A causa del mucho fumar y el poco dormir, Percival Godliman tenía dolor de cabeza. Había tomado un poco de whisky para ayudarse a pasar la larga y atribulada noche en la oficina, y eso había sido un error. Todo lo agobiaba: el tiempo, su oficina, el trabajo, la guerra. Por primera vez desde que había iniciado aquel trabajo se encontró añorando las polvorientas bibliotecas, los manucritos ilegibles y el latín medieval.
El coronel Terry entró con dos tazas de té en una bandeja.
—Nadie duerme en este lugar —dijo animadamente. Se sentó—. ¿Quieres bizcochos? —dijo ofreciéndole a Godliman un plato.
Godliman rechazó los bizcochos y se bebió el té, que contribuyó a levantarle momentáneamente el ánimo.
—Acabo de recibir una llamada del gran hombre —dijo Terry—. Esta manteniendo la vigilia junto con nosotros.
—No veo porqué —dijo Godliman con acritud—. Está preocupado.
Sonó el teléfono.
—Godliman.
—El Royal Observer Corps de Aberdeen en línea para usted, señor.
—Sí.
Surgió una voz nueva, de un hombre joven.
—Aquí el Royal Observer Corps de Aberdeen, señor.
—Sí.
—¿Con el señor Godliman?
—Sí. —Dios santo, aquellos tipos de estilo militar eran lentos.
—Hemos sintonizado la Isla de las Tormentas, por fin, señor… No es nuestro observador acostumbrado. Hay una mujer…
—¿Qué ha dicho?
—Aún nada, señor.
—¿Qué significa eso de nada? —Godliman luchaba contra su airada impaciencia.
—Bueno… simplemente está llorando, señor.
Godliman vaciló.
—¿Puede conectarme con ella?
—Sí; no corte —se produjo una pausa puntuada por diversos cliks y un zumbido. Luego, Godliman escuchó el sonido de una mujer que lloraba. Dijo:
—Hola. ¿Puede escucharme?
El llanto continuó.
El joven volvió a la línea para decir:
—Ella no lo podrá escuchar hasta que cambie la palanca a «receptor», señor… Ah, acaba de hacerlo. Adelante. Godliman dijo:
—Hola, señora. Cuando yo acabe de hablar diré «corto y cambio», entonces usted cambie a «transmisor» para hablarme y diga «corto y cambio» cuando haya terminado. ¿Me comprende? Corto y cambio.
La voz de la mujer se oyó.
—Oh, gracias a Dios que alguien en su sano juicio me escucha… Sí, comprendo. Corto y cambio.
—Entonces, ahora —dijo Godliman suavemente—. Dígame qué ha estado sucediendo ahí. Corto y cambio.
—Un hombre naufragó y llegó aquí hace dos, no, tres días. Creo que es el asesino del estilete, de Londres. Asesinó a mi marido y a nuestro pastor y ahora está fuera de la casa. Tengo aquí a mi hijito… He clavado las ventanas y le he disparado con una escopeta, y atrancado la puerta.
Le envié al perro, pero lo asesinó y le golpeé con un hacha cuando trató de entrar por la ventana y yo no puedo hacer ya nada más, de modo que, por el amor de Dios, venga. Corto y cambio.
Godliman puso la mano sobre el receptor. Estaba pálido.
—Santo Dios… —pero cuando le hablaba a ella su tono era animado—. Debe tratar de resistir un poco más —comenzó—. Hay marinos y guardacostas y toda clase de gente en camino hacia ahí, pero no pueden desembarcar hasta que no amaine la tormenta… Ahora bien, hay algo que usted debe hacer, no le puedo decir por qué a causa de la gente que puede estar escuchándonos, pero sí puedo decirle que es absolutamente imprescindible… ¿Me oye bien? Corto y cambio.
—Sí, continúe. Corto y cambio.
—Destruya el aparato transmisor. Corto y cambio.
—Oh, no, por favor…
—Sí —dijo Godliman, y luego se dio cuenta de que ella estaba aún transmitiendo.
—No… no puedo… —luego se oyó un grito.
