20

Para entonces, Percival Godliman había levantado todas las restricciones.

Todos los policías del Reino Unido tenían un duplicado de la fotografía de Faber, y casi la mitad de ellos trabajaban a todo ritmo en la búsqueda. En las ciudades controlaban los hoteles y las casas de pensión, las estaciones de tren y las terminales de autobús, los bares y los centros comerciales; y los puentes y lugares bombardeados, que eran refugio de delincuentes. Y en el campo registraban los silos, los graneros, las casas vacías, los castillos en ruinas, los setos, los claros en las espesuras boscosas y en los maizales. Mostraban las fotografías a los empleados del ferrocarril, a los de las gasolineras, a los encargados de los transbordadores y a los mozos de equipaje. Había hombres de guardia en todos los puertos y aeródromos, y su fotografía estaba pinchada en todos los mostradores de control de pasaportes.

La Policía, por cierto, aún creía que estaba buscando a un simple asesino. El agente de guardia sabía que el hombre de la fotografía había matado a dos personas en Londres con un estilete. Los oficiales sabían algo más; que uno de los asesinatos había implicado violación, otro era aparentemente inmotivado y un tercero —lo cual no debían difundir entre sus hombres— la inexplicable muerte de un soldado que iba en el tren de Euston a Liverpool. Solamente los inspectores y unos pocos jefes de Scotland Yard sabían que el soldado había tenido un destino temporal con MI5 y que todos los asesinatos tenían que ver de un modo u otro con la seguridad del Estado.

Los periódicos también pensaban que se trataba de la búsqueda de un asesino ordinario. Al día siguiente de la concesión de información decretada por Godliman, la mayoría de ellos traía los informes detallados en la última edición. Las primeras ediciones destinadas a Escocia, Ulster y el norte de Gales no la incluían, pues traerían una versión sintetizada al día siguiente. La víctima de Stockwell había sido identificada como un trabajador a quien se le atribuían nombre y actividades falsas en Londres. El comunicado de Prensa proveniente de Godliman vinculaba el asesinato con la muerte de la señora Una Garden en 1940, pero era ambiguo en torno a la naturaleza del vínculo. El arma empleada había sido un estilete.

Los dos periódicos de Liverpool muy pronto se enteraron del hallazgo del cadáver en el tren, y los dos se preguntaron si el asesino del estilete de Londres no sería el responsable. Hicieron averiguaciones en la Policía de Liverpool. Los jefes de redacción de los dos periódicos recibieron llamadas telefónicas del jefe de Policía y ninguno de los dos publicó más información. Ciento cincuenta y siete hombres trigueños fueron arrestados bajo sospecha de ser Faber. Todos excepto veintinueve pudieron probar que ninguno de ellos podría haber cometido los crímenes. Encuestadores de MI5 hablaron con los veintinueve. Veintisiete hicieron comparecer padres, parientes y vecinos que afirmaron que los sospechosos habían nacido en Inglaterra, donde vivían desde veinte años atrás, época en que Faber había estado en Alemania.

Los dos restantes fueron llevados a Londres, donde se les volvió a interrogar; esta vez lo hizo Godliman personalmente. Los dos eran solteros, vivían solos, no tenían parientes vivos y su vida era un tanto desconcertante. El primero vestía bien, era seguro y afirmaba imperturbablemente que se ganaba la vida viajando por el país y aceptando trabajos diversos como obrero manual. Godliman le explicó que —a diferencia de la Policía— él tenía autorización para encarcelar a cualquiera durante el tiempo que durara la guerra y sin que mediara proceso alguno de por medio. Además, le señaló, él no estaba interesado en absoluto en los pecadillos comunes, y toda información que se le diera a él, allí en la War Office era estrictamente confidencial y no iba más lejos.

El sospechoso confesó diligentemente ser un embaucador, y dio las direcciones de diecinueve mujeres maduras a quienes había engatusado en las tres últimas semanas apoderándose de sus joyas. Godliman le entregó a la Policía.

