21

Cuando Faber despertó, era casi de noche. A través de la ventana del dormitorio podía ver las últimas vetas de gris que se iban cubriendo por la oscuridad de la noche. La tormenta no había amainado; la lluvia golpeaba el tejado y caía por una canaleta, y el viento aullaba y soplaba incansablemente.

Apretó el botón de una mesita de noche situada al lado de su cama. El esfuerzo le cansó, y tuvo que dejarse caer en la almohada. Le atemorizó sentirse tan débil. Quienes creen que la fuerza es la razón deben estar siempre fuertes, y Faber era lo suficientemente autoconsciente para conocer las implicaciones de su propia ética. El temor no abandonaba la tónica de sus emociones; quizá por eso había sobrevivido tanto. Tenía una incapacidad crónica de sentirse a salvo. Comprendía, de esa manera vaga en que uno a veces comprende las cosas más fundamentales sobre uno mismo, que esa misma inseguridad era lo que le había llevado a elegir la profesión de espía; era la única forma de vida que podía permitirle matar inmediatamente a quien pudiera representar la más leve amenaza. El temor a ser débil era parte del síndrome que incluía su independencia obsesiva, su inseguridad y su menosprecio por sus superiores militares.

Mientras descansaba en la cama del niño, en el dormitorio de paredes rosadas, pasaba revista a su propio cuerpo. Parecía haber sufrido golpes por todas partes, pero aparentemente no tenía nada roto. Tampoco se sentía afiebrado. Su organismo, pese a la noche pasada en la barca, no había contraído una infección bronquial. Lo que sentía era simplemente debilidad. Sospechaba que era lago más que agotamiento. Recordaba un momento, cuando llegaba al tope de la rampa, en que pensaba que moriría; y se preguntaba si no se habría infligido a sí mismo algún daño permanente en ese último impulso obsesivo por no aflojar antes de la gran la meta.

También controló sus pertenencias. La cápsula con los negativos fotográficos seguía adherida a su pecho, el estilete seguía enfundado en su antebrazo izquierdo, y sus papeles y dinero se encontraban en el bolsillo de la chaqueta del pijama que le habían prestado.

Echó a un lado las mantas y se sentó con los pies en el suelo. Durante un momento se mareó. Se puso en pie. Era importante no permitirse actitudes psicológicas de inválido. Se puso la bata y salió para meterse en el cuarto de baño.

Cuando volvió, sus propias ropas estaban a los pies de la cama, lavadas y planchadas; las interiores, el overall y la camisa. Súbitamente recordó haberse levantado en algún momento por la mañana y haber visto a una mujer desnuda en el cuarto de baño. Fue una escena extraña y no estaba seguro de su significado. Recordaba que era muy hermosa, de eso estaba seguro.

Se vistió lentamente. Le habría gustado afeitarse, pero decidió pedirle permiso a la dueña de la casa antes de utilizar la maquinilla que había en el cuarto de baño. Algunos hombres eran tan posesivos con sus adminículos de afeitar como con sus mujeres. No obstante, se tomó la libertad de usar el peine de baquelita del niño, que halló en el último cajón del armario.

Se miró al espejo sin orgullo. No era pedante. Sabía que algunas mujeres le encontraban atractivo y otras no, y dio por descontado que con los hombres ocurría lo mismo. Por cierto, que le importaba más la consideración de las mujeres que la de los hombres, pero atribuyó esto último a su apetito, no a su aspecto. Su imagen en el espejo le indicó que estaba presentable, que era cuanto deseaba saber.

Dejó el dormitorio y bajó lentamente las escaleras. Una vez más sintió una oleada de debilidad, y una vez más se propuso superarla aferrándose al pasamanos de la escalera y colocando deliberadamente un pie ante el otro hasta llegar a la planta baja.

Se detuvo fuera de la puerta de la sala y, al no oír ruido alguno, continuó hasta la cocina. Dio unos golpes a la puerta y entró. La joven pareja estaba a la mesa terminando de comer.

—¡Se ha levantado! —dijo ella poniéndose de pie al verle entrar—. ¿Está seguro de que no le hará daño?

Faber se dejó conducir hasta una silla.

—Gracias —dijo—. Realmente no tendrían que estimularme para que me decrete enfermo.

—Creo que usted no se da cuenta de cuán terrible es la experiencia que ha soportado —comentó ella—. ¿Tiene ganas de comer algo?

—La estoy molestando…

—En absoluto. No diga tonterías. Le he guardado un poco de sopa bien caliente.

—Son ustedes muy generosos —dijo Faber—, y no sé siquiera cómo se llaman.

—David y Lucy Rose. —Con un cucharón le sirvió sopa en un cuenco y la puso en la mesa, ante él—. Córtame pan, David, por favor.