Godliman dijo:
—Hola, Aberdeen, ¿qué sucede?
El joven respondió:
—El aparato está sintonizado, señor, pero ella ya no habla. No podemos oír nada.
—Ha gritado.
—Sí, lo hemos captado.
Godliman dudó un momento.
—¿Cómo está el tiempo ahí?
—Está lloviendo, señor —el joven parecía perplejo.
—No le estoy haciendo un comentario —dijo abruptamente Godliman—. ¿Hay señales de que la tormenta vaya a amainar?
—Ha cedido un poco en los últimos minutos, señor.
—Bien; vuelva a comunicarse conmigo en cuanto la mujer esté de nuevo en línea.
—Muy bien, señor.
—Sólo Dios sabe lo que estará pasando esa muchacha allá —dijo Godliman agitando la horquilla del teléfono.
—Si ella destruyera al menos la radio…
—Entonces, ¿no nos importa si él la asesina?
—No he dicho tal cosa.
—Póngame con Bloggs en Rosyt —le dijo Godliman al operador.
Bloggs despertó con un sobresalto y escuchó. Afuera estaba amaneciendo. Todos los que se encontraban en el lugar también escuchaban. No podían oír nada. Eso era lo que estaba escuchando: el silencio.
La lluvia había dejado de golpear sobre el tejado de cinc.
Bloggs fue hasta la ventana. El cielo estaba gris, con una banda blanca en el horizonte, hacia el Este. El viento se había detenido de golpe y la lluvia se había convertido en una llovizna.
Los pilotos comenzaron a ponerse las chaquetillas y los cascos, a atarse las botas, encender los cigarrillos.
Sonó una llamada, seguida de una voz que se escuchó en todo el campo:
—¡Todos a sus puestos! ¡Todos a sus puestos!
Llamó el teléfono. Los pilotos lo ignoraron y salieron apresuradamente. Bloggs respondió.
—¿Sí?
—Aquí Percy, Fred. Acabamos de sintonizar con la isla. Ha asesinado a los dos hombres. La mujer le está manteniendo afuera por el momento, pero es evidente que no podrá resistir mucho.
—La lluvia ha cesado. Despegamos ahora —dijo Bloggs—. Lo más rápido posible, Fred. Adiós.
Bloggs colgó y miró a su alrededor en busca de su piloto. Charles Calder se había quedado dormido sobre Guerra y Paz. Bloggs le sacudió sin miramientos.
—Vamos, despierta. ¡Diablos, despierta!
Calder abrió los ojos.
Bloggs habría podido pegarle.
—Despierta de una vez. Vamos. Partimos hacia la Isla de las Tormentas.
El piloto se puso inmediatamente de pie.
—Está bien —dijo.
Corrió a la puerta y Bloggs le siguió sacudiendo la cabeza.
El bote salvavidas cayó al agua con un sonido como de una pistola y provocando una gran salpicadura en forma de V. El mar estaba muy lejos de haberse calmado, pero aquí, en la parte más resguardada de la isla, un barco en manos de marineros experimentados no corría riesgos excesivos.
El capitán dijo:
—Número uno, adelante.
El primer piloto con tres soldados de Marina estaba ante la barandilla. Llevaba una pistola en una funda impermeable.
—Vamos —les dijo.
Los cuatro hombres bajaron por las escaleras al bote. El primer piloto se ubicó en la popa y los tres marineros aflojaron los remos y comenzaron a remar.
Durante un momento el capitán observó cómo avanzaban hacia el malecón. Luego volvió al puente de mando e impartió órdenes para que la corbeta siguiera circundando la isla.
Un estridente timbrazo interrumpió el juego de naipes en el cúter.
Slim dijo:
—Me parecía que algo era diferente. Ya no nos zarandeamos tanto. En realidad casi no nos movemos. La quietud me marea espantosamente.
Nadie lo escuchaba: la tripulación se apresuraba a ocupar los puestos correspondiente. Algunos se ajustaban al mismo tiempo los salvavidas.
Las máquinas se pusieron en marcha con un rugido y la embarcación comenzó a trepidar.
