33

Lucy estaba adquiriendo una gran serenidad. Ese sentimiento, o estado, fue llegándole poco a poco, como la sensación de frío que produce un anestésico, aletargando las emociones y agudizando la razón. Los momentos en que se paralizaba por el pensamiento de que estaba compartiendo su casa con un asesino, se fueron espaciando para dar lugar a una atención fría que la sorprendía a ella misma.

Mientras andaba por la casa realizando las tareas domésticas, barriendo alrededor de Henry, que permanecía sentado leyendo una novela, se preguntaba en qué medida él habría notado el cambio de sus sentimientos. Él era muy observador; muy poco era lo que se le pasaba por alto, y se había producido decididamente un alertamiento, si no una sospecha directa durante el encuentro en el jeep. Tenía que haber advertido que ella estaba impresionada por algo. Por otra parte, ya lo había estado cuando Jo los descubrió en la cama… y quizá podría creer que eso era todo lo que no había andado bien.

Pese a todo, ella tenía el extraño presentimiento de que él sabía exactamente lo que pasaba dentro de ella, pero prefería aparentar que todo andaba bien.

Colgó la ropa húmeda en el tendero de la cocina. —Lamento tener que hacer esto —dijo—, pero no puedo pasarme la vida esperando que pare la lluvia.

Él miró las ropas con indiferencia y dijo:

—Está bien —y se fue hacia la sala.

Entre las ropas mojadas había una muda de ropa seca para Lucy.

Preparó un pastel de verduras con una receta austera. Llamó a Jo y a Faber y sirvió la comida.

Él dejó la escopeta de David en un rincón de la cocina. Ella dijo:

—No me gusta tener armas cargadas en la casa.

—Está bien. Después del almuerzo la sacaré fuera. El pastel está muy bueno.

—A mí no me gusta —dijo Jo.

Lucy cogió la escopeta y la puso sobre el armario.

—Supongo que ahí está bien; lo importante es que esté fuera del alcance de Jo.

—Cuando sea mayor —dijo Jo— voy a matar alemanes.

—Quiero que esta tarde duermas la siesta —le dijo Lucy. Luego fue a la sala y tomó una de las pastillas para dormir de David, que estaban en un frasco en el aparador. Dos píldoras eran una dosis fuerte para un hombre de más de ochenta kilos, de modo que un cuarto sería suficiente para que un niño, que pesaría veinte, durmiera la siesta. Puso la píldora en la tabla de picar y la cortó por la mitad, luego volvió a cortarla por la mitad, puso un cuarto en una cuchara, lo aplastó con otra cuchara y puso el polvo en un vaso de leche que revolvió bien. Luego le dio el vaso a Jo diciéndole:

—Quiero que tomes hasta la última gota.

Faber observó todo el procedimiento sin comentario alguno.

Después del almuerzo instaló a Jo en el sofá con una pila de libros. Él no sabía leer, por cierto, pero le habían leído tantas veces esas narraciones en voz alta, que las conocía de memoria y podía pasar las páginas mirando las figuras y recitando de memoria las palabras.

—¿Quieres café? —le preguntó a Faber.

—¿Café verdadero? —dijo sorprendido.

—Tengo una pequeña reserva.

—¡Sí, por favor!

Él la miró mientras ella lo preparaba, lo cual le hizo pensar que quizá temiera que también le diese a él un somnífero. Ella podía oír la voz de Jo desde la habitación contigua.

—Lo que dije fue: «¿Hay alguien en casa?», exclamó Pooh en voz muy alta. «¡No!» dijo la voz…

Y rió con todas sus ganas, pues siempre le hacía mucha gracia aquel chiste, «Oh, Dios —pensó Lucy—, no permitas que a Jo le pase nada…»

Sirvió el café y se sentó frente a Faber. Él estiró el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano. Por un momento estuvieron en silencio, tomando el café, escuchando la lluvia y oyendo la voz de Jo.

—«¿Cuánto tiempo se necesita para volverse delgado?, preguntó Pooh ansiosamente. «Más o menos una semana, diría yo.» «¡Pero es que no puedo quedarme una semana!»

Su voz se fue apagando y por último quedó callado. Lucy fue hasta el sofá y lo tapó con una manta, levantó el libro que había resbalado hasta el suelo, y que había sido de ella cuando era pequeña, también ella conocía los cuentos de memoria. La portada mostraba aún la letra de su madre: «Para Lucy, a los cuatro años, con el cariño de su mamá y su papá.» Puso el libro sobre el aparador.

