Puesto que Neferet había sido reclamada con urgencia por el hospital principal de Menfis, para una operación difícil, el visir Pazair alimentó personalmente a Traviesa, la pequeña mona verde. Aunque la insoportable hembra pasara su tiempo molestando a los criados y robando en las cocinas, Pazair sentía por ella una gran debilidad. La primera vez que vio a Neferet fue gracias a una intervención de Traviesa, que había salpicado con agua a Bravo, el perro del juez, dándole así la oportunidad de hablar con su futura esposa.
Bravo posó su pata delantera derecha en la muñeca del visir. Alto, de larga cola y orejas colgantes que se erguían a la hora de las comidas, el perro de color de arena llevaba un collar de cuero rosado y blanco en el que se leía «Bravo, compañero de Pazair».
Mientras Traviesa pelaba nueces de palma, el perro disfrutaba con un puré de legumbres. Afortunadamente, entre ambos animales se había establecido una paz concertada; Bravo aceptaba que le tirara de la cola diez veces por día, Traviesa respetaba su sueño cuando se instalaba en la vieja estera del juez, el único tesoro que poseía cuando llegó a Menfis. Un hermoso objeto, en verdad, que servía de lecho, mesa, alfombra y, a veces, de sudario. Pazair había jurado conservarlo, fuera cual fuese su fortuna; puesto que Bravo la había adoptado, desdeñando almohadones y mullidos asientos, sabía que su estera estaba bien guardada.
Un suave sol de invierno despertaba las decenas de árboles y los amates de flores que daban a la gran morada del visir el aspecto de uno de los paraísos del otro mundo, donde vivían los justos. Pazair dio algunos pasos por una de las avenidas, disfrutando los sutiles perfumes que ascendían de la tierra húmeda de rocío. Un amistoso hocico le tocó en el codo; su fiel asno, Viento del Norte, lo saludaba a su modo. Magnífico ejemplar de tierna mirada y aguda inteligencia, tenía un fabuloso sentido de la orientación, del que el propio visir carecía. Pazair le ofrecía alegremente una propiedad en la que ya no tenía que llevar pesadas cargas.
El asno irguió la cabeza. Percibía una presencia insólita en el gran portal, hacia el que se dirigió rápidamente. Pazair lo siguió.
Kem y su babuino policía aguardaban al visir. Tan insensible al frío como al calor, detestando el lujo, el jefe de policía sólo vestía un corto paño, como cualquier hombre de condición humilde; en el cinturón llevaba un estuche de madera que contenía un puñal, regalo del visir: hoja de bronce, empuñadura de electro, mezcla de oro y plata, con incrustaciones de lapislázuli y feldespato verde. El nubio prefería esta obra maestra a la mano de marfil que se veía obligado a utilizar en las ceremonias oficiales. Puesto que odiaba la atmósfera de las oficinas, seguía recorriendo las calles de Menfis, como antes, y trabajando sobre el terreno.
El babuino parecía apacible; cuando su furor estallaba, era capaz de derribar un león. Sólo otro mono de su tamaño y su fuerza, enviado por un misterioso asesino decidido a apartarlo de su camino para poder atacar a Pazair, se había atrevido a enfrentarse con él en un duelo a muerte. Matón había vencido, aunque había recibido graves heridas; los cuidados de Neferet, por la que el mono sentía un agradecimiento sin limites, lo habían puesto de nuevo en pie.
—No hay peligro a la vista —estimó Kem—. Últimamente, nadie os ha espiado.
—Os debo la vida.
—Yo también, visir; puesto que nuestros destinos están unidos, no perdamos saliva agradeciéndonoslo. El pájaro está en su nido, lo he comprobado.
Como si conociera las intenciones del visir, Viento del Norte tomó la dirección correcta. Trotó con elegancia por las calles de Menfis, precediendo en unos metros al babuino y a ambos hombres. El paso de Matón imponía calma; enorme cabeza, con una franja de hirsutos pelos que llegaba hasta la cola, pelaje rojo en los hombros, le gustaba caminar erguido y lanzar miradas circulares.
Una alegre animación reinaba ante el principal taller de tejido de Menfis; algunas tejedoras charlaban, los proveedores entregaban ovillos de hilo de lino, que una supervisora examinaba con atención antes de aceptarlos. El asno se detuvo ante un montón de forraje, mientras el visir, el jefe de policía y su babuino penetraban en una estancia bien aireada, donde estaban los telares.
Se dirigieron al despacho de la superiora de las tejedoras, la señora Tapeni, cuya apariencia era engañosa. Era pequeña, vivaz, de negros cabellos y ojos verdes, y a sus treinta seductores años dirigía el taller con mano de hierro y sólo pensaba en su carrera.
La aparición del trío casi le hizo perder la sangre fría.
—¿De… deseáis verme?
—Estoy convencido de que podéis ayudarnos —declaró Pazair con voz pausada.
En el taller, los comadreos comenzaban a brotar por todas partes; ¡el visir de Egipto en persona y el jefe de policía con la señora Tapeni! ¿Recibiría un fulgurante ascenso o había cometido un grave delito? La presencia de Kem insinuaba más bien la segunda posibilidad.