Arriba, sobre cubierta, Smith estaba en la proa disfrutando del aire fresco y la humedad en la cara después de haber pasado una noche abajo.
Cuando el cúter dejaba el puerto, Slim se acercó a él. —Bueno, ya estamos en marcha —dijo.
—Yo sabía que el timbre iba a tocar justo en ese momento —dijo Smith—. ¿Sabes por qué?
—No, dímelo.
—Porque tenía un as y un rey. Nadie me podía ganar.
El comandante Werner Heer miró su reloj.
—Treinta minutos.
—¿Qué tal está el tiempo? —preguntó el mayor Wohl sacudiendo la cabeza.
—La tormenta ha amainado —respondió Heer de mala gana. Habría preferido reservarse esa información para sí mismo.
—Entonces tendríamos que salir a la superficie.
—Si su hombre estuviera aquí, nos hubiese enviado alguna señal.
—La guerra no se gana con hipótesis, capitán —dijo Wohl—. Le sugiero firmemente que salgamos a la superficie.
Mientras el submarino había estado en el muelle, se había producido una gran discusión entre los superiores de Heer y Wohl, y había ganado el de este último. En consecuencia, Heer era aún el capitán del barco, pero le dijeron con cierta contundencia que la próxima vez que pasara por alto alguna firme sugerencia del mayor Wohl era mejor que tuviera alguna razón más que importante para ello.
—Exactamente a las seis saldremos a la superficie —dijo.
Wohl asintió y desvió la mirada.
Se oyó el ruido de cristales rotos, y luego una explosión como de una bomba incendiaria.
Lucy dejó caer el micrófono. Algo estaba sucediendo abajo. Cogió la escopeta y corrió.
En el salón había una llamarada. El fuego surgía de una botella rota sobre el suelo. Henry había fabricado una especie de bomba con la gasolina del jeep. Las llamas se estaban expandiendo por la gastada alfombra de Tom y prendían en la tela de sus viejos sillones. Un almohadón relleno con plumas se encendió y las llamas llegaron al cielo raso.
Lucy agarró el almohadón y lo tiró por la ventana rota, chamuscándose la mano. Se quitó la chaqueta, desgarrándola, y la tiró sobre la alfombra, pisoteando encima. La levantó y la echó sobre el canapé, para ahogar el fuego.
Se oyó una rotura de cristales.
El ruido llegaba de arriba.
—¡Jo! —gritó Lucy.
Dejó caer la chaqueta y corrió escaleras arriba, hacia la habitación del frente.
Faber estaba sentado en la cama con Jo sobre las rodillas. El niño estaba despierto, chupándose el pulgar, con su típica mirada de grandes ojos abiertos, como todas las mañanas. Faber le pasaba la mano por el pelo despeinado.
—Tira el arma sobre la cama, Lucy.
Agachó los hombros e hizo lo que él le ordenaba.
—Has trepado por la pared y entrado por la ventana —dijo inexpresivamente.
Faber bajó a Jo de su falda.
—Ve con mamá.
Jo corrió y ella le levantó en brazos.
Él cogió las dos escopetas y se dirigió al aparato de radio. Tenía la mano derecha bajo el sobaco izquierdo, y había una gran mancha roja en su chaqueta. Se sentó.
—Me has hecho mucho daño —dijo. Luego volvió su atención al transmisor.
Súbitamente, se escuchó una voz.
—Responda, Isla de las Tormentas.
Él levantó el micrófono.
—¿Hola?
—Espere un momento.
Se produjo una pausa, y luego se oyó otra voz. Lucy la reconoció como perteneciente al hombre de Londres que le había ordenado destruir la radio. Ahora estaría defraudado con respecto a ella. Dijo:
—Hola; es nuevamente Godliman. ¿Puede oírme? Cambio y corto.
—Sí, puedo oírle, profesor —respondió Faber—. ¿Ha visto alguna catedral interesante últimamente?
—¿Cómo… estoy…?
—Sí —sonrió Faber—. ¿Cómo está usted? —Luego la sonrisa desapareció súbitamente de su rostro, como queriendo decir que el juego había terminado, y manipuló el dial de frecuencia de la radio.
