El guarda de la oficina del catastro de Tebas se despertó sobresaltado por un ruido insólito; primero creyó que era una pesadilla, luego oyó los golpes que daban en la puerta.
—¿Quién es?
—El jefe de policía, en compañía del visir.
—Detesto las bromas, sobre todo en plena noche; seguid vuestro camino u os pesará.
—Mejor harías abriendo inmediatamente.
—¡Largaos o llamo a mis colegas!
—No lo dudes; nos ayudarán a derribar esta puerta.
El guarda vaciló; miró por una ventana con cruceros de piedra y, gracias a la luz de la luna llena, distinguió el perfil de un coloso nubio y el de un enorme babuino. ¡Kem y su simio! Su fama se había extendido por todo Egipto.
Corrió el cerrojo.
—Perdonad, pero es tan inesperado…
—Enciende las lámparas; el visir desea examinar los mapas.
—Sería conveniente avisar al director.
—Haz que venga.
La cólera del alto funcionario de rostro arrugado desapareció en presencia del visir; el guarda no le había mentido. ¡El primer ministro del país estaba en sus locales, y a una hora inesperada!
Repentinamente obsequioso, facilitó la tarea del visir.
—¿Qué planos deseáis consultar?
—Los de las propiedades del templo de Karnak.
—Pero… ¡Es enorme!
—Comencemos por los pueblos más alejados.
—¿Al norte o al sur?
—Al norte.
—¿Pequeños o grandes?
—Los más importantes.
El funcionario desplegó los mapas en largas mesas de madera. Los empleados del catastro habían indicado los limites de cada parcela de terreno, los canales, las poblaciones.
El visir buscó en vano el pueblo que acababa de visitar.
—¿Están al día estos planos?
—Claro.
—¿No han sido modificados recientemente?
—Si, a petición de tres alcaldes.
—¿Por qué razón?
—Las aguas se habían llevado los mojones; era necesaria una nueva agrimensura. Un especialista efectuó el trabajo y mis servicios tuvieron en cuenta sus observaciones.
—¡Ha reducido la propiedad de Karnak!
—No me encargo de juzgar el catastro; me limito a registrarlo.
—¿No habéis avisado al sumo sacerdote Kani?
El funcionario se alejó de la llama de la lámpara para ocultar su rostro en la oscuridad.
—Me disponía a enviarle un informe completo.
—Deplorable retraso.
—Se debe a la falta de personal, y…
—¿Cómo se llama el agrimensor?
—Sumenu.
—¿Su dirección?
El director del catastro vaciló.
—No es de aquí.
—¿No es de Tebas?
—No, venía de Menfis…
—¿Quién lo había enviado?
—El palacio real, ¿quién si no?
Por la vía procesional que llevaba al templo de Karnak, adelfas de flores rosadas y blancas ofrecían a los paseantes una encantadora visión, cuya suavidad atenuaba la austeridad de la monumental muralla que cercaba el área sagrada. El sumo sacerdote Kani había aceptado abandonar su retiro para conversar con Pazair; ambos hombres, los más poderosos de Egipto después del faraón, caminaban lentamente entre dos hileras de esfinges protectoras.
—Mi investigación ha progresado.
—¿De qué va a servir?
—Demostrará que sois inocente.
—No lo soy.
—Os han engañado.
—Yo mismo me engañé sobre mis capacidades.
—Abrid los ojos; los tres pueblos más alejados del templo entregaron su producción a Coptos. Por eso vuestro balance es deficitario.
—¿Dependían de Karnak?
—El catastro fue modificado tras la última crecida.
—¿Sin consultarme?
—Intervino un agrimensor de Menfis.
—¡Es inconcebible!
—Un mensajero acaba de salir hacia Menfis con la orden de traer al responsable, un tal Sumenu.
—¿Qué hacer si ha sido el mismo Ramsés quien me ha arrebatado esos pueblos?
Meditar a orillas del lago sagrado, participar en los ritos del amanecer, mediodía y el ocaso, presenciar el trabajo de los astrólogos en el tejado del templo, leer los viejos mitos y las guías del más allá, conversar con grandes dignatarios que realizaban un retiro en el interior del recinto del dios Amón, ésas fueron las principales ocupaciones de Pazair durante su retiro. Vivió la luminosa eternidad grabada en la piedra, escuchó la voz de las divinidades y de los faraones que habían embellecido el edificio durante dinastías y se impregnó de la inalterable vida que animaba bajorrelieves y esculturas.
Se recogió varias veces ante la estatua de su maestro, Branir, representado como un escriba anciano que desenrollaba en sus rodillas un papiro en el que estaba inscrito un himno a la creación.
Cuando Kem le proporcionó la información deseada, el visir se dirigió rápidamente a la oficina del catastro, cuyo director manifestó su satisfacción; recibir una nueva visita del primer ministro le confería una inesperada importancia.
—Recordadme el nombre del agrimensor de Menfis —solicitó Pazair.
—Sumenu.
—¿Estáis seguro?
—Sí… él mismo me lo dijo.
—He hecho comprobaciones.
—No era necesario, todo está en regla.
—Desde que era un pequeño juez de provincia cogí la costumbre de verificarlo todo; a menudo es pesado, pero a veces resulta útil. ¿Sumenu, habéis dicho?
