CAPÍTULO 19

Pazair estrechó en sus brazos a Neferet; su ternura hizo desaparecer las fatigas del viaje y le devolvió el deseo de lucha. Le explicó cómo había salvado a Kani y contrarrestado uno de los planes de Bel-Tran. Pese a su alegría, la notaba preocupada.

—Noticias de la fortaleza de Tjaru —le dijo.

—¡Suti!

—Se lo considera desaparecido.

—¿En qué circunstancias?

—Según el informe del comandante de la fortaleza, huyó; como la guarnición había recibido la orden de permanecer encerrada tras las murallas, ninguna patrulla salió en su busca.

Pazair levantó los ojos al cielo.

—Regresará, Neferet, y nos ayudará; pero ¿por qué hay esa preocupación en tu mirada?

—Simple cansancio.

—Habla, te lo ruego; no lleves sola la carga.

—Bel-Tran ha iniciado una campaña de difamación contra ti. Come y cena con grandes dignatarios, altos funcionarios y jefes de provincia; Silkis sonríe y calla. Tu inexperiencia, tu mal controlado ardor, tus insensatas exigencias, tu incompetencia, tu falta de conocimientos sobre las sutilezas de la jerarquía, tu ignorancia de las realidades actuales, tu fidelidad a valores caducos… ésos son sus temas favoritos.

—Hablar demasiado acabará perjudicándolo.

—Te perjudica a ti, día tras día.

—No te preocupes.

—No soporto que te calumnien.

—Pues es una buena señal. Bel-Tran actúa así porque todavía duda del éxito final. Los golpes que acabo de asestarle han sido, tal vez, más dolorosos de lo que imaginaba. Es una reacción en verdad interesante; me alienta a proseguir.

—El superintendente de los escritos ha preguntado varias veces por ti.

—¿Motivo?

—Sólo te lo dirá a ti.

—¿Otros visitantes notables?

—El director de las misiones secretas y el superintendente de los campos; también desean una entrevista y deploraron tu ausencia.

Los tres hombres pertenecían a la cofradía de los nueve amigos del faraón, los personajes más influyentes del reino, acostumbrados a hacer y deshacer reputaciones. Era la primera vez que intervenían desde el nombramiento de Pazair.

—¿Y si los invitáramos a comer? —propuso.

El superintendente de los escritos, el superintendente de los campos y el director de las misiones secretas se parecían; hombres de edad madura, ponderados, con la voz grave y el aspecto solemne, habían ascendido los peldaños de la jerarquía de los escribas y dado plena satisfacción al rey. Ataviados con peluca y vestidos con una túnica de lino sobre una camisa de mangas largas y plisadas, llegaron juntos a la puerta de la propiedad del visir, donde Kem y su babuino los identificaron.

Neferet los recibió y los condujo por el jardín; admiraron el estanque de recreo, la parra, los árboles raros importados de Asia, y felicitaron a la joven por los amates de flores. Concluidas las mundanalidades, los llevó al comedor de invierno, donde Pazair conversaba con Bagey, el antiguo visir; los tres altos dignatarios se sorprendieron de encontrarlo allí.

Neferet desapareció.

—Preferiríamos veros a solas —dijo el superintendente de los escritos.

—Supongo que vuestra intervención se refiere al modo como cumplo con mis funciones; ¿por qué no va a ayudarme mi predecesor durante esa prueba? Sus consejos podrán resultarme preciosos.

Frío, distante, algo encorvado, Bagey miró severamente a sus interlocutores.

—Ayer trabajábamos juntos; ¿me consideráis hoy un extraño?

—Claro que no —repuso el superintendente de los campos.

—Entonces caso cerrado —dijo Pazair—; comeremos los cinco.