Lucy se volvió y abandonó la habitación. Todo había terminado. Sin pensarlo, desesperada, bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Lo único que podía hacer era esperar a que él la matara. No podía escapar, no tenía bastante energía para hacerlo y evidentemente él lo sabía.
Miró por la ventana. La tormenta había concluido. El viento que antes aullaba se había convertido en una brisa fría y constante, ya no llovía, y el cielo brillaba por el Este anunciando un día de sol. El mar…
Ella frunció el ceño, y volvió a mirar.
Sí, Dios mío, era un submarino.
Destruya la radio, le había dicho el hombre.
La noche anterior Henry había maldecido en lengua extranjera… Lo he hecho por mi país, había dicho.
Y, en su delirio, algo sobre esperando en Calais un ejército fantasma…
Destruya la radio.
¿Por qué un hombre que salía de pesca tenía que llevar un rollo de negativos?
Durante todo el tiempo había sabido que él no era un loco.
El submarino era un «Uboat», y Henry sería algún agente alemán…, quizás un espía… En aquel preciso instante tenía que estar comunicándose con el submarino por radio.
Destruya la radio.
No tenía derecho a darse por vencida, menos aún ahora que había comprendido. Sabía lo que tenía que hacer. Le habría gustado dejar a Jo en algún lugar, donde no pudiera verlo —eso le molestaba más que el dolor que sabía que sentiría—, pero no había tiempo para ello. Seguramente Henry encontraría la frecuencia en cualquier momento y entonces sería demasiado tarde.
Tenía que destruir la radio, pero la radio estaba arriba, con Henry, y él tenía las dos armas y la mataría. Sólo conocía una manera de hacerlo.
Colocó una de las sillas de cocina de Tom en el centro de la habitación, se subió a ella, levantó los brazos y desenroscó la bombilla.
Se bajó de la silla, fue hasta la puerta y movió el interruptor.
—¿Vas a cambiar la bombilla? —preguntó Jo.
Lucy subió a la silla, dudó un momento, y luego metió tres dedos en el portalámparas.
Se produjo un estallido, un instante de terrible dolor y luego sobrevino la inconsciencia total.
Faber oyó el estallido. Había encontrado la frecuencia correcta en el transmisor, había pasado la palanca a «transmisor» y había cogido el micrófono. Estaba a punto de hablar cuando se produjo el estallido. Inmediatamente se apagaron las luces de los diales.
Una expresión de ira le cubrió el rostro. Ella había producido un cortocircuito en la electricidad de toda la casa. Nunca creyó que pudiera ser tan astuta.
Tendría que haberla matado antes. ¿Qué era lo que le fallaba? Nunca había dudado antes, nunca, hasta encontrarse con aquella mujer.
Cogió una de las escopetas y bajó.
El niño lloraba. Lucy estaba tendida en el suelo, inerte y fría. Faber observó el portalámparas vacío con la silla debajo y frunció el entrecejo asombrado.
Lo había hecho con la mano.
—Santo cielo —dijo Faber.
Los ojos de Lucy se abrieron.
Estaba herida y magullada por todas partes.
Henry la miraba, de pie a su lado, con la escopeta en la mano, y le dijo:
—¿Por qué lo has hecho con la mano? ¿Por qué no con un destornillador?
—No sabía que pudiera hacerlo con un destornillador.
Él sacudió la cabeza.
—Eres realmente una mujer sorprendente —dijo mientras levantaba el arma. La apuntó y volvió a bajarla—. Maldita seas.
Miró en dirección de la ventana y se sobresaltó.
—Lo has visto —dijo.
Ella asintió.
Se quedó tenso durante un momento. Luego, fue hasta la puerta, y al encontrarla claveteada rompió los cristales de la ventana con la culata de la escopeta y saltó por ella.
Lucy se levantó. Jo se abrazó a sus piernas. No tenía fuerza suficiente para levantarle. Caminó vacilante hasta la ventana y miró.