Volvió a la cocina.

—Está dormido.

—¿Y…? —él le cogió la mano. Ella se forzó a dársela. Él se puso de pie, y ella fue delante de él, escaleras arriba, al dormitorio. Ella cerró la puerta, se quitó el pullover.

Por un momento él se quedó de pie, mirándole los senos. Luego comenzó a desnudarse.

Ella se metió en la cama. Ésta era la parte que no estaba segura de poder manejar. Aparentar que disfrutaba de su cuerpo cuando todo lo que podía sentir era miedo, asco y culpabilidad.

Él se metió en la cama y la abrazó.

Al poco rato ella se dio cuenta de que después de todo no tenía que fingir.

Durante unos pocos segundos ella permaneció con la cabeza apoyada sobre el hombro de él, preguntándose cómo era posible que un hombre pudiera hacer lo que él había hecho y hacer el amor a una mujer tal como acababa de hacerlo.

Pero lo único que le dijo fue:

—¿Quieres una taza de té?

—No, gracias.

—Bueno, yo sí —se apartó y se levantó. Cuando él se movió, ella le puso la mano sobre el abdomen y le dijo—: No, tú quédate aquí. Traeré el té. No he terminado contigo.

—Realmente —rió él—, te estás resarciendo de estos cuatro años malgastados.

En cuanto dejó la habitación la sonrisa se le borró de la cara. El corazón le golpeaba en el pecho mientras se apresuraba escaleras abajo. En la cocina hizo sonar la tetera sobre la cocina, produjo ruido de tazas, luego comenzó a ponerse las ropas que había dejado escondidas con la ropa mojada. Las manos le temblaban tanto que casi no podía subirse la cremallera de los pantalones.

Oyó que la cama crujía arriba y se quedó paralizada, escuchando, pensando.

«¡Que se quede ahí!» Pero sólo estaba cambiando de posición.

Estaba preparada. Fue hasta la sala. Jo dormía profundamente, con los dientes castañeteando. «Dios mío, no permitas que se despierte.» Lo alzó en sus brazos. En sueños murmuraba algo sobre Christopher Roben, y Lucy cerró los ojos con fuerza deseando que no se intranquilizara.

Lo envolvió bien con la manta, volvió a la cocina y cogió la escopeta que había dejado sobre el armario. Se le deslizó de las manos y fue a dar sobre la mesa rompiendo un plato y dos tazas. El ruido fue ensordecedor. Se quedó paralizada.

—¿Qué ha pasado? —gritó Faber desde arriba.

—He tirado una taza —gritó sin poder disimular el temblor de su voz.

La cama volvió a crujir y se oyó un pie que se posaba en el suelo del piso de arriba. Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Recogió la escopeta, abrió la puerta del fondo y manteniendo a Jo contra ella corrió al cobertizo.

En el camino sintió un momento de pánico. ¿Había dejado las llaves en el jeep? Por cierto, siempre lo hacía.

Resbaló en el barro y cayó sobre las rodillas. Comenzó a llorar. Durante un segundo estuvo tentada de quedarse, y dejar que él la asesinara como había asesinado a su marido, y luego recordó al niño que llevaba en los brazos y volvió a apresurar la marcha.

Entró en el cobertizo y abrió la puerta del lado del conductor del jeep. Puso a Jo en el asiento. Él se balanceó. Lucy sollozaba: «Oh, Dios.» Enderezó a Jo, que esta vez quedó en la posición correcta. Corrió al otro lado y subió, tirando la escopeta entre sus piernas.

Hizo girar la llave de contacto.

El motor tosió y se apagó.

—¡Por favor! ¡Por favor!

Volvió a insistir.

El motor se puso en marcha.

Faber surgió corriendo por la puerta de atrás.

Lucy aceleró y puso primera. El jeep pareció saltar fuera del cobertizo. Aceleró a fondo.

Las ruedas levantaron el barro, resbalando, luego mordieron suelo firme una vez más. El jeep adquiría velocidad con increíble lentitud. Ella viró alejándose de él, pero se lanzó a correr descalzo por el barro.

Ella advirtió que le iba sacando ventaja.

Apretó el acelerador de mano con todas sus fuerzas, hasta casi romper la débil palanca. Quería gritar por la frustración. Él ya estaba a más o menos a un metro de distancia, casi junto a ella, corriendo como un atleta, sus brazos moviéndose como pistones, sus pies desnudos golpeando el suelo embarrado, sus mejillas ardiendo, su pecho desnudo presa de una gran agitación.

