Faber estaba despierto. Posiblemente su cuerpo necesitaba sueño; pese al hecho de que se había pasado el día en la cama; pero su mente estaba hiperactiva, barajando posibilidades, esbozando planes de acción… pensando sobre mujeres y sobre su país.
Ya estaba tan próximo a salir de aquello, que los recuerdos domésticos se le volvían casi dolorosamente agradables. Pensaba en cosas tales como salchichas lo suficientemente gruesas como para cortarlas en rodajas, y coches a la derecha de la carretera, y árboles realmente altos, y fundamentalmente su propio idioma… palabras entrañables y precisas, consonantes duras y vocales puras, y el verbo al final de la oración, donde debía estar, con la finalidad y el significado llegando a un mismo clímax.
Y el pensamiento del clímax le trajo el recuerdo de Gertrud una vez más; su cara debajo de la de él, el maquillaje barrido por los besos, los ojos apretadamente cerrados por el placer para abrirse luego y mirarle con deleite, y la boca en un permanente jadeo, diciendo: Ja, Liebling, ja…
Era tonto. Durante varios años había llevado la vida de un monje, pero ella no tenía razón alguna para hacer lo mismo. Habría tenido una docena de hombres después de Faber. Inclusive podría estar muerta, haber sucumbido bajo los bombardeos de la RAF o asesinada por maníacos porque su nariz tenía algún milímetro de más, o atropellada por algún vehículo durante un oscurecimiento. De cualquier modo, casi no se acordaría de él. Probablemente nunca volvería a verla. Pero ella era importante. Significaba algo… en lo cual él podía pensar.
Normalmente, no se permitía sumergirse en lo sentimental. De cualquier modo había en su naturaleza una veta de gran frialdad y la cultivaba. Le protegía. Ahora, sin embargo, estaba tan cerca del éxito que se sentía libre. No de aflojar ni bajar la guardia, pero al menos se permitía fantasear un poco.
Mientras continuara, la tormenta era su salvaguardia. El lunes, simplemente, entraría en contacto con el submarino mediante la radio de Tom, y su capitán enviaría un bote a la bahía en cuanto mejorara el tiempo. Si la tormenta amainaba antes del lunes, habría una ligera complicación: la lancha de las provisiones. David y Lucy, naturalmente, esperarían que él embarcara para volver a tierra firme.
Lucy entraba en sus pensamientos con vívidos colores e imágenes que no podía controlar. Vio sus notables ojos color ámbar que se clavaban en él mientras le vendaba el dedo; su silueta subiendo las escaleras ante él, vestida con simples ropas masculinas; sus pesados senos redondos mientras estaba desnuda en el baño; y a medida que las imágenes se convertían en fantasía, ella se inclinaba sobre el vendaje y le besaba la boca, se volvía hacia él en las escaleras y le abrazaba; salía del baño, le cogía las manos y las colocaba sobre sus senos.
Se revolvió inquieto en la cama, maldiciendo la imaginación que le enviaba una clase de sueños que no había tenido desde sus días de estudiante. En aquel entonces, antes de haber experimentado las realidades del sexo, se había construido complicados libretos sexuales, donde entraban la mujeres mayores con quienes él establecía a diario algún contacto: la imponente Matron; la trigueña, delgada e intelectual esposa del profesor Nagel; la dueña de la tienda del pueblo que usaba un lápiz de labios excesivamente rojo y hablaba con desprecio de su marido. A veces las unía a las tres en una fantasía orgiástica. Cuando, a la edad de quince años había seducido, como correspondía, a la hija de la criada durante el crepúsculo, en un bosque de la Prusia occidental, dejó fluir sus orgías imaginarias, pues eran mejores que la frustrante realidad. El joven Heinrich había quedado muy perplejo ante ello. ¿Dónde estaban las sensaciones de éxtasis enceguecedor, de volar por los aires como un pájaro, la mística fusión de dos cuerpos en uno? Las fantasías se volvieron dolorosas al recordarle la imposibilidad de convertirlas en algo real. Más tarde, por cierto, la realidad mejoró, y llegó a la conclusión de que el éxtasis no provenía de disfrutar a una mujer, sino de la capacidad de disfrutarse mutuamente. Le había comunicado esta opinión a su hermano mayor, quien la había considerado una perogrullada en vez de un descubrimiento; y antes de que pasara mucho tiempo, él mismo lo consideró así.