—Soy Henry Baker—. Faber no sabía por qué había dicho eso, pues no tenía documentos con ese nombre. Henry Faber era el hombre que buscaba la Policía, de modo que era atinado haber dicho que se llamaba James Baker, pero de algún modo él deseaba que aquella mujer le llamara Henry, que era el nombre inglés más aproximado a Heinrich, su verdadero nombre.

Tomó una cucharada de sopa y, de pronto, se dio cuenta de que estaba famélico. Comió la sopa con ansiedad, luego el pan. Cuando acabó, Lucy se echó a reír. Estaba hermosa, abría mucho la boca, dejando al descubierto dos hileras de dientes blancos, y los ojos se le fruncían graciosamente en los costados.

—¿Más? —le ofreció.

—No, muchas gracias.

—Veo que le sienta bien. Ya le sube color a las mejillas.

Faber advirtió que se sentía físicamente mejor. Se forzó a aceptar un segundo plato, que comió más lentamente por cortesía, pero aún disfrutaba al comerlo.

—¿Qué hizo para que le pescara la tormenta fuera de puerto? —era la primera vez que él hablaba.

—No le acoses, David…

—No, no, está bien —dijo Faber inmediatamente—. Fui un tonto, eso es todo. Éste era el primer fin de semana libre que tenía desde que empezó la guerra, y no quería dejármelo arruinar por el tiempo. Me propuse salir de pesca. ¿A usted le gusta pescar?

—Me dedico a la cría de ovejas —respondió David sacudiendo la cabeza.

—¿Tiene muchos peones?

—Sólo uno, Tom.

—Supongo que hay otras personas dedicadas a la cría de ovejas en la isla.

—No. Vivimos en este extremo y Tom en el otro, y entre medio no hay más que ovejas.

Faber asintió. Magnífico… estupendo. Una mujer, un inválido, un niño y un viejo… y él ya se estaba encontrando mejor, iba recuperando sus fuerzas.

—¿Cómo se las arreglan para establecer contacto con tierra firme? —preguntó Faber.

—Cada quince días llega una lancha. Debe llegar este lunes, pero si la tormenta prosigue, seguramente no vendrá. Hay un radiotransmisor en la cabaña de Tom, pero sólo podemos usarlo en casos de urgencia. Si consideráramos que le pueden estar buscando, o si necesitara asistencia médica urgente, podría utilizarlo. Pero tal como están las cosas me parece que no es necesario. Sobre todo porque nadie puede venir a recogerle hasta que no amaine la tormenta, y cuando haya amainado la lancha de todos modos vendrá, de modo…

—Naturalmente —el tono de Faber escondía su deleite. El problema de cómo establecer contacto con el submarino el lunes era algo que le había estado preocupando sin planteárselo directamente. Había visto que en la sala de los Rose había un aparato de radio común, y, de ser necesario, él podría convertirlo en un transmisor. Pero el hecho de que aquel Tom tuviera un transmisor propio, hacía que todo fuera mucho más simple—. ¿Para qué necesita Tom un transmisor?

—Es miembro del Royal Observer Corps. Aberdeen fue bombardeada en 1940, sin que mediara alarma aérea. Hubo cincuenta muertos. Entonces reclutaron a Tom, lo cual fue muy atinado porque su oído es mucho mejor que su vista.

—Supongo que los bombarderos vienen desde Noruega.

—Supongo que sí.

—Vayamos al otro lado —dijo Lucy.

Los hombres la siguieron. Faber ya no se sintió ni débil ni mareado. Sostuvo la puerta para que pasara David, quien condujo su silla hasta la proximidad del fuego. Lucy ofreció un coñac a Faber, pero él no lo aceptó. Ella sirvió uno para su marido y otro para sí misma.

Faber se sentó cómodamente y comenzó a estudiarles. Lucy era realmente asombrosa: rostro ovalado, ojos almendrados de un raro color ámbar, como los gatos, y abundante pelo rojo oscuro. Se notaba que, pese al jersey de pescador y los pantalones amplios, tenía una figura que vestida con medias de seda y un modelo para cóctel, por ejemplo, resultaría muy atractiva. David también era atractivo… casi guapo, como no fuera por una sombra de barba muy oscura. El pelo casi negro y la piel de aspecto mediterráneo. De haber tenido piernas hubiera sido alto, dada la longitud de sus brazos, que según Faber sospechó, debían tener una fuerza extraordinaria y una poderosa musculatura, desarrollada por aquellos años de conducir su propia silla de ruedas.

