CAPÍTULO 4

Pantera, la rubia libia, se ocultó en un refugio de pastor, en medio de un campo. Desde hacía dos horas, un hombre alto, panzudo y sucio la seguía. Era un recolector de papiro que pasaba la mayor parte de su tiempo en el lodo para extraer el precioso material. La había espiado mientras ella se bañaba desnuda y se había acercado arrastrándose.

Perpetuamente alerta, la joven y hermosa libia había conseguido huir, no sin abandonar un chal indispensable contra el frío nocturno.

Pantera, que había sido expulsada de Egipto por su ostentosa relación con Suti, joven casado con la señora Tapeni por las necesidades de la investigación del juez Pazair, rechazaba su destino. Firmemente decidida a no abandonar a su amante, cuya infidelidad temía, viajaría hasta Nubia para arrancarlo de su prisión y vivir de nuevo junto a él. Jamás prescindiría de su fuerza y de sus ardientes caricias, jamás le permitiría refocilarse en el lecho de otra mujer.

La distancia no le asustaba; utilizando su encanto, Pantera había tomado barcos de carga, de puerto en puerto, hasta Elefantina y la primera catarata. Al otro lado del amontonamiento de rocas que impedía el paso de las embarcaciones, se había permitido unos momentos de relajación en un brazo del río que serpenteaba por una zona cultivada.

No conseguiría despistar a su perseguidor; conocía el terreno a la perfección y no tardaría en descubrir su escondrijo. Ser poseída a la fuerza no asustaba a Pantera; antes de encontrar a Suti había pertenecido a una banda de salteadores y se había enfrentado con los soldados egipcios. Asilvestrada, amaba el amor, su violencia y su éxtasis. Pero aquel recolector de papiro era repugnante, y ella no tenía tiempo que perder.

Cuando el hombre se introdujo en el refugio, Pantera estaba tendida en el suelo, desnuda y dormida. Sus cabellos rubios, que le caían sobre los hombros, sus generosos pechos y su sexo dorado de lujuriosos rizos hicieron perder cualquier prudencia al recolector de papiro. Cuando se lanzó sobre su presa, sus pies quedaron atrapados en el lazo dispuesto a ras de suelo, y cayó pesadamente. Con rapidez, Pantera saltó sobre su espalda y lo estranguló. En cuanto murió, la muchacha dejó de apretar, lo desnudó para disponer de abrigo para la noche y prosiguió su ruta hacia el gran sur.

El comandante de la fortaleza de Tjaru, en el corazón de Nubia, rechazó el infame comistrajo que su cocinero le había servido.

—Un mes de calabozo para ese incapaz —decretó.

Una copa de vino de palma lo consoló de su decepción. Lejos de Egipto, era difícil alimentarse correctamente; pero ocupar aquel puesto le supondría ascensos y una jubilación ventajosa.

Allí, en aquel país desolado y árido, donde el desierto amenazaba los escasos cultivos y el Nilo caía, a veces, en violentas cóleras, recibía a condenados a penas de exilio que variaban de uno a tres años. Por lo general, se mostraba más bien clemente con ellos y les asignaba tareas domésticas en las que no se debilitaban demasiado; la mayoría de aquellos pobres tipos no había cometido delitos graves y aprovechaban su forzosa estancia para reflexionar sobre su pasado.

Con Suti, la situación se había degradado rápidamente. A éste le costaba aceptar la autoridad y se negaba a someterse. De ese modo, el comandante, cuyo primer deber era vigilar las tribus nubias para prevenir cualquier revuelta, había colocado al refractario en primera línea y sin armas. Desempeñaría un papel de cebo y experimentaría algunos saludables espantos. Naturalmente, la guarnición volaría a ayudarlo si se producía una agresión; al comandante le gustaba liberar a sus huéspedes en buen estado y preservar un inmaculado expediente administrativo.

El suboficial encargado del correo le entregó un papiro procedente de Menfis.

—Correo especial.

—¡El sello del visir!

Intrigado, el comandante cortó los cordoncillos y quebró el sello. El suboficial aguardaba órdenes.

—Los servicios de información temen una agitación en Nubia; nos piden que aumentemos la vigilancia y verifiquemos nuestro sistema de defensa.

—Dicho de otro modo, que cerremos las puertas de la fortaleza y que no salga nadie.

—Transmitid la consigna inmediatamente.