No se sintió en la obligación de ser sincero con un mentiroso profesional.

El último sospechoso también cedió ante el tratamiento de Godliman. Su secreto consistía en que lejos de ser soltero estaba casado en Brighton, y en Solihull, Birmingham, y en Colchester, Newbury, y en Exeter. En los cinco casos las esposas pudieron presentar sus certificados de matrimonio. El bígamo múltiple fue a la cárcel, donde permaneció a la espera de que se le abriera juicio.

Godliman durmió en la oficina mientras la búsqueda continuaba.

Bristol Temple Meads, estación de ferrocarril.

—Buenos días, señorita, ¿quiere mirar esto?

—Chicas, venid. ¡El poli nos va a enseñar fotos!

—Vamos, no haga escándalo, simplemente dígame si le conoce o no.

—¡Oh! ¡Oooh! ¿No es sensacional? ¡Ojalá le conociera!

—No querría, si supiera lo que ha hecho. Por favor, ¿quieren mirar todas?

—Nunca le he visto.

—Yo tampoco.

—Ni yo.

—Cuando le pesque, dígale si quiere conocer a una chica guapa de Bristol…

—Vamos, muchachas, no me lo explico. En cuanto os dan un par de pantalones y un puesto de mozo de equipajes, ya creéis que debéis actuar como hombres…

El transbordador de Woolwich.

—Día inmundo, inspector.

—Buenos días, capitán. Supongo que en alta mar será peor.

—¿En qué puedo ayudarle? ¿O simplemente es una visita de cortesía?

—Quiero que vea una foto, capitán.

—A ver, espere que me ponga las gafas. Oh, no se preocupe, para guiar el barco veo lo suficiente. Es para ver las cosas de cerca que necesito gafas. A ver, veamos…

—¿Le dice algo?

—Lo lamento, inspector, pero no me recuerda a nadie.

—Bueno, si llega a verle hágamelo saber.

—Naturalmente.

—Buen viaje.

—Por lo menos que no haya sangre.

Número 35 de Leak Street, Londres E1:

—¡Sargento Riley! ¡Qué sorpresa tan agradable!

—No malgastes amabilidades, Mabel. ¿A quienes tienes en tu casa?

—Todos huéspedes honorables, sargento; usted me conoce.

—Así es, por eso mismo estoy aquí. ¿Alguno de tus simpáticos y respetables huéspedes anda fugitivo?

—¿Desde cuándo se dedica a reclutar gente para el Ejército?

—No estoy reclutando, Mabel, ando en busca de alguien, y si está aquí probablemente te ha dicho que anda perseguido.

—Mira, Jack, si te digo que no hay nadie aquí, no veo por qué… ¿Quieres largarte y dejar de tomarme el pelo?

—¿Por qué habría de creerte?

—Por lo de 1936.

—Entonces eras más guapa, Mabel.

—Y tú también, Jack.

—Está bien, tienes razón. Si sabes algo dímelo, ¿quedamos así?

—Prometido.

—Tampoco te preocupes demasiado por el asunto.

—Está bien.

—Mabel… el tipo asesinó a una mujer de tu edad. Ten cuidado.

El bar de Bill, en la A30, cerca de Bagshot:

—Un té, por favor, Bill. Con dos terrones.

—Buenos días, cabo Pearson. Qué día tan espantoso.

—¿Qué hay en el plato, Bill, albóndigas de Portsmouth?

—Y también bollos y buñuelos, como siempre.

—Ah, bueno, entonces ponme dos. Gracias… Bueno, muchachos, si alguien quiere que le registren el camión entero puede ir saliendo. Así va mejor. Echad una mirada a esta foto, por favor.

—¿Por qué le buscan, cabo, por andar sin luces?

—Bueno, basta de bromas, Harry. Haz circular la foto. ¿Alguien llevó a este tipo en su camión?

—Yo, no.

—No.

