Bloggs condujo peligrosamente aprisa, a través de la noche en un coche patrulla «Sumbean Talbot», especialmente preparado para alta velocidad. El serpenteante camino de montaña estaba resbaladizo por la lluvia, y en algunas depresiones había entre cuarenta y cincuenta centímetros de agua. La lluvia caía contra el parabrisas como una masa compacta. En las partes más altas del camino, la fuerza del viento amenazaba con arrastrar el coche hacia la parte del barranco. Kilómetro tras kilómetro, Bloggs condujo incorporado hacia delante en el asiento, atisbando a través del pequeño espacio que dejaba el limpiaparabrisas, esforzando la vista para descubrir la forma de la carretera mientras los faros competían con la lluvia torrencial. Al norte de Edimburgo atropelló tres conejos, sintiendo el desagradable estampido mientras las ruedas destrozaban sus pequeños cuerpos. Pero no aminoró la marcha. Durante un rato se quedó pensando si los conejos eran animales que salían por la noche.
La tensión le produjo dolor de cabeza, y la posición en el asiento, dolor de espalda. Además, sentía hambre. Bajó el cristal para que la brisa fresca le mantuviera despierto, pero entraba tanta agua que se vio forzado a subirlo de nuevo. Pensó en Die Nadel, o Faber, o cualquiera que fuese ahora su nombre: un joven en pantalón corto, sosteniendo un trofeo. Y bien, hasta el momento Faber iba ganando la carrera. Le llevaba cuarenta y ocho horas de adelanto, y además tenía la ventaja de que solamente él conocía la ruta que debía seguir. A Bloggs le hubiera encantado establecer una competencia con él si los costos no fueran tan altos, tan endemoniadamente altos.
Se dijo que si en algún momento se topaba frente a frente con aquel hombre, «La mataría sin pensarlo dos veces antes de que él me matara a mí.» Faber era un profesional, y sabía que no había que mezclarse jamás con esa clase de gente. La mayor parte de los espías eran aficionados: revolucionarios frustrados de la izquierda o de la derecha, gente que fantaseaba con los encantos ocultos del espionaje, hombres codiciosos, mujeres ninfomaníacas o víctimas del chantaje. Los pocos profesionales eran realmente peligrosos, pues además eran inclementes.
Aún faltaba una o dos horas para que amaneciera cuando llegó a Aberdeen. Nunca en su vida le estuvo tan agradecido a las luces de las calles, por muy amortiguadas y veladas que estuvieran. No tenía idea de dónde se encontraba la Comisaría Central de Policía, y no había nadie en las calles para orientarle, de modo que anduvo dando vueltas por la ciudad hasta que advirtió la familiar luz azul (también amortiguada).
Aparcó el coche y corrió a través de la lluvia hasta el edificio. Le esperaban. Godliman había hablado por teléfono y en este momento era una autoridad muy alta. Hicieron pasar a Bloggs a la oficina de Alan Kincaid, un inspector jefe de unos cincuenta y cinco años. Había otros tres oficiales en la habitación. Se intercambiaron apretones de manos e inmediatamente olvidó sus nombres.
—Ha hecho buen promedio de velocidad desde Carlisle —dijo Kincaid.
—Casi me mato por lograrlo —replicó Bloggs, y se sentó—. Si puede, invíteme a un bocadillo…
—Naturalmente. —Kincaid sacó la cabeza fuera de la puerta y gritó algo—. Lo tendrá en un instante —le dijo a Bloggs.
La oficina tenía paredes blanqueadas, suelo de madera y los muebles indispensables: un escritorio, unas pocas sillas y un fichero. Eso era todo; no había cuadros ni ornamentos, ni toque personal alguno. Sobre el suelo descansaba una bandeja con tazas sucias y el aire se espesaba por el humo. Olía a lugar donde los hombres han estado trabajando toda la noche.
Kincaid tenía un pequeño bigote, ralo pelo gris y llevaba gafas. Era un hombre robusto, de aspecto inteligente, que andaba en mangas de camisa y tirantes. Hablaba con acento local, signo de que, al igual que Bloggs, había ido ascendiendo y provenía de las filas del pueblo, aunque para su edad estaba claro que su ascenso había sido más lento que el de Bloggs.
—¿Qué es lo que sabe usted acerca de todo este asunto? —preguntó Bloggs.
