30

La ancha y blanca supercarretera serpenteaba a través del valle de Baviera en camino a la montaña. En el asiento trasero de cuero del «Mercedes» del comando, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt aún estaba abatido. Tenía sesenta y nueve años, sabía que era demasiado aficionado al champaña y no lo bastante adicto a Hitler. Su delgado rostro lúgubre reflejaba una carrera más larga y errática que cualquiera de los demás oficiales de Hitler. Había sido apartado del mando por caer en desgracia más veces de las que podía recordar, pero el Führer siempre le pedía que volviera.

A medida que el coche pasaba por la villa de Berchtesgaden, se preguntaba por qué volvía siempre que Hitler le perdonaba. El dinero no significaba nada para él; había alcanzado el rango más alto posible; las condecoraciones no tenían valor alguno en el Tercer Reich, y él creía que no era posible ganar honores en aquella guerra.

Rundstedt había sido el primero en llamar a Hitler el cabo de Bohemia. El pequeño hombre no sabía nada de la tradición militar alemana ni tampoco —pese a sus raptos de inspiración— de estrategia militar. De haber estado en sus manos, él no habría comenzado esta guerra, que era imposible de ganar. Rundstedt era el mejor de los soldados alemanes, y lo había demostrado en Polonia, Francia y Rusia, pero no creía en la victoria.

De todos modos, tampoco tenía nada que ver con el pequeño grupo de generales que, según él sabía, estaban conspirando para derrocar a Hitler. Hacía la vista gorda con respecto a ellos, pero el juramento de sangre del guerrero alemán el Fahneneid, era demasiado fuerte en él como para permitirle que se uniera a la conspiración. Y ése era el motivo —según suponía él— por el cual seguía al servicio del Tercer Reich. Estuviera o no en lo cierto, su país estaba en peligro y no le quedaba más alternativa que protegerlo. «Soy como un viejo soldado de Caballería —pensó—. Si me quedara en casa sentiría vergüenza.»

Estaba al mando de cinco ejércitos en el frente occidental; es decir que tenía a un millón y medio de hombres bajo sus órdenes. No eran tan fuertes como podrían parecer. Algunas divisiones eran casi hogares de descanso para inválidos del frente ruso, había carencia de armamento, y entre las restantes formaciones abundaban los proscritos de otras nacionalidades. Sin embargo, Rundstedt podría mantener a los aliados fuera de Francia siempre y cuando utilizara a sus fuerzas con astucia.

Aquel despliegue de tropas era el que ahora debía discutir con Hitler.

El automóvil subió la Kehlsteinstrasse hasta donde finalizaba el camino, ante una gran puerta de bronce junto al Kehlstein Mountain. Un SS de la guardia presionó un botón y la puerta se abrió con un zumbido; el coche penetró en un largo túnel de mármol iluminado por focos emplazados sobre pedestales de bronce. Al llegar al extremo del túnel el conductor detuvo la marcha y Rundstedt, tras bajar del automóvil, se dirigió al ascensor, donde se sentó en uno de los asientos de cuero hasta completar el ascenso al Adlehorst, el Nido de las Águilas.

En la antecámara, Rattenhuber recogió su pistola y le hizo esperar. Indiferente, él fijaba la vista en la porcelana de Hitler mientras repasaba las palabras que le diría.

Poco después, uno de los guardaespaldas rubio retornó para conducirle hasta la sala de reuniones.

El lugar le hizo pensar en un palacio del siglo xviii. Las paredes estaban cubiertas con óleos y tapices, y había un busto de Wagner y un enorme reloj rematado por un águila de bronce. La vista desde la amplia ventana era realmente asombrosa: se podían ver las montañas de Salzburgo y el pico del Untersberg, el monte donde, según la leyenda yacía el cuerpo del emperador Federico Barbarroja aguardando el momento para levantarse de su tumba y salvar a la patria. Dentro de la habitación, sentados en sillas especialmente incómodas, estaban Hitler y tres de los miembros de su estado mayor: el almirante Theodor Krancke, comandante de la Marina en el Oeste; el general Alfred Jodl, jefe del estado mayor, y el almirante Karl Jesko von Puttkamer, el ayuda de campo de Hitler.

Rundstedt saludó y se le indicó una silla. Un sirviente trajo un plato de tostadas con caviar y un vaso de champán. Hitler se quedó ante el gran ventanal, mirando hacia el exterior con las manos entrecruzadas a la espalda. Sin volverse, dijo de pronto:

—Rundstedt ha cambiado de idea. Ahora está de acuerdo con Rommel en que los aliados invadirán Normandía. Eso es lo que mi instinto me ha sugerido siempre. Krancke, sin embargo, aún se inclina por Calais. Rundstedt, dígale a Krancke cómo ha llegado a esta conclusión.

Rundstedt tragó un bocado y tosió tapándose la boca con la mano.