El motor pistoneó, se produjo un tirón cuando ella cambió de marcha y el coche tomó nuevo empuje.

Lucy miró una vez más de reojo. Él parecía darse cuenta de que casi la había perdido, se lanzó con un salto hacia delante y con la mano izquierda pudo asirse de la manija de la puerta, alcanzando a aferrarse entonces también con la derecha. Impelido por el jeep, corrió a la par unos pocos pasos. Sus pies casi no tocaban el suelo. Lucy le miró la cara, tan cerca de la suya… estaba enrojecida por el esfuerzo, distorsionada por el dolor. Los tendones del cuello se veían abultados por la presión a que habían sido sometidos.

Súbitamente ella supo lo que debía hacer.

Una de sus manos dejó el volante, estiró el brazo fuera de la ventanilla, que tenía el vidrio bajado, y le metió en el ojo la larga uña de su dedo índice.

Él se soltó, dejándose caer y cubriéndose la cara con las manos.

La distancia entre él y el jeep aumentó rápidamente.

Lucy se dio cuenta de que lloraba como una criatura.

A tres kilómetros de su casa vio la silla de ruedas.

Estaba en la parte más alta del acantilado, como un monumento recordatorio, su estructura metálica y las grandes ruedas con cubiertas de goma bajo la lluvia interminable. Lucy se aproximó a ella, y vio su silueta negra recortada por un cielo gris pizarra y enmarcada por el mar. Tenía un aspecto triste, como el agujero dejado por un árbol arrancado de cuajo, o una casa con los cristales rotos; como si le hubieran arrancado a su ocupante.

Recordó la primera vez que la había visto en el hospital. Estaba junto a la cama de David, nueva y brillante, y él se ubicó en ella como un experto y luego anduvo de un lado a otro haciendo demostraciones. «Es ligera como una pluma. Está hecha de la aleación con la que se fabrican los aviones», había dicho con entusiasmo mientras se apresuraba a recorrer los espacios entre las filas de camas. Se detuvo al final del salón, de espaldas a ella, y pasado un momento ella fue hasta él y vio que lloraba. Ella se arrodilló ante él y no le dijo nada.

Fue la última vez que pudo ofrecerle su consuelo.

Ahí, en el borde del acantilado, la lluvia y el viento salado pronto empañarían el metal, y con el tiempo se herrumbraría y destruiría: sus cubiertas de goma se resecarían y partirían, y el asiento de cuero se pudriría y echaría a perder.

Lucy pasó ante ella sin disminuir la marcha.

Más de cuatro kilómetros más adelante, cuando estaba a mitad de camino entre las dos casas, se quedó sin gasolina.

Trató de no dejarse invadir por el pánico y de pensar con cordura, mientras el jeep daba unos tirones y se detenía.

La gente caminaba a unos seis kilómetros por hora. Era un dato que recordó haber leído en alguna parte. Henry era un atleta, pero tenía un tobillo en malas condiciones, y aunque parecía haberse repuesto rápidamente, la carrera que había realizado tras el jeep seguramente le había perjudicado. Ella estaría a una buena hora de distancia de él.

(No tenía dudas de que él vendría a buscarla; él sabía tan bien como ella que en la cabaña de Tom había un aparato radiotransmisor.)

Tenía tiempo de sobra. En la parte trasera del jeep había un recipiente con cinco litros de combustible, justamente para oportunidades como aquélla. Se bajó. Sacó la lata de la parte trasera y levantó la tapa del depósito de combustible.

Luego recapacitó, y tuvo una idea que la hizo admirarse de su propia astucia.

Volvió a tapar el depósito y fue hacia la parte delantera del vehículo. Se aseguró de que el motor no tuviera encendido el contacto y abrió el capó. Observó por dónde pasaban los cables que conducían la electricidad al motor. Colocó la lata de gasolina junto al distribuidor, que, pese a no ser un mecánico sabía distinguir, y quitó la tapa del mismo.

En la caja de herramientas tenía una llave para ajustar las bujías. La tomó y desconectó una, se aseguró de que el contacto estuviese cerrado, y puso la bujía en la boca de la lata, asegurándola con cinta adhesiva, y luego cerró el capó.

Cuando Henry viniera, trataría de poner en marcha el motor. Al darle al contacto, la bujía produciría una chispa y al inflamarse el combustible todo estallaría.

