Lucy se despertó despacio; surgió gradualmente, lánguidamente, del cálido vacío de sueño profundo, a través de las capas del inconsciente, percibiendo el mundo pedazo a pedazo; primero el cálido, duro cuerpo masculino a su lado; luego la extrañeza de la cama de Henry; el ruido de la tormenta afuera, tan fuerte e incansable como ayer y el día anterior; el suave olor de la piel del hombre; su brazo a través del pecho de él, sus piernas entrelazadas con las de él, como para mantenerle ahí; sus senos prietos contra el flanco de él; la luz del día que daba contra sus pupilas; la respiración suave y regular que chocaba contra el rostro de ella; y luego, de repente, como la solución de una adivinanza, el darse cuenta de que estaba en flagrante adulterio, acostada con un hombre que había conocido sólo cuarenta y ocho horas atrás, y que estaban desnudos en la carpa, en la casa de su marido. Por segunda vez.
Abrió los ojos y vio a Jo. Dios mío… se había quedado dormida.
Él estaba de pie junto a la cama con su pijama todo arrugado, el pelo revuelto, una muñeca de trapo destartalada debajo del brazo, chupándose el pulgar y contemplando con los ojos abiertos a su mamá y al hombre extraño abrazándose el uno al otro en la cama. Lucy no pudo leer su expresión, pues a esa hora del día él lo contemplaba todo más o menos de la misma manera, como si el mundo fuera nuevo y maravilloso todas las mañanas. Ella también le miró en silencio, sin saber qué decirle.
Luego, la profunda voz de Henry dijo:
—Buenos días.
Jo se quitó el pulgar de la boca y respondió:
—Buenos días —dio media vuelta y salió de la habitación.
—Maldición, maldición —dijo Lucy.
Henry se deslizó hacia abajo hasta poner su cara al mismo nivel que la de ella y la besó. Su mano fue hasta sus muslos y la abrazó posesivamente.
—Santo Dios, basta —dijo ella apartándolo.
—¿Por qué?
—Jo nos ha visto.
—¿Y qué pasa con eso?
—Puede hablar, como comprenderás. Tarde o temprano le dirá algo a David. ¿Qué voy a hacer?
—No hagas nada. ¿Tiene tanta importancia?
—Por cierto que la tiene.
—No veo por qué. Dada la forma en que él se comporta, no deberías sentirte culpable.
De pronto, Lucy se dio cuenta de que Henry simplemente no tenía noción de la compleja maraña de lealtades y obligaciones que constituían un matrimonio. Cualquier matrimonio, pero especialmente el de ella.
—No es tan simple como tú lo ves —dijo.
Saltó de la cama y cruzó el rellano hasta su propio dormitorio. Se vistió poniéndose unos pantalones y un jersey. Luego recordó que había destrozado las ropas de Henry y que tenía que prestarle algo de David. Encontró calzoncillos y calcetines, una camisa de punto y un pullover con cuello en V. Por último, encontró en el fondo de la maleta un pantalón que no estaba cortado por la rodilla y cosido. Mientras Jo la miraba en silencio.
Llevó las ropas a la otra habitación. Henry había ido al cuarto de baño a afeitarse. Le habló a través de la puerta:
—Tus ropas están sobre la cama.
Bajó, encendió la cocina y puso una olla de agua a calentar. Decidió hacer huevos pasados por agua para el desayuno. Le lavó la cara a Jo en el fregadero de la cocina, le peinó y le vistió rápidamente.
—Te estás portando muy bien esta mañana —le dijo ella animadamente.
Él no respondió nada.
Henry bajó y se sentó a la mesa, con tanta naturalidad como si hubiera estado haciéndolo desde hacía años. Lucy se sentía muy extraña al verle vestido con las ropas de David, ofreciéndole un huevo para desayunar dejando una bandeja con tostadas sobre la mesa.
De pronto Jo dijo:
—¿Mi papá está muerto?
Henry dirigió una mirada al niño y no dijo nada.
No seas tonto —dijo Lucy—. Está en la casa de Tom.
Jo la ignoró y se dirigió a Henry:
—Tú llevas la ropa de mi papá, y tienes a mi mamá. ¿Ahora vas a ser mi papá?
—Los niños y los locos… —citó Lucy.
—¿No viste mi ropa anoche? —dijo Henry.
Jo asintió.
—Bueno, entonces sabes por qué he tenido que tomar prestada la de tu papá. Cuando consiga alguna mía se la devolveré.