—Hay dos cosas: una información y una lógica distinta —comenzó Rundstedt—. Primero me referiré a la información. Los últimos resúmenes de los bombardeos aliados en Francia muestran sin asomo de duda que su objetivo principal es destruir cada uno de los puentes que atraviesan el Sena. Ahora bien, si desembarcan en Calais, el Sena no desempeña ningún papel dentro de la batalla; pero si desembarcan en Normandía todas nuestras reservas tienen que cruzar el Sena para llegar a la zona del conflicto.

»Segundo, el razonamiento lógico. Me he parado un poco a pensar cómo invadiría Francia si yo fuese el que estuviera al mando de las fuerzas aliadas. Mi conclusión es que mi meta principal debe ser abrir una brecha que sirva de puente, y a través de la cual puedan llegar hombres y abastecimientos a toda velocidad. La punta de lanza debe establecerse, por lo tanto, en la región donde haya un puerto grande y de gran capacidad. Naturalmente, la elección recaería sobre Cherburgo. Tanto el esquema de bombardeos como las necesidades estratégicas señalan Normandía —concluyó. Levantó su copa y la vació, y el sirviente acudió para volverla a llenar.

—Todo nuestro Servicio de Inteligencia —dijo Jodl— señala hacia Calais…

—Y acabamos de ejecutar al jefe del Abwehr por traidor —interrumpió Hitler—. Krancke, ¿está usted convencido?

—No —respondió el almirante—. Yo también he considerado cómo dirigiría la invasión si estuviera del otro lado. Pero he introducido en el razonamiento una cantidad de factores de naturaleza náutica que nuestro colega Rundstedt quizá no haya tenido en cuenta. Creo que atacarán durante la noche, iluminados por la luna, con marea alta para superar los obstáculos que Rommel ha colocado bajo las aguas, y lejos de los acantilados, lugares rocosos y, corrientes fuertes. ¿Normandía? Nunca.

Hitler sacudió la cabeza en señal de desacuerdo.

—Hay aún otro dato —dijo Jodl— que me parece significativo. La Guards Armored División ha sido transferida del norte de Inglaterra a Hove, en la costa sudeste, para unirse al grupo del Primer Ejército de los Estados Unidos al mando del general Patton. Nos enteramos de esto por una transmisión de radio. Hubo una confusión con respecto al envío de aprovisionamiento, cubiertos que fueron a una división en lugar de ir a otra, y los imbéciles han estado ventilando ese error por radio. Es una división británica muy aristocrática, al mando del general sir Allan Hebry Shafto Adair. Estoy seguro de que no estará muy lejos del centro del combate cuando éste comience.

Las manos de Hitler se movían con nerviosismo, y su cara tenía aspecto de indecisión.

—¡Generales! —les gritó iracundo—. Me traen opiniones conflictivas, o no me aportan consejo alguno. Debo decirles todo…

Con su característica brillantez, Rundstedt le interrumpió:

—Mi Führer, usted tiene cuatro estupendas divisiones acorazadas aquí en Alemania que no están haciendo nada. Si estoy en lo cierto, nunca llegarán a tiempo a Normandía para repeler la invasión. Le ruego que las envíe a Francia y las ponga bajo las órdenes de Rommel. Si estamos equivocados, y la invasión comienza en Calais, por lo menos estarán lo suficientemente cerca como para entrar en combate en una etapa temprana.

—No sé, no sé —los ojos de Hitler se abrieron mucho y Rundstedt se dijo que a lo mejor había ido demasiado lejos, una vez más…

Ahora Puttkamer habló por primera vez.

—Mi Führer, hoy es domingo…

—¿Y bien…?

—Mañana por la noche el submarino recogerá al agente Die Nadel.

—Ah, sí, alguien en quien puedo confiar.

—Naturalmente, en cualquier momento, puede comunicarse con nosotros por radio, pero eso sería peligroso…

—No hay tiempo —dijo Rundstedt— para aplazar decisiones. Tanto las incursiones aéreas como el sabotaje se han intensificado notablemente. La invasión puede comenzar en cualquier momento.

—No estoy de acuerdo —dijo Krancke—. Las condiciones del tiempo no serán propicias hasta principios de junio…

—Para lo cual no falta mucho…

—¡Basta! —gritó Hitler—. Ya lo he decidido. Por ahora, mis divisiones acorazadas se quedan en Alemania. El martes debemos saber algo de Die Nadel y entonces volveré a considerar el destino de esas fuerzas. Si la información se inclina a favor de Normandía —como creo que lo hará— desplazaré a las divisiones.

Rundstedt dijo suavemente:

—¿Y si él no informa?

—Si él no informa, lo reconsideraré de todos modos. Rundstedt asintió con la cabeza.

—Con su permiso, volveré a mi puesto de mando.

—Puede hacerlo.

Rundstedt se puso en pie, saludó militarmente y salió, En el ascensor con revestimiento de cobre, que le conducía a ciento y pico de metros más abajo, al garage subterráneo, sintió que se le revolvía el estómago. No sabía si la sensación se debía a la velocidad del descenso o al pensamiento de que el destino de su país estaba en las manos de un único espía cuyo paradero era desconocido.