Erwin Rommel sabía desde el principio que tendría que pelearse con Heinz Guderian.
El general Guderian era exactamente el tipo del aristócrata prusiano militar que Rommel odiaba. Lo conocía desde hacía algún tiempo. En el inicio de sus carreras ambos habían comandado el batallón Goslar Jaeger, y habían vuelto a encontrarse durante la campaña de Polonia. Cuando Rommel dejó África, había recomendado que Guderian fuese su sucesor, sabiendo que la batalla estaba perdida; la maniobra fue un fracaso porque en esa época Guderian había caído en desgracia ante Hitler, y la recomendación fue directamente rechazada.
Rommel sabía que el general era de esa clase de hombres que se ponía un pañuelo de seda sobre las rodillas para impedir que se arrugaran los pantalones mientras se sentaban a beber en el «Herrenklub». Era oficial porque su padre lo había sido y su abuelo era rico. Rommel, hijo de un maestro de escuela, que había ascendido de teniente coronel a mariscal de campo en sólo cuatro años, despreciaba la casta militar de la cual él nunca había sido miembro.
Ahora contemplaba a través de la mesa al general, que estaba saboreando el coñac saqueado a los Rothschild de Francia. Guderian y su ayudante, el general Von Geyr, habían llegado a los cuarteles generales de Rommel en La Roche Guyon, al norte de Francia, para indicarle cómo desplegar sus tropas. Las reacciones de Rommel ante tales visitas iban de la impaciencia a la furia. En su opinión el cuartel general existía para proporcionar información rigurosa y abastecimiento regular, y sabía por su propia experiencia en África que sus miembros eran incompetentes tanto en la primera como en la segunda de sus misiones.
Guderian tenía un bigote claro, muy poblado, y las esquinas de sus ojos estaban surcadas de abundantes arrugas, de modo que siempre parecía estar sonriendo a su interlocutor. Era alto y atractivo lo cual no era ningún mérito ante alguien pequeño, feo y progresivamente calvo —según la visión que Rommel tenía de sí mismo—. Parecía relajado, y cualquier general alemán que a esa altura de los acontecimientos se mostrara relajado era indudablemente un idiota. La comida que acababan de ingerir —ternera del lugar y vino del Sur— no servía de excusa.
Rommel miró por la ventana. La lluvia caía entre los árboles del patio mientras él esperaba que Guderian comenzara su exposición. Por último, cuando lo hizo resultó evidente que había estado pensando en el mejor modo de mantener su punto de vista, y que había decidido aproximarse poco a poco.
—En Turquía —comenzó—, el noveno y décimo regimientos británicos, están reuniéndose con el Ejército turco en la frontera griega. En Yugoslavia, los adictos a la causa también se están concentrando. Los franceses están preparándose en Argelia para invadir la Riviera. Al parecer, los rusos, están realizando una gran operación para llevar a cabo la invasión anfibia de Suecia. En Italia, los aliados están listos para marchar sobre Roma. Hay indicios menores: el rapto de un general en Creta, un oficial del servicio de Inteligencia asesinado en Lyon, un puesto de radar atacado en Rodas, un avión saboteado con grasa abrasiva y destruido en Atenas, una operación comando en Sagvaag, una explosión en la fábrica de oxígeno en Boulogne sur Seine, un tren descarrilado en Ardennes, un pozo de petróleo incendiado en Boussens… podría continuar. El cuadro es claro. En los territorios ocupados se producían crecientes sabotajes y traiciones, desde nuestras fronteras vemos preparativos de invasión a todas partes. Ninguno de nosotros duda de que este verano se producirá una ofensiva aliada en gran escala, y también podemos estar seguros de que todo este simulacro tiene por objeto confundirnos sobre la dirección de la cual partirá el ataque.
El general hizo una pausa. La parrafada en el mejor estilo escolar resultaba irritante para Rommel, quien aprovechó la oportunidad para interrumpir.
—Para eso tenemos un Cuartel General que debe procesar tal información, evaluar la actividad del enemigo y anticipar sus futuros movimientos.
Guderian sonrió indulgentemente.
—También debemos tener conciencia de las limitaciones de dicha anticipación. Usted tiene ideas propias acerca de la dirección del lugar del que partirá el ataque. Estoy seguro que es así, pues todos las tenemos. Nuestra estrategia debe tener en cuenta la posibilidad de que nuestras apreciaciones sean incorrectas.
Ahora Rommel advirtió adónde conducía el razonamiento lateral del general, y suprimió su urgencia de demostrar su desagrado antes de que la conclusión fuera expresada.
