CAPÍTULO 13

Kem paseaba por los muelles del puerto de Menfis presenciando la descarga de mercancías y el embarque de géneros hacia el Alto Egipto, el delta o países extranjeros. Las entregas de sal se habían reanudado, la naciente cólera de la población se apaciguaba. Sin embargo, el nubio seguía inquieto; persistían extraños rumores sobre la declinante salud de Ramsés y la decadencia del país.

El jefe de policía estaba furioso contra sí mismo; ¿por qué no lograba identificar al hombre que intentaba matar a Pazair?

Ciertamente, ya no podría penetrar en la propiedad del visir, gracias al imponente dispositivo policial que actuaba día y noche; pero Kem no disponía de la menor pista. Ninguno de sus informadores le había proporcionado un indicio serio. El criminal trabajaba solo, sin ayuda, sin confiar en nadie; hasta el momento, aquella estrategia actuaba en su favor. ¿Cuándo iba a cometer un error, cuándo dejaría algún rastro significativo?

El babuino policía, a diferencia de su colega, no cambiaba de humor. Tranquilo, con la mirada al acecho, el simio no perdía ni un solo detalle de las escenas que se desarrollaban a su alrededor. Matón se inmovilizó ante la Casa del pino, la administración encargada del transporte de la madera. Sensible a las más ínfimas reacciones del mono, Kem no tiró de él. Los enrojecidos ojos de Matón se habían clavado en un hombre impaciente que subía a bordo de un enorme barco de transporte cuyo cargamento estaba protegido por grandes telas. Alto, muy nervioso, vestido con un manto de lana roja, arengaba a los marinos y les ordenaba que se apresuraran; ¿por qué estaría incitando a los cargadores en vez de celebrar los ritos de partida? Kem entró en el edificio central de la Casa del pino, donde unos escribas detallaban los cargamentos y registraban los movimientos de los barcos en unas tablillas de madera. El jefe de policía se dirigió a uno de sus amigos, un vividor originario del delta.

—¿Adónde va ese barco?

—Al Líbano.

—¿Qué transporta?

—Jarras para agua y odres.

—¿Es el capitán, ese que tiene tanta prisa?

—¿De quién estás hablando, Kem?

—Del hombre que viste un manto de lana rojo.

—Es el armador.

—¿Y siempre está tan tenso?

—Por lo general es un personaje más bien discreto; tu mono ha debido de asustarlo.

—¿De quién depende?

—De la Doble Casa blanca.

Kem salió de la Casa del pino; el babuino se había instalado al pie de la pasarela, impidiendo que el armador abandonara el navío. Intentó escapar saltando al muelle, a riesgo de romperse el cuello; pero el mono lo alcanzó y lo derribó en cubierta.

—¿Por qué tienes tanto miedo? —preguntó Kem.

—¡Va a estrangularme!

—Si contestas, no lo hará.

—El barco no me pertenece. Dejadme marchar.

—Eres responsable de la mercancía; ¿por qué estás cargando jarras y odres en el sector de la Casa del pino?

—Los demás muelles están llenos.

—No es cierto.

El babuino retorció la oreja al armador.

Matón detesta a los mentirosos.

—Las lonas… ¡Levantad las lonas!

Mientras el babuino vigilaba al sospechoso, Kem siguió el consejo. Fue un hallazgo en verdad sorprendente. Troncos de pinos y cedros, tablas de acacia y sicómoro.

Kem se sintió muy contento; esta vez, Bel-Tran había dado un paso en falso.

Neferet descansaba en la terraza de la mansión; se recuperaba poco a poco de la terrible impresión que había sufrido y seguía teniendo pesadillas. Había comprobado el contenido de las pociones que se conservaban en su laboratorio particular, temiendo que el asesino hubiera vertido veneno en otras redomas; pero se había limitado al remedio destinado a Pazair.

El visir, cuidadosamente afeitado por un excelente barbero, besó con ternura a su esposa.

—¿Cómo estás esta mañana?

—Mucho mejor; vuelvo al hospital.

—Kem acaba de enviarme un mensaje; afirma tener una buena noticia.

Ella se lanzó a su cuello.

—Te lo ruego, acepta que te protejan durante tus desplazamientos.

—Tranquilízate; Kem me ha enviado su babuino.

El jefe de policía había perdido su legendaria calma; se palpaba la nariz de madera con insólito nerviosismo.

—Ya tenemos a Bel-Tran —anunció—; me he tomado la libertad de convocarlo inmediatamente. Cinco policías lo llevan a vuestro despacho.

—¿Es sólido el expediente?

—He aquí mis observaciones.

Pazair conocía perfectamente la legislación que regulaba el comercio de la madera. De hecho, Bel-Tran había cometido una grave falta que se castigaba con severas sanciones. Sin embargo, su aire irónico no revelaba ninguna inquietud.

