El oasis estaba destruido. Palmeras decapitadas, acacias destrozadas, troncos partidos, ramas arrancadas, manantial cegado, dunas despanzurradas, montículos de arena cubriendo todas las pistas… Los alrededores eran sólo desolación.
Cuando Suti entreabrió los ojos no reconoció su puerto de paz y se preguntó si habría llegado a las regiones tenebrosas, donde no penetra el sol. Flotaba en el aire tanto polvo amarillento que la luz no conseguía penetrarlo.
En su hombro izquierdo despertó el sufrimiento, en el lugar herido por el filo del hacha; extendió las piernas, tan doloridas que le parecieron rotas. Pero sólo estaban arañadas. A su lado había dos nubios aplastados por el tronco de una palmera. Uno de ellos, en una irrisoria rigidez, blandía todavía su puñal.
¿Dónde estaba Pantera? Aunque sus pensamientos estuvieran enmarañados, Suti recordó el ataque de los nubios, el inicio de la tempestad, la violencia del viento, la súbita locura del desierto. Ella estaba a su lado cuando la borrasca los había separado. A cuatro patas, jadeante, excavó.
La libia había desaparecido. No renunció; no abandonaría aquel maldito lugar sin la mujer que le había devuelto la libertad.
Registró cada rincón, movió otros cadáveres de negros y levantó una enorme palmera. Pantera parecía una muchacha dormida, soñando con un apuesto cortejador.
No había en su cuerpo desnudo rastro de herida, aunque luciera un soberbio chichón en la nuca. Suti le dio un masaje en los globos oculares haciéndola volver suavemente en sí.
—¿Estás… vivo?
—Tranquilízate, sólo estás aturdida.
—¡Mis brazos, mis piernas!
—Doloridos, pero intactos.
Infantil, la muchacha lo abrazó.
—¡Pronto, salgamos de aquí!
—No sin agua.
Durante largas horas, Suti y Pantera trabajaron para despejar el pozo. Tuvieron que limitarse a un agua lodosa y acre, con la que llenaron dos odres. Luego, Suti fabricó un nuevo arco y unas cincuenta flechas. Tras un sueño reparador, vestidos con los harapos tomados de los cadáveres para protegerse del frescor nocturno, partieron hacia el norte, bajo el manto de la noche estrellada.
La resistencia de Pantera dejaba pasmado a Suti. Haber escapado de la nada le proporcionaba una nueva energía, el empeño de reconquistar su oro y ser una mujer acomodada, respetable y respetada, capaz de satisfacer todos sus caprichos. No creía en otro destino que el que ella misma se fabricaba, segundo a segundo, y desgarraba el tejido de su existencia a mordiscos, proclamando la desnudez de su alma con perfecto impudor. No temía nada salvo su propio miedo, al que ahogaba sin piedad.
Sólo autorizaba algún breve alto, velaba por las raciones de agua, elegía la dirección y el camino, en un caos de rocas y dunas. Suti se dejaba guiar, absorto por aquel conmocionado paisaje; actuaba en él como si fuera un hechizo y lo llenaba con su magia. Resistir habría sido inútil; viento, sol y calor creaban una patria cuyos contornos apreciaba.
Pantera permanecía siempre alerta; al aproximarse a las líneas egipcias aumentó su vigilancia. Suti se puso nervioso; ¿no estaría alejándose de la verdadera libertad, de la inmensidad donde le gustaba vivir con la nobleza del antílope?
Mientras llenaban sus odres en un manantial, señalado por un círculo de piedras, aparecieron más de cincuenta guerreros nubios, armados con palos, espadas cortas, arcos y hondas, y los rodearon. Ni Pantera ni Suti los habían oído acercarse.
La libia apretó los puños; fracasar así la trastornaba.
—Luchemos —murmuró.
—Es inútil.
—¿Qué recomiendas?
Suti volvió lentamente la cabeza: no había posibilidad de fuga. Ni siquiera habría tenido tiempo de tensar el arco.
—Los dioses prohíben el suicidio; si lo deseas, te estrangularé antes de que me destrocen el cráneo. Te violarán del modo más abominable.
—Los exterminaré.
El cerco se cerró.
Suti decidió abalanzarse contra dos colosos que avanzaban uno junto a otro; al menos, moriría combatiendo.
Un nubio de edad avanzada lo interpeló.
—¿Exterminaste tú a nuestros hermanos?
—El desierto y yo.
—Eran valientes.
—Yo también lo soy.
—¿Cómo lo hiciste?
—Mi arco me salvó.
—Mientes.
—Déjame utilizarlo.
—¿Quién eres?
—Suti.
—¿Egipcio?
—Sí.
—¿Qué buscabas en nuestro país?
—Me he fugado de la fortaleza de Tjaru.
—¿Fugado?
—Estaba prisionero.
—Sigues mintiendo.
—Me habían encadenado a una roca, en medio del Nilo, para servir de cebo a tus semejantes.
—Eres un espía.
—Me ocultaba en el oasis cuando los tuyos se lanzaron al ataque.
—Si la gran tempestad no se hubiera producido, te habrían vencido.
—Ellos han muerto, yo vivo.
—Eres orgulloso.
—Si pudiera enfrentarme con vosotros, uno a uno, te demostraría que mi orgullo está justificado.
El nubio miró a sus compatriotas.
—Tu desafío es despreciable; has matado a nuestro jefe en el oasis y me has obligado a ponerme a la cabeza de nuestro clan, a mi, un anciano.
—Permite que me bata con tu mejor guerrero y devuélveme la libertad si salgo vencedor.
—Combate contra todos.
—Eres un cobarde.
