Al servicio de los conjurados, enriquecido por sus crímenes, el devorador de sombras[3] era un perfeccionista. Había prometido eliminar a Pazair y, a pesar de que había fracasado, tendría éxito. Tras haber seguido largo tiempo su pista, el jefe de policía había decidido comprobar su fracaso. Puesto que trabajaba solo, sin ayuda, el hombre de las tinieblas nunca sería identificado. Gracias al oro con el que había sido pagado, pronto seria propietario de una mansión en el campo, donde gozaría de un apacible retiro.
El devorador de sombras ya no tenía contacto alguno con quienes lo empleaban; tres habían muerto, Bel-Tran y Silkis ya le resultaban inaccesibles. Sin embargo, ésta no se había mostrado difícil en su último encuentro, cuando le había dado la orden de dejar inválido a Pazair; no había gemido ni pedido socorro al soportar su deseo. Bel-Tran y Silkis subirían pronto al trono de Egipto; de modo que el devorador de sombras se sentía obligado a ofrecerles la cabeza del visir, su peor enemigo.
Sacando partido de sus precedentes fracasos, ya no atacaría de frente; Kem y su babuino resultaban demasiado eficaces. El mono presentía el peligro, el nubio velaba permanentemente por Pazair. El devorador de sombras actuaría de un modo indirecto, tendiendo trampas.
A mitad de la noche escaló el muro del hospital principal de Menfis, se arrastró por el tejado y se introdujo en el edificio por medio de una escalera. Tomó un pasillo que olía a pomadas y ungüentos y se dirigió hacia las reservas de productos peligrosos. En los diversos laboratorios se conservaban baba, excrementos y orina de sapo, de murciélago, veneno de serpientes, de escorpiones y avispas, y otras sustancias tóxicas procedentes de vegetales con las que los farmacéuticos preparaban remedios muy activos.
La presencia de un vigilante no fue un problema para el devorador de sombras; lo derribó y se apoderó de una redoma con veneno y de una víbora negra, que estaba encerrada en un cesto.
Aterrada, Neferet se interesó por el estado del vigilante antes de inspeccionar los laboratorios. El hombre no estaba gravemente herido; había sido golpeado en la base del cuello, sin advertir siquiera la presencia de su agresor.
—¿Han robado mucho? —preguntó la médico en jefe del hospital.
—Casi nada… Una víbora negra, en un cesto.
—¿Venenos?
—Es difícil de determinar; acabábamos de recibir un lote y esta mañana tenía que hacer inventario. El ladrón no ha roto nada.
—Que doblen la guardia esta misma noche. Yo misma avisaré al jefe de policía.
Inquieta, la joven pensaba en las tentativas de asesinato perpetradas contra su marido; ¿no preludiaría aquel incidente un nuevo drama?
Con el espíritu ensombrecido, el visir se presentó ante la puerta del Tesoro, en compañía de Kem y del mono policía. Por primera vez desde su entronización inspeccionaba las reservas de metales preciosos. Despertado antes del amanecer por un emisario del hospital, ni siquiera había tenido tiempo de cambiar algunas palabras con Neferet, impaciente por acudir al lugar de los hechos. Incapaz de dormirse de nuevo, había disfrutado de una ducha ardiente antes de dirigirse al centro de Menfis y franquear los cordones de policía que impedían el acceso al barrio del Tesoro a las personas no autorizadas.
El visir puso su sello en el registro que le presentó el guardián del Tesoro, un hombre de edad, lento y meticuloso. Aún conociendo el rostro de Pazair, comprobó la conformidad de la huella que el palacio le había transmitido cuando fue nombrado el nuevo visir.
—¿Qué deseáis ver?
—Todas las reservas.
—La tarea requerirá tiempo.
—Forma parte de mis deberes.
—A vuestras órdenes.
Pazair comenzó por el inmenso edificio donde se almacenaban los lingotes de oro y plata procedentes de las minas de Nubia y del desierto oriental. Cada pieza había recibido un número y el orden era impecable.
Pronto saldría un cargamento hacia el templo de Karnak, donde los orfebres trabajarían el precioso metal para adornar dos grandes puertas.
Pasado el primer deslumbramiento, Pazair advirtió que el local estaba medio vacío.