—No mucho, no mucho —dijo Kincaid—. Pero su jefe, Godliman, dijo que los crímenes de Londres son lo menos que ha cometido este hombre. También sabemos cuál es el departamento al que usted pertenece, de modo que apostaría doble contra sencillo a que el tal Faber…
—Y hasta ahora, ¿qué han hecho? —preguntó Bloggs. Kincaid puso los pies sobre el escritorio.
—Llegó aquí hace dos días, ¿correcto? En ese momento comenzamos la búsqueda. Teníamos las fotografías, sospecho que todas las fuerzas del país la tienen.
—Sí.
—Revisamos los hoteles y casas de pensión, la estación y la sala de equipajes de las terminales de autobús. Nos esmeramos mucho, aunque no sabíamos que había venido aquí. Es innecesario decirle que no obtuvimos resultado alguno. Estamos realizando de nuevo las comprobaciones, por cierto; pero en mi opinión, lo más probable es que haya salido inmediatamente de Aberdeen.
Una mujer policía entró con una taza de té y un gran bocadillo de queso. Bloggs le dio las gracias y se puso a comer inmediatamente, mientras Kincaid decía:
—Apostamos un hombre en la estación de ferrocarril antes de que saliera el primer tren de la mañana, y lo mismo hicimos en la terminal de autobús. De modo que si salió de la ciudad lo hizo en un automóvil robado o alguien le recogió en el camino. No tenemos denuncias de ningún coche robado, de modo que me inclino a creer lo segundo…
—Puede haber salido por mar —dijo Bloggs con la boca aún llena de pan.
—De los barcos que salieron ese día, ninguno era lo suficientemente grande como para salir al mar, y después vino la tormenta, de modo que no pudo salir nadie.
—¿No hubo barcos robados?
—Nadie lo denunció, al menos.
—Bueno, si no hay forma de salir a navegar —dijo Bloggs encogiéndose de hombros—, es posible que los dueños no se hayan llegado al puerto… en cuyo caso no se conocería el robo hasta que pase la tormenta.
Uno de los oficiales que estaba en el cuarto, dijo:
—Eso no lo hicimos, jefe.
—Así es —respondió Kincaid.
—Quizá la guardia de puerto podría hacer un recorrido por los embarcaderos —sugirió Bloggs.
—Tiene razón —respondió Kincaid. Se puso a marcar el número. Pasado un momento dijo—: ¿Capitán Douglas? Kincaid. Sí, ya sé que la gente civilizada duerme a esta hora. Pero todavía no ha oído lo peor… quiero que salga a dar un paseo bajo la lluvia. Sí, me ha oído bien… —Kincaid puso la mano sobre el receptor—. ¿Sabe lo que se dice acerca del vocabulario de la gente de mar? Es la pura verdad —luego volvió a hablar al receptor—: Dese una vuelta por todos los atracaderos usuales y tome nota de cualquiera de los barcos que no vea en su lugar. Pase por alto los que usted sabe que están auténticamente fuera de la rada, y me da los nombres y direcciones de sus propietarios, y también los números de teléfono, si los tiene. Sí, sí, ya sé… lo haré por partida doble. Está muy bien. Una botella. Y muy buenos días también a usted, amigo mío —y colgó.
—¿Se ha enfadado mucho? —sonrió Bloggs.
—Bueno, si yo hiciera lo que él sugirió que hiciese con mi trasero, no podría volver a sentarme. —Kincaid se puso serio—. Necesitará una media hora. Luego necesitaremos un par de horas para controlar todas las direcciones. Vale la pena hacerlo, aunque creo que él logró que alguien lo recogiera en la carretera.
—Lo mismo pienso yo —dijo Bloggs.
La puerta se abrió y entró un hombre vestido de civil. Kincaid y sus oficiales se pusieron de pie, y Bloggs se les unió.
—Buenos días, señor —dijo Kincaid—. Éste es el señor Bloggs. Señor Bloggs, Richard Porter.
Se estrecharon las manos. Porter tenía una cara rubicunda y un bigote cuidadosamente cultivado. Usaba un sobretodo color pelo de camello.
—Mucho gusto. Yo soy el idiota que recogió al tipo que andan buscando. Lo traje hasta Aberdeen. Es increíble —no tenía el acento de la región.