En su momento, llegó a ser un buen amante. Descubrió que el sexo era interesante y también físicamente agradable. Nunca fue un gran seductor… el estremecimiento de la conquista no era lo que buscaba. Pero era un experto en proporcionar y recibir gratificación sexual, sin llegar a la ilusión propia del experto de que la técnica lo era todo. Para algunas mujeres él era un tipo muy atractivo, y el hecho de no ser muy consciente de eso sólo sirvió para hacerle aún más atractivo.
Trataba de recordar cuántas mujeres había tenido: Anna, Gretchen, Ingrid, la chica norteamericana, aquellas dos prostitutas de Stuttgart… no podía recordarlas a todas, pero no podían haber sido más de veinte. Y Gertrud, naturalmente.
Ninguna de ellas había sido tan bella como Lucy. Soltó un suspiro exasperado; había permitido que aquella mujer de algún modo le conmoviera, porque durante demasiado tiempo había sido excesivamente riguroso consigo mismo, y además ahora estaba a un paso de su país. Se sintió fastidiado. Esto constituía una indisciplina; no debía aflojar en ningún sentido hasta que su misión se hubiera cumplido, y éste no era todavía el caso. No, aún no.
Estaba el problema de cómo evitar el regreso a tierra firme en la lancha de las provisiones. Se le ocurrían varias soluciones. Quizá la más viable fuera incapacitar a los habitantes de la isla; ir él mismo al encuentro de la barca y enviar de regreso al piloto con alguna excusa. Podría decirle que estaba de visita en casa de los Rose, que había llegado en otro barco, que era un pariente o un observador de pájaros… en fin, ya vería. El problema era demasiado pequeño para dedicarle totalmente su atención en aquel momento. Más tarde, y si el tiempo mejoraba, consideraría qué historia debía contar.
Realmente, no tenía problemas serios. Estaba en una isla solitaria, a kilómetros de la costa inglesa, había sólo cuatro habitantes… era un escondite ideal. Cuando pensaba en la situación que acababa de atravesar, la gente que había asesinado, los cinco hombres de la Home Guard, el muchacho de Yorkshire en el tren, el mensajero del Abwehr, se consideró en una situación de privilegio.
Un viejo, un inválido, una mujer, un niño… matarles sería muy simple.
Lucy también estaba despierta. Y escuchaba. Había mucho que escuchar. El tiempo formaba una orquesta, la lluvia tamborileaba sobre el techo, el viento silbaba entre los aleros, el mar orquestaba un verdadero pandemónium en la playa. La vieja casa también decía cosas, crujiendo en sus goznes mientras sufría los embates de la tormenta. Dentro de la habitación había más sonidos: la respiración regular y lenta de David, que amenazaba llegar al ronquido, aunque nunca lo hacía mientras dormía profundamente bajo la influencia de la doble dosis de somníferos; y la respiración más acelerada y menos profunda de Jo, que se diluía confortablemente sobre el catre de campaña junto a la pared del extremo opuesto.
«El ruido me mantiene despierta —pensó Lucy; luego, inmediatamente—: ¿A quién estoy tratando de engañar?» Su vigilia estaba causada por Henry, que había mirado su cuerpo desnudo, y tocado suavemente sus manos mientras le vendaba el pulgar, y que ahora estaba en la cama de la habitación contigua, posiblemente sumido en un profundo sueño.
Él no le había contado mucho acerca de sí mismo; lo único, en realidad, fue que era soltero. No sabía dónde había nacido; su acento no le daba ninguna pista. Ni siquiera hizo alusión a qué hacía para ganarse la vida, aunque ella imaginaba que debía de tratarse de un profesional, quizás un dentista o un militar. No era tan pedestre como para ser abogado y demasiado inteligente para ser periodista, mientras que los médicos nunca podían mantener oculta su profesión más de cinco minutos. No era tan rico como para ser abogado, demasiado introvertido para ser actor. Apostaría a que pertenecía al Ejército.
¿Viviría solo? ¿Quizá con su madre? ¿O con una mujer? ¿Qué ropas usaba cuando no estaba pescando? ¿Tenía automóvil? Sí, seguramente; un coche diferente. Probablemente conducía a gran velocidad.
Ese pensamiento le trajo el recuerdo del coche de dos asientos de David, y cerró los ojos con fuerza para borrar las imágenes de pesadilla. «Piensa en alguna otra cosa. Piensa en alguna otra cosa.»
Nuevamente pensó en Henry, y se dio cuenta —lo aceptó— de la verdad: ella quería seducirle.
Era ese tipo de deseo que, en su esquema de las cosas, era propio de los hombres, pero no de las mujeres. Una mujer podía conocer a un hombre y encontrarlo atractivo, querer conocerle mejor, incluso comenzar a enamorarse de él; pero no sentía un deseo físico inmediato. No, a menos… que fuera anormal.
