CAPÍTULO 20

El jefe de los jardineros del templo de Heliópolis estaba aterrado. Sentado al pie de un olivo, lloraba. Pazair, llamado con urgencia, se estremecía; un viento frío soplaba a ráfagas, agitando las hojas de envés plateado. Alertado por Kem, el visir había considerado conveniente desplazarse.

—Contadme —le dijo al jardinero.

—Yo mismo había vigilado la cosecha… ¡Los más viejos olivos de Egipto! Qué desgracia… ¿Por qué ese vandalismo, por qué?

El jefe de los jardineros era incapaz de decir otra cosa. Pazair lo abandonó a su tristeza, tras haberle asegurado que no lo consideraba responsable, y siguió a Kem hasta las reservas del templo de Ra, donde se conservaba el mejor aceite para iluminación del país.

El suelo era un charco viscoso. No se había salvado ni una sola jarra. Habían quitado el tapón y habían derramado el contenido.

—¿Cuál es el resultado de vuestra investigación?

—Un solo hombre —repuso el nubio—; se ha introducido en el local por el techo.

—El mismo procedimiento que en el hospital.

—El hombre que intenta asesinaros, no cabe duda. Pero ¿por qué ese saqueo?

—El papel económico de los templos molesta a Bel-Tran; suprimir la fuente de iluminación hará más lento el trabajo de los escribas y los sacerdotes. Haced que salgan inmediatamente mensajeros; que la policía vigile todas las reservas de aceite. Por lo que se refiere a la región de Menfis, utilizaremos la de palacio. Ninguna lámpara permanecerá vacía.

La réplica de Bel-Tran a la firmeza del visir no se había hecho esperar.

No había ni un solo servidor que no manejara la escoba, hecha de largas fibras rígidas reunidas en manojos, ni una sierva que no tuviera un cepillo de cañas sujetas por un ancho anillo: toda la gente que trabajaba en la casa del visir limpiaba los suelos con ardor. Flotaba un delicioso olor de incienso, de canela y cinamomo; la fumigación purificaría la gran mansión y la libraría de insectos y demás huéspedes indeseables.

—¿Dónde está mi esposa?

—En la reserva de trigo —respondió el intendente.

De rodillas, Neferet hundía en una esquina dientes de ajo, pescado seco[8] y natrón.

—¿Quién se oculta ahí?

—Tal vez una serpiente; estos ingredientes la asfixiarán.

—¿Por qué esta limpieza?

—Temo que el asesino haya dejado otras huellas de su paso.

—¿Sorpresas desagradables?

—Hasta el momento no; no hemos olvidado ningún lugar sospechoso. ¿Qué ha dicho el faraón?

Pazair la ayudó a levantarse.

—La actitud de sus consejeros le ha sorprendido; le demuestra que la enfermedad del país es grave. Temo no ser un terapeuta tan eficaz como tú.

—¿Qué responderá a los cortesanos?

—Yo debo ocuparme de sus peticiones.

—¿Han exigido que te vayas?

—Una simple sugerencia por su parte.

—Bel-Tran sigue haciendo correr sus calumnias.

—No carece de debilidades; nosotros tenemos que descubrirlas.

El visir no pudo contener un estornudo, seguido de un estremecimiento.

—Necesitaré un médico.

La gripe quebraba los huesos, destrozaba el cráneo y vaciaba el cerebro. Pazair bebía zumo de cebolla[9], se desinfectaba la nariz con zumo de palma, se descongestionaba con inhalaciones y absorbía tintura de madre de brionia para evitar complicaciones pulmonares. Satisfecho al tener en casa a su dueño, Bravo dormía a los pies de la cama, aprovechando una cómoda manta y, de paso, alguna cucharada de miel.

Pese a la fiebre, el visir consultaba los papiros que le mostraba Kem, único autorizado para servir de intermediario entre Pazair y su despacho. Cuantos más días pasaban más dominaba el visir su oficio; aquellos momentos de distancia le resultaban benéficos, en la medida en que comprobaba que los grandes templos, de norte a sur, escapaban del control de Bel-Tran. Regulaban la economía de acuerdo con las enseñanzas de los antiguos y velaban por el reparto de las riquezas almacenadas; gracias a Kani y a los demás sumos sacerdotes, plenamente de acuerdo con el superior de Karnak, el visir preservaría la estabilidad del navío del Estado, al menos hasta la fatídica fecha en que Ramsés tendría que abdicar.

Una inhalación de sulfuro de arsénico, que los médicos denominaban «el que ensancha el corazón», alivió a Pazair; para evitar la tos, absorbió una decocción de raíces de malvavisco y coloquíntida fresca. El agua cobriza acabaría de curar la infección.

Cuando el nubio se palpó la nariz de madera, el visir comprendió que tenía informaciones importantes.

—Primero, una noticia preocupante: Mentmosé, mi predecesor de triste recuerdo, ha abandonado el Líbano, donde sufría una pena de exilio.

