En cuanto alcanzamos la meseta, todos, en parte por lo abatidos que estaban, en parte porque Silver y los enfermos descansaran, decidieron sentarse un rato.
Desde donde estábamos se dominaba un vasto paisaje gracias al declive hacia poniente de la meseta. Ante nosotros, por encima de las copas de los árboles, veíamos el cabo Boscoso batido por el oleaje; detrás no solamente podíamos divisar el fondeadero y la Isla del Esqueleto, sino hasta la franja de arena y el terreno más bajo de la parte oeste, y más allá, la inmensa extensión del océano. El Catalejo se alzaba poderoso ante nosotros, con algunos pinos aislados y sus formidables precipicios. No se escuchaba otro ruido que el de las lejanas rompientes, que parecía subir de toda la costa hacia la cima del monte, y el zumbido de los infinitos insectos de aquellos matorrales. No se descubría presencia humana alguna; ni una vela en la mar; la grandeza del paisaje aumentaba la sensación de soledad.
Silver, mientras descansaba, midió ciertas orientaciones con la brújula.
—Hacia esa parte veo tres «árboles altos» —dijo—, casi en la línea de la Isla del Esqueleto. «Lomo del Catalejo»… supongo que quiere indicar aquella punta más baja. Creo que ahora es un juego de niños el hacernos con el dinero. Casi me dan ganas de que comamos antes de ir a buscarlo.
—Yo no tengo hambre —gruñó Morgan—. De pensar en Flint se me ha quitado.
—Ah, bueno, camarada, puedes dar gracias a tu estrella porque esté muerto —dijo Silver.
—Era un demonio —gritó un tercer pirata, estremeciéndose—, ¡y con aquella cara azulada!
—Como se la había dejado el ron —añadió Merry—. ¡Azulada, sí! Recuerdo que era como ceniza. Azulosa es la palabra.
Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar vueltas en sus cabezas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndose un sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones apenas rompía el silencio del bosque. Y de pronto, saliendo de entre los árboles que se levantaban ante nosotros, una voz aguda, temblorosa y rota entonó la vieja canción:
«Quince hombres en el cofre del muerto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».
No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como aquellos filibusteros. El color desapareció como por ensalmo de los seis rostros; algunos se pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí; Morgan se arrastraba por el suelo.
—¡Es Flint, por todos los…! —chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado; cortada a mitad de una nota como si alguien hubiera tapado la boca del cantor. Como venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy lejos, me pareció que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún más extraño su efecto sobre aquellos hombres.
—Vamos —dijo Silver, a quien parecían no salir las palabras de sus labios violáceos—, ¡no hagáis caso! ¡Listos para la maniobra! Es una buena señal, es la voz de alguien que está de broma… alguien de carne y con sangre en las venas, no os quepa duda.
Conforme hablaba, Silver parecía ir recobrando el valor y también parte del color perdido. Los demás empezaron a ir dominándose y a tratar de razonar, cuando de pronto volvió a escucharse la misma voz, pero esta vez no cantaba, sino que era como una llamada débil y lejana, cuyo eco vibraba en los peñascos del Catalejo.
—¡Darby M’Graw! —repetía el lamento, pues eso es lo, que en realidad parecía—. ¡Darby M’Graw! ¡Darby M’Graw! —una vez y otra, y después, elevándose, profirió un juramento que afrenta repetir—: ¡Dame el ron por popa, Darby!
Los bucaneros se quedaron clavados en su sitio con los ojos fuera de las órbitas. La voz se había extinguido hacía ya mucho y aún continuaban mirando fijamente delante de ellos, mudos de terror.
—¡Ya no hay duda! —dijo uno—. ¡Huyamos!
—¡Esas fueron sus últimas palabras! —exclamó Morgan—, ¡sus últimas palabras a bordo de este mundo!
Dick había sacado la Biblia y rezaba apresuradamente. Sin duda, antes de hacerse a la mar y entrar en tan malas compañías, Dick había recibido una buena crianza.
Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oí cómo sus dientes castañeteaban, pero no estaba dispuesto a rendirse.
—Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby —murmuró—, nadie aparte de los que estamos aquí. —Y después, haciendo un gran esfuerzo, dijo—: Yo he venido para apoderarme de ese dinero, y nadie, ni hombre ni demonio, compañeros, me hará desistir. No le tuve miedo a Flint en vida y, ¡por Satanás!, que estoy dispuesto a hacerle cara muerto. Ahí, a menos de un cuarto de milla, hay setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto que un caballero de fortuna vuelva la espalda a un tesoro así por un viejo marino borracho con la nariz violeta… y, además, muerto?
Pero sus compinches no dieron la menor muestra de recuperar su valor; al contrario, cada vez parecían más aterrados, sobre todo ante los juramentos de Silver, que tomaban como provocaciones al espíritu de Flint.
—¡Cuidado, John! —dijo Merry—. No irrites su alma.
Todos los demás estaban demasiado aterrorizados como para hablar. Y hubieran escapado cada uno por un lado si no hubiera sido por el propio miedo, que los paralizaba; se apiñaron con John, como si aquella audacia los protegiera. Él, por su parte, era ya muy dueño de sí mismo.
—¿Su alma? Bien, acaso sea su alma —dijo—. Pero no lo veo tan claro. Se oía también un eco. Yo no sé de un espíritu que haga sombra; ¿y por qué, entonces, va a hacer eco? Me parece muy extraño, ¿no es así?
Su argumento me pareció que no se mantenía, pero nadie es capaz de predecir qué pueda influir en los temerosos, y, con gran sorpresa por mi parte, George Merry se tranquilizó bastante.
—Sí, eso es verdad —dijo—. Hay pocas cabezas como la tuya, John, eso no hay quien lo pueda negar. ¡A las velas, compañeros! Esta tripulación está dando una bordada en falso. Y hay una cosa… si os fijáis era como la voz de Flint, pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar, aquel poder… Se parecía a… otra voz… sí, era como la voz…
—¡Por todos los temporales! —rugió Silver—. ¡Ben Gunn!
—¡Sí, ésa era la voz! —gritó Morgan, levantándose del suelo—. ¡Era la voz de Ben Gunn!
—Pero viene a ser lo mismo —dijo Dick—, porque Ben Gunn también se fue, como Flint.
Pero a los más veteranos aquellas últimas palabras parecieron tranquilizarlos.
—¿Y qué importa Ben Gunn? —dijo Merry—; vivo o muerto, no cuenta para nada.
Cómo habían ido recobrando el valor resultaba extraordinario para mí; el color volvía a sus caras, y no tardaron en reanudar una conversación animada. De vez en cuando se callaban para escuchar, pero, al no oír nada, decidieron seguir su camino y volvieron a echarse al hombro las herramientas y los víveres. Merry abrió la marcha, llevando la brújula de Silver, y seguimos directamente hacia la Isla del Esqueleto. Realmente, vivo o muerto, a nadie le importaba Ben Gunn.
Dick era el único que seguía aferrado a su Biblia, y, mientras caminaba, miraba frecuentemente a su alrededor; pero ninguno trató de consolarlo y hasta Silver se burlaba de todas sus inquietudes.
—Ya te lo dije —le repetía—; esa Biblia no sirve. Y si no se puede jurar sobre ella, ¿tú crees que va a parar a algún espíritu? ¡Ni esto! —y hacía chasquear sus dedos enormes mientras se paraba sobre su muleta.
Pero Dick no admitía bromas y pronto fue visible que empezaba a sentirse enfermo. Quizá favorecida por el calor, la fatiga y aquella profunda impresión, la fiebre que el doctor Livesey anunciara iba apoderándose de él.