—Mucho gusto —dijo Bloggs. A primera vista Porter parecía exactamente la clase de estúpido que es capaz de recoger a un espía y llevarlo por todo el país. Sin embargo, Bloggs se dio cuenta que ese aire de tarambana podía ocultar una mente aguda. Trató de ser tolerante… él también había cometido errores deplorables en las últimas horas.
—¿Vio la fotografía?
—Sí, por cierto. No le podía ver bien porque fue de noche durante la mayor parte del trayecto. Pero alcancé a verle bastante a la luz de la linterna cuando estuvimos con el capó levantado, y después cuando entramos a Aberdeen… para ese entonces ya amanecía. Si yo hubiera visto la fotografía, por lo menos habría dicho que posiblemente su aspecto indicaba que podía ser él. Teniendo en cuenta dónde le recogí y la cercanía del «Morris» abandonado, no cabe duda de que era él.
—Estoy de acuerdo —dijo Bloggs, y se quedó pensando un momento qué información útil podría obtener de él—. ¿Qué impresión le causó Faber?
—Me pareció que estaba agotado —respondió inmediatamente Porter—, nervioso y decidido. También advertí que no era escocés.
—¿Cómo describiría su acento?
—Neutral. El acento de las escuelas públicas comunes de algún distrito. Además sus ropas, ¿se da cuenta? Llevaba overall. Otra cosa que no advertí hasta después.
Kincaid interrumpió para ofrecer té. Todos aceptaron. El policía fue hasta la puerta.
—¿Sobre qué hablaron?
—Sobre nada en particular.
—Pero estuvieron juntos durante horas.
—Él durmió la mayor parte del trayecto. Arregló el motor. Se trataba sólo de un cable desconectado, pero me temo de que no sé nada de motores… entonces él me dijo que su coche se le había averiado en Edimburgo y que debía ir a Banff. Dijo que prefería no cruzar Aberdeen porque no tenía permiso para pasar por las zonas de circulación restringida. Y yo, encima, le dije que no se preocupara por eso, que me responsabilizaría por él si nos paraban. Me siento realmente estúpido, ¿se da cuenta? Pero sentía que estaba en deuda con él, pues verdaderamente me había sacado de un apuro.
—Nadie le culpa, señor Kincaid.
Bloggs lo hacía, pero no se lo dijo, y en cambio prosiguió con las preguntas.
—Muy poca gente ha conocido a Faber y puede decirnos cómo es. ¿Podría hacer un esfuerzo y decirme por qué clase de persona le tomó usted?
—Despertó como un soldado —dijo Porter—. Fue cortés, y parecía inteligente. Se despidió con firme apretón de manos. Eso es algo que yo tomo en cuenta.
—¿Algo más?
—Sí, hay algo más; cuando se despertó… —la cara rubicunda de Porter se marcó con las arrugas de entrecejo fruncido—, su mano derecha fue al encuentro de su antebrazo izquierdo, de este modo —ilustró él con el gesto.
—Eso es significativo —dijo Bloggs—. Allí debe de guardar el estilete enfundado en la manga.
—Supongo que sí.
—Y dijo que iba a Banff. Eso significa que no es verdad. Apuesto a que usted le dijo primero adónde iba, y entonces él decidió que llevaba esa dirección.
—Sí; creo que así fue —asintió Porter—. Bien, bien.
—O bien su destino era Aberdeen, o él enfiló hacia el Sur una vez que usted le dejó. Puesto que dijo ir hacia el Norte, lo más probable es que no lo hiciera.
—Ese tipo de razonamiento podría no ser exacto —dijo Kincard—. No siempre funciona, evidentemente Faber no es ningún tonto. ¿Le dijo usted que es juez de paz?
—Sí.
—Por eso no le mató.
—¿Qué? Santo Dios.
—Sabía que se notaría inmediatamente su ausencia. La puerta se volvió a abrir, y el hombre que entró dijo: —Aquí tengo su información y espero que no haya sido para nada.
Bloggs sonrió. Se trataba, evidentemente, del encargado del puerto: un hombre bajo, con abundante pelo blanco, que fumaba una gran pipa y llevaba un chaquetón de botones dorados.
—Adelante, capitán —dijo Kincaid—. ¿Cómo se ha mojado tanto? No tenía que haber salido con semejante lluvia.
—A la mierda —dijo el capitán, produciendo deleite en los demás rostros de la habitación.