—Tampoco, lo siento.

—Jamás le he visto.

—Gracias, muchachos. Si llegáis a verle decídmelo en seguida. Adiós.

—Cabo…

—¿Sí, Bill?

—No ha pagado los buñuelos.

Gasolinera de Smethwich, Carlisle:

—Buenos días, señora. Cuando tenga un momento… —En seguida estoy con usted, oficial. Despacho a este señor… Doce libras y seis peniques, señor. Gracias. Adiós…

—¿Qué tal anda el negocio?

—Más o menos, como siempre. ¿En qué puedo servirle?

—¿Podemos entrar un momento en la oficina?

—Sí, cómo no… Bueno, suéltelo ya.

—Echele una mirada a esta foto y dígame si ha despachado gasolina a ese individuo en los últimos días.

—Bueno, a ver, no creo que me sea muy difícil recordarle, porque no viene demasiada gente. ¡Oh! ¿Sabe usted que me parece que sí?

—¿Cuándo?

—Anteayer, por la mañana.

—¿Está segura?

—Bueno… Era mayor que en esa foto, pero le diría que sí.

—¿Qué automóvil conducía?

—Un coche gris. No soy muy buena para las marcas; en realidad, el que entiende es mi marido, pero ahora está en la Marina.

—Bueno, ¿cómo era?

—Era un coche antiguo, con capota plegable, de dos asientos, tipo sport. Tenía un depósito de reserva que también le llené.

—¿Se acuerda de cómo iba vestido?

—Realmente, no… me parece que con ropa de trabajo.

—¿Era un hombre alto?

—Sí, más alto que usted.

—¿Tiene un teléfono…?

William Duncan tenía veinticinco años, medía un metro sesenta, pesaba setenta kilos y gozaba de excelente salud. La vida al aire libre y su total desinterés por el tabaco, la bebida, la vida nocturna y los problemas lo mantenían en esa buena forma. Sin embargo, no estaba en el Ejército.

Cuando niño parecía normal, algo lento, pero normal; así fue hasta los ocho años, momento en que su mente perdió la capacidad de seguir desarrollándose. No había sufrido ningún trauma, al menos nadie tenía noticia de ello, y tampoco ningún daño físico que pudiera justificar su situación. En realidad, algunos años antes nadie había notado que hubiera nada anormal en él, pues a los diez años sólo era algo lento, y a los doce poco lúcido; pero a los quince era evidentemente simple, y a los dieciocho se le conocía por el apodo de el tonto Willie.

Sus padres pertenecían a un oscuro grupo religioso cuyos miembros tenían prohibido casarse fuera del grupo religioso (lo cual puede o no haber tenido algo que ver con su retraso mental). Rezaban por él, naturalmente; pero además le llevaron a un especialista en Stirling. El médico, hombre mayor, le sometió a una serie de tests y luego les dijo, mirándoles por encima del arco de oro de sus medio anteojos, que el muchacho tenía una edad mental de ocho años y que su capacidad mental nunca iría más allá. Ellos continuaron rezando, pero sospecharon que el Señor les había sometido a esta prueba deliberadamente, por lo que trataron de asegurarse de que el alma de Willie estuviera salvada, y aguardaron el día en que le reencontrarían en la Gloria ya curado, Mientras, el muchacho necesitaba encontrar un trabajo.

Un chico de ocho años puede guardar vacas, pero además guardar vacas es un trabajo, por lo que el tonto Willie se convirtió en pastor de las vacas, y fue mientras estaba desempeñando esta función cuando descubrió un coche abandonado.

Dio por descontado que en el interior habría una pareja de enamorados.

Willie sabía de eso; es decir, sabía que los enamorados existen, y que se hacen cosas irrepetibles el uno al otro en lugares oscuros, entre los matorrales, en los cines y en los coches, y que en esos casos uno no les hablaba. De modo que apresuró el paso de las vacas por el lugar donde estaba aparcado el «Morris Cowley Bullnose 1924» de dos asientos (él sabía de coches tanto como cualquier niño de ocho años), y trató por todos los medios de no mirar hacia adentro, no fuera a ser que alcanzara a divisar el pecado.

