Encadenado a una roca en medio del Nilo, Suti miraba fijamente los matorrales de la orilla donde se ocultaba el nubio que lo observaba. Prudente, éste permanecía inmóvil, temiendo una trampa; Suti parecía un cebo demasiado bueno.
El nubio se movió de nuevo; había decidido actuar. Excelente nadador, como todos los de su raza, se desplazaría bajo el agua y sorprendería a su presa.
Con la rabia de la desesperación, Suti tiró de la cadena; rechinó, gimió, pero no se rompió. Iba a morir allí, estúpidamente, sin poder defenderse. Girando sobre sí mismo, intentó percibir el lugar de donde procedería el ataque; la noche era oscura, el agua del río, impenetrable.
La esbelta forma apareció muy cerca. Se lanzó, con la cabeza por delante, tensando al máximo la cadena. El otro lo evitó, resbaló sobre la roca mojada, cayó al agua y apareció de nuevo.
—¡Quédate tranquilo, imbécil!
Aquella voz… ¡La habría reconocido hasta en el reino subterráneo!
—¿Eres tú… Pantera?
—¿Quién más podría socorrerte?
Desnuda, con los rubios cabellos chorreando sobre sus hombros, avanzó hacia él, bañada por la luz de la luna. Su belleza y su sensualidad lo deslumbraron.
Se pegó a él, lo rodeó con sus brazos y posó los labios en los suyos.
—Te he echado mucho de menos, Suti.
—Estoy encadenado.
—Al menos no me habrás engañado.
Pantera se inflamó, Suti no resistió el inesperado asalto. Bajo el cielo de Nubia, acunados por el canto de un salvaje Nilo, se entregaron con ardor el uno al otro.
Cuando la pasión se apaciguó, la muchacha, colmada, se tendió a su lado. Él acarició sus rubios cabellos.
—Afortunadamente, tu vigor no ha menguado. De lo contrario, te habría abandonado.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En barco, carro, pistas, asno… Estaba segura de que lo lograría.
—¿Problemas?
—Algunos violadores y ladrones, aquí y allá. Nada realmente peligroso; Egipto es un país apacible.
—Abandonemos en seguida este lugar.
—Estoy bien aquí.
—Si los nubios caen sobre nosotros, cambiarás de opinión.
Pantera se levantó, se zambulló y regresó con dos piedras cortantes. Con fuerza y precisión la emprendió con uno de los eslabones de la cadena, mientras Suti rompía el grillete que rodeaba su muñeca.
Sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito. Libre, loco de alegría, Suti tomó a Pantera y la levantó; las piernas de la libia abrazaron los lomos de su amante, cuya virilidad renacía. Engarzándose el uno en el otro, resbalaron en la roca mojada y cayeron riendo al río.
Rodando por la orilla, sus cuerpos no se separaron. Ebrios el uno del otro, obtenían en el abrazo una nueva energía. El frío del amanecer los apaciguó por fin.
—Tenemos que marcharnos —dijo Suti, súbitamente grave.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el sur.
—Lo desconocido, los animales salvajes, los nubios…
—Alejémonos de la fortaleza y de los soldados egipcios. Cuando adviertan mi desaparición, enviarán patrullas y avisarán a sus espías. Ocultémonos hasta que se aplaque su furor.
—¿Y nuestro oro?
—Lo recuperaremos, no temas.
—La partida no será fácil.
—Siendo dos, lo lograremos.
—Si vuelves a engañarme con la tal Tapeni, te mataré.
—Mátala primero; me aliviarás.
—¡Tú fuiste el responsable de la boda! ¡Obedeciste a tu amigo Pazair, que te ha abandonado, y ya ves dónde estamos!
—Arreglaré todas mis cuentas.
—Si escapamos del desierto.
—No me asusta; ¿tienes agua?
—Dos odres llenos, colgados en las ramas de un tamarisco.
Tomaron una estrecha pista que pasaba entre rocas calcinadas y hostiles farallones. Pantera siguió el lecho de un ued donde subsistían algunos matojos de hierba, con los que se alimentaron. La arena sobrecalentada les abrasaba los pies, unos buitres de cuello blanco volaban sobre sus cabezas.
Durante dos días no encontraron alma viviente; mediado el tercero, el ruido de un galope los obligó a esconderse tras un abrigo rocoso formado por bloques de granito erosionados por los vientos. Vieron aparecer dos jinetes nubios arrastrando tras de sí a un muchacho desnudo que, agarrado a la cuerda atada a la cola de uno de los caballos, corría hasta perder el aliento. Se detuvieron, un polvo ocre ascendió hacia el cielo de azur. Uno cortó la garganta del prisionero, el otro sus testículos; riendo, abandonaron el cadáver y regresaron hacia su campamento.
Pantera no había cerrado los ojos.
—Ya ves lo que nos espera; los bandidos nubios ignoran la compasión.
—Basta con no caer en sus manos.
—El lugar no es muy favorable para una feliz retirada; vayamos más lejos.
Se alimentaron con brotes de palmera, extraviados en una soledad de rocas negras. Lúgubres lamentos los acompañaron; se había levantado un potente soplo y nubes de arena cubrían el horizonte. Se extraviaron, cayeron, abrazados el uno al otro, y aguardaron a que finalizara la tormenta.
Un suave roce recorrió su piel; Suti despertó, apartó la arena que llenaba su nariz y sus orejas.
Pantera permanecía inerte.
—Levántate, la tormenta ha finalizado.