—¿Por qué ese despliegue de fuerza? —se extrañó—. Que yo sepa, no soy un bandido.

—Sentaos —propuso Pazair.

—No tengo ganas; mi trabajo me espera.

—Kem acaba de requisar un barco de carga con destino al Líbano fletado por un armador que depende de la Doble Casa blanca, de vos, por lo tanto.

—No es el único.

—Según la costumbre, los cargamentos destinados al Líbano contienen jarros de alabastro, vajillas, piezas de lino, pieles de buey, rollos de papiro, cables, lentejas y pescado seco, a cambio de la madera que nos hace falta y que ese país nos envía.

—No me decís nada nuevo.

—¡Pues ese barco habría transportado troncos de cedro y pino, e incluso tablas hechas con nuestras acacias y sicómoros, cuya exportación está prohibida! Dicho de otro modo, estabais expidiendo de nuevo el material que ya habíamos pagado y nos hubiera faltado madera para nuestros navíos, para los mástiles erigidos ante las puertas de nuestros templos y para nuestros sarcófagos.

Bel-Tran no perdió la sangre fría.

—No domináis el asunto. Las tablas fueron encargadas por el príncipe de Biblos para los ataúdes de sus cortesanos; aprecia mucho la calidad de nuestras acacias y nuestros sicómoros. ¿Acaso un material egipcio no es prenda de eternidad? Negárselo hubiera sido una grave injuria y un error político, de nefastas consecuencias para nuestra economía.

—¿Y los troncos de cedro y pino?

—El joven visir no está informado de las sutilezas técnicas que rigen nuestros intercambios. El Líbano se compromete a proporcionarnos maderas resistentes a los hongos y los insectos; éstas no lo eran. Por eso he ordenado que se devolviera el cargamento. Los expertos han confirmado los hechos. Los documentos están a vuestra disposición.

—Expertos de la Doble Casa blanca, supongo.

—La opinión general es que son los mejores. ¿Puedo marcharme?

—No me engañáis, Bel-Tran; habéis organizado un tráfico con el Líbano para enriqueceros y beneficiaros con el apoyo de una de nuestras relaciones comerciales más importantes. Voy a poner fin a este asunto; en adelante, la importación de madera dependerá sólo de mí.

—Como queráis; si seguís así pronto os aplastará el peso de tantas responsabilidades. Pedidme una silla de manos, os lo ruego; tengo prisa.

Kem estaba aterrado.

—Perdonadme; os he puesto en ridículo.

—Gracias a vos hemos suprimido uno de sus poderes —estimó Pazair.

—Ese monstruo tiene tantas cabezas… ¿Cuántas tendremos que cortar antes de debilitarlo?

—Las que sean necesarias. Redactaré un decreto ordenando a los jefes de provincia que planten decenas de árboles para que sea posible descansar a su sombra. Además, no se cortará ningún árbol sin mi autorización.

—¿Qué pretendéis?

—Devolver la confianza a los egipcios abrumados por los rumores. Demostrarles que el porvenir es risueño como el follaje.

—¿Y vos lo creéis?

—¿Lo dudáis?

—No sabéis mentir, visir de Egipto. Bel-Tran aspira al trono, ¿no es cierto?

Pazair se mantuvo silencioso.

—Comprendo que mantengáis la boca sellada; pero no me impediréis escuchar mi intuición. Estáis librando un combate a vida o muerte y no tenéis posibilidad alguna de vencer. El asunto está podrido desde el comienzo, y tenemos las manos atadas. Ignoro por qué, pero permaneceré a vuestro lado.

Bel-Tran se felicitó por su prudencia; afortunadamente se rodeaba de eficaces precauciones y sobornaba a bastantes funcionarios para permanecer fuera de alcance, fuera cual fuese la naturaleza del ataque y su origen. El visir había fracasado y volvería a fracasar. Aunque averiguara ciertas estrategias, Pazair obtendría sólo irrisorias victorias.

Bel-Tran era seguido por tres servidores que llevaban los regalos destinados a Silkis: un costoso ungüento para engrasar y perfumar los cabellos de sus pelucas; un cosmético compuesto de polvo de alabastro, miel y natrón rojo, que suavizaría su piel; una buena cantidad de comino de primera calidad, remedio contra las indigestiones y los cólicos.

La camarera de Silkis parecía despechada. A Bel-Tran debería haberle recibido su esposa, y darle un masaje en los pies.

—¿Dónde está?

—Vuestra esposa está acostada.

—¿Qué le pasa ahora?

—Los intestinos.

—¿Qué le habéis dado?

