Pantera estaba asando una liebre, Suti terminaba de fabricar un improvisado arco de madera de acacia. Se parecía a su arma preferida, capaz de lanzar flechas a sesenta metros en tiro directo y a más de ciento cincuenta metros en tiro parabólico. Ya en su adolescencia, Suti había dado pruebas de un don excepcional para alcanzar blancos lejanos y minúsculos.
Rey de su modesto oasis, rico en agua pura, suculentos dátiles y caza que acudía a beber, se sentía feliz. A Suti le gustaba el desierto, su poderío, su fuego devorador que arrastraba el pensamiento hacia el infinito. Durante largas horas, contemplaba los amaneceres y las puestas de sol, los imperceptibles movimientos de las dunas, la danza de la arena acompasada por el viento. Zambulléndose en el silencio, comulgaba con la ardiente inmensidad donde el sol reinaba como único señor. Suti tenía la sensación de alcanzar el absoluto, más allá de los dioses; ¿era necesario abandonar aquel desconocido pedazo de tierra olvidado por los hombres?
—¿Cuándo nos iremos? —preguntó Pantera acurrucándose contra él.
—Tal vez nunca.
—¿Piensas instalarte aquí?
—¿Por qué no?
—¡Es el infierno, Suti!
—¿Qué nos falta?
—¿Y nuestro oro?
—¿No eres feliz?
—Esta felicidad no me basta; quiero ser rica y mandar un ejército de servidores en una inmensa propiedad. Me servirás vino de calidad, me ungirás las piernas con aceite perfumado y te cantaré canciones de amor.
—¿Hay propiedad más grande que el desierto?
—¿Dónde están los jardineros, los lagos de recreo, las orquestas, las salas de banquete, los…?
—Cosas que no necesitamos en absoluto.
—¡Dilo por ti! Vivir como una mendiga me repugna; ¡no te arranqué de tu prisión para pudrirme en ésta!
—Nunca fuimos más libres. Mira a tu alrededor: ningún intruso, ningún parásito, el mundo en su belleza y su verdad. ¿Por qué alejarse de semejante esplendor?
—Tu detención te ha debilitado mucho.
—No desdeñes mis palabras; me he enamorado del desierto.
—¿Y yo ya no cuento?
—Tú eres una libia en fuga, la enemiga hereditaria de Egipto.
—¡Monstruo, tirano!
Lo molió a puñetazos; Suti la agarró por los antebrazos y la tumbó de espaldas. Pantera se debatía, pero él fue más fuerte.
—O aceptas ser mi esclava de las arenas, o te repudio.
—No tienes ningún derecho sobre mí; antes morir que obedecerte.
Vivían desnudos, protegiéndose del sol en las horas más cálidas y disfrutando de la sombra de las palmeras y el follaje; cuando el deseo se apoderaba de ellos, sus cuerpos se unían con una pasión que se renovaba sin cesar.
—¡Estás pensando en aquella zorra, en tu esposa legítima, en Tapeni!
—A veces sí, lo reconozco.
—Me eres infiel con el pensamiento.
—Desengáñate; si tuviera a la señora Tapeni al alcance de la mano, la ofrecería a los demonios del desierto.
Pantera, súbitamente inquieta, frunció el entrecejo.
—¿Los has visto?
—Por la noche, mientras duermes, observo la cima de la gran duna. Aparecen por allí. Uno tiene cuerpo de león y cabeza de serpiente, otro cuerpo de león alado y cabeza de halcón, el tercero un hocico puntiagudo, con grandes orejas y cola bífida[6]. Ninguna flecha puede alcanzarlos, ningún lazo capturarlos, ningún perro perseguirlos.
—Te burlas de mí.
—Estos demonios nos protegen; tú y yo somos de su raza, indomables y feroces.
—Has soñado, esas criaturas no existen.
—Pues tú sí que existes.
—Libérame; eres demasiado pesado.
—¿Estás segura?
Él la acarició.
—¡No! —aulló la muchacha echándolo hacia un lado.
El filo del hacha se hundió en el suelo, a pocos centímetros del lugar donde estaban segundos antes, rozando la sien de Suti.
Con el rabillo del ojo descubrió al agresor, un nubio de gran tamaño que recuperaba el mango de su arma y, de un salto, se colocaba frente a su presa.
Sus miradas se cruzaron, preñadas de la muerte del otro; las palabras estaban de más.
El nubio hizo molinetes con el hacha; sonreía, seguro de su fuerza y de su habilidad, obligando a retroceder a su adversario.
La espalda de Suti chocó con el tronco de una acacia. El nubio levantó su arma en el momento en que Pantera lo agarraba por el cuello; subestimando la fuerza de la muchacha, intentó apartarla con un codazo en el pecho. Indiferente al sufrimiento, ella le reventó un ojo. Aullando de dolor intentó golpearla con el hacha, pero Pantera había soltado la presa y rodaba por el suelo.
Con la cabeza por delante, Suti golpeó el vientre del negro y lo derribó. Pantera lo estranguló con un palo.