Se sentaron en sillas curvadas; ante cada uno de ellos había una mesa baja en la que los servidores colocaron platos llenos de vituallas. El cocinero había preparado suculentos pedazos de buey, cocidos en una marmita de terracota, de fondo redondeada, y aves asadas al espetón. Junto al pan fresco había mantequilla fabricada con fenogreco y alcaravea, sin agua ni sal, y conservada en un sótano fresco, para evitar que se oscureciera; guisantes y calabacines en salsa acompañaban las carnes.

Un escanciador llenó las copas de vino tinto del delta, colocó la jarra en un soporte de madera y abandonó la estancia cerrando la puerta.

—Hablamos en nombre de las autoridades superiores de este país —comenzó el director de las misiones secretas.

—A excepción del faraón y de mí mismo —intervino Pazair.

La observación hirió al dignatario.

—Esas objeciones me parecen inútiles.

—Ese tono es muy desagradable —consideró Bagey—; sean cuales sean vuestra edad y vuestro rango, debéis respeto al visir designado por el faraón.

—Nuestra conciencia nos impide ahorrarle criticas y reprimendas justificadas.

Bagey, irritado, se levantó.

—No acepto esta gestión.

—No es inconveniente ni ilegal.

—No opino así; vuestro papel es servir al visir y obedecerlo.

—Siempre que su acción no sea contraria a la felicidad de Egipto.

—No escucharé una palabra más; comeréis sin mí.

Bagey salió del comedor.

Sorprendido por la violencia del ataque y la brutal reacción del antiguo visir, Pazair se sintió muy solo. La carne y las legumbres se enfriaron; el vino fino permaneció en las copas.

—Hemos hablado mucho con el director de la Doble Casa blanca —confesó el superintendente de los campos—; sus inquietudes nos parecen fundadas.

—¿Por qué no os ha acompañado Bel-Tran?

—No le hemos avisado de lo que íbamos a hacer; es un hombre joven, impulsivo, que podría carecer de la serenidad necesaria en tan grave asunto. Esa misma juventud podría arrastraros a un callejón sin salida, salvo si prevalece la razón.

—Ocupáis puestos importantes donde no son admisibles las palabras ociosas; puesto que mi tiempo es tan precioso como el vuestro, os agradecería que fuerais directamente al grano.

—He aquí una buena prueba de vuestro equivocado comportamiento. Gobernar Egipto requiere mayor flexibilidad.

—El faraón gobierna, yo velo por el respeto de Maat.

—A veces, lo cotidiano se aleja de lo ideal.

—Con tales pensamientos —juzgó Pazair—, Egipto corre a su ruina.

—Puesto que carecéis de experiencia —consideró el superintendente de los campos—, tomáis al pie de la letra viejos ideales vaciados de su sustancia.

—No es ésa mi opinión.

—¿Y condenasteis al jefe de la provincia de Coptos, el heredero de una familia noble y afamada, en nombre de ese ideal?

—Se aplicó la ley sin tener en cuenta el rango.

—¿Pensáis destituir así a muchos dirigentes estimados y calificados?

—Si conspiran contra su país, serán acusados y juzgados.

—Confundís las faltas graves con las necesidades del poder.

—¿Es una falta leve falsear el catastro?

—Reconocemos vuestra honestidad —admitió el superintendente de los escritos—; desde el comienzo de vuestra carrera habéis demostrado vuestro sentido de la justicia y vuestro amor por la verdad: nadie piensa en discutirlo; el pueblo os respeta y admira. ¿Pero es eso suficiente para evitar un desastre?

—¿Qué me reprocháis?

—Tal vez nada, si sabéis tranquilizarnos.

Habían concluido los primeros asaltos; se iniciaba el verdadero combate.

Aquellos tres hombres lo sabían todo sobre el poder, la jerarquía y los mecanismos sociales; si Bel-Tran había conseguido convencerlos de lo acertado de sus deseos, Pazair no tendría demasiadas posibilidades de franquear el obstáculo. Aislado, desmentido, sería un juguete fácil de quebrar.