No sabía qué daño se podría causar, pero tenía la seguridad de que quedaría inutilizado.

Una hora más tarde se estaba arrepintiendo de su ingenio.

Chapoteando en el barro, empapada hasta los huesos, con el niño dormido que era un peso muerto sobre su hombro, lo único que quería era dejarse caer y morir. Tras reflexionar, la trampa tendida le parecía arriesgada, la gasolina se encendería pero no explotaría; si no había aire suficiente en la boca de la lata, acaso ni siquiera se encendiera, y lo peor era que Henry podría sospechar que se trataba de una trampa, entonces levantaría el capó, desconectaría el montaje, pondría el combustible en el depósito e iría a buscarla.

Consideró la posibilidad de detenerse a descansar, pero se dio cuenta de que si se detenía quizá no pudiera levantarse más.

Ya debía tener la cabaña de Tom a la vista. No era posible que se hubiese perdido. Aunque no hubiese hecho ese camino antes, muchísimas veces, la isla entera no era lo suficientemente grande como para perderse.

Reconoció un matorral donde una vez ella y Jo habían visto un zorro. Debía de estar a un kilómetro y medio de la cabaña.

Apoyó a Jo en su otro hombro, cambió de brazo la escopeta, y se obligó a seguir colocando un pie delante del otro.

Finalmente, cuando divisó la casa a través de la cortina de lluvia, podía haber llorado de alivio. Estaba más cerca de lo que había pensado; quizás a unos doscientos o trescientos metros.

De pronto, Jo parecía menos pesado, y aunque el último tramo era empinado —la única cuesta empinada que había en la isla— le pareció que la recorría en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Tom! —gritó a medida que se aproximaba a la puerta de entrada—. ¡Tom, Tom!

Oyó en respuesta el ladrido del perro.

Entró por la puerta del frente.

—¡Tom, rápido! —Bob merodeaba y olisqueaba excitado en torno a sus tobillos, ladrando con toda su alma. Tom no podía estar lejos. Probablemente estuviera en la cocina o en la despensa. Lucy fue arriba y dejó a Jo en la cama de Tom.

El radiotransmisor estaba en el dormitorio; era un aparato complicado, con cables, diales y palancas. Había algo que tenía el aspecto de un pulsador de telégrafo morse; lo tocó para ver qué sucedía y emitió un «bi». Súbitamente, su memoria rescató algo de una historia de suspenso escolar; el código Morse para el SOS. Volvió a presionar el pulsador, tres cortos, tres largos, tres cortos.

¿Dónde estaba Tom?

Oyó un ruido y corrió a la ventana.

El jeep subía la cuesta hacia la casa.

Henry había descubierto la trampa y empleado la gasolina para llenar el tanque.

¿Dónde estaba Tom?

Se precipitó fuera de la habitación con la intención de ir a la despensa, pero al pie de la escalera se detuvo. Bob estaba parado en la abertura de la puerta que daba a la otra habitación, a la vacía.

—Ven, Bob —le dijo ella. El perro no se movió, sino que se puso a ladrar. Ella fue hacia él y se inclinó para acariciarle.

Entonces vio a Tom.

Estaba tirado de espaldas sobre los tablones del piso en la habitación vacía, sus ojos sin mirada estaban fijos en el cielo raso, su gorra vuelta del revés, detrás de su cabeza. Tenía la chaqueta abierta, se veía una pequeña mancha de sangre en la camisa, y cerca de su mano un botellón de whisky, y Lucy se encontró pensando absurdamente: «No sabía que bebiera tanto.»

Le tomó el pulso.

Estaba muerto.

«Piensa, piensa.»

El día anterior había retornado a su casa maltrecho, como si hubiera estado en una refriega. Eso debió de haber sido cuando asesinó a David. Hoy había venido aquí, a la cabaña de Tom, «a buscar a David», según dijo. Pero, naturalmente, sabía muy bien que David no estaba allí. Entonces, ¿para qué había ido? Evidentemente, para matar a Tom.

Ahora estaba completamente sola.

Cogió al perro por el collar y lo apartó de la proximidad del cuerpo de su amo. Llevada por un impulso, volvió y abotonó la chaqueta por encima de la pequeña herida dejada por el estilete que había matado a Tom. Luego cerró la puerta, volvió a la habitación de delante y miró por la ventana.

El jeep llegó hasta el frente de la casa y se detuvo. Henry bajó.