Él corría en dirección a la playa. El submarino aún estaba ahí, quizás a un kilómetro de la costa. Él llegó al borde del acantilado y empezó a bajar. Seguramente intentaría nadar hasta el submarino.
Debía detenerle.
«Santo Dios, ya basta…»
Saltó por la ventana, haciendo caso omiso de los sollozos de su hijo, y corrió tras él.
Cuando llegó al borde del acantilado, se echó al suelo para mirar. Él estaba más o menos a mitad de camino entre ella y el mar. Él miró hacia arriba y la vio, se detuvo por un instante, y luego comenzó a moverse más aprisa, con una prisa peligrosa.
Su primera idea fue bajar en su persecución. Pero, ¿qué sentido tenía? Aun cuando le alcanzara, no podría detenerle.
La tierra sobre la que se apoyaba, cedió un poco. Retrocedió, temerosa de que continuara cediendo y que la enviara barranco abajo.
Lo cual le dio una idea.
Golpeó la tierra rocosa con los dos puños. Pareció sacudirse un poco más y apareció una fisura. Puso una mano sobre el borde y con la otra empujó allí donde se había producido la grieta. Un trozo de piedra calcárea del tamaño de un melón se le quedó entre las manos.
Volvió a mirar sobre el borde y le vio.
Con gran cuidado, apuntó y arrojó la piedra.
Parecía caer muy despacio. Él la vio llegar y se cubrió la cabeza con el brazo. A ella le pareció que no le acertaría.
La piedra pasó a poca distancia de su cabeza y fue a golpearle el hombro izquierdo. Estaba agarrado con la mano izquierda y pareció aflojarla, se balanceó peligrosamente durante un momento. La mano derecha, a la que faltaban los dedos, se estiró para asirse. Luego pareció inclinarse hacia el vacío, formando remolinos con los brazos, hasta que sus pies resbalaron del precario apoyo y quedó suspendido en el aire, para ir a caer como un peso muerto sobre las rocas de abajo.
No se oyó ningún grito.
Quedó tendido sobre una roca plana que sobresalía de la superficie del agua. El sonido del cuerpo al chocar contra la roca le produjo un gran malestar. Él yacía allí, de espaldas, con los brazos extendidos y la cabeza en un ángulo absurdo.
Algo le brotaba de la boca y corría por la piedra, y Lucy se volvió para no verlo.
Entonces los acontecimientos se precipitaron.
Se oyó un ruido ensordecedor en el cielo y tres aviones con las insignias circulares de la RAF en las alas salieron de entre las nubes y se lanzaron en picado sobre el submarino disparando ráfagas de ametralladora.
Cuatro soldados de Infantería de Marina subían corriendo por la cuesta de la montaña, y uno de ellos gritaba: «Izquierda derecha izquierda derecha izquierda derecha.»
Otro avión amerizó, de su interior salió un bote y un hombre con salvavidas comenzó a remar hacia la costa.
Un barco pequeño apareció en la curva de la costa avanzando hacia el submarino.
El submarino se sumergió.
El bote chocó contra las rocas del pie del acantilado y un hombre que salió de él empezó a examinar el cuerpo de Faber.
Apareció una lancha que ella reconoció como un cúter guardacostas.
Uno de los soldados llegó hasta ella.
—¿No está herida? Hay una niña en la cabaña que está llorando y llama a su mamá…
—Es un niño —dijo Lucy—. Tengo que cortarle el pelo.
Bloggs condujo el bote en dirección al cuerpo que estaba al pie del acantilado. La embarcación chocó contra la roca y él se sacudió el agua y salió a la superficie plana.
El cráneo de Die Nadel se había destrozado como una botella al chocar contra la roca. Al mirar más de cerca, Bloggs advirtió que incluso antes de la caída el hombre había quedado bastante estropeado, tenía la mano derecha mutilada y le había pasado algo en el tobillo.
Bloggs le registró. El estilete estaba donde él suponía, en una funda ajustada sobre su brazo izquierdo. En el bolsillo interior de la chaqueta manchada de sangre, Bloggs encontró una billetera, papeles, dinero y un pequeño envase para guardar el negativo de una película, donde había una con veinticuatro negativos de 35 mm. La sostuvo en alto contra la luz y correspondían a las copias que encontró en los sobres que Faber había enviado a la Embajada portuguesa.