Ella no se movió.
—¡Pantera!
Asustado, Suti la levantó. La joven parecía inerte, abandonada.
—¡Despierta, te lo suplico!
—¿Me amas un poco? —preguntó con voz cálida.
—¡Fingías!
—Cuando se corre el riesgo de convertirse en esclava de un amante infiel, es preciso ponerlo a prueba.
—No nos queda agua.
La muchacha caminó hacia adelante, escrutando la arena para encontrar rastros de humedad. Al caer la noche, Pantera consiguió matar un roedor. Clavó dos fragmentos de nervadura de palma, inmovilizándolos con las rodillas, y frotó entre ambos una varilla de madera muy seca, sujeta con ambas manos; el movimiento, repetido con vigor, produjo un polvo de madera que se inflamó. La carne asada, aunque fuera poca, les devolvió las fuerzas.
En cuanto salió el sol, la modesta comida y el relativo frescor nocturno se olvidaron pronto; tenían que encontrar un pozo en seguida, so pena de perecer. Pero ¿cómo descubrirlo? Ni el menor oasis a la vista, ni siquiera algunos manojos de hierba o algún bosquecillo de espinosos que revelan, a veces, la presencia del agua.
—Sólo un signo puede salvarnos —declaró Pantera—. Sentémonos y acechémoslo. Caminar más es inútil.
Suti asintió. No temía el desierto ni el sol; morir libre, en el corazón de aquel océano de fuego, no lo asustaba. La luz danzaba en las rocas, el tiempo se disolvía en el calor, la eternidad se imponía, ardiente e indomable. ¿No estaba viviendo, en compañía de la rubia libia, una forma de felicidad tan preciosa como el oro y las montañas?
—Allí —murmuró ella—, a tu derecha.
Suti volvió la cabeza. Lo vio, orgulloso y huraño, venteando la atmósfera en lo alto de una duna.
Se trataba de un antílope macho que pesaba, al menos, doscientos kilos y cuyos largos cuernos podían traspasar un león de parte a parte. El antílope de la arena soportaba temperaturas caniculares, vagando por el desierto incluso cuando el sol caía en vertical.
—Sigámoslo —decidió Pantera.
Una leve brisa agitaba los pelos negros de la cola del antílope, cuyo ritmo respiratorio se aceleraba a medida que aumentaba el calor; animal del dios Seth, dueño de la tempestad y encarnación de los excesos de la naturaleza, el antílope de los largos cuernos sabía captar el menor soplo de viento para refrescar su circulación sanguínea. Con su pezuña, el gran macho dibujó una especie de cruz en la arena y se alejó, siguiendo una cresta. La pareja tomó el mismo camino, a buena distancia.
El antílope había trazado una equis, jeroglífico que significa «pasar»; ¿estaba indicándoles un medio de salir de aquella estéril inmensidad? El solitario, con paso seguro, evitaba las zonas de arena blanda y caminaba hacia el sur.
Suti admiraba a Pantera. No se quejaba, no refunfuñaba ante ningún esfuerzo, se empeñaba en sobrevivir con la misma rabia que una fiera.
Poco antes del ocaso, el antílope apretó el paso y desapareció tras una enorme duna. Suti ayudó a Pantera a subir la pendiente que se deslizaba a sus pies. Cayó, la ayudó a levantarse, cayó a su vez. Con los pulmones ardiendo y los miembros doloridos, se arrastraron hasta la cima.
El desierto se teñía de oro; el calor no procedía ya del cielo, sino de la arena y las piedras. El tibio viento no apaciguaba el ardor de los labios y la garganta.
El antílope había desaparecido.
—Es infatigable —consideró Pantera—; no tenemos posibilidad alguna de alcanzarlo. Si ha descubierto la presencia de verdor, avanzará sin tregua varios días seguidos.
Suti miraba fijamente un punto en la lejanía.
—Creo ver… No, es una ilusión.
Pantera miró en la misma dirección; su vista se nublaba.
—Ven, avancemos.
Sus piernas se pusieron en marcha a pesar del sufrimiento; si Suti se había equivocado, tendrían que beber orines antes de morir de sed.
—¡Las huellas del antílope!
Tras haber procedido a una sucesión de saltos, el antílope había iniciado una lenta marcha hacia el espejismo que fascinaba a Suti. A su vez, Pantera comenzó a esperar; ¿no distinguía acaso una minúscula mancha de un verde oscuro?
Olvidaron el agotamiento y pusieron sus pasos en las huellas del antílope. El punto verde se hizo más y más grande, hasta convertirse en un bosquecillo de acacias.
El antílope descansaba bajo el árbol que tenía la copa más amplia. El macho de los largos cuernos observó a los recién llegados; admiraron su pelaje leonado, su cara blanca y negra. Suti sabía que no retrocedería ante el peligro; seguro de su poder, los empalaría si se creía amenazado.
—Los pelos de su barbita… ¡están mojados!
El antílope acababa de beber; masticaba vainas de acacia, buena parte de las cuales, no digerida, pasaría a sus excrementos y sembraría nuevos árboles por donde fuera.
—El suelo es blando —advirtió Suti.
Pasaron muy lentamente ante el animal y entraron en el bosquecillo, que resultó ser más grande de lo que parecía; entre dos palmeras datileras descubrieron la boca de un pozo rodeada de piedras planas.
Suti y Pantera se abrazaron antes de beber.
—Un verdadero paraíso —afirmó Suti.