Llevó sus vacas a un cobertizo para que las ordeñaran y se fue por un camino distinto a su casa, le leyó un capítulo del Levítico a su padre lo hizo en voz alta y con gran empeño— y luego se fue a la cama para soñar con los amantes.

Al anochecer del día siguiente el coche aún seguía en el mismo lugar.

Por mucha que fuera la candidez de Willie, sabía que los amantes no se hacían lo que fuera que se hiciesen durante veinticuatro horas sin parar, de modo que esta vez fue directamente hasta el coche y miró adentro. Estaba vacío. El suelo bajo el motor estaba negro y pegajoso de aceite. Willie elaboró otra conclusión: el coche se había estropeado y había sido abandonado por su conductor. No se le ocurrió pensar cuál sería la causa de que estuviera semi-escondido entre los arbustos.

Cuando llegó de regreso al cobertizo, le dijo al granjero lo que había visto.

—Hay un coche roto en el desvío que va a la carretera.

El granjero era un hombre grandote con pobladas cejas color arena, que se juntaban cuando él estaba pensando.

—¿No había nadie cerca?

—No… y ayer tampoco.

—¿Y por qué no me lo dijiste ayer, entonces?

—Bueno… yo creí… —dijo Willie sonrojándose— que quizás… usted sabe… hubiera dos…

El granjero advirtió que Willie no estaba dando rodeos sino que estaba verdaderamente confundido. Palmeó al muchacho en el hombro.

—Bueno, vete a casa y deja que yo me ocupe del asunto.

Después de ordeñar, el granjero fue a echar una mirada por sí mismo. A él sí se le ocurrió pensar por qué estaría el coche semi-escondido. Había oído hablar del asesino del estilete, y si bien no llegó a la conclusión de que el coche había sido abandonado por el asesino de Londres, pensó que podría existir alguna relación entre el coche abandonado y un crimen, de modo que después del almuerzo mandó a su hijo mayor a caballo al pueblo para que telefoneara a la Policía de Stirling.

La Policía llegó antes de que volviera el muchacho del pueblo. Había por lo menos doce, y todos eran incansables bebedores de té. El granjero y su mujer estuvieron en pie la mitad de la noche, atendiéndoles.

El tonto Willie fue llamado a contar su historia una vez más, repitiendo que había visto el coche el día anterior, y sonrojándose de nuevo cuando explicó que había dado por sentado que en su interior había dos amantes.

En definitiva, fue para ellos la noche más excitante desde el estallido de la guerra.

Esa noche, Percival Godliman, ante la perspectiva de pasar su cuarta noche consecutiva en la oficina, fue a su casa a bañarse, cambiarse y traerse alguna ropa.

Tenía su apartamento en una zona residencial de Chelsea. Era pequeño pero suficiente para un hombre solo, y estaba limpio y cuidado excepto en el despacho al que la mujer de la limpieza tenía prohibida la entrada, y que en consecuencia estaba atestado de periódicos y libros. El moblaje era de antes de la guerra, por cierto, pero había sido bien elegido y el lugar tenía un aspecto confortable, con sillas de madera y cuero, y un sofá en la sala. La cocina estaba llena de artefactos que ahorraban el trabajo y que casi nunca se usaban.

Mientras llenaba la bañera fumaba un cigarrillo —últimamente se había aficionado a ellos, pues la pipa causaba demasiado alboroto—, contemplando su posesión más valiosa, que era una extraña escena medieval probablemente de Jerónimo Bosch. Representaba una herencia familiar y Godliman nunca había pensado en venderlo, ni siquiera en momentos de necesidad.