—Mis servicios —declaró el superintendente de los campos— han establecido la lista de los propietarios y granjeros, han censado las cabezas de ganado, han evaluado las cosechas; mis expertos han fijado las tasas, teniendo en cuenta la opinión de los campesinos, pero este enorme trabajo supondrá el cobro de unos impuestos demasiado escasos. Sería necesario doblar las tasas sobre el forraje y los bovinos.

—Rechazado.

—¿Cuáles son vuestras razones?

—En caso de dificultad, el aumento de los impuestos es la peor solución. Me parece más urgente suprimir las injusticias; nuestras reservas de alimentos son suficientes para enfrentarnos a varias crecidas malas.

—Reformad las disposiciones en exceso favorables a los campesinos; en caso de imposición injusta, el habitante de una gran ciudad sólo tiene tres días para apelar, pero un provinciano dispone de tres meses.

—Yo mismo fui víctima de este reglamento —recordó Pazair—; prolongaré el plazo de los ciudadanos.

—¡Aumentad al menos los impuestos de los ricos!

—El personaje que más paga de Egipto, el gobernador de Elefantina, entrega al Tesoro el equivalente de cuatro lingotes de oro; el gobernador de una provincia de dimensiones medias, mil panes, terneras, huevos, miel y algunos sacos de cereales. No es necesario exigir más, puesto que mantienen una gran casa y velan por el bienestar de los aldeanos.

—¿Pensáis acaso emprenderla con los artesanos?

—De ningún modo. Sus moradas seguirán exentas de impuestos y mantendré la prohibición de embargar sus herramientas.

—¿Cederéis en lo del impuesto de la madera? Sería necesario extenderlo a todas las provincias.

—He estudiado de cerca los centros madereros y el modo como reciben broza, fibras de palma y leña; durante la estación fría, la distribución se llevó a cabo de modo correcto. ¿Por qué modificar el trabajo de equipos, cuya rotación es satisfactoria?

—Juzgáis mal la situación —consideró el director de las misiones secretas—; el modo como está organizada nuestra economía ya no corresponde a las exigencias actuales. Debe aumentarse la producción, la rentabilidad…

—Ésas son las palabras que le gustan a Bel-Tran.

—¡Es el director de la Doble Casa blanca! Si estáis en desacuerdo con vuestro ministro de Economía, ¿cómo llevar a cabo una política coherente? ¡Destituidlo y destituidnos también a nosotros!

—Seguiremos trabajando juntos, de acuerdo con las leyes tradicionales; Egipto es rico, el Nilo nos ofrece la abundancia, y la prosperidad perdurará siempre que luchemos cada día contra la injusticia.

—¿No os deforma vuestro pasado? La economía…

—El día en que la economía prevalezca sobre la justicia, la desgracia caerá sobre esta tierra.

—El papel de los templos tiene que minimizarse —sugirió el superintendente de los escritos.

—¿Qué les reprocháis?

—Recogen la casi totalidad de los géneros, los productos y los objetos antes de distribuirlos, en función de las necesidades de la población. ¿No sería deseable un método más directo?

—Sería contrario a la regla de Maat y destruiría Egipto en pocos años. Los templos son nuestros reguladores de energía; los especialistas, recluidos en sus muros, no tienen más preocupación que la armonía. Gracias a los templos estamos unidos con lo invisible y con las fuerzas vitales del universo; de sus escuelas y de sus talleres salen los seres que moldean nuestro país desde hace siglos. ¿Deseáis decapitarlo?

—Habéis deformado mis palabras.

—Mucho me temo que vuestro pensamiento parece un bastón retorcido.

—¡Me insultáis!

—¿No estáis dando la espalda a nuestros valores fundacionales?

—Sois un hombre de una pieza, Pazair, ¡un fanático!

—Si estáis convencido de ello, no lo dudéis: pedid mi cabeza al rey.

—Gozáis del apoyo de Kani, el sumo sacerdote de Karnak, cuyas opiniones son apreciadas por Ramsés. Pero este favor no durará más que vuestra popularidad; dimitid, Pazair, sería la mejor solución, para vos y para Egipto.