—Enorme riesgo… Cuando le echéis mano, será condenado a penal.

—Mentmosé lo sabe; por eso su desaparición no presagia nada bueno.

—¿Una intervención de Bel-Tran?

—Es posible.

—¿Una simple huida?

—Me gustaría creerlo; pero Mentmosé os odia tanto como Bel-Tran. Los fascináis, tanto al uno como al otro, porque no comprenden vuestra rectitud ni vuestro amor por la justicia. Mientras erais un pequeño juez, no tenía importancia. Pero como visir… ¡Es inaceptable! Mentmosé no desea terminar apaciblemente su vida; quiere vengarse.

—¿No hay nada nuevo sobre el asesinato de Branir?

—Directamente no, pero…

—¿Pero?

—A mi entender, el hombre que intentó mataros varias veces es el que suprimió a Branir; surge de la nada y en la nada se refugia, más rápido que un lebrel.

—¿Intentáis hacerme admitir que se trata de un aparecido?

—Un aparecido, no… Un devorador de sombras como nunca había conocido otro. Un monstruo enamorado de la muerte.

—¿Ha cometido por fin el error que esperabais?

—Tal vez se equivocó al atacar a mi babuino, lanzando contra él otro simio. Es la única ocasión en la que recurrió a un aliado y, por lo tanto, se puso en contacto con alguien. Temía que la pista quedara cortada, pero uno de mis mejores informadores, un tal Patascortas, tiene ciertos problemas. Un juez acaba de aumentar el montante de la pensión alimenticia que debe pagar a su anterior esposa. Por ello ha recuperado la memoria.

—¿Conoce acaso la identidad del devorador de sombras?

—Si es así exigirá una enorme recompensa.

—Concedida. ¿Cuándo lo veréis?

—Esta noche, detrás de los muelles.

—Iré con vos.

—Vuestro estado os lo impide.

Neferet había convocado a los principales proveedores de sustancias raras y costosas utilizadas en los laboratorios. Aunque las reservas no se hubieran agotado, consideraba prudente aumentarlas en seguida, dadas las dificultades de cosecha y entrega.

—Comencemos por la mirra; ¿para cuándo se espera la próxima expedición al país de Punt?

El responsable tosió.

—Lo ignoro.

—¿Qué significa esta respuesta?

—No se ha fijado fecha alguna.

—Vos debéis decidirla, según creo.

—No dispongo de barcos, ni de tripulaciones.

—¿Por qué?

—Espero que los países extranjeros lo tengan a bien.

—¿Habéis consultado con el visir?

—He preferido seguir la vía jerárquica.

—Deberíais haberme avisado de ese contratiempo.

—No había ninguna prisa…

—Pues ahora se trata de una urgencia.

—Necesitaré una orden escrita.

—La tendréis hoy mismo.

Neferet se volvió hacia otro comerciante.

—¿Habéis encargado gomorresina verde de gálbano[10]?

—Encargado, sí; pero tardará en llegar.

—¿Por qué?

—Procede de Asia, depende del humor de los cosechadores y los vendedores. La administración me ha recomendado que no los importunara; al parecer, nuestras relaciones son más bien tensas, a causa de incidentes que desconozco. En cuanto sea posible…

—¿Y la resma oscura de ládano? —preguntó Neferet al tercer proveedor—. Sé que viene de Grecia y de Creta; estos países nunca se niegan a comerciar.

—Lamentablemente, sí. La cosecha fue escasa; de modo que han decidido no exportar.

Neferet ni siquiera interrogó a los demás comerciantes; su turbación significaba que responderían también negativamente.

—¿Quién recibe esos productos raros en suelo egipcio? —preguntó al proveedor de mirra.

—Los aduaneros.

—¿De qué administración dependen?

El hombre farfulló.

—De… de la Doble Casa blanca.

La mirada de la joven, tan tierna por lo común, se llenó de rebeldía e indignación.

—Al convertiros en sicarios de Bel-Tran —declaró con firmeza—, estáis traicionando a Egipto. Como médico en jefe del reino, pediré que se os acuse de atentado a la salud pública.

—No es ésta nuestra intención, pero las circunstancias… Deberíais admitir que el mundo evoluciona y que Egipto debe adaptarse. Nuestro modo de comerciar se modifica, Bel-Tran detenta las llaves de nuestro porvenir. Si aceptáis aumentar nuestros beneficios y revisar nuestros márgenes, las entregas podrían reanudarse en seguida.

—Extorsión… Una extorsión que compromete la salud de vuestros compatriotas.

—Las palabras son excesivas. Nuestros espíritus están abiertos y unas negociaciones bien conducidas…

—Dado que se trata de un caso de urgencia, pediré al visir una orden de requisa y yo misma trataré con nuestros proveedores extranjeros.

—¡No os atreveréis!

—La codicia es una enfermedad incurable, y yo no sé tratarla. Pedidle otro empleo a Bel-Tran; ya no dependéis de los servicios médicos.