—Lo que me ha pedido: una pequeña pirámide rellena con dátiles y una infusión de cilantro. La medicación no le hace efecto.

La habitación había sido aireada y fumigada; Silkis, muy pálida, se retorcía de dolor. Cuando vio a su marido hizo algunos melindres.

—¿Qué excesos has cometido ahora?

—Ninguno, una simple golosina… Mis males se agravan, querido.

—Mañana por la noche tendrás que estar de pie, y radiante; he invitado a varios jefes de provincia y tendrás que hacer los honores.

—Neferet sabría cuidarme.

—Olvida a esa mujer.

—Me prometiste que…

—No te prometí nada. Pazair no se doblega; prosigue empecinadamente el combate, el muy fantoche. Implorar a su esposa sería una debilidad por nuestra parte, una debilidad inaceptable.

—¿Ni siquiera para salvarme?

—No estás tan enferma. Se trata de una simple indisposición. Llamaré ahora mismo a varios médicos; piensa sólo en estar bien mañana por la noche y en seducir a unos hombres importantes.

Neferet conversaba con un anciano de piel curtida y arrugada; voluble, le mostraba un recipiente de terracota hacia el que la muchacha se inclinaba con interés.

Al acercarse, Pazair reconoció al apicultor, que había sido injustamente condenado al penal de donde él lo había sacado.

El anciano se levantó y saludó.

—¡Visir de Egipto! ¡Qué alegría veros…! Entrar en vuestra casa no ha sido tarea fácil. Me han hecho mil preguntas, han comprobado mi identidad e, incluso, registrado mis recipientes de miel.

—¿Cómo están las abejas del desierto?

—Estupendamente; por eso estoy aquí. Probad este celestial alimento. Los dioses, a quienes el mal comportamiento de los humanos amargaba a menudo, recuperaban la alegría comiendo miel, según afirmaban las leyendas. Cuando habían caído a la tierra, las lágrimas de Ra se habían transformado en abejas, alquimistas encargadas de convertir la vegetación en oro comestible.

El sabor sorprendió a Pazair.

—Nunca vi una cosecha semejante —indicó el apicultor—. En cantidad y en calidad.

—Todos los hospitales recibirán su provisión —intervino Neferet—, y conseguiremos abundantes reservas.

Excipiente suavizante, la miel era utilizada en terapéutica del ojo, para cuidar los vasos y pulmones, servía en ginecología y entraba en la composición de numerosos remedios. Los enfermeros la utilizaban en la mayor parte de los apósitos.

—Espero que la médico en jefe del reino no quede cruelmente decepcionada —añadió el anciano.

—¿Qué temes? —preguntó Pazair.

—Las noticias circulan de prisa; desde que se conoce la abundancia de la cosecha, la porción del desierto donde trabajo con mis ayudantes ya no está tan tranquila como antaño. Nos observan mientras tomamos los fragmentos de panal e introducimos la miel en jarras selladas con cera. Cuando nuestra tarea haya terminado, temo que nos ataquen y desvalijen.

—¿No os vigila la policía?

—Efectivos insuficientes; mi cosecha supone una verdadera fortuna y serían incapaces de defenderla.

Sin duda, Bel-Tran debía de estar informado; privar a los hospitales de aquella sustancia provocaría una grave crisis.

—Avisaré a Kem; el transporte se realizará con absoluta seguridad.

—¿Sabes qué día es hoy? —interrogó Neferet.

Pazair se mantuvo silencioso.

—La antevíspera de la fiesta del jardín.

El rostro del visir se iluminó.

—La diosa Hator habla por tu voz; vamos a distribuir felicidad.

La mañana de la fiesta del jardín, las prometidas y las recién casadas plantaron un sicómoro en los jardines. En las plazas de las ciudades y los pueblos, a orillas del río, se regalaban pasteles y ramilletes de flores, y se bebía cerveza. Tras haberse frotado con ungüento, las hermosas bailaron al son de las flautas, las arpas y los tamboriles. Muchachos y muchachas hablaron de amor, los ancianos cerraron los ojos.

Cuando los escribas entregaron a los alcaldes las jarras de miel, los nombres del visir y del faraón fueron aclamados. ¿No era la abeja uno de los símbolos del rey de Egipto? De excesivo precio para la mayoría de las familias, el oro comestible era un sueño casi inaccesible. Un sueño que podrían saborear durante aquel día de fiesta, celebrado bajo la protección de Ramsés el Grande.

Desde su terraza, Neferet y Pazair oían encantados los ecos de los cantos y las danzas. Las bandas armadas que se disponían a atacar los convoyes de miel habían sido detenidas por la policía. El viejo apicultor banqueteaba con sus amigos, afirmando que el país estaba bien gobernado y que la miel de la fiesta disiparía la desgracia.