El sol había salido hacía casi una hora cuando Pazair se presentó a las puertas del palacio real; los guardias del faraón se inclinaron ante el visir.
Recorrió un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con delicadas pinturas que representaban lotos, papiros y amapolas, atravesó una sala con columnas, en la que había un estanque donde nadaban algunos peces, y llegó al despacho del soberano.
Su secretario particular saludó a Pazair.
—Su majestad os espera.
Como cada mañana, el visir debía dar cuenta de su acción al dueño de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto. El lugar era idílico: una estancia vasta y luminosa, con ventanas que daban al Nilo y a los jardines, losas de cerámica adornadas con flores de loto azul, ramilletes dispuestos en mesillas doradas. En una mesa baja había algunos papiros desenrollados y material de escritura.
De cara al este, el rey meditaba. De talla media, robusto, con los cabellos casi rojos, amplia frente y nariz aguileña, Ramsés el Grande daba una sensación de poderío. Asociado desde muy joven al trono por un faraón extraordinario, Seti I, constructor de Karnak y de Abydos, había conducido a su pueblo por el camino de la paz con los hititas y de una prosperidad que muchos países le envidiaban.
—¡Pazair, por fin! ¿Cómo transcurrió el proceso?
—Los muertos culpables fueron condenados.
—¿Y Bel-Tran?
—Tenso, impresionado, pero sólido. Me hubiera gustado pronunciar la fórmula de costumbre: «Todo está en orden, los asuntos del reino van bien», pero no tengo derecho a mentiros.
Ramsés pareció turbado. Iba vestido con un simple paño blanco y no llevaba más joyas que unos brazaletes de oro y lapislázuli, cuya parte superior tenía la forma de dos cabezas de pato silvestre.
—¿Conclusiones, Pazair?
—Por lo que se refiere al asesinato de mi maestro Branir, no tengo certeza alguna, pero pienso explorar algunas pistas con la ayuda de Kem.
—¿La señora Silkis?
—La esposa de Bel-Tran es la primera sospechosa.
—Una mujer se hallaba entre los conjurados.
—No lo olvido, majestad. Tres de ellos han muerto; debemos identificar a sus cómplices.
—¡Bel-Tran y Silkis, evidentemente!
—Es probable, pero carezco de pruebas.
—¿No se ha descubierto Bel-Tran?
—Es cierto, pero tiene importantes apoyos.
—¿Qué has descubierto?
—Trabajo día y noche con los responsables de las distintas administraciones. Decenas de funcionarios me han enviado informes escritos, he escuchado a escribas bien situados, jefes de servicio y pequeños empleados. El balance es más negro de lo que imaginaba.
—Explícate.
—Bel-Tran ha comprado muchas conciencias. Extorsión, amenazas, promesas, mentiras… No retrocede ante ninguna bajeza. Sus amigos y él han concebido un plan preciso: apoderarse de la economía del país, combatir y destruir nuestros valores ancestrales.
—¿Por qué medios?
—Lo ignoro todavía. Detener a Bel-Tran sería un error estratégico, pues no tendría la seguridad de cortar todas las cabezas del monstruo e identificar las múltiples trampas que ha tendido.
—El día de año nuevo, cuando la estrella de Sothis aparezca en el signo de Cáncer para que se inicie la crecida del Nilo, tendré que mostrar al pueblo el testamento de los dioses. Si soy incapaz de hacerlo, tendré que abdicar y ofrecer el trono a Bel-Tran. ¿Tendrás tiempo, en tan pocos meses, de reducirlo a la impotencia?
—Sólo Dios podría responder a vuestra pregunta.
—Él es quien ha creado la realeza, Pazair, para edificar monumentos a su gloria, hacer felices a los hombres y apartar a los envidiosos. Nos dio la más preciosa de las riquezas, esta luz de la que soy depositario y que debo derramar a mi alrededor. Los humanos no son iguales; por ello los faraones son un apoyo para los débiles. Mientras Egipto siga construyendo templos donde se preserve la energía luminosa, su luz florecerá, sus caminos serán seguros, el niño permanecerá apacible en brazos de su madre, la viuda estará protegida, se cuidarán los canales, se hará justicia. Nuestras existencias no tienen importancia; es la armonía lo que debe ser preservado.
—Mi vida os pertenece, majestad.
Ramsés sonrió y puso las manos en los hombros de Pazair.
—Tengo la sensación de haber elegido bien a mi visir, aunque su tarea sea abrumadora. Estás convirtiéndote en mi único amigo. ¿Sabes lo que escribió uno de mis predecesores?: «No confíes en nadie; no tendrás hermano ni hermana. Aquél a quien hayas dado mucho te traicionará, el pobre al que hayas enriquecido te herirá por la espalda, aquel a quien hayas tendido la mano fomentará disturbios. Desconfía de tus íntimos y tus subordinados. Cuenta sólo contigo mismo. El día de la desgracia, nadie te ayudará[2]».
—¿No añade el texto que el faraón que sepa rodearse preserva su grandeza y la de Egipto?
—¡Conoces bien las palabras de los sabios! No te he enriquecido, visir, te he abrumado con un fardo que cualquier hombre razonable habría rechazado; sé consciente de que Bel-Tran es más peligroso que una víbora del desierto. Ha sabido engañar la vigilancia de los que me rodean, adormecer su desconfianza, infiltrarse en la jerarquía como la carcoma en la madera. Ha simulado amistad contigo para ahogarte mejor; en adelante, su odio irá creciendo y ya no te dejará en paz. Te atacará por donde no lo esperes, te envolverá en tinieblas, manejará las armas de los traidores y los perjuros. ¿Aceptas este combate?
—Cumpliré mi palabra.
—Si fracasamos, Neferet y tú soportaréis la ley de Bel-Tran.
—Sólo los cobardes soportan; resistiremos hasta el fin.
Ramsés el Grande se sentó en una silla de madera dorada, frente al sol naciente.
—¿Cuál es tu plan?
—Esperar.
El rey no disimuló su asombro.
—¡El tiempo no juega a nuestro favor!
—Bel-Tran me creerá desesperado y avanzará por terreno conquistado; se quitará otras máscaras, y yo responderé de modo apropiado. Para convencerlo de que estoy extraviándome, dirigiré mis esfuerzos a un terreno secundario.
—Arriesgada táctica.
—Lo sería menos si dispusiera de otro aliado.
—¿De quién se trata?
—De mi amigo Suti.
—¿Te ha traicionado?
—Fue condenado a un año de reclusión en una fortaleza nubia por quebrantamiento de la fidelidad conyugal. La sentencia fue conforme a ley.
—Ni tú ni yo podemos quebrarla.
—Si escapara, ¿no deberían nuestros soldados consagrarse más a la protección de la frontera que a la persecución de un fugitivo?
—Dicho de otro modo, recibirían una orden conminándolos a no abandonar los muros de la fortaleza, en previsión de un ataque de las tribus nubias.
—La naturaleza humana es versátil, majestad, especialmente la de los nómadas; en vuestra sabiduría, habéis tenido la intuición de que se preparaba un ataque de tribus nubias.
—Pero no tendrá lugar…
—Los nubios renunciarán al advertir que nuestra guarnición se mantiene alerta.
—Redacta la orden, visir Pazair, pero no favorezcas en modo alguno la evasión de tu amigo.
—El destino proveerá.