—Puedo equivocarme, yo…
—El agrimensor Sumenu, agregado al palacio real, murió hace dos años. Vos ocupasteis su lugar.
Los labios del funcionario se entreabrieron, pero fue incapaz de emitir sonido alguno.
—Modificar el catastro es un crimen; ¿habéis olvidado que la atribución de pueblos y tierras a determinada jurisdicción depende del visir? El que os ha sobornado especuló con la inexperiencia del sumo sacerdote de Karnak y con la mía. Hizo mal.
—Os equivocáis.
—No tardaremos en saberlo, lo consultaremos con el ciego.
El superior de la corporación de los ciegos de Tebas era un personaje imponente, de ancha frente y grandes mandíbulas.
Tras la inundación, cuando el río se había llevado los mojones y borrado las señales de propiedad, la administración recurría a él y sus colegas en caso de discusión. El jefe de los ciegos era la memoria de la tierra; a fuerza de recorrer campos y cultivos, sus pies conocían las dimensiones exactas.
Estaba comiendo higos secos bajo su parra cuando escuchó los pasos.
—Sois tres: un coloso, un hombre de talla media y un babuino. ¿Se trata del jefe de policía y de su famoso colega, Matón? ¿Y será el tercero…?
—El visir Pazair.
—Asunto de Estado, pues. ¿Qué tierras han intentado robar? ¡No, no digáis nada! Mi diagnóstico debe ser por completo objetivo. ¿Qué sector es el afectado?
—Los ricos pueblos del norte, junto a la provincia de Coptos.
—Los marineros se quejan mucho en esa región; los gusanos se comen las cosechas, los hipopótamos las pisotean, ratones, langostas y gorriones devoran lo que queda. Redomados mentirosos. Sus tierras son excelentes y el año fue fasto.
—¿Quién es el especialista de ese territorio?
—Yo mismo. Nací y crecí allí; los mojones no han variado desde hace veinte años. No os ofrezco higos, ni cerveza, pues supongo que tenéis prisa.
El ciego llevaba en la mano un bastón cuyo extremo tenía la forma de una cabeza de animal, de puntiagudo hocico y largas orejas[7]; a su lado, un agrimensor iba soltando una cuerda siguiendo sus indicaciones.
El ciego no vaciló ni una sola vez; precisó las cuatro esquinas de cada campo, halló el emplazamiento de los mojones y las estatuas de las divinidades, especialmente de la cobra protectora de las cosechas, y de las estelas de donación reales que delimitaban las propiedades de Karnak. Unos escribas anotaban, dibujaban y registraban.
Concluido el dictamen, no quedó ninguna duda: habían modificado irregularmente el catastro y habían atribuido a Coptos ricas tierras pertenecientes a Karnak.
—«El visir debe fijar los limites de cada provincia, velar por las ofrendas y ordenar que comparezca ante él quien se haya apoderado ilegalmente de una tierra», ésta es la orden que me dio el faraón, como todos los faraones la dan a todos los visires en su entronización.
El jefe de la provincia de Coptos, un cincuentón heredero de una rica familia de notables, palideció.
—Responded —ordenó Pazair—; vos estabais presente en la ceremonia.
—Si… el rey pronunció estas palabras.
—¿Por qué habéis aceptado riquezas que no os pertenecían?
—El catastro se había modificado…
—Una falsificación, puesto que no aparecía mi sello ni el del sumo sacerdote de Karnak. Teníais que haberme avisado. ¿A qué esperabais? ¿A que transcurrieran los meses y Kani dimitiera, a que yo fuera destituido y se atribuyera mi cargo a uno de vuestros cómplices?
—No os permito insinuar que…
—Habéis ayudado a conjurados y asesinos. Bel-Tran habrá sido lo bastante astuto como para no dejar que subsista vínculo alguno entre vos y la Doble Casa blanca; así no podré demostrar vuestra relación. Pero me bastará con vuestra malversación; sois indigno de gobernar una provincia. Considerad definitiva vuestra destitución.
El visir reunió su tribunal en Tebas, ante la gran puerta del templo de Karnak, donde habían edificado un pabellón de madera. Pese a los consejos de prudencia de Kem, Pazair había rechazado la audiencia a puerta cerrada que los acusados imploraban; una numerosa muchedumbre rodeaba el tribunal de justicia.
Tras haber resumido los principales episodios de su investigación, el visir leyó la acusación; comparecieron los testigos, los escribanos anotaron las declaraciones. El jurado, compuesto por dos sacerdotes de Karnak, el alcalde de Tebas, la esposa de un noble, una comadrona y un oficial superior, dictó una sentencia que Pazair consideró adecuada al espíritu y la letra de las leyes.
El jefe de la provincia de Coptos, destituido de sus funciones, fue condenado a quince años de cárcel y a pagar enormes indemnizaciones al templo; los tres alcaldes culpables de mentiras y apropiación indebida trabajarían ahora como obreros agrícolas, sus propiedades se repartirían entre las más humildes; el director del catastro de Tebas sufriría diez años de penal.
El visir no reclamó penas más graves; ninguno de los condenados apeló.
Una de las redes de Bel-Tran quedaba aniquilada.