—Buenos días, capitán —dijo Porter.
—Buenos días, su señoría.
—¿Qué ha averiguado? —preguntó Kincaid.
El capitán se quitó la gorra y le sacudió las gotas de lluvia.
—Falta el Marie II —dijo—. Lo vi llegar la tarde que comenzó la tormenta. No lo vi zarpar, pero sé que ese día no hubiera vuelto a salir. Sin embargo, parece que lo hizo.
—¿A quién pertenece?
—A Tam Halfpenny. Le he llamado por teléfono y él lo había dejado en el atracadero ese día, y desde entonces no ha vuelto a verlo.
—¿Qué clase de barco es? —preguntó Bloggs.
—Es un pequeño barco pesquero, con motor interior. No tiene ningún estilo particular. Los pescadores de por aquí no siguen ningún tratado especial de construcción de barcos cuando hacen los suyos.
—Permítame una pregunta —dijo Bloggs—. ¿Ese barco podría haber sobrevivido a la tormenta?
El capitán hizo una pausa para arrimar el fósforo a su pipa, y luego respondió:
—Con un timonel muy hábil… qué sé yo, puede que sí, puede que no.
—¿Cuánto pudo haber navegado antes de que se iniciara la tormenta?
—Muy poco… unas pocas millas. El Marie II no estuvo amarrado hasta el atardecer.
Bloggs se puso de pie, dio una vuelta en torno a su silla y volvió a sentarse.
—Entonces, ¿dónde puede estar ahora?
—Lo más seguro es que el estúpido esté en el fondo del mar —la afirmación del capitán no carecía de cierto regocijo.
Bloggs no podía encontrar satisfacción en la posibilidad de que Faber estuviera muerto. Era demasiado poco. El descontento se transmitía a su cuerpo y se sintió inquieto, ansioso. Frustrado. Se rascó la barbilla; le hacía falta un afeitado. Comentó:
—Sólo lo creeré cuando lo vea.
—No lo verá.
—Por favor, ahórrese las opiniones —replicó Bloggs—. Queremos su información, no su pesimismo. —Los otros hombres en la habitación recordaron que, pese a su juventud, era el de mayor jerarquía—. A ver, volvamos a considerar las posibilidades. Uno: ha dejado Aberdeen por tierra y es otra persona quien ha robado el Marie II. En ese caso, probablemente ya haya llegado a su destino, pero a causa de la tormenta no puede haber dejado el país. Ya tenemos todas las fuerzas policiales tras él, y eso es todo lo que podemos hacer con respecto a la posibilidad número uno.
»Dos: aún está en Aberdeen. En ese caso estamos a cubierto, pues andamos tras su pista.
»Tres: ha dejado Aberdeen por mar. Creo que estamos de acuerdo en que ésa es la posibilidad mayor. Vemos entonces las posibilidades de esto último. Tres A: halló refugio en alguna parte o naufragó, cerca de tierra firme o de alguna isla. Tres B: murió —no mencionó, por cierto, tres C: que hubiera pasado a otro barco… probablemente un submarino, antes de que comenzara la tormenta… probablemente no tuvo tiempo, pero podría haberlo tenido. Y si había hallado un submarino no había nada que hacer, de modo que mejor era olvidarlo.
»Si halló refugio —continuó Bloggs— o si naufragó, tarde o temprano encontraremos indicios. Ya sea el Marie II, o los restos. Podemos revisar la línea de la costa y también inspeccionar el mar en cuanto el tiempo aclare lo suficiente para que podamos hacer despegar un avión. Si se ha ido al fondo del mar, también encontraremos restos del barco.
»De modo que tenemos tres desarrollos de la acción. Continuaremos las investigaciones comenzadas; organizaremos la búsqueda en la costa hacia el Norte y el Sur partiendo de Aberdeen, y nos prepararemos para volar sobre el mar en cuanto mejore el tiempo.
Bloggs caminaba de un lado al otro mientras hablaba. De pronto se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Algún comentario?
Los últimos sucesos los habían animado a todos. El súbito acceso de energía de Bloggs les había sacudido la modorra. Uno se inclinó hacia delante frotándose las manos; otro se ataba los cordones de los zapatos; un tercero se puso la chaqueta. Todos querían empezar el trabajo inmediatamente. No hubo comentarios ni preguntas.