CAPÍTULO 5

En la mancha roja, rodeada de granos, que se extendía por su pierna izquierda, Bel-Tran aplicó una pomada a base de flores de acacia y clara de huevo, y bebió algunas gotas de zumo de áloe, sin esperar una curación espectacular. Negándose a admitir que sus riñones funcionaran mal y que su hígado estuviera saturado, el director de la Doble Casa blanca no tenía tiempo de curarse.

Su mejor remedio era una incesante actividad. Perpetuamente animado por una invasora energía, seguro de sí mismo, charlatán hasta agotar al auditorio, parecía un torrente que nada detenía. A pocos meses del objetivo que los conjurados se habían fijado, el poder supremo, unos pequeños problemas de salud no interrumpirían su marcha triunfal. Ciertamente, tres de sus aliados habían muerto; pero le quedaban otros muchos. Los desaparecidos eran mediocres, estúpidos con frecuencia; ¿no habría tenido, antes o después, que librarse de ellos? El día en que habían fomentado el complot, Bel-Tran había seguido la estrategia definida sin cometer el menor error. Todos habían creído que sería un fiel servidor del faraón, que su dinamismo se pondría al servicio del Egipto de Ramsés, que su capacidad de trabajo se compararía con la de los grandes sabios que trabajaban para el templo y no para sí mismos.

Ni siquiera la desaparición de Iarrot, el escribano felón, le molestaba en exceso, pues su fuente de información amenazaba ya con secarse. Las hienas le habían quitado un fardo de encima.

Bel-Tran sonrió pensando que había conseguido engañar a la jerarquía y tejer una sólida tela sin que ningún miembro del entorno del faraón lo advirtiera. Aunque Pazair intentara combatirlo, ya era demasiado tarde.

El ministro de Economía se dio un masaje con una pasta de hojas de acacia machacadas y mezcladas con grasa de buey en los rechonchos dedos de sus pies; hacía desaparecer la fatiga y el dolor. Bel-Tran no dejaba de recorrer las grandes ciudades y las capitales provinciales para alentar a sus cómplices con la idea de que muy pronto se produciría una revolución y, gracias a él, se harían ricos y poderosos, más de lo que podían imaginar en sus más enloquecidos sueños. El recurso a la avaricia humana, apoyado en argumentos de peso, nunca quedaba sin eco.

Masticó dos pastillas destinadas a hacer agradable el aliento; olíbano, juncia olorosa, resma de terebinto y caña de Fenicia, mezclados con miel, formaban un suave compuesto. Con satisfacción, Bel-Tran contempló su mansión de Menfis. Una vasta morada, en el centro de un jardín rodeado de muros; una puerta de piedra, con el dintel decorado con palmas; una fachada adornada con altas y delgadas columnas que imitaban papiros, cuyo principal productor era él; un vestíbulo y salas de recepción cuyo esplendor deslumbraba a sus huéspedes, vestuarios con decenas de arcones para la ropa, retretes de piedra, diez habitaciones, dos cocinas, una panadería, un pozo, silos para grano, establos, un gran jardín donde, alrededor del estanque, crecían palmeras, sicómoros, azufaifos, perseas, granados y tamariscos.

Sólo un hombre rico tenía semejante mansión. Se sentía orgulloso de su éxito, él, el pequeño empleado, el advenedizo que los altos dignatarios habían desdeñado antes de temerle y someterse a su ley. Fortuna y bienes materiales: no existía otra felicidad duradera ni otro éxito. Los templos, las divinidades, los ritos eran sólo ilusiones y ensueño. Por ello, Bel-Tran y sus aliados habían decidido sacar Egipto de un pasado ya concluido y hacerle emprender el camino del progreso, donde sólo contaría la verdad de la economía. En ese campo, nadie podría igualarlo; Ramsés el Grande y Pazair tendrían que limitarse a encajar los golpes antes de desaparecer.

Bel-Tran tomó una jarra colocada en el agujero de una tabla elevada y provista de un tapón de limo; untada de arcilla, conservaba muy bien la cerveza. Sacó el tapón, introdujo en el recipiente un tubo unido a un filtro, para eliminar eventuales impurezas, y saboreó un líquido fresco y digestivo.

De pronto sintió deseos de ver a su mujer. ¿Acaso no había conseguido transformar a una pequeña provinciana, bastante torpe y más bien fea, en una dama menfita, adornada con los mejores atavíos y que provocaba los celos de sus rivales? Ciertamente, la cirugía estética le había costado muy cara; pero los rasgos de Silkis y la desaparición de sus excesos de grasa le daban satisfacción. Aunque la mujer fuera de humor voluble, presa a veces de crisis de histeria que el intérprete de los sueños apaciguaba, Silkis seguía siendo una mujer-niña y le obedecía al pie de la letra. En las recepciones de hoy y en las reuniones oficiales de mañana, estaría a su lado como un hermoso objeto, con un aspecto deslumbrador y el silencio por toda obligación.

Ella estaba aplicándose una mascarilla, compuesta de miel, natrón rojo y sal del norte, tras haberse frotado la piel con aceite de fenogreco y polvo de alabastro. Se había pintado los labios con carmín y los ojos con maquillaje verde.