Se dijo a sí misma que ello era ridículo; que lo que ella necesitaba era hacer el amor con su marido y no copular con el primer tipo presentable que se cruzara en su camino.
Y se dijo que ella no pertenecía a esa clase de mujeres.
De todos modos era agradable especular. David y Jo estaban profundamente dormidos; nada podía impedir que ella se levantara de la cama, cruzara el rellano, entrara en su habitación y se deslizara dentro de la cama, junto a él.
Nada podía detenerla como no fuera su carácter, la buena educación y sus antecedentes de respetabilidad.
Si lo hiciera con alguien, tendría que ser con una persona como Henry. Él sería amable, bueno, considerado, y no la despreciaría por ofrecerse como una trotacalles del Soho.
Se revolvió en la cama, sonriendo ante su propia torpeza. ¿Cómo era posible saber de antemano que no la despreciaría? Sólo hacía un día que se conocían, y él había pasado la mayor parte de ese día durmiendo.
Pese a todo, sería hermoso que él volviera a mirarla con esa expresión de asombro teñida con un leve asomo de diversión. Sería hermoso sentir sus manos, tocarle el cuerpo, apretarse contra la calidez de su piel.
Advirtió que su cuerpo estaba respondiendo a las imágenes de su mente. Sintió el impulso de tocarse y lo resistió, tal como había hecho durante cuatro años. «Por lo menos no me he secado como una vieja», pensó.
Cambió sus piernas de posición y suspiró mientras una sensación de calidez se esparcía por su cuerpo. Aquello se estaba volviendo irracional. Era hora de dormir. No había modo alguno de hacerle el amor a Henry ni a nadie aquella noche.
Con ese pensamiento salió de la cama y fue hasta la puerta.
Faber oyó un rumor y reaccionó automáticamente.
De su mente desaparecieron inmediatamente los lascivos pensamientos con que se había estado entreteniendo. Bajó sus pies al suelo y con un solo movimiento se deslizó de la cama; luego, silenciosamente, cruzó la habitación y permaneció junto a la ventana, en la esquina más oscura, con el estilete en su mano derecha.
Oyó que se abría la puerta, oyó que el intruso penetraba en su cuarto, oyó que volvía a cerrarse la puerta. A esa altura comenzó a pensar antes que a reaccionar. Un asesino habría dejado la puerta abierta por si debía escapar apresuradamente, y se le ocurrió que había cientos de razones por las que era imposible que un asesino le encontrara allí.
Ignoró el pensamiento. Su supervivencia se debía a acertar con la milésima posibilidad. El viento amainó momentáneamente y escuchó una respiración, un leve jadeo que situaba junto a su cama y que le permitía localizar perfectamente al intruso. Dejó de ocultarse.
La aferró en la cama, boca abajo, con el cuchillo en la garganta y la rodilla sobre la parte baja de la cintura antes de aceptar que el intruso era una mujer, y en una milésima de segundo reconoció su identidad. Aflojó la presión, estiró la mano y encendió la luz de la mesilla de noche.
Su cara apareció muy pálida bajo el apagado fulgor de la lámpara.
Faber envainó el cuchillo estilete antes de que ella pudiera verlo. Le quitó de encima el peso de su cuerpo. —Perdón —dijo—. Yo…
Ella se volvió boca arriba y le miró sorprendida, mientras él se le ponía a horcajadas. Era un atropello, pero de algún modo la súbita reacción del hombre la había excitado aún más, y comenzó a reírse entrecortadamente.
—Pensé que era un ladrón —dijo Faber sabiendo que debía sonar ridículo.
—¿Y de dónde iba a salir un ladrón, se puede saber? —la sangre volvió de pronto a sus mejillas, ruborizándola.
Llevaba un camisón de franela, muy suelto, que la cubría del cuello a los tobillos. Su pelo rojo se desparramaba en una mata sobre la almohada de Faber, sus ojos parecían muy inmensos y tenía los labios húmedos.
—Es notablemente hermosa —le dijo pausadamente Faber.
Ella cerró los ojos.
Faber se inclinó y le besó los labios. Ella los abrió inmediatamente y devolvió el beso. Con la punta de los dedos la tomó de los hombros, le acarició el cuello y las orejas. Ella se deslizó debajo de él.
Él quiso besarla durante largo tiempo, explorar su boca y saborear su intimidad, pero se dio cuenta de que ella no tenía tiempo para la ternura. Ella deslizó la mano dentro del pijama de él; jadeaba suavemente y se le aceleraba la respiración.