Los marineros que se encontraban en la cumbre del acantilado hicieron bajar una soga. Bloggs se guardó las cosas de Faber en el bolsillo, y luego ató la cuerda en torno al cadáver. Una vez que lo hubieron izado hasta arriba, volvieron a lanzar la cuerda para Bloggs.
Cuando llegó a la cima, el subteniente se presentó y los dos se dirigieron a la casa situada en la cima de la montaña.
—No hemos tocado nada, para no destruir las pruebas —dijo el marino más veterano.
—No se preocupen demasiado —respondió Bloggs—. No será un caso para ir a juicio.
Tuvieron que entrar en la casa por la ventana rota de la cocina. La mujer estaba sentada ante la mesa de la cocina con la criatura sobre las rodillas. Bloggs le sonrió. No se le ocurrió nada que decirle.
Echó una mirada a su alrededor. Era un campo de batalla. Vio las ventanas claveteadas, las puertas con las tablas cruzadas, los restos del fuego, el perro con el cuello cortado, las escopetas, la baranda de la escalera cortada, y el hacha incrustada en el marco de la ventana junto a dos dedos seccionados.
Pensó: «¿Qué clase de mujer es ésta?»
Ordenó diversas tareas para los infantes de Marina: uno debía limpiar la casa y desclavar puertas y ventanas, otro remplazar los cristales que se habían roto, un tercero preparar té.
Se sentó frente a la mujer y la miró. Iba vestida con ropas masculinas muy poco elegantes, tenía el pelo mojado y la cara socia. Pese a todo, era notablemente hermosa, con bellos ojos color ámbar y un rostro ovalado.
Bloggs le sonrió al niño y le habló quedamente a la mujer:
—Lo que usted ha hecho es tremendamente importante —dijo—. Uno de estos días le daremos explicaciones, pero por el momento debo hacerle un par de preguntas. ¿Me lo permite?
Ella fijó la mirada en el rostro de Bloggs y pasado un momento asintió.
—¿Consiguió Faber comunicarse por radio con el submarino?
La mujer pareció no entender nada.
Bloggs encontró un caramelo en el bolsillo de su pantalón.
—¿Puedo dárselo al niño? Parece tener hambre.
—Gracias —respondió ella.
—Bien. ¿Logró Faber comunicarse con el submarino?
—Su nombre era Henry Baker —respondió ella.
—Ah, bueno. ¿Consiguió hacerlo?
—No. Produje un cortocircuito.
—Fue algo muy inteligente —dijo Bloggs—. ¿Cómo lo logró?
Ella señaló el portalámparas vacío encima de sus cabezas.
—¿Metió un destornillador?
—No; no fui tan inteligente. Los dedos.
Él la miró horrorizado, sin poderlo creer. El pensamiento de introducir deliberadamente… Sintió un escalofrío y trató de quitarse el pensamiento de la cabeza, y una vez más se preguntó qué clase de mujer era aquélla.
—Bien, entonces, ¿cree usted que alguien del submarino puede haberle visto descolgándose por el acantilado?
En la expresión de la cara de ella se notaba el gran esfuerzo que estaba realizando.
—Estoy segura que nadie salió de la escotilla —respondió—. ¿Podrían haberle visto con el periscopio?
—No —dijo él—. Ésta es una buena noticia, muy buena noticia. Significa que no saben que… ha sido, neutralizado… —Cambió rápidamente de tema—. Usted ha pasado por todo lo que puede pasar alguien que está en el frente de batalla. Más aún. Les llevaremos a usted y al niño a un hospital en tierra firme.
—Sí —consintió ella.
Bloggs se volvió al infante de Marina de mayor jerarquía.
—¿Se dispone de alguna forma de transporte?
—Naturalmente.
Bloggs se volvió una vez más hacia la mujer. Sintió hacia ella un gran impulso afectivo mezclado con admiración, que ahora parecía frágil y desvalida, pero él sabía que era tan valiente y fuerte como hermosa. Para sorpresa de ella —y de él mismo— la cogió de la mano.