Era una pareja atractiva, pero había algo entre ellos que no andaba bien. Faber no era ningún experto en matrimonios, pero su entrenamiento en técnicas de interrogatorio le había enseñado a leer el lenguaje silencioso del cuerpo; a saber, por pequeños gestos, cuándo alguien sentía temor, seguridad, escondía algo o mentía. Lucy y David rara vez se miraban, y nunca se tocaban. Le hablaban a él más de lo que se hablaban entre ellos. Se desplazaban uno en torno al otro como los pavos que necesitan cierto espacio libre entre uno y otro. La tensión entre los dos era muy grande. Eran como Churchill y Stalin, obligados a luchar temporalmente juntos y tratando de sofocar una enemistad mayor. Faber se preguntaba cuál sería la verdadera causa de su separación. Aquella pequeña casa confortable era una especie de olla a presión emocional, pese a sus alfombras y a su pintura brillante, sus sillones con diseños floreados, sus leños ardientes y sus paredes con cuadros. Vivir solos, con un viejo y un niño por toda compañía, con ese algo oculto entre ellos… Le hacía pensar en una obra de teatro que había visto en Londres, de un autor llamado Tennessee No Sé Qué.

Abruptamente, David tragó su bebida y dijo:

—Tengo que irme a dormir, la espalda me lo pide.

—Lo lamento, le he mantenido en vela.

—De ningún modo —dijo David haciéndole ademán con la mano de que volviera a sentarse—. Usted ha dormido todo el día… seguramente no tiene ganas de irse inmediatamente a la cama. Además, Lucy debe de tener ganas de charlar, estoy seguro. Lo que pasa es que maltrato mi espalda… las espaldas están hechas para compartir el peso del cuerpo con las piernas, ¿comprende?

—Entonces es mejor que esta noche tomes dos píldoras— dijo Lucy. Tomó un frasco del estante superior de la biblioteca, sacó dos tabletas y se las dio a su marido. Él se las tragó en seco.

—Bueno, hasta mañana —dijo marchándose con su silla.

—Hasta mañana, David.

—Hasta mañana, señor Rose.

Pasado un momento, Faber oyó que David se arrastraba escaleras arriba y se preguntó cómo lo haría.

Como para ahogar el ruido que él producía al subir, Lucy comenzó a hablar:

—¿Dónde vive usted, señor Baker?

—Por favor, llámeme Henry. Vivo cerca de Londres.

—Hace años que no voy a Londres. Probablemente no es mucho lo que queda en pie.

—Está cambiada, pero no tanto como podría creerse. ¿Cuándo estuvo por última vez?

—En 1940. —Se sirvió otro coñac—. Desde que vinimos aquí, sólo he salido de la isla una vez, y fue para tener al niño. En estos días no se puede viajar demasiado, ¿no es así?

—¿Qué les hizo venir aquí?

—Bueno… —Se sentó, tomó un sorbo de su bebida, y miró el fuego.

—Quizá no debería…

—No, está bien. Tuvimos un accidente el día de nuestra boda. Así perdió David sus piernas. Estaba entrenándose como piloto de caza… los dos quisimos entonces apartarnos, creo. Fue un error, pero, como se dice, en ese momento parecía una buena idea.

—Es una razón para que un hombre saludable se sienta insatisfecho.

—Es usted muy sutil —dijo ella, lanzándole una aguda mirada.

—Salta a la vista —señaló él tranquila y pausadamente—. También su infelicidad.

—Ve usted demasiado —dijo ella con un pestañeo nervioso.

—No es difícil. ¿Y por qué siguen juntos si la cosa no anda?

—No sé muy bien qué decirle —o qué decirse a sí misma por hablar tan abiertamente con él—. ¿Quiere que le conteste con frases hechas? Por la forma en que era antes, el vínculo matrimonial, el niño, la guerra… Si hay algo más que agregar no puedo hallar la forma de traducirlo en palabras.

—Quizá la culpa —dijo Faber—. Pero usted está pensando en dejarle, ¿no es verdad?

Ella se quedó mirándole y lentamente asintió con la cabeza.

—¿Cómo sabe usted tanto?

—Después de cuatro años en esta isla, ha perdido usted el arte del disimulo. Además, estas cosas son más simples vistas desde afuera.

—¿Ha estado usted casado?

—No, casado precisamente, no.

—¿Por qué no? Creo que usted debería estarlo.

Ahora le tocó a Faber desviar la mirada al fuego. ¿Por qué no, en verdad? Su respuesta para sí mismo y sin profundizar, era su profesión. Pero por cierto que no podía decirle eso a ella, y de todos modos era demasiado convencional.