—¿Y devolverás a mi mamá?
—Por cierto que sí.
—Come tu huevo, Jo —dijo Lucy.
El niño, aparentemente satisfecho, se sumergió en su desayuno. Lucy estaba mirando por la ventana de la cocina.
—La lancha no vendrá hoy —comentó.
—¿Estás contenta? —le preguntó Henry.
—No lo sé.
Lucy no tenía hambre. Tomó una taza de té mientras Jo y Henry comían. Después, Jo se fue arriba a jugar y Henry recogió las cosas de la mesa. Mientras lo iba apilando todo en el fregadero, dijo:
—¿Temes que David te castigue? ¿Físicamente?
—No —dijo ella sacudiendo la cabeza.
—Tendrías que olvidarle —continuó Henry—. De todos modos, estabas planeando separarte de él. ¿Por qué habría de preocuparte tanto si lo sabe o no?
—Es mi marido. Eso significa algo. La clase de marido que es… todo eso.., no me da derecho a humillarle.
—Creo que te da derecho a que no te importe si se siente humillado o no.
—No es algo que pueda ser resuelto en forma lógica. Es simplemente la forma en que lo siento.
Él hizo un gesto de impotencia con los brazos.
—Lo mejor que puedo hacer es ir hasta la casa de Tom y averiguar si tu marido está dispuesto a regresar. ¿Dónde están mis botas?
—En el salón. Te buscaré una chaqueta —fue hasta arriba y le trajo la más vieja, de fajina. Era de un tweed gris verdoso, muy bonita, muy elegante, con cinturón y bolsillos superpuestos. Lucy le había puesto parches de cuero en los codos para protegerlos; ya no se conseguía ropa como ésa. Bajó con ella hasta el salón, donde Henry se estaba poniendo las botas. Se había atado la izquierda y penosamente estaba metiendo el pie golpeado en la otra. Lucy se arrodilló para ayudarle.
—La hinchazón ha bajado —dijo ella.
—El maldito todavía duele.
Consiguieron encajar la bota, pero la dejaron abierta. Henry se puso de pie para probarla.
—Está bien —dijo.
Lucy le ayudó a ponerse la chaqueta. Le quedaba un poco justa en los hombros.
—No tenemos otra chaqueta impermeable —dijo ella.
—Entonces me mojaré —la abrazó y la besó con suavidad. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le mantuvo apretado contra ella durante un momento.
—Hoy conduce con más cuidado —dijo.
Él sonrió, asintió y volvió a besarla —brevemente esta vez— y salió. Ella lo vio caminar con dificultad hacia el cobertizo, y se quedó ante la ventana mientras él ponía en marcha el jeep y subía despacio la cuesta hasta desaparecer de la vista. Cuando se hubo ido se sintió aliviada, pero vacía.
Comenzó a ordenar la casa, a hacer las camas y lavar los platos, barrer y quitar el polvo; pero no lograba sentir ningún entusiasmo por lo que hacía. Estaba inquieta. Le preocupaba el problema de qué hacer con su vida. Giraba en torno a los mismos argumentos familiares una y otra vez, sin poder pensar en otra cosa. Sintió que la casa le producía una sensación de claustrofobia. Afuera se extendía el mundo, un mundo de guerra y heroísmo, lleno de color y de gente, millones de personas; quería estar ahí, en el medio de todo, para conocer nuevas mentalidades y ver ciudades y escuchar música. Encendió la radio —un gesto automático—, y las noticias la hicieron sentir más y no menos sola. Estaban dando un informe sobre la guerra en Italia, las normas de racionamiento se habían flexibilizado un poco, el asesino londinente del estilete aún no había sido apresado, Roosevelt había pronunciado un discurso, Sandy Macpherson comenzó a tocar y Lucy apagó la radio. Nada le concernía, puesto que no pertenecía a aquel mundo. Le vinieron ganas de gritar.
Pese al mal tiempo, tenía que salir de la casa. Aunque sólo fuera una escapada simbólica.., después de todo no eran las paredes de piedra las que la aprisionaban; pero era preferible el símbolo antes que nada. Fue a buscar a Jo arriba, separándole con alguna dificultad de un regimiento de soldaditos de plomo, y lo cubrió con ropa impermeable.
—¿Por qué salimos? —preguntó él.
—Para ver si viene la lancha.
—Tú has dicho que hoy no vendría.
—Bueno, por si acaso.
Se pusieron los brillantes sombreros amarillos, se los anudaron por debajo de la barbilla y salieron.
