La inquietud reinaba en la calleja de Menfis donde vivía el viejo visir Bagey, predecesor de Pazair. Tenía fama de hombre intransigente y austero, inaccesible al halago. Antiguo geómetra, no soportaba la inexactitud; frío, rígido, había reinado sobre sus subordinados con un carácter inflexible. Debilitado por la tarea, había rogado a Ramsés que lo liberara de sus funciones para disfrutar de un apacible retiro en su pequeña casa de la ciudad.
El faraón, atento a la carrera de Pazair y a sus enfrentamientos con algunas autoridades, había apostado por la autenticidad y el deseo de verdad del joven juez para desarticular la conjura de la que Egipto sería víctima; Bagey, que no creía tener ya fuerzas para luchar, había aprobado su elección. Puesto que Pazair se había mostrado íntegro al proseguir su investigación y cumplir sin debilidades sus funciones de magistrado, merecía su apoyo.
La esposa de Bagey, una morena de desagradable físico, había avisado a la vecindad en cuanto el malestar de su marido se había agravado. Por lo general, se levantaba pronto, paseaba por la gran ciudad y regresaba poco antes del almuerzo. Aquella mañana se había quejado de un terrible dolor en los riñones. Pese a la insistencia de su mujer, Bagey rechazaba la intervención de un médico, convencido de que el dolor desaparecería. Gracias a su persistencia, había atendido a razones. Reunidos, los habitantes de la calleja preconizaban mil y un remedios, acusando a otros tantos demonios de haber provocado la enfermedad del antiguo visir. Cuando apareció Neferet, la médico en jefe del reino, se estableció el silencio. De sublime belleza, con su largo vestido de lino, sólo la acompañaba Viento del Norte, encargado de llevar su estuche médico; el asno caminaba en línea recta, hendiendo la muchedumbre en dirección a la casa de Bagey. Se detuvo ante la puerta adecuada, mientras algunas madres de familia felicitaban a Neferet, cuya popularidad no dejaba de aumentar. La joven, impaciente, sólo respondió con una sonrisa.
La esposa de Bagey pareció decepcionada. Había esperado un médico, no aquella criatura demasiado seductora.
—No deberíais haberos molestado.
—Vuestro esposo ayudó al mío en un período difícil; le estoy agradecida.
Neferet entró en la pequeña casa blanca de dos pisos; atravesó un apagado vestíbulo, sin decoración alguna, y, conducida por la matrona, subió por la estrecha escalera que llevaba al piso. Bagey descansaba en una habitación mal aireada que no había sido pintada desde hacía mucho tiempo.
—¡Vos! —exclamó al descubrir a Neferet—. Vuestro tiempo es en exceso precioso para…
—¿No os curé antaño?
—Incluso me salvasteis la vida. Sin vuestra intervención, mi vena porta me habría matado.
—¿Ya no confiáis en mí?
—Claro que sí.
Bagey se incorporó, se apoyó en la pared y miró a su esposa.
—Déjanos.
—¿No necesitas nada?
—La doctora va a examinarme.
La matrona se retiró con paso pesado y hostil.
Neferet tomó el pulso de su paciente en distintos lugares y consultó el reloj portátil que llevaba en la muñeca para calcular el tiempo de reacción de los órganos y su propio ritmo. Escuchó el viejo corazón, comprobó la buena circulación de las corrientes cálidas y frías. Bagey permanecía sereno, casi indiferente.
—Vuestro diagnóstico.
—Un momento.
Neferet utilizó un cordel delgado y fuerte, en cuyo extremo oscilaba un fragmento de granito, y pasó su péndulo por encima de las distintas partes del cuerpo del enfermo. Por dos veces, el granito describió amplios círculos.
—Sed sincera —exigió el antiguo visir.
—Se trata de una enfermedad que conozco y que trataré. ¿Seguís teniendo los pies hinchados?
—Con bastante frecuencia; los sumerjo en agua tibia y salada.
—¿Sentís alivio?
—Últimamente no demasiado.
—Vuestro hígado está de nuevo saturado; la sangre es espesa. Cocina demasiado grasa, ¿no es cierto?
—Mi mujer tiene sus costumbres, y es demasiado tarde para cambiarlas.
—Bebed más achicoria y una poción compuesta por brionia, zumo de higos, zumo de uva, frutos de persea y sicómoro. Hay que aumentar el volumen de vuestros orines.
—Había olvidado este remedio. Existe otro mal, estoy seguro.
—Intentad levantaros.
Bagey lo logró; Neferet le acercó una silla de madera formada por unos soportes transversales y un armazón cóncavo en el que estaba colocada una manta hecha de cuerdas trenzadas en espiga. El antiguo visir se sentó con rigidez, el asiento gimió bajo su peso. Neferet utilizó de nuevo el péndulo.
—Sufrís un principio de degeneración de los riñones; tendréis que absorber cuatro veces al día una mezcla de agua, levadura de cerveza y jugo de dátiles frescos; conservadla en una jarra ordinaria de terracota, cerrada con un tapón de barro seco cubierto con una tela. El remedio es sencillo pero eficaz; si no actúa rápidamente y tenéis dificultades para orinar, avisadme inmediatamente.