—Os recuerdo —prosiguió Pazair— que mi maestro Branir fue asesinado con una aguja de nácar. Gracias a vuestras informaciones, estudié varias hipótesis, por desgracia infructuosas. Ahora bien, vos afirmasteis poseer informaciones decisivas; ¿no sería ya tiempo de revelarlas?
—Presumí.
—Entre los conjurados que asesinaron a los guardias de la esfinge había una mujer, tan cruel y decidida como sus cómplices.
Los ojos enrojecidos del babuino miraron a la hermosa morena, cada vez más incómoda.
—Suponed, señora Tapeni, que aquella mujer fuera también una excelente manejadora de aguja y que hubiera recibido la orden de suprimir a mi maestro Branir, para acabar radicalmente con su investigación.
—Eso no me concierne.
—Me gustaría escuchar vuestras confidencias.
—¡No! —gritó la mujer al borde del ataque de nervios—. Queréis vengaros porque hice condenar a vuestro amigo Suti; pero yo tenía razón. No me amenacéis más u os denunciaré. ¡Salid de aquí!
—Deberíais adoptar un lenguaje más respetuoso —recomendó Kem—; estáis hablando con el visir de Egipto.
Temblorosa, Tapeni cambió su tono.
—No tenéis prueba alguna contra mí.
—Acabaremos obteniéndola; que os vaya bien, señora Tapeni.
—¿Está satisfecho el visir?
—Más bien sí, Kem.
—Hemos dado en el clavo.
—La jovencita está muy nerviosa y aprecia mucho su éxito social nuestra visita no augura nada bueno para su reputación.
—Por lo tanto, reaccionará.
—De inmediato.
—¿La creéis culpable?
—De maldad y latrocinio, sin duda.
—¿Pensáis más bien en Silkis, la esposa de Bel-Tran?
—Una mujer-niña puede convertirse en criminal por simple capricho. Silkis, además, es una excelente manejadora de agujas.
—Dicen que es miedosa.
—Se doblega al menor deseo de su marido; si le pidió que sirviera de cebo, habrá obedecido. Viéndola aparecer en plena noche, el guardián en jefe de la esfinge habría perdido su lucidez.
—Cometer un crimen…
—No formularé acusación formal antes de tener la prueba.
—¿Y si no la obtenéis nunca?
—Confiemos en el trabajo, Kem.
—Me ocultáis algo importante.
—Estoy obligado a ello; pero sabed que luchamos por la supervivencia de Egipto.
—Actuar a vuestro lado no es cosa fácil.
—Sólo aspiro a una existencia tranquila, en la campiña, acompañado por Neferet, por mi perro y mi asno.
—Tendréis que esperar, visir Pazair.
La señora Tapeni no podía estarse quieta. Conocía la obstinación del visir Pazair, su empecinamiento en la búsqueda de la verdad y su indefectible amistad por Suti. Sin duda, la superiora de las tejedoras se había mostrado en exceso dura con su marido; pero Suti se había casado con ella, y no soportaba que le fuera infiel. Pagaría su relación con aquella perra libia.
Expuesta a la venganza del visir, Tapeni tenía que encontrar en seguida un protector. De acuerdo con recientes rumores, no podía permitirse vacilación alguna.
Tapeni corrió hacia los edificios oficiales, donde trabajaban los funcionarios del Ministerio de Finanzas. Interrogó a los guardias y sólo tuvo que esperar media hora antes de que llegara una silla de manos vacía, con un alto respaldo, provista de un taburete para apoyar los pies y anchos brazos. En la parte de atrás, una sombrilla protegía al ocupante de los rayos del sol. Veinte porteadores aseguraban un rápido desplazamiento, a las órdenes de un jefe de poderosa voz; alquilaban sus servicios a alto precio, excluyendo las carreras excesivamente largas.
Bel-Tran salió por la puerta principal del Ministerio y se dirigió apresuradamente hacia la silla. Tapeni le cerró el paso.
—Debo hablaros.
—¡Señora Tapeni! ¿Tenéis problemas en vuestro taller?
—El visir me importuna.
—Le gusta actuar como un justiciero.
—Me acusa de asesinato.
—¿A vos?
—Sospecha que asesiné a su maestro Branir.
—¿Pruebas?
—No las tiene, pero me amenaza.
—Una inocente no corre riesgo alguno.
—Pazair, Kem y su mono policía me dan miedo; necesito vuestra ayuda.
—No veo cómo podría…
—Sois un hombre rico y poderoso; se murmura que vuestro ascenso no ha terminado todavía. Me gustaría ser vuestra aliada.
—¿De qué modo?
—Domino el comercio de telas; a las nobles damas, como la vuestra, les gustan mucho. Sé cómo obtener las mejores condiciones de compra y de venta. Creedme, los beneficios no serían desdeñables.
—¿Gran volumen de negocio?
—Con vuestras cualidades, no os costará aumentarlo. Además, os prometo perjudicar al maldito visir.
—¿Algún plan preciso?
—Todavía no, pero contad conmigo.
—De acuerdo, señora Tapeni; consideraos protegida.