En la bañera pensó en Bárbara Dickens y en su hijo Peter. No le había contado nada a nadie acerca de ella, tampoco a Bloggs, aunque estuvo a punto de hacerlo cuando tuvieron la conversación acerca de volver a casarse, pero el coronel Terry la había interrumpido. Ella era viuda; su marido había muerto en acción de guerra al comienzo mismo de la contienda. Godliman no sabía su edad, pero representaba unos cuarenta años, trabajaba en la decodificación de señales interceptadas y era inteligente, entretenida y muy atractiva. También era rica. Godliman la había invitado a cenar dos o tres veces antes que la presente crisis se produjera. El veía que ella estaba enamorada de él.

Bárbara había arreglado un encuentro entre su hijo Peter, que era capitán, y Godliman. A él le gustó el muchacho. Pero además sabía algo que ni ella ni su hijo sabían; Peter debía ir a Francia el día D.

Y que los alemanes estuvieran o no ahí esperándole dependía de que pudieran apresar a Die Nadel.

Salió de la bañera y se afeitó a fondo, mientras se preguntaba si estaba enamorado de ella. No estaba seguro de cómo se sentía el amor cuando se es ya maduro. Evidentemente, no era la pasión desbordante de la juventud. Si el afecto, la admiración, la ternura y un cierto deseo sexual eran amor, entonces él la amaba.

Y él ahora necesitaba compartir su vida. Durante años había necesitado su soledad y su investigación. Ahora la camaradería del Servicio de Inteligencia Militar le estaba absorbiendo: las reuniones, las sesiones nocturnas por búsquedas desesperadas de personas que siempre tienen la muerte cerca, pero como algo siempre impredecible. Todo esto había terminado por atraparle. Sabía que una vez concluida la guerra quedarían otras cosas, aunque todo esto desapareciera: la necesidad de hablar con alguien cercano sobre sus frustraciones y sus triunfos, la necesidad de tocar a alguien por la noche, la necesidad de decir: «Vamos, mira esto. ¿No es magnífico?»

La guerra era cruenta, opresiva y frustrante, pero uno tenía amigos. Si la paz traía de nuevo la soledad, Godliman pensó que no iba a poder sobrellevarla.

En este momento la sensación de tener ropa interior limpia y una camisa recién planchada constituía todo un lujo. Puso más ropa limpia en la maleta, y luego se sentó a disfrutar de un vaso de whisky antes de emprender el camino de regreso a la oficina. El chófer militar y el comandante Daimler podían esperar un poco más.

Estaba llenando la pipa cuando sonó el teléfono. Dejó la pipa y encendió un cigarrillo.

Su teléfono estaba conectado con el conmutador de la War Office. El operador le dijo que el inspector jefe Dalkeith estaba llamando desde Stirling.

Esperó a oír el click de la conexión.

—Habla Godliman.

—Hemos encontrado su «Morris Cowlen» —dijo Dalkeith sin más preámbulos.

—¿Dónde?

—En la A80, justo al sur de Stirling.

—¿Vacío?

—Sí. Reventado. Hace veinticuatro horas que está allí. Fue apartado unos metros de la carretera y escondido entre los arbustos. Un muchacho algo retrasado que trabaja en una granja lo encontró.

—¿Hay alguna estación de autobús o tren cerca del lugar?

—No.

—De modo que lo más probable es que nuestro hombre haya tenido que caminar o hacer autostop después de dejar el coche.

Así es.

—En ese caso, sería conveniente hacer averiguaciones en el lugar…

—Ya estamos tratando de saber si alguien de la localidad le vio o le transportó.

—Bien. Comuníqueme cualquier novedad… Mientras tanto, pasaré las noticias al Yard. Gracias, Dalkeith.

—Nos mantendremos al habla. Adiós, señor.

Godliman colgó el receptor y volvió a su escritorio. Se sentó y abrió un mapa de carreteras del norte de Inglaterra. Londres, Liverpool, Carlisle, Stirling… Faber iba hacia el noroeste de Escocia.