—Nuestras reservas son escasas —comentó el guardián del Tesoro.
—¿Por qué razón?
—Orden superior.
—¿Procedencia?
—La Doble Casa blanca.
—Mostradme los documentos.
El guardián del Tesoro no había cometido falta administrativa alguna. Desde hacía varios meses, lingotes de oro y plata, así como una importante cantidad de metales raros salían regularmente de las reservas, a petición de Bel-Tran.
No era posible esperar más.
Caminando con paso rápido, Pazair no tuvo que recorrer una gran distancia para llegar a la Doble Casa blanca, conjunto de construcciones de dos pisos que albergaban los despachos separados por jardincillos. Como de costumbre, reinaba una actividad de hormiguero; desde que Bel-Tran había sido colocado a la cabeza del gran cuerpo estatal, no toleraba el menor laxismo y reinaba tiránicamente sobre un ejército de atareados escribas.
En un vasto recinto había gordos bueyes destinados al templo; algunos especialistas examinaban los animales, recibidos como pago del impuesto. En un cobertizo rodeado por un muro de ladrillos y protegido por soldados, unos contables pesaban los lingotes de oro antes de depositarlos en cajas. El correo interno funcionaba del amanecer al ocaso; jóvenes de ágiles piernas corrían de un lugar a otro, llevando consignas que debían ejecutarse de inmediato. Unos intendentes se encargaban del instrumental, de la fabricación de pan y cerveza, de la recepción y circulación de ungüentos, del material para las grandes obras, de los amuletos y objetos litúrgicos. Un servicio se consagraba a las paletas de escriba, cañas para escribir, papiros, tablillas de arcilla y madera. Al atravesar las salas de columnas, donde decenas de funcionarios redactaban notas e informes, el visir tomó conciencia de la maquinaria que Bel-Tran manipulaba ya. Poco a poco había controlado los diversos engranajes y sólo se había dejado ver tras haberlos dominado.
Los jefes de equipo se inclinaron ante el visir, sus empleados siguieron trabajando; parecían temer más a su patrón que al primer ministro de Egipto. Un intendente los condujo hasta el umbral de una vasta sala donde Bel-Tran, caminando de un lado a otro, dictaba sus instrucciones a tres escribas obligados a escribir con notable destreza.
El visir observó a su enemigo declarado. La ambición y la voluntad de poder impregnaban cada parcela de su ser, cada una de sus palabras; el hombre no dudaba de sus cualidades ni de su triunfo final. Cuando distinguió a Pazair, se interrumpió, despidió secamente a los escribas y les ordenó que cerraran la puerta de madera.
—Vuestra visita me honra.
—No os canséis con fórmulas hipócritas.
—¿Habéis tenido tiempo de admirar mi administración? Su ley principal es el trabajo encarnizado. Podríais destituirme y nombrar otro director, pero la maquinaria se bloquearía, y vos seríais la primera víctima. Necesitaríais más de un año para tomar de nuevo el timón de ese pesado bajel, y sólo disponéis de algunos meses antes de que se nombre un nuevo faraón. Pazair, renunciad y someteos.
—¿Por qué habéis vaciado nuestras reservas de metales preciosos?
Bel-Tran sonrió satisfecho.
—¿Habéis procedido a una inspección?
—Es mi deber.
—Hermoso rigor, ciertamente.
—Exijo explicaciones.
—¡Intereses superiores de Egipto! Era preciso contentar a nuestros vasallos y nuestros amigos, los libios, los palestinos, los sirios, los hititas, los libaneses y muchos otros, para mantener buenas relaciones y preservar la paz. A sus gobiernos les gustan los regalos, sobre todo el oro de nuestros desiertos.
—Habéis sobrepasado con mucho las cantidades habituales.
—En ciertas circunstancias hay que saber mostrarse generoso.
—Ni un gramo de metal precioso saldrá del Tesoro sin mi autorización.
—A vuestras órdenes… pero no se ha cometido irregularidad alguna. Advierto lo que estáis pensando: ¿no habré utilizado un procedimiento legal para apoderarme de las riquezas en mi beneficio? Astuta idea, lo admito. Permitidme que os deje en la duda, aunque con una certidumbre: no podréis demostrar nada.