—No confío en que pueda amar a nadie hasta ese punto. —Las palabras le habían salido sin pensarlas, y estaba asombrado de ello. Además, se preguntó si no sería la pura verdad. Un momento después estaba admirado de la forma en que Lucy había violado sus controles, justamente cuando creyó que la estaba desarmando.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. El fuego se estaba extinguiendo. Unas pocas gotas de agua se habían filtrado por la chimenea y restallaron al caer sobre los carbones que se enfriaban. Faber se encontró pensando en la última mujer que había tenido. ¿Cómo se llamaba? Gertrud. De esto hacía siete años, pero ahora, ante el fuego vacilante, la recordaba nítidamente: una cara redonda, alemana, pelo rubio, ojos verdes, hermosos senos, caderas demasiado anchas, piernas gordas, pies desagradables; el tipo de relación que se establece en un tren expreso, con un entusiasmo desbordante e inextinguible por el sexo… Ella le había seducido porque admiraba su mente (eso decía) y adoraba su cuerpo (eso no necesitaba decírselo). Escribía poemas para canciones populares y se los leía en un pobre apartamento de sótano en Berlín; no era una profesión lucrativa. Él la recordaba en aquel dormitorio descuidado, acostada, desnuda y urgiéndole a realizar actos de complicado erotismo: que la castigara, que se masturbara, que estuviera totalmente inmóvil mientras ella le hacía el amor… Sacudió ligeramente la cabeza para barrer de su mente aquellos recuerdos. No había tenido esos pensamientos durante todos los años que había permanecido célibe, y ahora las imágenes le resultaban perturbadoras. Miró a Lucy.

—Estaba usted muy lejos —dijo ella con una sonrisa.

—Recuerdos —respondió él—. Esta conversación sobre el amor.

—No debo apesadumbrarle.

—No lo hace usted.

—¿Son buenos recuerdos?

—Muy buenos. ¿Y los suyos? Usted también estaba pensando.

—En el futuro, no en el pasado —volvió a sonreír ella.

—¿Y qué ve en el futuro?

Parecía estar a punto de responder, pero luego cambió de idea. Le sucedió dos veces. Había signos de tensión en torno a sus ojos.

—Yo la veo encontrando a otro hombre —dijo Faber, y mientras lo decía pensaba: «¿Por qué estoy haciendo esto?»—. Es un hombre más débil que David, y menos atractivo, pero es en parte por su debilidad que usted le ama. Es inteligente pero no es rico, solidario sin ser sentimental; tierno, amante…

La copa de coñac en la mano de ella se quebró por la presión de sus dedos. Los fragmentos cayeron sobre sus rodillas y sobre la alfombra, y los ignoró. Faber cruzó hasta su silla y se arrodilló ante ella. Le sangraba el pulgar. Él le cogió la mano.

—Se ha cortado.

Ella la miró. Estaba llorando.

—Lo lamento —dijo él.

El corte era superficial. Ella cogió el pañuelo del bolsillo de sus pantalones y enjugó la sangre. Faber le soltó la mano y comenzó a recoger los trozos de cristal, deseando haberla besado cuando se le presentó la ocasión, y colocó los restos sobre la repisa.

—No fue mi intención perturbarla —dijo él (¿Era así?) Ella retiró el pañuelo y se miró el dedo. Aún sangraba.

(Sí que había querido. Y Dios sabe que lo había logrado.) —Un poco de vendaje —sugirió él.

—En la cocina.

Él encontró un rollo de venda, un par de tijeras y un alfiler imperdible. Llenó un pequeño cuenco con agua caliente y volvió a la sala.

En su ausencia ella había borrado toda huella de lágrimas de su cara. Permaneció quieta, dejándole hacer, mientras él le sumergía el dedo en el agua, se lo secaba y le ponía un pequeño vendaje. Ella le miraba el rostro todo el tiempo, no las manos; pero su expresión era indesci frable.

Él concluyó la operación y se echó hacia atrás súbitamente, lo cual fue una tontería. Había llevado las cosas demasiado lejos. Debía concederle algún tiempo para volver al ritmo normal.

—Bueno, lo mejor será que me vaya a la cama —dijo él.

Ella asintio.

—Lo siento mucho…

—Deje de pedir disculpas —interrumpió ella—. No le sienta bien.

El tono de ella era severo. Él advirtió que también ella sentía que había perdido el control de la situación.

—¿Se queda levantada? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—Bueno…

Él la siguió a través de la sala y escaleras arriba, y observó el movimiento de sus caderas, que se balanceaban suavemente.

Al final de las escaleras, en el pequeño rellano, ella se volvió y le dijo en voz baja:

—Buenas noches.

—Buenas noches, Lucy.

Ella le miró durante un momento. Él extendió su mano al encuentro de la de ella, pero ella se volvió inmediatamente, entró en su dormitorio y cerró la puerta sin mirar atrás, dejándole ahí de pie preguntándose qué pasaba por la mente de ella y, lo que viene más al caso, qué pasaba realmente en la de él.