La piedra brotó de una honda e hirió a Suti en la sien; medio aturdido, se derrumbó. Los dos colosos se acercaron a Pantera; ella los desafió con la mirada y no retrocedió ni una pulgada. Le arrancaron las ropas y el harapo que ocultaba sus cabellos.
Atónitos, retrocedieron.
Con los brazos colgantes, Pantera no ocultó sus pechos ni los rubios rizos de su sexo; regia, avanzó.
Los nubios se inclinaron.
Los ritos en honor de la diosa rubia duraron toda la noche; los guerreros habían reconocido a la terrorífica criatura cuyo poder alababan los ancestros. Procedente de la lejana Libia, derramaba, al albur de sus cóleras, epidemias, cataclismos y hambruna.
Para apaciguarla, los nubios le ofrecieron alcohol de dátil, serpiente cocida a la brasa y ajo fresco, eficaz contra las picaduras de serpientes y escorpiones. Danzaron alrededor de Pantera, coronada de palmas y ungida con aceite aromático; hacia ella ascendieron plegarias que brotaban del fondo de las edades.
Olvidaron a Suti; como los demás, era el servidor de la diosa rubia. Pantera representó perfectamente su papel; concluida la fiesta, tomó el mando de la pequeña tropa, ordenó a los exploradores que rodearan la fortaleza de Tjaru y siguieran una pista hacia el norte. Con gran sorpresa por su parte, los soldados egipcios se habían encerrado detrás de los muros y hacía varios días que no patrullaban.
Hicieron un alto al pie de un espolón rocoso, al abrigo del sol y del viento; Suti se acercó a Pantera. Había bajado de su silla de manos, llevada por cuatro entusiastas mocetones.
—No me atrevo a levantar hasta ti los ojos.
—Haces bien, te destriparían.
—No soporto esta situación.
—Estamos en el buen camino.
—Pero no del modo adecuado.
—Sé paciente.
—Eso no va conmigo.
—Un poco de esclavitud lo mejorará.
—Ni lo pienses.
—Nadie puede escapar al poder de la diosa rubia.
Furibundo, Suti se entrenó con sus nuevos compañeros a tirar con honda; como se mostró bastante diestro, se ganó su estima. Algunas sesiones de lucha con las manos desnudas, de las que salió vencedor, les reafirmaron aquella opinión favorable, definitivamente asentada por una demostración de tiro con arco. Nació una amistad entre guerreros.
Tras la cena, los nubios hablaban de la diosa de oro, llegada para enseñarles música, danza y los juegos del amor. Mientras los narradores adornaban el mito, dos hombres, separados del grupo, encendieron un fuego para calentar un bote que contenía cola fabricada con grasa de antílope. Cuando la temperatura fue suficiente, la sustancia se hizo líquida; el primero mojó en ella un pincel, el segundo le presentó una placa de cinturón hecha con madera de ébano. Meticuloso, su compañero extendió la cola. Suti bostezó; cuando iba a alejarse, una luz brilló en las tinieblas. Intrigado, se dirigió hacia los dos hombres; el que manejaba el pincel, muy concentrado, ponía en la hebilla una hoja metálica.
El egipcio se inclinó; sus ojos no le habían engañado. Se trataba de una hoja de oro.
—¿De dónde lo has sacado?
—Es un regalo de nuestro jefe.
—¿Y quién se lo había dado a él?
—Cuando regresaba de la ciudad perdida, traía joyas y placas como ésta.
—¿Conoces su emplazamiento?
—Yo no; el viejo guerrero, sí.
Suti lo despertó y le hizo dibujar un plano en la arena; luego reunió a la pequeña banda alrededor de la hoguera.
—¡Escuchadme todos! Fui teniente de carros en el ejército. Sé manejar el gran arco, he matado a decenas de beduinos e hice justicia suprimiendo a un general felón. Mi país no me lo agradeció; hoy quiero hacerme rico y poderoso. Este clan necesita un jefe, un hombre aguerrido y conquistador. Yo lo soy; si me seguís, el destino os será favorable.
El inflamado rostro de Suti, sus largos cabellos, su fortaleza y su prestancia impresionaron a los nubios; pero intervino el anciano guerrero.
—Mataste a nuestro jefe.
—Fui más fuerte que él; la ley del desierto no perdona a los débiles.
—Nosotros debemos designar a nuestro próximo señor.
—Os llevaré a la ciudad perdida y exterminaremos a quienes se nos opongan. No tienes derecho a mantener para ti el secreto; mañana, nuestro clan será el más respetado del mundo.
—Nuestro jefe iba solo a la ciudad.
—Nosotros iremos juntos y tendréis oro.
Partidarios y adversarios de Suti comenzaron a discutir; la influencia del anciano era tal que la derrota del egipcio parecía indiscutible. De modo que tomó a Pantera y con un gesto brutal le arrancó las ropas. Las llamas iluminaron su rubia desnudez.
—¡Ved, ella no se rebela contra mí! Sólo yo puedo ser su amante. Si no me aceptáis como jefe, provocará una nueva tempestad de arena y moriréis todos.
La libia tenía en sus manos la suerte de Suti; si lo rechazaba, los nubios sabrían que fanfarroneaba y lo destrozarían. Elevada al rango de diosa, ¿no se habría embriagado de vanidad?
La muchacha se soltó; los guerreros negros apuntaron con sus flechas y sus puñales hacia Suti.
Se había equivocado poniendo su confianza en una libia. Al menos, sucumbiría admirando un sublime cuerpo de mujer.
Con una agilidad felina, ella se tendió junto al fuego y le abrió los brazos.
—Ven —dijo sonriente.