El camino no era difícil a través de la meseta; empezábamos a ir cuesta abajo, pues, como ya he dicho, la altiplanicie descendía hacia el oeste. Pinos de todos los tamaños crecían, aunque muy clareados, y hasta en los bosquecillos de azaleas y árboles de nuez moscada grandes calveros aparecían abrasados por el sol. Íbamos avanzando hacia el noroeste, a través de la isla, y nos acercábamos a las laderas del Catalejo; ante nosotros se abría el paisaje de la bahía occidental, donde yo había estado ya una vez en mi viejo y zarandeado coraclo.
Por fin alcanzamos el primero de los altos árboles, pero por la brújula comprobamos que no era el que buscábamos. Lo mismo ocurrió con el segundo. El tercero se alzaba lo menos doscientos pies sobre un espeso matorral: era un verdadero gigante, con un tronco rojizo, cuyo diámetro podía ser el de una cabaña, y que producía una sombra tan inmensa, que bien podría haber maniobrado en ella una compañía. Era visible desde muy lejos en el mar, desde cualquier posición, y servía perfectamente para ser reseñado en las cartas como marca de navegación.
Pero no era su tamaño lo que emocionaba a mis compañeros, sino la idea de que a su sombra dormían setecientas mil libras. La avaricia iba disipando en ellos sus anteriores temores. Los ojos les brillaban y sus pies se volvían ligeros, veloces; toda su alma estaba ahora pendiente de aquella fortuna, de la vida regalada y de los placeres que les iba a permitir a cada uno desde entonces.
Silver, gruñendo, avanzaba renqueando con su muleta; las aletas de su nariz vibraban; gritaba mil juramentos contra las moscas que se posaban en su rostro sudoroso y ardiente, y daba furiosos tirones a la cuerda con que me arrastraba, y de cuando en cuando se volvía dirigiéndome una mirada asesina. No se tomaba ya ningún trabajo en disimular sus pensamientos y yo podía leerlos como si estuvieran impresos. Ante la inminencia del tesoro todo lo demás había dejado de existir: sus promesas, la advertencia del doctor; y yo no tenía dudas de que, en cuanto lograra apoderarse del oro, buscaría la Hispaniola y, aprovechando la noche, degollaría a toda persona honrada que quedase en la isla, y luego largaría velas, como había pensado en un principio, cargado de crímenes y de riquezas.
Tan preocupado como yo estaba con estos pensamientos, no me era fácil seguir el paso de aquellos buscadores de tesoros. De cuando en cuando daba un tropezón; y entonces Silver tiraba violentamente de la soga y era cuando me dirigía sus miradas asesinas. Dick, que iba rezagado, seguía la comitiva hablando entre dientes, no sé si plegarias o maldiciones, conforme la fiebre le subía. Y a todo esto se añadía en mi cabeza la imagen de la tragedia que aquellas tierras habían contemplado un día, cuando el desalmado pirata del rostro ceniciento, el que había muerto en Savannah cantando y pidiendo más ron a voces, había sacrificado allí mismo y por su propia mano a seis compañeros. Aquel bosquecillo, tan apacible ahora, debió haber escuchado los alaridos y los gritos, y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar en el aire sereno.
Llegamos al borde del bosque.
—¡Victoria, compañeros! ¡Corramos todos! —gritó Merry. Y los que iban en vanguardia echaron a correr.
Y de repente, no habían avanzado ni diez yardas, cuando los vi detenerse. Escuché un grito ahogado. Silver intentó ir más deprisa empujando frenéticamente su muleta; y un instante después también él y yo nos paramos en seco.
Ante nosotros vimos un profundo hoyo, no muy reciente, pues los taludes se habían desmoronado en parte y la hierba crecía en el fondo; y allí clavado se veía el astil de un pico que estaba partido por su mitad y, esparcidas, las tablas de varias cajas. En una de ellas vi, marcado con un hierro candente, la palabra Walrus: el nombre del barco de Flint.
Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sido descubierto y saqueado; ¡las setecientas mil libras habían desaparecido!