Aún besándola, Faber estiró el brazo y apagó la luz. Se apartó de ella y se quitó la chaqueta del pijama. Rápidamente, de modo que ella no tuviera tiempo de pensar en qué estaba haciendo él, dio un tirón y despegó la cápsula que tenía adherida al pecho, ignorando la picazón que le provocó arrancar la tela adhesiva de su piel. Deslizó las fotografías debajo de la cama. También desabrochó la vaina del estilete de su brazo izquierdo y la tiró junto a las fotos.
Le levantó la falda del camisón hasta la cintura.
—Pronto —dijo ella—. Pronto.
Faber bajó su cuerpo hacia el de ella.
Después ella no sintió ninguna clase de culpa. Simplemente estaba contenta, satisfecha, plena. Había obtenido lo que tanto deseaba. Se quedó quieta, con los ojos cerrados, acariciándole el pelo de la nuca, disfrutando de la sensación que le producía ese contacto en la yema de los dedos.
Pasado un momento, ella dijo:
—Tenía tanta prisa…
—No hemos terminado todavía —le dijo él.
—¿Tú no…? —dijo ella frunciendo el ceño en la oscuridad, pues en realidad no estaba segura.
—No, yo no he terminado y tú casi tampoco. —Esperemos un poco —sonrió ella.
—Veremos —dijo él estirando el brazo y encendiendo la luz para mirarla.
Él se deslizó hacia los pies de la cama, entre sus muslos, y le besó el vientre; su lengua entraba y salía, rodeando el ombligo de ella. «Era una linda sensación —pensó. Su cabeza siguió bajando—. No pensará besarme ahí.» Lo hizo, y no sólo la besó, pues sus labios fueron tanteando los suaves pliegues de su piel. Ella quedó paralizada por el shock cuando su lengua comenzó a tantear en las hendiduras y luego, mientras le iba separando los labios con los dedos, se introducía más profundamente en ella… Por último, su lengua incansable halló un diminuto lugar sensible, tan diminuto que ella no sabía que existiera, y tan sensible que al principio, tocarlo resultaba doloroso. A medida que era superada por la más aguda de las sensaciones que jamás había experimentado, fue olvidando su shock. Incapaz de refrenarse, movía sus caderas hacia arriba y abajo, cada vez con un ritmo más acelerado, refregando su piel resbaladiza por su boca, su barbilla, nariz, frente, totalmente absorta en su propio placer, que fue acumulándose y acumulándose, hasta que se sintió totalmente poseída por él y abrió la boca para gritar; en ese momento él le puso la mano sobre la cara. Pero ella gritó ahogadamente a medida que el orgasmo avanzaba, finalizando en algo semejante a una explosión y dejándola tan exhausta que creyó que nunca, nunca más podría levantarse.
Durante un momento su cabeza pareció quedar en blanco. Sabía vagamente que él estaba aún entre sus piernas, con su cara áspera contra el suave interior de sus muslos, moviendo los labios suave y afectuosamente.
En un momento dado ella dijo:
—Ahora sé lo que significa Lawrence.
—No comprendo —dijo él levantando la cabeza.
—No sabía que podía llegar a ser así. Ha sido fantástico —suspiró ella.
—¿Ha sido?
—Oh Dios, no tengo más fuerzas…
Él cambió de posición, arrodillándose a horcajadas sobre el pecho y haciendo que ella advirtiera lo que él quería que ella hiciera, y por segunda vez quedó paralizada por el shock. Simplemente, era demasiado grande… pero de pronto, ella quería hacerlo, necesitaba introducirlo en su boca. Ella levantó la cabeza y los labios se cerraron en torno a él, mientras él exhalaba un suave quejido.
Él le sostenía la cabeza entre las manos, moviéndose hacia delante, y atrás, gimiendo suavemente. Ella le miraba la cara. Él la miraba también, realimentado su placer ante la visión de lo que ella estaba haciendo. Pensó en qué haría ella cuando él… terminara… y decidió que no le importaba, porque todo lo demás había sido tan bueno con él que ella sabía que incluso llegaría a disfrutar con eso.
Pero no sucedió. Cuando ella pensó que él ya estaba a punto de perder el control, él se detuvo, se apartó, se colocó encima de ella y la penetró suavemente. Esta vez fue muy lento y distendido, como el ritmo de las olas en la playa; hasta que él le puso las manos debajo de las nalgas agarrándole con fuerza cada mitad del trasero, y ella le miró la cara y supo que en ese momento estaba listo para perder el control y derramarse en ella. Y eso la excitaba más que nada, de modo que cuando él finalmente arqueó su espalda, con el rostro distorsionado en una máscara de dolor y gimió hundido en el pecho de ella, le envolvió la cintura con las piernas y se abandonó al éxtasis de la sensación, y entonces, después de tanto tiempo, escuchó las trompetas y timbales que Lawrence le había prometido.