—Estás arrebatadora, querida.

—Dame mi más hermosa peluca, ¿quieres?

Bel-Tran accionó el botón de nácar de un viejo arcón de cedro del Líbano. Sacó una peluca de cabellos humanos, mientras Silkis hacía correr la tapa de una arquilla para extraer un brazalete de perlas y un peine de acacia.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? —le preguntó él mientras ajustaba el precioso tocado.

—Mis intestinos siguen delicados; bebo cerveza de algarrobo mezclada con aceite y miel.

—Si la situación empeora, consulta con el médico.

—Neferet me curaría.

—¡No hablemos de Neferet!

—Es una terapeuta excepcional.

—Es nuestra enemiga, como Pazair, y se hundirá con él.

—¿No aceptarías salvarla… si yo te lo pido?

—Ya veremos. ¿Sabes lo que te traigo?

—¡Una sorpresa!

—Aceite de enebro para ungir tu delicada piel.

Ella se lanzó a su cuello y lo besó.

—¿Te quedas hoy en casa?

—Por desgracia, no.

—A tu hijo y a tu hija les gustaría hablar contigo.

—Que obedezcan a su preceptor, eso es lo más importante. Mañana estarán entre las personalidades destacadas del reino.

—¿No temes que…?

—Nada, Silkis, no temo nada, soy intocable. Y nadie puede conocer el arma decisiva que poseo.

Los interrumpió un criado.

—Un hombre solicita ver al señor.

—¿Su nombre?

—Mentmosé.

Mentmosé, el antiguo jefe de policía, sustituido por el nubio Kem. Mentmosé, que había intentado librarse de Pazair acusándolo de asesinato y enviándolo al penal. Aunque no perteneciera al circulo de los conjurados, el ex funcionario había servido la causa de los futuros dirigentes. Bel-Tran creía que había desaparecido para siempre, exiliado en Biblos, en el Líbano, y reducido al rango de obrero en un astillero.

—Hacedlo pasar al salón de los lotos, junto al jardín, y servidle cerveza; voy en seguida.

Silkis estaba intranquila.

—¿Qué quiere? No me gusta.

—Tranquilízate.

—¿Estarás todavía de viaje mañana?

—Es necesario.

—¿Y qué debo hacer yo?

—Seguir siendo bella, no hablar con nadie sin mi autorización.

—Quisiera un tercer hijo tuyo.

—Lo tendrás.

Pasada ya la cincuentena, Mentmosé tenía un cráneo calvo y rojo y una voz gangosa que llegaba al agudo en cuanto lo contrariaban. Corpulento, cauteloso, con la nariz puntiaguda, había hecho una brillante carrera utilizando los desfallecimientos de los demás. Jamás había imaginado que caería en semejante abismo, pues se rodeaba de mil y una precauciones. Pero el juez Pazair había desorganizado su sistema y puesto de relieve su incompetencia. Desde que su enemigo ocupaba el puesto de visir, Mentmosé no tenía posibilidad alguna de recuperar el esplendor perdido. Bel-Tran era su única esperanza.

—¿No os han prohibido permanecer en Egipto?

—Estoy en situación ilegal, es cierto.

—¿Por qué corréis esos riesgos?

—Todavía tengo algunas relaciones, y Pazair no tiene sólo amigos.

—¿Qué esperáis de mi?

—He venido a ofreceros mis servicios.

Bel-Tran pareció dubitativo.

—Durante el arresto de Pazair —recordó el antiguo jefe de policía—, éste negó haber asesinado a su maestro Branir. Nunca creí en su culpabilidad y fui consciente de que estaban manipulándome, pero la situación me convenía. Alguien me avisó, por medio de un mensaje, para que cogiera a Pazair en flagrante delito cuando se inclinaba sobre el cadáver de su maestro. He tenido tiempo de pensar en ese episodio. ¿Quién pudo avisarme, salvo vos mismo o uno de vuestros aliados? El dentista, el transportista y el químico están muertos; vos no.

—¿Cómo sabéis que eran mis aliados?

—Algunas lenguas se han desatado y os presentan como el futuro dueño del país; odio a Pazair tanto como vos y tal vez yo posea indicios molestos.

—¿Cuáles?

—El juez afirma que acudió a casa de Branir al recibir una breve nota: «Branir está en peligro, acudid en seguida». Suponed que, pese a lo que yo mismo he afirmado, no destruí el documento y pueda identificar la escritura. Suponed, también, que haya conservado el arma del crimen, la aguja de nácar, y que pertenezca a una persona que os es querida.

Bel-Tran reflexionó.

—¿Qué exigís?

—Alquiladme una vivienda en la ciudad, permitidme actuar contra Pazair y dadme un puesto en vuestro futuro gobierno.

—¿Nada más?

—Estoy convencido de que sois el porvenir.

—Vuestras pretensiones me parecen legitimas.

Mentmosé se inclinó ante Bel-Tran. Ya sólo le quedaba vengarse de Pazair.