El viento constituía un golpe físico que casi hizo perder el equilibrio a Lucy. En pocos segundos su cara estuvo empapada, y los mechones de pelo que le asomaban por debajo del sombrero estaban pegados contra sus mejillas y la parte trasera del impermeable. Jo lanzaba exclamaciones de deleite y saltaba por encima de los charcos.
Caminaron por el acantilado hasta donde comenzaba la bahía. Mirando hacia abajo veían el enorme mar del Norte, con las gigantescas olas que se estrellaban contra los peñascos de la playa. La tormenta había arrancado la vegetación submarina de sabía Dios qué profundidad, y la arrojaba contra la arena y las rocas. Muy pronto, madre e hijo quedaron absortos en la siempre renovada remesa de olas. Ya lo habían contemplado otras veces; el mar ejercía sobre ambos un efecto hipnótico, y luego Lucy nunca estaba demasiado segura de cuánto tiempo había pasado en aquella silenciosa contemplación.
Esta vez, la fascinación quedó interrumpida por algo que ella vio. Al principio fue sólo un vislumbre de color en la depresión de la ola, tan fugaz que no estaba segura de qué color se trataba, y era tan pequeño y distante que inmediatamente dudó si en realidad lo había visto. Lo buscó, pero no volvió a verlo, y su mirada retornó a la bahía y al pequeño malecón sobre el que se juntaba la escoria, para luego volver a ser arrastrada por la próxima ola grande. Cuando pasara la tormenta, ella y Jo irían a recorrer la playa para ver qué tesoros había arrancado el mar, y volverían con piedras de colores extraños, trozos de madera a los que atribuían origenes remotos, enormes caracolas y fragmentos retorcidos de metales herrumbrados.
Una vez más volvió a divisar el relumbrón de color, esta vez mucho más cerca, visible durante unos pocos segundos. Era de un amarillo brillante, del color de sus impermeables para la lluvia. Lo escudriñó a través de la cortina de lluvia, pero no podía identificar la forma antes de que volviera a desaparecer. Ahora la marejada lo aproximaba más, junto con las demás cosas que traía a la bahía y depositaba sobre la arena, como un hombre que se vacía los bolsillos del pantalón sobre la mesa.
Era realmente un impermeable: pudo verlo cuando el mar lo levantó sobre la cresta de la ola y se lo mostró por tercera y definitiva vez. El día anterior Henry había vuelto con el suyo puesto. Entonces, ¿cómo había ido a parar al mar? La ola rompió contra el malecón y arrojó el objeto sobre el maderamen mojado de la rampa, y Lucy advirtió que no era el de Henry, porque su dueño estaba allí dentro. Su exclamación de horror fue arrastrada por el viento, de modo que ni ella pudo oírla. ¿Quién era? ¿De dónde salía? ¿Sería otro barco naufragado?
Se le ocurrió que quizás aún estuviera vivo. Debía bajar y comprobarlo. Se inclinó y le grito a Jo al oído:
—¡Quédate aquí, quietecito, no te muevas! —luego echó a correr por la rampa.
A mitad camino oyó pasos detrás de ella. Jo la seguía. La rampa era estrecha y resbaladiza, muy peligrosa. Se detuvo y alzó al niño en los brazos.
—¡Desobediente! ¡Te he dicho que me esperaras! —miró al cuerpo abajo y la distancia hasta la cumbre sin saber si seguir o regresar. Se dio cuenta de que el mar se volvería a llevar el cuerpo en cualquier momento, y siguió camino abajo con Jo.
Una ola más pequeña cubrió el cuerpo, y cuando el agua retrocedió Lucy estaba lo suficientemente cerca como para advertir que se trataba de un hombre, y que había estado el tiempo suficiente en el mar como para tener las facciones hinchadas y desfiguradas, lo cual significaba que estaba muerto. No podía hacer nada por él, y no iba a arriesgar su vida y la de su hijo por un cadáver. Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando algo le pareció familiar en aquel rostro desfigurado. Se quedó mirándolo, sin comprender, tratando de rescatar las facciones de alguien en su memoria; y luego, súbitamente, reconoció la cara. Quedó paralizada por el terror, el corazón pareció detenérsele y murmuró:
—¡No, David, no!
Se aproximó olvidando el peligro. Otra ola menor la alcanzó hasta las rodillas llenándole las botas con agua salada y espuma, pero no lo notó. Jo forcejeaba entre sus brazos para mirar hacia delante.