—Os deberé este nuevo restablecimiento.
—No será así si me ocultáis algo.
—¿Por qué sospecháis?
—Siento una profunda angustia cuya causa debo identificar.
—Sois una médica extraordinaria, Neferet.
—¿Aceptáis aclarármelo?
Bagey vaciló.
—Sabéis que tengo dos hijos. Mi hijo me da preocupaciones, pero al parecer aprecia su trabajo de verificador de ladrillos. Mi hija…
El antiguo visir bajó la mirada.
—Mi hija sólo realizó una corta estancia en el templo; los rituales la aburrieron. Se hizo contable en una granja cuyo propietario parece satisfecho con sus servicios.
—¿La juzgáis con severidad?
—Por el contrario, la felicidad de mis hijos es lo primero. ¿Por qué no respetar su elección? Desea fundar una familia y la aliento a ello.
—¿Y qué es lo que os contraria de ese modo?
—¡Es estúpido, deplorable! Mal aconsejada, mi hija intenta un proceso para obtener su herencia antes de hora. ¿Qué puedo darle aparte de esta casa?
—No tengo remedio alguno para este mal, pero conozco a alguien de indudable competencia.
Bravo pidió un pastel, Pazair cedió. Bagey, sentado en una confortable silla, procuraba permanecer a la sombra de una sombrilla. El antiguo visir temía los rayos del sol.
—Vuestro jardín es demasiado extenso; ¡cuántas preocupaciones, aunque tengáis buenos jardineros! Prefiero una casa pequeña en la ciudad.
—Al perro y al asno les gusta tener suficiente espacio.
—¿Qué tal se desarrollan vuestras primeras jornadas de visir?
—La tarea me parece dura.
—El rito de entronización os puso en guardia: un trabajo más amargo que la hiel. Sois joven, no queméis etapas; tenéis tiempo de aprender.
A Pazair le hubiera gustado confiarle que se equivocaba gravemente.
—Cuanto menos domine la situación, más comprometido estará el equilibrio de Egipto.
—¿No estáis cayendo en el pesimismo?
—Más de la mitad de nuestras reservas de metales preciosos ha sido dilapidada —reveló Pazair.
—Más de la mitad… ¡Imposible! Mis últimos controles no lo revelaron.
—Bel-Tran utilizó todos los recursos administrativos, con perfecta legalidad, y transfirió buena parte del Tesoro al extranjero.
—¿Con qué justificación?
—Asegurar la paz con nuestros vecinos y nuestros vasallos.
—El argumento no carece de habilidad; debería haber desconfiado más de ese advenedizo.
—Engañó a toda la jerarquía: voluntad de éxito, trabajo encarnizado, grandes deseos de servir al país… ¿Quién no habría creído en su sinceridad?
—Dura lección.
Bagey estaba abatido.
—Ahora somos conscientes del peligro.
—Tenéis razón —reconoció el antiguo visir—; naturalmente, nadie reemplazará al sabio Branir, vuestro maestro asesinado, pero tal vez yo pueda ayudaros.
—Mi vanidad me hizo suponer que tomaría más rápidamente la medida a mi función; pero Bel-Tran me ha cerrado muchas puertas. Temo que mi poder sea sólo aparente.
—Si vuestros subordinados están convencidos de ello, vuestra posición pronto se hará inestable. Sois el visir, debéis dirigir.
—Los esbirros de Bel-Tran bloquearán mis decisiones.
—Superad el obstáculo.
—¿Cómo?
—En cada servicio oficial existe un hombre importante y experimentado; y no es forzosamente el de más rango. Descubridlo, apoyaos en él; comprenderéis la sutileza de los distintos engranajes de la administración.
El antiguo visir dio nombres y precisiones.
—Sed muy escrupuloso cuando deis testimonio de vuestra acción ante el faraón; Ramsés el Grande tiene una aguda inteligencia. Quien intente engañarlo, fracasará.
—Me gustaría consultaros en caso de dificultad.
—Siempre seréis bienvenido, aunque mi hospitalidad no es tan suntuosa como la vuestra.
—Cuenta más el corazón que la apariencia; ¿ha mejorado vuestra salud?
—Vuestra esposa es una médica excelente, pero a veces soy un paciente indisciplinado.
—Cuidaos.
—Estoy un poco cansado; ¿permitís que me retire?
—Antes de hacer que os acompañen, debo confesaros que he visto a vuestra hija.
—De modo que sabéis…
—Neferet me pidió que interviniera; nada me lo impedía.
Bagey pareció contrariado.
—No se trata de un privilegio —insistió Pazair—; un antiguo visir merece consideración. Me correspondía resolver el conflicto.
—¿Cómo ha reaccionado mi hija?
—El proceso no se celebrará. Conservaréis vuestra casa y ella construirá la suya gracias a un préstamo que yo he garantizado. Satisfecho su más caro deseo, la armonía reinará de nuevo en vuestra familia. Pronto vais a ser… abuelo.
La severidad de Bagey desapareció; no pudo ocultar su emoción.
—Me ofrecéis muchas alegrías al mismo tiempo, visir Pazair.
—Es muy poco si se compara con vuestra ayuda.