—Una vez que haya permanecido internada durante un par de días, comenzará a sentirse deprimida. Pero ésa será una señal de que comienza a reponerse. No estaré lejos y los médicos me mantendrán informado. Mi deseo será hablar más con usted, pero sólo cuando tenga ganas de hacerlo. ¿De acuerdo?
Finalmente ella le sonrió, y él sintió su calidez.
—Es usted muy bondadoso —dijo ella. Luego se puso de pie y llevó al niño fuera de la casa.
—¿Bondadoso? —murmuró Bloggs para sí mismo—. Dios, qué mujer.
Se dirigió arriba, donde estaba el radiotransmisor, y sintonizó en la frecuencia del Royal Observer Corps. —Isla de las Tormentas, llamando. Cambio.
—Adelante, Isla de las Tormentas.
—Comuníqueme con Londres.
—Manténgase en la línea. —Se produjo una larga pausa, luego apareció una voz familiar—. Godliman.
—Percy. Hemos pescado al… contrabandista. Está muerto.
—Magnífico, magnífico. —Había un indisimulado tono de triunfo en la voz de Godliman—. ¿Pudo establecer contacto con su cómplice?
—Es casi seguro que no.
—¡Magnífico, magnífico! ¡Felicitaciones!
—No me felicite a mí —dijo Bloggs—. Cuando llegué aquí ya estaba todo a punto, excepto la limpieza.
—¿Quién…?
—La mujer.
—Bien. Parece mentira. ¿Cómo es la mujer?
Bloggs sonrió significativamente.
—Es un héroe, Percy.
Y Godliman sonrió a su vez desde su puesto, comprendiendo.
Hitler estaba de pie ante el ventanal mirando las montañas. Llevaba su uniforme gris y parecía cansado y deprimido. Durante la noche había hecho llamar a su médico.
El almirante Puttkamer se cuadró y saludó.
Hitler se volvió y miró intensamente a su ayuda de campo. Aquellos ojillos redondos siempre enervaban a Puttkamer.
—¿Han recogido a Die Nadel?
—No. Se produjo algún inconveniente en el punto de encuentro. La Policía inglesa estaba persiguiendo a unos contrabandistas. De cualquier modo parece que Die Nadel no estaba allí. Ha enviado un mensaje por radio hace algunos minutos. —Y le alargó la hoja de papel donde estaba transcrito.
Hitler lo cogió, se puso las gafas y comenzó a leer:
LUGAR FIJADO DE ENCUENTRO NO OFRECE SEGURIDAD ESTÚPIDOS ESTOY HERIDO Y TRANSMITO CON MANO IZQUIERDA
PRIMER GRUPO EJÉRCITO ESTADOS UNIDOS REUNIDO EAST ANGLIA A LAS ÓRDENES DE GENERAL PATTON EN EL SIGUIENTE ORDEN DE GUERRA
VEINTIUNA DIVISIÓN DE INFANTERÍA CINCO DIVISIONES ARMADAS APROXIMADAMENTE CINCO MIL AVIONES MAS BARCOS TRANSPORTE
TROPA EN FUSAG ATACARÁN CALAIS QUINCE DE JUNIO SALUDOS A WILLI.
Hitler entregó nuevamente el mensaje a Puttkamer y suspiró:
—De modo que finalmente es Calais.
—¿Podemos estar seguros con respecto a este hombre? —preguntó su ayudante.
—Totalmente. —Hitler se volvió y atravesó el salón hasta una silla. Sus movimientos eran duros y parecía sufrir dolores—. Es un alemán leal. Le conozco a él. Conozco su familia…
—Pero su instinto…
—Ach. Dije que confiaría en el mensaje de este hombre y lo haré. —Hizo un gesto que indicaba al otro que se retirara—. Comunique a Rommel y a Rundstedt que no pueden disponer de las divisiones acorazadas y envíeme al maldito médico.
Puttkamer volvió a saludar y fue a impartir las órdenes.