—¡No mires! —le gritó al oído, y le apoyó la cabeza contra su hombro. Él comenzó a llorar.
Ella se arrodilló al lado del cuerpo y le tocó la horrible cara con la mano. David. No cabía la menor duda. Estaba muerto, y ya hacía algún tiempo. Llevada por la espantosa necesidad de estar absolutamente segura, levantó el borde del capote y miró los muñones de sus piernas.
Era imposible aceptar el hecho de la muerte. De algún modo había estado deseando que él estuviera muerto, pero sus sentimientos con respecto a él eran confusos por la mezcla de culpabilidad y miedo de que se descubriera su infidelidad. Espanto, pesar, alivio, todo se mezclaba en su interior sin que ningún sentimiento tomara la delantera.
Se hubiera quedado ahí, inmóvil, pero la próxima ola era grande. Su fuerza la levantó en vilo y tragó bastante agua. De alguna manera pudo sostener a Jo y permanecer en la rampa; y cuando la marea se llevó la ola, se puso de pie y corrió hacia arriba, lejos de la insaciabilidad del océano.
Caminó hasta la cumbre del acantilado sin mirar hacia atrás. Cuando divisó la cabaña, vio el jeep afuera. Henry había regresado.
Llevando aún a Jo en sus brazos se echó a correr, desesperada por compartir su herida con Henry, por sentir sus brazos en torno a ella y lograr que él la confortara. Su respiración se mezclaba con los sollozos y sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, irreconocibles. Fue hasta la parte trasera de la casa, irrumpió en la cocina y depositó suavemente a Jo en el suelo.
Henry dijo como al descuido:
—David ha decidido quedarse otro día en casa de Tom. Ella se quedó mirándole con la mente en blanco. Luego, aún sin poderlo creer, lo comprendió.
Henry había asesinado a David.
La conclusión llegó primero, como un demoledor golpe en el estómago; los motivos se mostraron un segundo después. El naufragio, el cuchillo de forma extraña, y del que nunca se desprendía, el jeep accidentado, el boletín de noticias con la mención del asesino del estilete, de Londres. De pronto todo encajó, como una herramienta cuyas piezas se tiran al aire y cae montada, armada, en una pirueta increíble.
—No parezcas tan sorprendida —le dijo Henry con una sonrisa—. Tienen bastante trabajo que hacer allá, aunque debo admitir que no le estimulé para que volviera.
Tom. Debía acudir a Tom. Él sabría qué hacer; él les protejería a ella y a Jo hasta que viniera la Policía; él tenía un arma y un perro.
Su miedo fue interceptado por una vaharada de tristeza, de pesar, porque el Henry en el cual ella había creído, el que casi había amado, evidentemente no existía; ella se lo había imaginado. En lugar de un hombre cálido, fuerte, afectivo, vio ante ella a un monstruo que permanecía sonriente y con toda tranquilidad le comunicaba mensajes inventados de su marido, a quien había asesinado.
Se esforzó por no temblar. Tomando la mano de Jo, salió de la cocina, fue hasta el salón y atravesó la puerta de salida. Subió al jeep, sentó a Jo a su lado y puso el motor en marcha.
Pero Henry estaba ahí, con su pie descuidadamente apoyado sobre el estribo del coche y la escopeta entre las manos.
—¿Adónde vas?
Si ella arrancaba, quizá disparara. ¿Qué secreto instinto le había hecho llevar el arma a la casa esta vez? Y mientras ella podía correr el riesgo, no podía hacer lo mismo con Jo. Le respondió:
—Voy a guardar el jeep.
—¿Necesitas que Jo te ayude a hacerlo?
—Le gusta ir en él. ¡Haz el favor de no interrogarme más!
Él se encogió de hombros y retiró el pie.
Ella le miró un momento, vestido con la chaqueta de fajina de David y llevando tan tranquilamente su escopeta, y se preguntó si realmente la mataría en caso de que apretara el acelerador y partiera. Y entonces recordó esa veta de hielo que había intuido en él desde el comienzo, y supo que ese fondo, esa inclemencia, le permitiría hacer cualquier cosa.
Con una espantosa sensación de hastío, condujo el jeep hasta la parte de atrás de la casa y lo metió en el cobertizo, cerró el contacto y fue caminado con Jo de regreso a la casa. No tenía idea de qué le diría a Henry, de qué haría en su presencia, ni cómo escondería lo que sabía, si en realidad no lo había dejado traslucir ya.
No tenía planes.
Pero dejó abierta la puerta del cobertizo.