Quedaron tranquilos durante un largo rato. Lucy sentía calor, como si estuviera en combustión; nunca había estado tan ardiente en su vida. Cuando se les apaciguó la respiración, ella podía oír la tormenta afuera. Henry pesaba sobre ella, pero no quería que cambiara de posición… le gustaban su peso y el leve olor a sudor de su piel blanca. De vez en cuando, él movía la cabeza para rozar las mejillas de Lucy con los labios.
Era el hombre perfecto para hacer el amor; sabía más que ella misma acerca de su cuerpo, y el de él también era hermoso… ancho y musculoso de hombros, estrecho en la cintura y las caderas, con largas piernas velludas. Creyó ver algunas cicatrices, aunque no estaba segura. Era fuerte, amable, hermoso. Perfecto. También sabía que nunca se enamoraría de él, nunca desearía fugarse con él o casarse. Sentía que en lo profundo de él había algo muy frío y duro… su reacción, y su explicación cuando ella entró en el cuarto habían sido algo extraordinario… pensaría acerca de ello. Parte de él estaba ausente… tendría que mantenerle a distancia y usarle con precaución, como una droga que crea adicción.
No es que ella tuviera mucho tiempo para convertirse en adicta; después de todo, al cabo de un día y medio se habría marchado.
Ella se movió, y él inmediatamente salió de encima de ella para quedar boca arriba. Sí, tenía cicatrices: una larga en el pecho y una pequeña marca como una estrella —que podría haber sido una quemadura— en la cadera. Ella le frotó el pecho con la palma de la mano.
—No es muy femenino —le dijo—, pero deseo darte las gracias.
Él alargó el brazo, le tocó la mejilla y sonrió.
—Tú eres muy femenina.
—No sabes lo que has hecho. Has… Él le puso un dedo sobre los labios.
—Sé lo que he hecho.
Ella le mordió el dedo, luego él le puso la mano sobre el pecho y le buscó un pezón. Ella le dijo: —Por favor, no empieces otra vez.
—No creo que pueda —respondió él. Pero pudo.
Ella le dejó un par de horas antes de que amaneciera. Oyó un leve ruido en la otra habitación y de pronto pareció recordar que tenía un marido y un hijo en la casa. Faber quería decirle que no importaba, que ni él ni ella tenían la más mínima razón para que les importara lo que el marido sabía o pensaba; pero se contuvo y la dejó marchar. Ella le besó una vez más con mucho ardor; cuando se puso de pie se alisó el arrugado camisón sobre el cuerpo y salió.
Él la miró con cariño. «Realmente es alguien», pensó. Se quedó echado de espaldas, mirando al cielo raso. Ella era muy ingenua y carente de experiencia, pero de todos modos le había gustado mucho. «Quizá podría enamorarme de ella», pensó.
Se levantó y sacó de debajo de la cama la cápsula con la película y el estilete envainado. Dudó en volverlos a tener sobre su persona. Durante el día podía querer hacerle el amor de nuevo… Decidió usar sólo el cuchillo —no se sentiría vestido sin él— y dejar la cápsula en algún otro lugar. La puso sobre la cómoda y la tapó con sus papeles y la cartera. Sabía muy bien que estaba transgrediendo una norma, pero por cierto ésta debía ser su última misión y se sintió con derecho a gozar de una mujer. Además, casi no tenía importancia que ella o su marido vieran las fotos; incluso aunque pudieran entender su significado, lo cual era improbable, ¿qué podían hacer?
Se recostó sobre la cama, luego volvió a levantarse. Simplemente, los años de entrenamiento no le permitían correr aquellos riesgos. Puso la cápsula junto con sus papeles en el bolsillo de su chaqueta. Ahora podía descansar mejor.
Oyó la voz del niño, luego los pasos de Lucy que bajaba la escalera, y luego a David arrastrándose hacia el cuarto de baño. Tendría que levantarse y tomar el desayuno con la familia. Estaba bien. De todos modos ahora no quería dormir.
Se detuvo ante la ventana surcada por la lluvia y contempló la tormenta hasta que oyó que se abría la puerta del cuarto de baño.
Entonces se puso la chaqueta del pijama y entró a afeitarse. Utilizó la maquinilla de David sin pedirle permiso. Ya no parecía tener importancia.