El nubio agitó los brazos, pero no consiguió liberarse. Suti permitió que su amante concluyera sola la victoria. Su enemigo murió asfixiado, con la laringe aplastada.
—¿Iba solo? —preguntó angustiada.
—Los nubios cazan en grupo.
—Me temo que tu querido oasis se convertirá en un campo de batalla.
—Eres realmente un demonio; tú has quebrado mi paz atrayéndolos aquí.
—¿No tendríamos que largarnos en seguida?
—¿Y si estuviera solo?
—Acabas de decir lo contrario. No te hagas ilusiones y marchémonos.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el norte.
—Los soldados egipcios nos detendrán; deben de estar desplegados por toda la región.
—Si me sigues, escaparemos y recuperaremos nuestro oro.
Pantera manifestó su entusiasmo abrazando a su amante.
—Te habrán olvidado, te creen perdido, tal vez muerto; atravesaremos sus líneas, evitaremos las fortalezas y seremos ricos.
El peligro había excitado a la libia; sólo los brazos de Suti la calmarían. El joven habría respondido de buena gana a sus deseos si su mirada no hubiera percibido un movimiento insólito en la cima de la gran duna.
—Ahí llegan los demás —murmuró.
—¿Cuántos?
—No lo sé; avanzan arrastrándose.
—Pasaremos por el camino del antílope.
Pantera se desengañó al advertir la presencia de varios nubios agazapados detrás de las rocas redondeadas en su parte superior.
—Hacia el sur, entonces.
También aquella dirección les estaba prohibida; el enemigo rodeaba el oasis.
—He fabricado veinte flechas —recordó Suti—; no bastarán.
El rostro de Pantera se ensombreció.
—No quiero morir.
Él la estrechó en sus brazos.
—Derribaré los que pueda apostándome en la copa del árbol más alto. Permitiré que uno de ellos entre en el oasis; tú lo eliminarás con el hacha, tomarás su carcaj y me lo traerás.
—No tenemos ninguna posibilidad de lograrlo.
—Confío en ti.
Suti los vio desde su promontorio. Eran alrededor de cincuenta hombres, unos armados de bastones, otros con arcos y flechas. Escapar de ellos sería imposible. Lucharía hasta el fin y mataría a Pantera antes de que fuera violada y torturada. Su última flecha sería para ella.
Lejos, por detrás de los nubios, en la cresta de una duna, el antílope que los había conducido luchaba contra un viento cada vez más violento; lenguas de arena se desprendían del montículo y volaban hacia el cielo. De pronto, el antílope desapareció.
Tres guerreros negros corrieron aullando. Suti tensó su arco, apuntó por instinto y disparó tres veces. Los hombres cayeron, con el rostro en el suelo y el pecho atravesado.
Les sucedieron otros tres. El joven hirió a dos; el tercero, loco de rabia, entró en el oasis. Disparó una flecha hacia la copa del árbol, fallando por poco; Pantera se arrojó sobre él, ambos cuerpos entremezclados salieron del campo de visión de Suti. No se oyó ni un solo grito.
El tronco se movió; alguien trepaba. Suti blandió su arco.
Del follaje de la acacia emergió una mano que sujetaba un carcaj lleno de flechas.
—¡Lo tengo! —gritó Pantera, temblorosa.
Suti la izó a su lado.
—¿No estás herida?
—He sido más rápida que él.
No tuvieron tiempo para congratularse; lanzaban ya otro asalto. Pese a lo rudimentario de su arco, Suti no careció de precisión. Sin embargo tuvo que disparar dos veces para alcanzar a un arquero que les apuntaba.
—El viento —explicó.
Las ramas comenzaban a moverse por efecto de la reciente tempestad; el cielo se volvió cobrizo, el aire se llenó de polvo. Un ibis, atrapado por la tormenta, fue arrojado al suelo.
—Bajemos —exigió Suti. Los árboles gemían emitiendo siniestros rugidos; las palmas arrancadas fueron aspiradas por un torbellino amarillo.
Cuando Suti llegó al suelo, un nubio, con el hacha levantada, se abalanzó contra él.
El soplo del desierto era tan fuerte que frenó el gesto del negro; sin embargo, el filo abrió el hombro izquierdo del egipcio que, con ambos puños unidos, rompió la nariz de su enemigo.
La borrasca los separó, el nubio desapareció.
La mano de Suti tomó la de Pantera; si lograban escapar de los nubios, la terrorífica cólera del desierto no los respetaría.
La arena, en oleadas de inaudita violencia, abrasó sus ojos y los inmovilizó. Pantera soltó el hacha, Suti el arco; se agacharon al pie de una palmera cuyo tronco apenas veían. Ni ellos ni sus agresores eran capaces ya de moverse.
El viento aullaba, el suelo parecía huir bajo sus pies, el cielo había desaparecido. Pegados el uno al otro, cubiertos por un sudario de granos tornasolados que les azotaba la piel, el egipcio y la libia se sintieron perdidos en medio de un océano desencadenado.
Al cerrar los párpados, Suti pensó en Pazair, su hermano en espíritu. ¿Por qué no había acudido en su ayuda?