—Usted tiene cuatro divisiones armadas bajo su mando —continuó Guderian—. La segunda división acorazada en Amiens. La ciento dieciséis en Ruán, la veinticinco en Caen y la segunda de la SS en Toulouse. El general Von Geyr ya le ha propuesto que deberían agruparse, bastante retirados de la costa, preparadas para entrar en acción en cualquier punto. Esta estratagema es en realidad un principio de la política del OKW. Sin embargo, usted no sólo se ha resistido a la sugerencia de Von Geyr, sino que ha desplazado a la veinticinco directamente hacia la costa atlántica.
—Y las otras tres deben ser desplazadas hacia la costa tan pronto como sea posible —saltó Rommel—. ¡Cuándo lo van a entender! Los aliados controlan el aire. Una vez que esté lanzada la invasión no habrá mayor movimiento de ejércitos armados. Las operaciones por tierra ya no son posibles. Si sus preciosos carros blindados están en París mientras los aliados desembarcan en la costa se quedarán en París; acribillados por la RAF… hasta que los aliados desfilen por el Boulevard St. Michel. Ya lo sé. Me lo han hecho dos veces —se detuvo para tomar aliento—. Agrupar a nuestros ejércitos como reserva móvil significa inutilizarlos. No habrá contraataque. La invasión debe ser detenida en las playas donde desembarque, mientras aún es sumamente vulnerable, y ser empujada de regreso al mar.
El rubor desapareció de su cara y comenzó a exponer su propia estrategia defensiva.
—He creado redes de defensa submarina, reforzado el Muro del Atlántico, extendido líneas de minas y colocado obstáculos en todos los campos que pueden ser usados como zonas de aterrizaje detrás de nuestras líneas. Todas mis tropas están ocupadas en cavar defensas durante los momentos en que no hacen ejercicios de entrenamiento. Mis divisiones armadas deben ser llevadas a la costa. La reserva de 0KW tendría que ser devuelta a Francia. La novena y la décima divisiones de la SS deben ser devueltas desde la frontera oriental. Toda nuestra estrategia debe consistir en evitar que los aliados tengan una punta de lanza de desembarco, porque una vez que la conquisten, la partida está perdida, incluso, quizá, la guerra.
Guderian se inclinó hacia delante entrecerrando los ojos en aquella exasperante semisonrisa.
—Usted quiere que defendamos la línea costera desde Tromsó, en Noruega, rodeando la península ibérica, hasta Roma. ¿Se puede saber de dónde vamos a sacar semejante ejército?
—Esa pregunta se la tendrían que haber hecho en 1938 —dijo Rommel entre dientes.
Después de esa observación se produjo un silencio embarazoso, que resultaba tanto más desagradable por provenir del notoriamente apolítico Rommel.
Von Geyr rompió la tensión.
—¿De dónde cree usted que vendrá el ataque, mariscal de campo?
Rommel había estado esperando aquello.
—Hasta hace poco, mi convicción era que la teoría del Paso de Calais era la acertada. Sin embargo, la última vez que estuve con el Führer me impresionaron sus argumentos en favor de Normandía. También estoy enormemente asombrado por su intuición, y más aún por la precisión de su memoria. Por lo tanto, creo que nuestras divisiones acorazadas deberían ser desplegadas a lo largo de la costa de Normandía con, quizás, una división en la desembocadura del Somme. Esto último respaldado por fuerzas que no son de mi grupo.
—No, no, no, —dijo Guderian sacudiendo la cabeza—. Resulta demasiado arriesgado.
—Estoy preparado para llevarle esta propuesta a Hitler —amenazó Rommel.
—En ese caso esto es lo que deberá hacer —respondió Guderian—, porque no voy a contribuir a llevar adelante sus planes, a menos…
—¿A menos…? —Rommel se sorprendió de que la posición del general pudiera considerarse razonable.
Guderian apartó su cabeza, molesto por haber hecho una concesión a un antagonista tan tozudo como Rommel.
—Posiblemente usted sepa que el Führer está esperando un informe de un agente excepcionalmente eficaz situado en Inglaterra.
—Lo recuerdo —asintió Rommel—. Die Nadel.
—Sí. Se le ha encomendado evaluar la fuerza del Primer Ejército de los Estados Unidos a las órdenes de Patton, en la parte este de Inglaterra. Si halla —como estoy seguro que hallará— que ese ejército es grande, fuerte, y está preparado para entrar en acción, entonces seguiré oponiéndome a usted. Sin embargo, si halla que el FUSAG es un bluff; es decir, un pequeño ejército que quiere pasar por fuerza invasora, entonces aceptaré que usted tiene razón, y en ese caso dispondrá de sus divisiones acorazadas. ¿Está dispuesto a aceptar este compromiso?
Rommel asintió con su gran cabeza.
—En ese caso depende de Die Nadel.