Godliman pensaba si no debería reconsiderar la teoría de que Faber estaba tratando de salir del país. El mejor modo de salir era por el Oeste, por Irlanda. La costa Este, sin embargo, era el centro de toda clase de actividades militares. ¿Sería posible que Faber tuviera el coraje de continuar su reconocimiento, sabiendo que MI5 le estaba pisando los talones? Decidió que quizá lo fuera sabía que era un hombre que no se amilanaba—. Pese a todo era poco probable. Nada de lo que descubriera en Escocia podría ser tan importante como la información que ya poseía.

Por lo tanto, Faber se estaba evadiendo por la costa Este. Godliman repasó los métodos posibles para recoger a un espía que quiere escapar: un avión ligero que aterrizara en un lugar solitario; navegando a través del mar del Norte en un barco robado, ser rescatado por un submarino, como había supuesto Bloggs, internándose mar adentro, en un barco mercante pasando por un país neutral hacia el Báltico, desembarcando en Suecia y cruzando la frontera en dirección de la parte ocupada de Noruega… Había demasiadas formas.

De cualquier modo, Scotland Yard debía estar informada de los últimos movimientos. Ellos pedirían a toda la Policía de Escocia que trataran de hallar a alguien que hubiera recogido a un caminante en las afueras de Stirling. Godliman volvió a la sala para hablar por teléfono, pero éste sonó antes de que él lo cogiera. Levantó el receptor.

—Habla Godliman.

—Un tal Richard Porter le llama desde Aberdeen.

—¡Oh! —Godliman había esperado que Bloggs llamara desde Carlisle, Póngame con él, por favor. ¡Hola! Habla Godliman.

—Hola, sí. Habla Richard Porter. Pertenezco a la comisión local de vigilancia.

—¿En qué puedo servirle?

—Bueno en realidad, amigo mío, es muy deplorable lo que me ha sucedido.

Godliman controlaba su impaciencia.

—Dígalo de una vez.

—EI tipo ese que andan buscando…, el que cometió asesinatos con un estilete y demás. Bueno, estoy seguro de que le llevé en mi propio coche.

Godliman se aferró con más fuerza al receptor.

—¿Cuándo?

—Anteanoche. Mi coche se averió en la A80, justo saliendo de Stirling. En medio de la cochina noche. Por ahí venía el tipo ese, a pie, y me solucionó el problema en un momento. Entonces, naturalmente…

—¿Dónde le dejó?

—Aquí en Aberdeen. Dijo que iba a Banff. El asunto es que dormí casi todo el día de ayer, de modo que fue esta tarde cuando me enteré…

—No se lo reproche, señor Porter; muchas gracias por llamar.

—Bueno, adiós.

Godliman agitó la horquilla y el operador de la War Office volvió a tomar la línea.

—Por favor, póngame con el señor Bloggs —dijo Godliman—. Está en Carlisle.

—En ese momento está en la línea, esperando para hablar con usted, señor.

—¡Magnífico!

—Hola, Percy. ¿Qué noticias hay?

—Nuevamente le estamos siguiendo la pista. Fue identificado en una gasolinera de Carlisle y abandonó el «Morris» justo en las afueras de Stirling. Luego hizo autostop y consiguió que le llevaran hasta Aberdeen.

—¡Aberdeen!

—Debe de estar tratando de salir por el Este.

—¿Cuándo llegó a Aberdeen?

—Probablemente ayer por la mañana, temprano.

—En ese caso no puede haber tenido tiempo para salir, a menos que fuera realmente muy rápido. En este momento ahí se ha desatado la peor tormenta de que se tenga memoria. Comenzó anoche y aún no ha amainado. Ningún barco ha zarpado y ni pensar en que haya aterrizado un avión. Con este tiempo sería absurdo pensarlo.

—Bueno. Vaya para allá en cuanto pueda. Entretanto pondré en movimiento a la Policía local. Llámeme en cuanto llegue a Aberdeen.

—Me marcho ahora mismo.