente de carros comprendió por qué el libio vencía siempre en sus duelos. Agazapado tras un montículo, a la izquierda, otro arquero libio protegía a Adafi. ¿Actuaría antes que su señor, coordinarían sus gestos?

Suti se reprochó su estupidez. Un combate franco y leal, el respeto a la palabra dada… Adafi no había pensado en ello ni un solo instante. Y, sin embargo, el primer instructor del joven egipcio le había enseñado que beduinos y libios solían herir por la espalda. Aquel olvido iba a costarle la vida.

Adafi, Suti y el libio emboscado tensaron su arco al mismo tiempo; el egipcio aplicó un esfuerzo progresivo, aumentando poco a poco la tensión. Su actitud divirtió a Adafi; éste había supuesto que Suti intentaría eliminar primero al hombre colocado a su izquierda y, luego, dispararía otra flecha en su dirección.

Pero había tomado un solo proyectil.

Con el rabillo del ojo, el joven asistió a una escena tan violenta como rápida. Pantera, que se había acercado arrastrándose a la espalda del libio agazapado, lo degolló. Adafi advirtió el drama y apuntó con su flecha a la mujer rubia, que se arrojó a la arena. Suti aprovechó aquel error, tensó al máximo la cuerda, se identificó con la flecha y proyectó su espíritu hacia el blanco.

Consciente de su error, Adafi se precipitó.

Su flecha rozó la mejilla derecha de Suti; la del egipcio se clavó en el ojo derecho del libio. Fulminado, Adafi cayó boca abajo.

Mientras los nubios clamaban su júbilo, Suti cortó la mano derecha del vencido y blandió su arco hacia el cielo.

Los merodeadores de las arenas y los libios soltaron sus armas y se postraron ante la pareja abrazada que formaban Suti y Pantera.

El rostro de la diosa de oro resplandecía de felicidad; rica, feliz, con un ejército a sus pies y soldados libios obligados a obedecerla, asistía a la materialización de sus más enloquecidos sueños.

—Sois libres de partir o de obedecerme —dijo Suti—; si me seguís, tendréis oro. A la menor desobediencia, os ejecutaré con mis propias manos.

Nadie se movió; la recompensa prometida habría seducido a los más desconfiados mercenarios. Suti examinó los carros y los caballos; los unos y los otros le parecieron satisfactorios. Con algunos conductores bien entrenados y arqueros nubios, superiores a cualquier rival, el ex teniente disponía de un ejército eficaz y coherente.

—Eres el dueño del oro —dijo Pantera, radiante.

—Has vuelto a salvarme la vida.

—Ya te lo dije: sin mí no harías nada grande.

Suti distribuyó una primera paga, que disipó cualquier animosidad. Los libios ofrecieron vino de palma a los nubios y su confraternización se convirtió en una borrachera salpicada de cantos y risas. Su nuevo jefe se había aislado, prefiriendo el silencio del desierto. Pantera se le reunió.

—¿Me has olvidado en tus sueños?

—¿Acaso no eres tú quien los inspira?

—Le has hecho a Egipto un inmenso favor; matando a Adafi has eliminado a uno de sus más tenaces adversarios.

—¿Qué hacer con esta victoria?