—¿Y el prisionero Suti?

El comandante vaciló.

—¿Vos qué pensáis?

—La guarnición detesta al muchacho; sólo nos crearía problemas. Donde está ahora, nos será útil.

—Y si ocurriera un incidente…

—Nuestro informe hablaría de un accidente lamentable.

Suti era un hombre de gran estatura, rostro alargado, mirada franca y directa, y largos cabellos negros; fuerza, seducción y elegancia caracterizaban la menor de sus actitudes. Tras haber escapado de la gran escuela de los escribas de Menfis, ya que los estudios le aburrían, había vivido la existencia aventurera en la que soñaba, había conocido mujeres soberbias, se había convertido en héroe al identificar a un general felón y ayudar a su amigo Pazair, con el que había mezclado su sangre. Pese a su juventud, Suti había desafiado con frecuencia la muerte; sin una operación que el genio de Neferet había llevado a buen término, habría sucumbido a las heridas infligidas por un oso que lo había derribado, en Asia, durante un combate singular.

Sentado en una roca, en mitad del Nilo, atado a la piedra por una sólida cadena, sólo podía contemplar la lejanía, el sur misterioso y angustiante de donde surgían, a veces, hordas de guerreros nubios, de indomable valor. Él, el más avanzado de los centinelas, debía dar la alerta gritando a pleno pulmón. La transparencia del aire era tal que los vigías de la fortaleza no dejarían de oírlo.

Pero Suti no gritaría; no daría ese placer al comandante y sus esbirros. Aunque no tuviera el menor deseo de morir, no se humillaría. Pensaba en el instante maravilloso en el que había terminado con el general Asher, traidor y criminal, mientras escapaba de la justicia y huía con un cargamento de oro.

Un cargamento que Suti y Pantera habían ocultado cuidadosamente, una fortuna que les habría permitido disfrutar de todos los placeres. Pero estaba encadenado y la muchacha había regresado a su Libia natal, con la prohibición de pisar de nuevo el suelo de Egipto. Sin duda ya lo habría olvidado aturdiéndose en otros brazos.

Por lo que a Pazair se refiere, estaba atado por su posición de visir; cualquier intervención a favor de Suti sería sancionada, sin desembocar por ello en una liberación. ¡Y pensar que el joven sufría aquella pena de exilio porque se había casado con la hermosa y ardiente Tapeni por necesidades de la investigación! Una boda que él creía poder deshacer sin dificultad alguna, subestimando las exigencias de la tejedora. La muy zorra lo había acusado de adulterio y hecho que lo condenaran a un año de fortaleza; cuando volviera a Egipto tendría que trabajar para ella y pasarle una pensión.

Rabioso, Suti golpeó la roca y tiró de la cadena. Mil veces había esperado que cediera, pero aquella prisión sin muros ni barrotes se revelaba de una solidez sin grietas.

Las mujeres, su felicidad y su desgracia… ¡Pero no lo sentía!

Tal vez una alta nubia de erectos pechos, firmes y redondos, llegara a la cabeza de los rebeldes, tal vez se enamorara de él, tal vez lo liberara en vez de degollarlo… Perecer así, tras tantas aventuras, conquistas y victorias, era demasiado estúpido.

El sol abandonaba el cenit e iniciaba su descenso hacia el horizonte. Hacía mucho tiempo que un soldado debería haberle traído comida y bebida. Se tendió, formó un cuenco con sus manos, recogió agua del Nilo y bebió; con un poco de habilidad, lograría atrapar un pez y no moriría de hambre. ¿Por qué ese cambio en la costumbre?

Al día siguiente le fue necesario convencerse de que lo abandonaban a su suerte. Si la guarnición permanecía encerrada en la fortaleza, tal vez temiera una expedición de los nubios. A veces, tras una fiesta con demasiadas libaciones, una pandilla de guerreros, sedienta de combate, tenía la loca idea de invadir Egipto y corría hacia la muerte.

Lamentablemente, él estaba en su camino. Tenía que romper la cadena, abandonar el lugar antes del ataque; pero ni siquiera disponía de una piedra dura. Con el espíritu vacío y el corazón rabioso, aulló.

Cuando se acercó la noche, ensangrentando el Nilo, la experta mirada de Suti percibió un movimiento insólito tras los matorrales que adornaban la orilla.

Alguien lo espiaba.